El recuerdo del deseo
Shanghái
Agosto de 1912
VIOLETA
En la cena ofrecida por Lealtad Fang, Calabaza Mágica y yo estábamos de pie junto a la pared, cerca de uno de los extremos de una larga mesa llena de comensales. La señora Li me advirtió que en la fiesta yo no sería nadie especial, sino únicamente «un pequeño adorno», y que debía limitarme a sonreír y parecer agradable.
—Nada más —me insistió, con una mirada fulminante que prometía castigos si no obedecía.
La madama estaba nerviosa porque había más invitados de lo previsto, el salón se había quedado pequeño y algunas de las cortesanas llegadas de las otras casas no estaban a la altura de sus rigurosas normas de calidad en cuanto a indumentaria y buena educación. Estaba irritada porque algunas habían acudido acompañadas de sus doncellas. Había tenido que informarlas de que ése no era el lugar para buscar nuevas oportunidades de negocio y les había pedido que se quedaran fuera.
Hacía ya medio año que me habían secuestrado, y a lo largo de esos seis meses, mis esperanzas se habían calcificado en una anodina aceptación de todo, excepto de que mi madre no hubiera regresado a buscarme. La culpaba por su credulidad y su descuido, que me habían empujado a una vida en el infierno. Al principio me propuse permanecer fiel a mi verdadero yo y seguir siendo la pensadora independiente, la estudiante del saber humano, la joven americana que utilizaba el ingenio para resolver cualquier problema. ¡Pero con cuánta rapidez se había disuelto mi vieja identidad! Calabaza Mágica tenía razón. Mi firme voluntad no era más que arrogancia, y cuando me arrebataron la libertad, ni siquiera pude considerarme a la altura de una cortesana. Esa noche me alegraba de ser un pequeño adorno. Nadie esperaría nada de mí, ni tampoco me criticarían. Simplemente pasaría la velada como en el teatro y volvería a ser la niña de siete años que espiaba desde el balcón a los huéspedes de la Oculta Ruta de Jade.
Antes de la fiesta, la señora Li había repasado con las cortesanas los nombres de los huéspedes, los negocios a los que se dedicaban, si tenían o no esposas y concubinas, y qué halagos preferían oír. Lealtad Fang, el anfitrión, era el mejor partido. No fue preciso que la señora Li se lo presentara a las demás. Era un cliente habitual de las mejores casas de cortesanas. Le pregunté a Calabaza Mágica el porqué del clamor con que habían recibido las chicas el anuncio de que iba a dar una fiesta.
—Además de ser muy rico —empezó ella—, es un hombre instruido, procedente de una familia de hombres de letras, que además tiene olfato para los negocios modernos. A sus veinticuatro años, todavía no tiene esposas ni hijos, lo que constituye una grave preocupación para su madre. Naturalmente, no hay cortesana que no desee poner remedio a la inquietud de su madre y traer al mundo a la próxima generación de la familia.
—¿Es guapo?
—No de una manera clásica. Pero cuando entra en la sala, en seguida se nota su aura aristocrática. Se comporta con elegancia, sin ser esnob, y se desenvuelve con soltura en cualquier situación. Se distingue en seguida de los que han triunfado de la noche a la mañana y no tienen más que una pátina de buena educación. Sus ojos y su boca son sensuales, pero no por su forma, sino por el modo en que se mueven y expresan su deleite y su imaginación para el sexo. Al menos eso dicen todas. Yo no he podido verificar que su expresión sensual se traduzca en auténtica imaginación en la cama. Pero muchas dicen que cuando él las mira, de inmediato se imaginan que lo tienen encima. Ya verás esta noche el efecto que obra en las mujeres.
Como el general de un ejército, la señora Li estableció nuestras posiciones. Situó a dos cortesanas detrás de cada uno de los ocho hombres sentados a la mesa. Su hija, Bermellón, se colocaría justo enfrente del asiento de Lealtad Fang, al otro lado de la mesa, para que él pudiera apreciar todos sus encantos, desde el rostro sonriente hasta el dulce balanceo de las caderas. De ese modo, Bermellón tendría la oportunidad de captar su atención y de hablarle con el suave y acariciador acento de Soochow que tanto había perfeccionado. A su lado, la señora Li pondría a una cortesana de otra casa, mucho menos atractiva que su protegida. Las otras tres cortesanas de nuestra casa —Pequeño Fénix, Ciruela Verde y Hierba Primaveral— se situarían frente a los tres hombres más deseables de la mesa, después del anfitrión: Eminente Tang, Unísono Pan y Perspicaz Lu.
Desde mi privilegiado punto de vista, abarcaba fácilmente toda la escena. Había visto muchos hombres apuestos en la Oculta Ruta de Jade: chinos y occidentales, jóvenes y viejos, algunos con aires de grandeza y otros realmente importantes. Pero cuando Lealtad Fang entró en la habitación, fue como si la temperatura y el brillo de la sala se intensificaran. Me puse a estudiar sus rasgos para descubrir por qué era tan endiabladamente guapo. Su indumentaria era occidental y moderna, pero eso era habitual en muchos de nuestros huéspedes. Llevaba el pelo peinado con brillantina, al estilo de los personajes que aparecían en las revistas de moda, pero eso tampoco era inusual. Tenía la cara alargada y sus rasgos al principio me parecieron corrientes. Sin embargo, al cabo de unos minutos, cambié de idea. No podría haber señalado exactamente dónde estaba la diferencia, pero sus facciones se transformaban de modo constante. Arqueaba las cejas con expresión atenta cuando escuchaba a sus amigos; al poco tiempo, cuando reía, se le formaban arrugas alrededor de los párpados, y cuando el tema de la conversación era serio, los ojos se le volvían oscuros y enormes. Al cabo de un momento de estudiarlo, llegué a la conclusión de que se parecía al retrato de un noble que había visto una vez. Observé cómo acechaba y capturaba a las mujeres con la vista. Cada vez que miraba a una cortesana, levantaba ligeramente las cejas, como si fuera la primera vez que admiraba su belleza, y después le dedicaba una sonrisa al mismo tiempo maliciosa, enigmática y prometedora. Miraba a cada mujer ofreciéndole toda la atención, que nunca duraba más de unos pocos segundos. Pero en ese breve momento las flores ardían de deseo. Incluso la cortesana que no sentía atracción sexual por los hombres parecía halagada cuando él la miraba. Después observé que nuestro anfitrión también se fijaba en las doncellas. Muchas habían sido cortesanas en su juventud y no recibían ese tipo de miradas desde hacía mucho tiempo. Pero él las revitalizaba con su interés.
También era carismático con los hombres, quizá por su estilo relajado y su habilidad para que cada uno se sintiera su más íntimo confidente. Los arrastraba a todos a la conversación y no permitía que ninguno se quedara al margen. Les hacía preguntas, los escuchaba con detenimiento, alababa su modestia y mencionaba sus logros con aparente sinceridad. Yo estaba fascinada y convencida de que la imagen que presentaba de sí mismo era auténtica.
Desde mi sitio, podía ver a cuál de las cortesanas dirigía la atención, en qué rostro detenía más tiempo la mirada y cuál de las mujeres presentes recibía una sonrisa de mayor complicidad que las otras. Hasta ese momento, esa mujer era Bermellón, como estaba previsto.
—He asistido a cientos de fiestas —estaba diciendo ella—, pero nunca había visto un banquete tan espléndido. Debemos agradecer a nuestro anfitrión su generosidad.
Lealtad, a su vez, agradeció a la señora Li la organización del banquete. Me pregunté si sabría que las alabanzas de Bermellón no podían ser sinceras porque la joven no había probado ni un solo bocado. No se nos permitía comer. Con suerte, podríamos probar lo que sobraba cuando acabara la fiesta.
Uno de los invitados, que ya estaba borracho, me gritó:
—¡Eh, pequeña flor! ¡Come y disfruta!
Cogió con los palillos una brillante almeja, me la trajo y me la acercó a los labios. ¿Cómo iba yo a negarle la oportunidad de culminar su arranque de generosidad? En el instante en que la almeja rozó mis labios entreabiertos, se desprendió de los palillos del hombre y se deslizó por el delantero de mi camisa nueva, desde el pecho hasta la falda. El hombre masculló unas disculpas mientras la señora Li lo acompañaba de regreso a su asiento, asegurándole que la culpa no había sido suya, sino de la torpeza de la niña. Calabaza Mágica se había quedado con la boca abierta. La mancha aceitosa me recorría todo el traje de arriba abajo, como el rastro de una babosa.
—Un mes de ganancias —gruñó ella.
Yo me negué a poner expresión contrita porque la culpa no había sido mía.
Poco después, estalló un alboroto. Dos cortesanas, las mismas que habían desagradado a la señora Li cuando llegaron, estaban discutiendo. Una ráfaga de murmullos recorrió la mesa y así me enteré de que rivalizaban por las atenciones del mismo hombre corpulento a cuyas espaldas se habían situado. Al parecer, el hombre llevaba más de dos años yendo y viniendo entre una y otra. La señora Li se apresuró a sacar de la sala a las dos enemigas. El hombre rollizo se volvió mientras ellas salían y fingió confusión, como si hubiera sido el último en enterarse de lo sucedido. Cuando regresó, la madama se dirigió a Calabaza Mágica:
—De prisa, vosotras dos, ocupad los lugares vacíos.
Mi doncella me dio un codazo para que obedeciera. Yo me situé a la derecha del hombre gordo y ella a su izquierda. Me había incorporado al teatro y tenía que extremar las precauciones para no cometer errores. La mejor manera de no equivocarme era no hacer nada, de modo que puse mi mejor sonrisa de tonta.
Estaba bastante satisfecha con mi actuación, hasta que Calabaza Mágica me dio un pellizco y me pasó una botella de vino de arroz.
—¡Rápido! Llénale la copa.
En seguida volvió a pellizcarme.
—Retírale los huesos del plato.
A partir de entonces, no dejó de pellizcarme para que hiciera esto y aquello, siempre a toda prisa. Al final me pellizcó por ponerle mala cara y entonces yo le devolví el pellizco con todas mis fuerzas, y ella soltó un grito. Los hombres estallaron en carcajadas y oí murmullos divertidos entre las cortesanas. Calabaza Mágica se justificó diciendo que yo la había pisado sin querer, mientras Bermellón y la señora Li apretaban los labios para no explotar de ira. Yo tenía la cara ardiendo, pero cuando noté que Calabaza Mágica me miraba fijamente, me negué a parecer avergonzada y desvié la vista. Fue entonces cuando vi que Lealtad Fang me estaba mirando con una gran sonrisa.
—¡Qué espíritu tiene la niña! —dijo, sin dejar de mirarme.
¿Lo habría dicho con ironía?
La señora Li se apresuró a disculparse.
—Como puedes ver, nuestra cortesana virgen aún tiene mucho que aprender. Violeta es muy joven.
—¿Ha aprendido a recitar historias y poemas? —preguntó él.
—Está aprendiendo un poco de todo.
—Entonces deja que nos deleite con un relato, una canción, un poema… Ella misma puede elegir.
La señora Li se opuso. Me había visto ensayar unos días antes y había criticado a Calabaza Mágica por mi escasa desenvoltura.
—Todavía le falta mucho —dijo la señora Li—. Aún no está lista para tus oídos. Tendrás que esperar unos meses. Pero otra de nuestras bellas puede tocar la cítara para ti esta noche.
Se volvió hacia Bermellón con los ojos brillantes y le hizo un leve gesto de asentimiento, como para indicarle que había llegado su gran oportunidad.
Pero Lealtad Fang siguió actuando como si no la hubiera oído y me hizo un ademán para que me dirigiera hacia el lugar donde yacía la cítara de Bermellón.
—Tómate todo el tiempo que quieras para prepararte —me dijo y en seguida se puso a cantar con sus amigos una balada que hablaba de la juventud y de los tigres.
Calabaza Mágica se reunió conmigo y se sentó ante la cítara. Por su expresión, se habría dicho que iban a ejecutarla.
—Interpretaremos «La primavera de los melocotoneros en flor» —dijo.
Yo protesté diciendo que no me sentía capaz y que no recordaba ni la mitad del poema.
—Presta atención a lo que yo toque en la cítara —repuso—. Tiembla con cada trémolo, balancéate con el glissando y levanta los ojos al cielo cuando aumente la intensidad de la música. No olvides parecer natural. No hagas que me avergüence de ti —añadió—, porque de lo contrario, serás la razón de que esta noche durmamos en la calle. Tienes una oportunidad para empezar a forjar tu reputación. Que sea buena o mala depende solamente de ti.
Se hizo el silencio en la sala. Todas las miradas convergieron en mí. Lealtad Fang me dedicó una amplia sonrisa, como si ya estuviera orgulloso de haber descubierto entre nosotras a una cantante de gran talento. Cerré los ojos y abrí la boca para recitar la primera frase. No me salió nada. Las palabras se me habían atascado en la garganta. Lo intenté en vano durante unos segundos, mientras Calabaza Mágica seguía moviendo dulcemente las manos sobre la cítara y repetía de vez en cuando las notas que anunciaban el comienzo de la historia. Finalmente, logré emitir un sonido estrangulado, seguido de varias palabras temblorosas:
—¿Alguno de vosotros ha oído alguna vez la historia de la primavera de los melocotoneros en flor?
¡Claro que la habían oído! Hasta los niños de tres años la conocían.
—La contaré como nadie la ha contado nunca —dije.
Lealtad Fang sonrió, y cuando los invitados lo vieron, se apresuraron a elogiar la elección de la intérprete.
—Será algo muy especial.
—Excelente elección.
Solté varias rachas de palabras enmarañadas y cuando llegué a la parte en que una perezosa corriente arrastraba al barco del pescador hacia el paraíso, me salió sin querer un torrente de frases atropelladas que habría hecho volcar a cualquier embarcación. Calabaza Mágica me indicó con un gesto que redujera la velocidad y siguiera la música. Yo le hice caso, pero con una rigidez que me impedía coincidir con los sones de la cítara y sin ninguna certeza de que las expresiones de mi cara tuvieran algo que ver con la historia. Cuando conté el arribo del pescador al país de los melocotoneros en flor, me esforcé por recordar cuál de las expresiones ensayadas correspondía que pusiera: la de párpados entrecerrados, la de labios entreabiertos o la de la cabeza lánguidamente inclinada. Incapaz de decidir, puse las tres caras en rápida sucesión y cuando levanté la vista y miré a Calabaza Mágica, vi que tenía los ojos abiertos como platos y que repetía sin cesar el mismo trémolo, sumida en el pánico. A esas alturas, era tal mi confusión que el intrincado contenido de mi memoria se solidificó y me dejó del todo atontada. Entré en el paraíso tropezando con mis propios errores, como una refugiada aterrorizada.
—El pescador encuentra a su esposa viva doscientos años después…, aunque todos los demás han muerto… y la aldea ha sido arrasada por un incendio. Se montan en el barco y vuelven los dos juntos al paraíso, donde el pescador es recibido por unas doncellas vírgenes que le proporcionan placeres inmediatos…
Los hombres estallaron en ruidosas carcajadas.
—¿Placeres inmediatos? ¡Eso sí que está bien!
—¡A ese paraíso queremos ir nosotros!
—¡Allí no es necesario cortejar a nadie!
Con voz vacilante, aclaré que los placeres eran unos melocotones deliciosos y un buen vino, y añadí que el pescador los había compartido con su mujer. Mi comentario suscitó más carcajadas todavía. Calabaza Mágica tenía la boca abierta, como si estuviera gritando en silencio. Bermellón y la madama eran dos estatuas de piedra. Las cortesanas de las otras casas contenían a duras penas su deleite, al comprobar que yo jamás sería rival para ellas.
Finalizada mi actuación, volví al extremo de la mesa con la esperanza de recuperar mi condición de «pequeño adorno». Calabaza Mágica vino a situarse a mi lado, murmurando entre dientes:
—La niña me ha avergonzado. Me ha hecho quedar como una imbécil. ¿Qué será ahora de mí?
Yo estaba indignada. ¿Ella estaba avergonzada? ¿Acaso se estaban riendo de ella?
Entonces un sirviente me trajo un cuenco de vino. ¿Por qué? A ninguna de las otras chicas la habían invitado a vino de arroz. Lealtad Fang se puso de pie y levantó su copa.
—Una flor solitaria, un enjambre de abejas; un solo aguijón, mil hombres heridos.
Era una divertida imitación de los ingeniosos epigramas que se solían componer mil años atrás.
—Esta noche, pequeña Violeta —prosiguió—, has herido nuestros corazones con una sola canción y ahora tendremos que matarnos entre nosotros en la batalla por ganar tus favores.
Los hombres expresaron atronadoramente su acuerdo y vaciaron sus copas. Calabaza Mágica me dio un codazo para que yo hiciera lo mismo. ¡Qué crueldad, hacerme brindar por mi fracaso! Entre aclamaciones, vacié la copa de la humillación en un largo trago ininterrumpido. Sonreí cuando terminé, sin preocuparme por lo que pudieran pensar.
—Y ahora, pequeña flor —dijo Lealtad—, ven a sentarte a mi lado.
¿Qué significaba eso? Miré en dirección a la señora Li, que frunció el ceño y le hizo señas a un sirviente para que pusiera una silla junto a la del anfitrión. Bermellón estaba muy ocupada hablando con el hombre que tenía delante. Era tan buena actriz que siguió comportándose como si no notara nada de lo que estaba sucediendo. Miré a la punta de la mesa, donde Calabaza Mágica seguía de pie. Me sonrió débilmente. También estaba desconcertada. El sirviente me condujo hasta la silla y vi que dos bellas susurraban entre sí al otro lado de la mesa mientras me miraban con descaro de arriba abajo. Lealtad pidió que una cortesana cantara una balada animada, y la señora Li eligió a una de las chicas nuevas de la casa, conocida por su voz melodiosa. Todos fingieron escucharla, pero yo sabía que gran parte de la atención estaba concentrada en mí. Sabía lo que estarían pensando: «¡Qué raro que haya elegido a una niña tan tonta para que se siente a su lado!». El ambiente se volvió más ruidoso. Al final de cada estrofa de la balada, los hombres levantaban las copas y brindaban. Lealtad Fang me animó a beber unos cuantos sorbos, pero no me exigió que vaciara la copa. Me colocaron delante una bandeja llena de comida y Lealtad Fang me indicó con un gesto que comiera. Yo miré a la señora Li y ella asintió. Probé primero un plato y después otro. El pescado estaba muy sabroso y los camarones eran dulces.
Sentí entonces que Lealtad Fang se inclinaba hacia mí.
—Hace siete años, fui a la Oculta Ruta de Jade. Yo tenía diecisiete y me pareció que entraba en un mundo de ensueño: bellas mujeres, ambiente occidental, madama norteamericana… No había conocido nunca a ningún extranjero. De pronto, oí gritar a una niña traviesa mientras un gato pasaba a mi lado como un rayo e iba a esconderse debajo de un sofá. ¿Lo recuerdas?
Lo miré a la cara y, después de unos segundos, distinguí en sus rasgos de hombre la cara del chico torpe que aquel día se había vuelto para mirarme.
—¡Eres tú! —exclamé—. ¡Pero si decían que habías muerto!
—¡Qué mala noticia! ¿Por qué seré yo el último en enterarme?
El adolescente tímido se había convertido en un hombre sensual y seguro de sí mismo.
Recordé entonces el resto del incidente. Carlota le mordió la mano y le dejó cuatro profundos arañazos en el brazo. Él trató de fingir que la espantosa herida no le dolía, pero al cabo de unos segundos, se puso blanco como el papel, apretó los dientes, giró los ojos hacia arriba, cayó de rodillas y se desplomó boca abajo en el suelo. Todos los presentes se congregaron a su alrededor y alguien llamó a su padre para que viniera en seguida. Un instante después, dos hombres se llevaban el cuerpo aparentemente exánime. Al día siguiente, una de las cortesanas anunció que había muerto y yo temí que consideraran a Carlota una asesina y a mí su cómplice.
—¿Recuerdas lo que te pregunté aquella noche, poco antes de morir? —dijo él—. ¿No? Te pregunté en mi mal inglés si eras extranjera. ¿Y cuál fue tu respuesta? ¿La recuerdas?
Yo no recordaba la conversación, pero supuse que sólo podía haberle dicho que sí.
—Me dijiste en chino que no entendías lo que te estaba diciendo —prosiguió él—, y después te agachaste para buscar a tu gato. Yo vi la cola agitándose debajo del sofá y tiré de ella para sacar al animal de su escondite. Aquí tengo el recuerdo de aquel error.
Lealtad Fang se remangó la camisa.
—Violeta Minturn —añadió en su dubitativo inglés—, mira lo que me hizo tu gato.
Me estremecí al ver las cicatrices blancas, y entonces él prosiguió en su impecable chino:
—He esperado mucho tiempo tus disculpas, Violeta. Y ahora mi dolor se ha visto más que compensado.
¿De modo que sólo se había propuesto humillarme?
—Te pido disculpas por la maldad de mi gata y por lo mal que he recitado el poema esta noche —le dije con sequedad.
—No me has entendido. He disfrutado oyéndote contar la historia. Sé que ha sido tu primera actuación, y ha sido para mí. Has estado verdaderamente encantadora.
No le creí.
Puso una expresión más seria.
—Cuando tenía diecisiete años, mi padre me llevó a la Oculta Ruta de Jade para que me iniciara en el mundo de las flores. Sentí como si hubiera ingresado en un territorio soñado de hadas y dioses. Mi padre me dijo que podría visitarlo tantas veces como quisiera cuando fuera mayor y triunfara. El solo hecho de estar allí me produjo un insoportable anhelo de amor, y sentí rabia de que mi padre me hubiera enseñado las delicias de ese lugar para luego negármelas. Me prometí que algún día sería más rico que él y podría seducir a todas las jóvenes flores que quisiera en ese mundo de fantasía. Ese propósito se convirtió en mi único objetivo. Al cabo de unos años, había triunfado en los negocios y tenía todas las flores que pudiera ambicionar. Pero había olvidado el territorio de ensueño que me había espoleado para triunfar. No regresé para colmar las aspiraciones de aquel joven de diecisiete años. Me volví complaciente sin estar conforme. Me faltaba algo, pero estaba demasiado ocupado para darme cuenta de ello.
»A lo largo de los últimos dos años, me he sentido un poco aburrido y a la vez vagamente insatisfecho. Me seguía gustando la vida que llevaba, pero tenía la sensación de que no avanzaba. No tenía una meta hacia la que dirigirme. Me dije que necesitaba un poco de movimiento para volver a sentirme vivo. Tenía que estirar los tendones, la mente y el espíritu. Pero ¿cómo? Mientras no lo descubriera, esa vaga incomodidad iba a seguir acompañándome como un molesto dolor de muelas.
»Hace unos meses, estaba yo en una fiesta con un antiguo compañero de colegio, Eminente Tang, que ahora está allí, sentado al extremo de la mesa. Mi amigo me estaba enumerando todos los negocios que últimamente han caído en manos de japoneses o de la Banda Verde. La Oculta Ruta de Jade era uno de ellos. En cuanto mencionó ese nombre, recordé mi sueño y mi promesa de regresar. Me apresuré a volver a ese lugar, con siete años de expectación acumulados en el cuerpo. Pero el territorio soñado había desaparecido. La casa ya no era la misma.
»Le conté mi decepción a Eminente y le pregunté qué había sido de la madama norteamericana. Entonces él me contó la historia. Siento mucho lo sucedido, Violeta. Yo admiraba mucho a tu madre y el mundo que había creado. Pero debo ser honesto contigo y decirte que cuando me enteré de que estabas viviendo en la Casa de Bermellón, sentí como si una traca de fuegos de artificio se hubiera disparado en mi interior, anunciando el regreso de un sueño. Sé que no has venido aquí por tu voluntad y te aseguro que no pensaba en ti con lascivia. Después de todo, en mi mente tú seguías siendo una niñita de siete años. Sin embargo, me di cuenta de que el poder de aquel territorio de ensueño residía en el hecho de que me había estado vedado. Su ausencia creaba en mí un anhelo y también un propósito. Me exigía lo mejor de mí para alcanzar mi meta: diligencia, ingenio y también conocimiento de mí mismo y de los demás. Me obligaba a sopesar las oportunidades y los aspectos morales, las ambiciones y la justicia. Mi temprana determinación de tener éxito y ser independiente surgió de ese apetito que aún no he saciado.
»Tal como esperaba, cuando te vi aquí, el recuerdo del deseo volvió a mí y sentí una vez más la fuerza del anhelo. La excitación me recorrió el cuerpo y supe que volvería a impulsarme hacia adelante. ¿Hasta dónde? Todavía no lo sé. Contigo siento el aguijón de un nuevo deseo, y ese sentimiento es el sueño esquivo que me dará un nuevo propósito. Sin un objetivo, no puedo concebir mi futuro. Sin un propósito, estoy atrapado en el presente, contando los días y mirando a la cara a mi propia mortalidad.
Mi corazón latía desbocado, rebosante de orgullo y emoción, pero también me sentía confusa. No quería cometer ningún error en la realización de su sueño, ni menos aún impedir que lo hiciera realidad.
—¿Quieres verme como a alguien que no es real? ¿Es eso?
—Oh, no, tú eres perfectamente real. Pero formas parte del sueño que me impulsó a echar a andar y que todavía puede inspirarme. Eres mi recuerdo del deseo. ¿No te importa que te vea de ese modo, como a alguien que siempre anhelaré sin alcanzar nunca, como los recuerdos de mi juventud?
—Estoy segura de que puedo ayudarte a mantener vivo ese sueño. ¿Qué debo hacer para impedir que me alcances? ¿Ignorarte?
—¡No, nada de eso! Debes ser tal como eres: amable y encantadora. De hecho, debes hacer todo lo posible para intensificar mi deseo. Yo, por mi parte, usaré mi fuerza de voluntad para mantenerme apartado. Pon lo mejor de ti misma. Cuanto mayor sea mi deseo, más tendré que esforzarme y mayor será mi determinación para alcanzar la meta. Por eso necesito deshacerme de esta irritante complacencia.
Quería un romance sin consumación. Me sentí un poco defraudada. Imaginé lo que él pretendía vetarse: nuestros cuerpos apretados el uno contra el otro, nuestras piernas enredadas, nuestros gritos de pasión, la breve siesta posterior… En ese momento, lo deseé, y ese deseo motivó un segundo pensamiento. Había deseado a un hombre chino y hasta ese mismo instante ni siquiera me había planteado cuál era su raza. ¡Qué extraño! Había practicado las artes de la seducción, convencida de que nunca tendría que utilizarlas allí. Como me negaba a creer que algún día las utilizaría, tampoco había podido imaginar que alguna vez desearía a uno de los clientes de la casa. Anhelaba un encuentro romántico, ansiaba conocerlo y sentir la unión de nuestros cuerpos. Me sentí liberada, aliviada y feliz de haber perdido mis ataduras. Durante todos esos años había luchado para negar mi mitad china. Su existencia me causaba resentimiento. Pero ya no vacilaría entre mis dos identidades. Había franqueado el umbral que dividía mis dos mitades, la china y la americana, y había descubierto que la línea era sólo imaginaria. Seguía siendo yo misma, sin ninguna diferencia, y no era preciso que negara mi identidad. Él anhelaba todo mi ser y no sólo una de mis mitades. Y yo lo anhelaba a él tal como era. ¡Qué tragedia para los dos! Yo era como una monja para él, y él como un monje para mí. Si sufríamos de deseo, tendríamos un propósito que nos ayudaría a fortalecernos, como había dicho él. Yo tendría que encontrar el mío. Pero al menos Lealtad Fang estaba conmigo esa noche, a la vista de todos.
Sentí confianza a su lado mientras él conversaba con sus amigos. Me pareció admirable su tono tranquilo y despreocupado, típico de las familias de hombres de letras, y su manera de hablar perfectamente articulada, sin sombra de acento regional y salpicada de bellas expresiones arcaicas. Ése era el hombre que me deseaba. A veces mencionaba de pasada algún héroe o doncella de la literatura, para subrayar algún punto de vista interesante, mientras hablaba de su trabajo con un consorcio en el que participaban el nuevo gobierno y Estados Unidos. Preguntó a los invitados su opinión acerca del nuevo presidente y fue parafraseando las respuestas de cada uno de ellos para hacerlos parecer mejor informados de lo que estaban en realidad. Ese hombre que exponía con tanta erudición los motivos de la inminente bancarrota de la industria del caucho sentía un hondo anhelo por mí. Hablaba con sus amigos, pero con frecuencia me miraba y sonreía. Yo era su sueño.
—Pequeña Violeta —dijo de pronto—, danos tu opinión. ¿Debo invertir en empresas japonesas equipadas con nueva maquinaria, como me aconsejan los banqueros? ¿O es mejor comprar empresas chinas quebradas y dotarlas de maquinaria nueva y una nueva dirección? ¿De cuál de las dos maneras ganaría el dinero necesario para pagar este costoso banquete?
Calabaza Mágica me había dicho que cuando un hombre me pidiera mi opinión sobre algo, respondiera siempre que él conocía la situación mucho mejor que yo y que estaría de acuerdo en todo lo que dijera. Cualquier otra cosa habría sido darle a entender que era tan mentecata como para creerme que sabía más que él e insinuarle, además, que en la cama sería insoportablemente habladora. Pero yo estaba inflamada de valor, entusiasmada por su reciente confesión y un poco achispada tras las dos copas de vino que me había bebido. Había escuchado animadas e innumerables conversaciones entre mi madre y sus clientes sobre el tema de las inversiones extranjeras, y siempre me habían parecido aburridas. Los invitados hacían siempre las mismas preguntas y mi madre les daba siempre las mismas respuestas, cuajadas de datos, cifras, predicciones y proyecciones. Solía practicarlas delante de Paloma Dorada, que le hacía observaciones y le sugería que moviera las manos de una manera o de otra. Yo escuchaba a través de la puerta de la sala del bulevar y después repetía las frases para Carlota, que ronroneaba, encantada de oírme.
Esa noche volví a imitar a mi madre. Me levanté de la silla, enderecé la espalda y repetí las frases memorizadas y los ademanes, con mucha más facilidad y soltura que durante mi penosa interpretación de «La primavera de los melocotoneros en flor». Imaginé que yo era ella, confiada y erguida, hablando con su convincente y teatral tono de optimismo.
—En mi opinión, hay que pensar en el largo plazo. ¿Quién se beneficiará si tu firma contribuye a la expansión de las empresas japonesas y mejora sus negocios, sus instalaciones y su rentabilidad? ¿Harás una inversión que vaya en detrimento de nuestra joven República? Por supuesto, un hombre de negocios no puede basar sus decisiones únicamente en el nacionalismo. Pero a mi juicio, la nueva República constituye una oportunidad sin precedentes. Para empezar, invierte en las hilanderías chinas que están al borde de la quiebra y busca nuevos vínculos con sociedades norteamericanas de inversión, aprovechando las nuevas políticas que adoptará la República. Después podrás reconstruir las fábricas con maquinaria moderna, revitalizarlas con una dirección más eficaz y recibir de ese modo más beneficios de los que habrías recibido si hubieras invertido en una empresa japonesa. Además, la expansión comercial japonesa implica mayor poder para Japón, y es preciso pensar en el futuro y actuar con cautela. Está en tu mano establecer el modelo de la industria bajo la nueva República: un sector progresista, controlado por los chinos y favorable a unas políticas de comercio exterior beneficiosas para el país.
Cuando hube terminado, me senté.
Lealtad Fang asintió con gesto solemne. Los hombres en torno a la mesa guardaban silencio, perplejos. Ninguno se atrevía a expresar su acuerdo, ni a disentir. Las cortesanas estaban estupefactas, y yo sabía lo que estarían pensando. Se estarían preguntando si mi alarde de opiniones propias sería bueno o perjudicial para la casa.
Lealtad sonrió.
—Lo que has dicho es precisamente lo que pienso hacer. Estoy deslumbrado por tus conocimientos y, más aún, por tu espíritu. Estás llena de vida y de sorpresas.
Al final de la noche, Lealtad Fang le dio una suculenta propina a Calabaza Mágica. Después se disculpó por el comportamiento de su hermano menor borracho, el hombre que me había manchado la camisa con la almeja, y añadió una suma suficiente para comprar tres blusas nuevas que sustituyeran la prenda estropeada.
—Verde lago —aconsejó—. A juego con el color de tus ojos.
A continuación le anunció a la señora Li que quería ser el primero en dar una fiesta en honor de la cortesana virgen Violeta.
—Espero que no gastes demasiado —bromeé—, ya que no puedes tenerme.
—¿Por qué no?
—Tú mismo has dicho que sólo quieres anhelarme y soñar conmigo, sin alcanzarme nunca.
—¡Ah! Sí, exacto. Así son las cosas en mi sueño. Pero ahora estamos despiertos y puedo controlar nuestras vidas. Puedo anhelarte, cortejarte y, finalmente, si tú me lo permites, satisfacer mi deseo en tu cama, a menos que sigas teniendo ese gato.
Cuando volvimos a nuestra habitación, Calabaza Mágica estaba burbujeante de dicha por nuestro éxito.
—El poema de «La primavera de los melocotoneros en flor» necesita unos cuantos retoques, desde luego. Pero ahora ya no tendremos que ocultar que eres medio occidental. Todos se referían a tu sangre eurasiática como una ventaja.
Era la primera vez que la oía utilizar la palabra «eurasiática».
—He oído que Lealtad y otro hombre te describían de esa manera. Pero no lo decían de manera ofensiva, sino más bien para destacar tu valor. Por eso los hombres te encontraron cautivadora cuando recitaste el poema. Se maravillaron de que hablaras tan bien el chino, siendo eurasiática. ¡Y ahora Lealtad va a correr con los gastos de tu fiesta de presentación! Eso debe de querer decir que piensa comprar tu desfloración.
No le conté lo que me había dicho Lealtad porque temí que la interpretación de Calabaza Mágica lo arruinara todo.
Levanté del suelo a Carlota y, mientras ronroneaba, le recordé al chico que había estado a punto de matar. Se alegró tanto como yo de que hubiera regresado.
Los cotilleos de la primera fiesta aparecieron en todos los periódicos sensacionalistas. «Es eurasiática y domina los dos idiomas a la perfección». «Recitó un poema con encantadora naturalidad, de manera espontánea y sin artificios». «Conversa con soltura con hombres importantes y parece cómoda con todos los temas, incluso el del control extranjero». Todos los tabloides mencionaron nombres de personas conocidas y poderosas, entre ellas Eminente Tang, que había formado una sociedad con varios bancos para financiar la construcción de nuevos edificios en el Bund, y Perspicaz Lu, cuyo padre se había reunido con el cónsul general de Estados Unidos para negociar una línea de crédito. Había un hombre que salía con una actriz famosa, y otro que poseía una colección envidiable de valiosas pinturas antiguas. Pero la mayor parte de las habladurías giraban en torno a Lealtad Fang, el anfitrión. Las columnas de cotilleos de la prensa sensacionalista mencionaban las compañías navieras que poseía y las rutas comerciales favorables que había logrado negociar. Enumeraban sus fábricas de porcelana en Hong Kong y Macao, y afirmaban que su familia era una de las más distinguidas de Shanghái y que varios de sus miembros, prestigiosos hombres de letras, habían contribuido a construir la nueva República. Y no había periódico que no informara de que la cortesana virgen Violeta tenía facciones chinas y ojos verdes occidentales, heredados de su madre, la famosa madama estadounidense Lulú Mimi. «¡Qué afortunada ha sido la Casa de Bermellón al poder hacerse con los servicios de esta flor poco corriente! ¿Qué regalos le llevará él la próxima vez? ¿Será un juego de té o unos cuencos de sopa con escudos heráldicos extranjeros? ¿Cuál será el escudo que figure en el cuenco de la joven? ¿El de su madre norteamericana?».
Mi aspecto eurasiático había dejado de ser un defecto para convertirse en una ventaja. Además de Lealtad, otros once hombres ofrecieron fiestas de presentación en mi honor. La señora Li presumía del número de fiestas, diciendo que era excesivo considerarlas «presentaciones» después de la segunda. Ninguna fue más espléndida que la primera, la que me ofreció Lealtad. Durante el banquete, me senté a su lado, mientras que las cortesanas se situaban detrás de los invitados de Lealtad. Los manjares fueron más raros que en la fiesta anterior: sabores que nadie había probado nunca y alimentos propios de los dioses. El anfitrión contrató a varios músicos, entre ellos a un americano que tocaba el banjo, un instrumento que yo nunca había oído y que me sonó como una cítara cuyo intérprete se hubiera vuelto loco.
Yo esperaba que Lealtad me visitara a diario y me cubriera de regalos para intensificar su anhelo a la espera de mi desfloración. Pero en lugar de eso, sólo venía a verme cada cinco o seis días y a veces se ausentaba una o dos semanas sin mandarme siquiera una tarjeta para aliviar la ausencia. Calabaza Mágica enviaba mensajes a su casa recurriendo a toda clase de pretextos: «Violeta interpretará una nueva canción esta noche». «Violeta lucirá una nueva camisa gracias a tu generosidad». La respuesta siempre era la misma: «Ha salido de Shanghái».
Pero entonces aparecía sin previo aviso al final de la tarde, cuando la casa estaba en silencio. Siempre me traía un regalo original. Una vez fue un pez de colores en una pecera grande con siete peces pintados en el interior.
—Este pececito es el afortunado número ocho. Con tantos peces pintados, nunca se sentirá solo.
—Tendrías que dejarme siete réplicas tuyas para que yo tampoco me sienta sola.
Después de eso, no volví a tener noticias suyas durante diez días. Cuando regresó (inesperadamente, como siempre), tuve que disimular mi creciente irritación. Sabía que no tenía derecho a exigirle nada. Nuestro romance estaba teñido por la relación comercial. Él se gastaba en mí su dinero: le daba propinas a Calabaza Mágica y a mí me compraba regalos. Mientras tanto, la señora Li y Calabaza Mágica sumaban los totales y calculaban cuánto más estaría dispuesto a gastar.
—No podemos esperar que la suma llegue a ser tan grande como la que recibió Bermellón —decía la señora Li.
Pero en mi habitación, Calabaza Mágica opinaba:
—Tú sacarás mucho más que Bermellón. Y entonces la madama aprenderá a no subestimarnos.
Dos meses y medio antes de la fecha prevista para mi desfloración, Lealtad vino a verme y se quedó sólo una hora. Durante la breve visita, nos anunció a Calabaza Mágica y a mí que tenía pensado viajar a Estados Unidos por asuntos de negocios. Lo dijo en tono despreocupado, ¡pero yo sabía que se tardaba un mes solamente en llegar a San Francisco! Si se marchaba, era posible que no regresara a tiempo para comprar mi virginidad. O quizá no regresara nunca, como mi madre.
Había hecho demasiadas suposiciones. Él quería un romance sin consumación. Y yo, en mi ingenuidad, no lo entendía a él, ni a los hombres chinos, ni a la compra de favores sexuales.
—Estarás fuera tanto tiempo —dije— que tal vez te pierdas mi cumpleaños. El doce de febrero cumpliré quince.
Una arruga le surcó el entrecejo.
—Cuando vuelva, te compensaré con un bonito regalo.
—La señora Li quiere que mi cumpleaños coincida con mi desfloración.
Volvió a fruncir el ceño.
—No había reparado en eso… Comprendo que es un mal momento y sé que es una decepción para ti.
Me cogió de la mano, pero no dijo que fuera a cancelar su viaje. Me quedé muda de desilusión.
Calabaza Mágica intentó disuadir a Lealtad de hacer el viaje. Le mencionó el reciente hundimiento del Titanic. Un barco japonés también se había ido a pique unos días antes. Estaba siendo un mal año de hielo y tifones.
Un mes después, la señora Li me dijo que once de los hombres que habían ofrecido fiestas en mi honor estaban ansiosos por comprar mi desfloración. Lealtad no figuraba entre ellos. La madama me dio unas palmaditas en un brazo.
—He ido a ver a su secretaria —me dijo—. Le he pedido que le envíe un telegrama para pedirle que lo reconsidere. La secretaria me dijo que no es fácil comunicarse con él, ni siquiera por telegrama, pero ha prometido que lo intentará.
Entonces la señora Li enumeró a los once hombres que habían expresado su deseo de participar en la subasta. Por primera vez, tuve que aceptar la realidad: uno de esos hombres iba a comprar el privilegio de abrir de par en par la puerta de mi pabellón e iniciarme en el negocio. No recordaba a ninguno que no me repugnara profundamente en ese sentido. ¿Cuál de todos ganaría? ¿El fanfarrón? ¿El viejo que podía ser mi abuelo? ¿El gordo seboso que parecía cubierto de sudor incluso en los días más fríos? ¿O tal vez el imbécil que se empeñaba en expresar opiniones ridículas? Había uno que me daba miedo: un hombre flaco de ojos pequeños y mirada penetrante. No sonreía nunca y tenía el aspecto de un gánster. Otros habrían sido inobjetables para las demás cortesanas. A ellas no les importaba que fueran aburridos, siempre que tuvieran dinero. Pero esos hombres no me preguntaban mi opinión, ni esperaban que yo entendiera sus conversaciones con sus amigos. No estaban interesados en mí, sino únicamente en el premio que tenía entre las piernas. En sus fiestas, sólo me habían pedido que recitara «La primavera de los melocotoneros en flor» porque habían leído en los tabloides que lo hacía bastante bien.
Se anunció una fecha para mi desfloración: el 12 de febrero de 1913, el día de mi decimoquinto cumpleaños y primer aniversario de la abdicación del emperador, una jornada doblemente auspiciosa para las celebraciones. Hice un cálculo rápido. Faltaban cinco semanas. Me pregunté si Lealtad habría iniciado ya el camino de vuelta.
Se celebraron más fiestas en mi honor, pero la señora Li me encontró tan apática que prefirió decirle a cada uno de los hombres que padecía jaqueca.
Permitimos que los aspirantes entraran en mi boudoir para tomar el té. Calabaza Mágica siempre estaba presente para asegurarse de que ninguno intentara llevarse por adelantado una muestra de mi inocencia. Ya no podía ignorar lo inevitable. Los imaginaba a todos ellos tocando mi cuerpo inmaculado, y todos me parecían asquerosos intrusos.
Pasaron los días con implacable rapidez. Yo no dejaba de pensar que muy pronto la señora Li tomaría su decisión definitiva sobre la base de las ofertas recibidas. Le supliqué que tuviera en cuenta mis sentimientos y esperara el regreso de Lealtad Fang. Le expliqué que no sería capaz de disimular mi repugnancia por ninguno de los otros aspirantes, que sin duda se sentirían estafados. Si el hombre se comportaba con brutalidad, era probable que nunca superara el horror de la primera vez, lo que me arruinaría para futuros cortejos. Por una vez, la madama pareció apiadarse un poco de mí.
—Yo estaba igual que tú antes de mi desfloración —dijo la señora Li—. Esperaba que la consiguiera un pretendiente y la ganó otro, un hombre con edad suficiente para ser mi abuelo. Incluso pensé en quitarme la vida. Cuando llegó el momento, cerré con fuerza los ojos e imaginé que el hombre era otro. Imaginé que estaba en otro lugar y que yo no era yo. Cuando me atravesó la puerta, sentí tanto dolor que verdaderamente olvidé quién era. Me di cuenta de que el sufrimiento habría sido el mismo con él o con cualquier otro. Después el hombre me contó que mientras me estaba abriendo, le grité que se llevara su dinero y se marchara, y después me desmayé. Quedó muy complacido porque mi desmayo era la prueba de que realmente era virgen. Puedes fingir que te desmayas, aunque es posible que te desmayes sin necesidad de fingirlo.
Sus palabras no fueron ningún consuelo.
Una tarde, menos de dos semanas antes de la fecha prevista para mi desfloración, la señora Li estuvo hablando sin parar acerca de un pretendiente propietario de siete fábricas que producían componentes para otras industrias: faros para automóviles, cadenas para inodoros y otras cosas por el estilo. Todos los años su fortuna se triplicaba. No era hijo de una familia prestigiosa, pero en el moderno Shanghái el prestigio se podía comprar y la gente ya no se fijaba como antes en el abolengo. Su oferta era tan superior a las otras que habría sido una tontería rechazarla. Hasta entonces la madama no me había revelado de quién era la oferta más alta porque yo no debía prestar atención a ese asunto. Pero el mejor ofertante empezaba a impacientarse. Esperaría dos o tres días más y después se retiraría de la subasta. Si finalmente era eso lo que sucedía, la noticia correría como un reguero de pólvora, y el resto de pretendientes también retirarían sus ofertas. Habría que empezar de nuevo, pero entonces las ofertas serían inferiores porque no tendríamos suficiente tiempo para recuperarnos del rechazo y los aspirantes lo sabrían. La señora Li me anunció con expresión contrita que el hombre que probablemente compraría mi desfloración era el tipo flaco que nunca sonreía.
—No es ninguna tragedia —me dijo—. Si lo complaces, cambiarás su expresión seria por sonrisas, y entonces ya verás como te parece menos desagradable.
Durante dos días no pude comer ni dormir. Sentía pena de mí misma. Al segundo día, empecé a aborrecerme. A la mañana del tercero, recordé lo que había dicho la señora Li acerca de cerrar los ojos e imaginar que yo era otra persona. No quería dejar de tener una mente propia. Habría sido como morir en vida. No pensaba conformarme con ser un simple adorno, ni pasar toda la noche con una sonrisa idiota en la cara. No quería que la más feliz de mis emociones fuera el alivio.
Recordé la odiada frase que mi madre usaba con frecuencia: «Por imperiosa necesidad». En otro tiempo yo creía que lo decía como cortina para disimular sus deseos egoístas, pero esa vez me di cuenta de que también adoptaba ese punto de vista para aceptar una mala situación sin tener que relegar a un segundo plano su concepto de sí misma. Hacía en cada caso lo que era de imperiosa necesidad.
—Cada situación difícil tiene sus circunstancias particulares —me había dicho una vez—, y sólo tú sabes cuáles son esas circunstancias. Nadie más que tú puede decidir lo que es preciso hacer para lograr el mejor resultado posible.
Me puse a reflexionar acerca de mis circunstancias. No sabía cuál era el mejor resultado posible, ni qué era preciso hacer para lograrlo. Pero decidí que no me quitaría la vida, ni me perdería a mí misma pensando que era otra. De ese modo, dejé de tenerme compasión y de aborrecerme, y ya no me sentí indefensa por dentro. Pero nada de eso eliminó la repugnancia que me inspiraba el hombre flaco.
Esa tarde, poco antes del momento elegido por la señora Li para darle una respuesta a mi pretendiente, llegó un telegrama de Lealtad en el que notificaba a la madama que ese mismo día recibiría una carta. «Es a propósito de la desfloración de Violeta. Disculpe el retraso de mi oferta. Le explicaré el motivo en persona».
Durante dos horas, estuve yendo y viniendo por la habitación, preguntándome si la oferta sería suficientemente contundente. Cuando por fin llegó la carta, la señora Li se la llevó a otra sala para leerla. Un minuto después, apareció por la puerta, con una gran sonrisa y sin dejar de asentir con la cabeza.
—Todo lo que deseabas —dijo.
Yo debería haber estallado de júbilo, pero el miedo me atenazaba. Habíamos empezado con la idea de que nuestro mutuo anhelo nunca se vería colmado. Lo que yo deseaba no tenía por qué ser lo que finalmente recibiera. Me daba miedo confiar en la felicidad. ¿Por qué había pasado tanto tiempo sin tener noticias suyas? Me tumbé en la cama, lejos de todos, para reflexionar acerca de mis deseos. De pronto, tuve una idea inquietante. Estaba iniciando una vida de cortesana… por mi propia voluntad. Hasta ese momento había actuado por obligación, pero ahora había elegido entregarme a Lealtad. En esa vida estaba todo lo que yo deseaba. Pero también sabía lo que me reservaba el futuro: todas las cambiantes circunstancias propias de una vida de cortesana. Aunque algún día pudiera abandonar ese mundo, nunca podría deshacerme completamente del sello de haber sido cortesana, y ese sello permanecería por siempre en mi mente y en la mente de los demás.
Dos días antes de la desfloración, Lealtad regresó. Me suplicó que lo perdonara por el tormento que había padecido. Según me dijo, había preparado su oferta mucho tiempo atrás y se había marchado convencido de que su secretaria la enviaría. Pero nunca la envió. A su regreso, había encontrado la oferta en su escritorio, debajo de otra carta que le había escrito su secretaria. Me la enseñó:
Soy una mujer virtuosa y una empleada fiel. Durante tres años le he obedecido en todo, sin quejas ni errores. Para mi desgracia, he cometido el error de sentir amor por usted, y el hecho de que usted no lo note se me ha ido haciendo cada día más insoportable. Podría haber seguido amándolo en secreto, pero no soporto verlo entregado a una criatura sin moral, que no aprecia ninguna de sus buenas cualidades y sólo quiere su dinero. Discúlpeme por no haber hecho lo que me había pedido. Es la única vez que le he desobedecido.
—Se ahorcó en mi oficina cuando ya habían salido todos —dijo—. Fue así como me enteré de que mi carta con la oferta no había sido enviada.
Me horroricé. Podía imaginar el dolor de la secretaria. También yo amaba a Lealtad, pero no habría sido capaz de ocultarlo durante tres años, ni tampoco me habría suicidado.
Para la ceremonia de mi desfloración, la señora Li, con el apoyo de Calabaza Mágica, decidió celebrar un simulacro de boda occidental. La oferta de Lealtad incluía un contrato para ser mi cliente permanente durante un año, y yo me permití creer que no sería tan sólo la novia en una boda, sino una esposa. Empezaba a sentir el anhelo de serlo de verdad.
La víspera de la ceremonia, llegó a la casa un vestido, regalo de Lealtad. Era un vestido de novia americano, confeccionado en Nueva York, de seda de color marfil cuajada de perlas diminutas, que fluía en una sola pieza desde el busto hasta los tobillos, envolviendo las formas de mi cuerpo. Lealtad incluyó en el regalo unos zapatos de tacón de satén y dejó instrucciones escritas para que luciera el pelo suelto, con la cara cubierta por el velo de organza adornado con perlas. Cuando me miré al espejo, no me reconocí. Ya no era una niña ingenua, sino una joven moderna y sofisticada, elegante y esbelta. Giré las caderas a un lado y a otro. Cuando levanté el velo, sofoqué una exclamación de sorpresa al ver una cara diferente de la mía, que sin embargo desapareció en seguida. Me volví hacia un lado y, al mirar otra vez el espejo, volví a ver la otra cara. Esta vez reconocí las facciones de mi madre en las mías. Nunca lo había notado con tanta claridad. Era el tipo de vestido que ella se habría puesto. Así habría movido ella las caderas. Ésa debió de ser la expresión que animó su cara poco antes de que un hombre chino (mi padre) se la llevara a la cama.
A Lealtad le encantó verme vestida de novia. Él lucía un traje cortado por un sastre inglés. Me apoyé en su brazo y le susurré que esa noche sería su doncella y su hada, la que había deseado cortejar en la Oculta Ruta de Jade. Tras los doce platos del banquete, se anunciaron los regalos de boda de Lealtad, que me permitirían renovar por completo mi boudoir: una mesa de comedor con sus sillas a la última moda occidental, un sillón, un sofá, un diván, tres pedestales para jarrones con flores, una mesa de escritorio, una librería, una colección de novelas en inglés, una cómoda, dos armarios roperos, una cama occidental con dosel, una alfombra persa, tres lámparas Tiffany y un gramófono Victrola. Al final de la ceremonia, me puso en el dedo un anillo de jade y brillantes. Dejó discretamente encima de uno de los pedestales un sobre rojo de seda con dinero, y vi que la señora Li se lo llevaba.
Mostramos nuestro agradecimiento a los invitados y nos dirigimos al boudoir. Al cruzarse conmigo, Calabaza Mágica hizo un leve gesto afirmativo, pero noté preocupación en su cara. ¿O tal vez sería compasión porque sabía lo que me esperaba?
En el pasillo habían colgado docenas de estandartes rojos, y a los lados de la puerta había multitud de tiestos con flores. En la habitación lucían dos lámparas, y una fragancia de rosas y jazmines saturaba el aire. La cama de matrimonio estaba enmarcada por unas cortinas doradas de batista de seda.
Calabaza Mágica vino con toallas calientes y té en una bandeja. También traía las cerillas que usaríamos para la ceremonia de encendido de las grandes velas.
—No necesitamos practicar esos rituales anticuados —dijo Lealtad.
Fue una decepción para mí. A mí me gustaban los viejos rituales que había presenciado de niña. Lealtad le dio una propina a Calabaza Mágica, como indicación de que debía retirarse. La puerta se cerró y por primera vez nos quedamos solos.
—Mi pequeña cautiva —dijo y me abarcó con la mirada, de la cabeza a los pies.
Después me besó, algo que Calabaza Mágica nunca le había permitido hacer al actor. Me recorrió con las manos la espalda y el talle mientras me besaba el cuello, causándome una sensación que me nubló la vista. Me besó una vez más en la boca. Entonces ¿así era el amor? Me desabrochó el vestido. Todo sucedía con tanta rapidez que se me olvidaron todas las cosas que supuestamente tenía que hacer. Me alegré de que no me hubiera pedido que interpretara una canción. El vestido se me cayó a los tobillos. Después él me levantó la combinación y, mientras me quitaba el resto de la ropa, depositó un beso en cada nueva parte de mi cuerpo que quedaba al descubierto. Me inspeccionó con total libertad y me tocó los pechos. Así era el amor.
Con un gesto me indicó que me metiera en la cama. Yo me deslicé entre las cortinas y me acosté de lado con tanta gracia como pude. A través de la batista dorada, observaba su sombra mientras él se quitaba despaciosamente la ropa. Cuando apartó la cortina, vi que ya estaba excitado. Yo no esperaba que sucediera tan pronto y, de repente, tuve miedo. Sabía lo que vendría después: la apertura de la sandía, las piedras ardientes, la sangre a borbotones manando de la primavera de los melocotoneros en flor. Se acostó a mi lado, me examinó la cara y acarició las curvas de mis mejillas, mi barbilla, mi nariz y mi frente. Cuando me tocó la boca temblorosa, mis labios se abrieron espontáneamente.
—Mantén los labios sellados. Haga lo que haga, no los abras. No dejes escapar ningún ruido.
Trazó una vez más las líneas de mi cara y yo cerré los ojos. De pronto, sentí su mano en mis partes íntimas. Solté un grito sofocado de alarma y en seguida murmuré una disculpa.
Él se echó a reír.
—Ah, muy bien. Eso no estaba ensayado. Eres realmente tú.
Me recordó que cerrara la boca y me apretó suavemente mis partes íntimas, como si estuviera evaluando la madurez de un melocotón. Yo apreté los párpados con fuerza mientras él me separaba los labios.
—Ahí está. Ésa es la perla, el centro de ti —dijo—. De un rosa pálido adorable. Veo que he elegido correctamente el color de tu collar.
Me lo enseñó y me pasó las perlas por la abertura.
—Así está bien —dijo—. Las perlas se reúnen con la perla.
Retiró de pronto el collar y yo me quedé sin aliento, en un espasmo de sorpresa.
—Mantén la boca cerrada —me ordenó con firmeza.
Lo estaba decepcionando. Yo apretaba los labios con fuerza, pero volvían a abrirse solos, una y otra vez, pese a mi empeño. Me colocó unos cojines bajo las caderas para levantarme la pelvis. Mi pánico iba en aumento. ¿Pretendería «escalar la montaña»? Me hizo flexionar las piernas y me las abrió de par en par. ¿Querría practicar «el ave de dobles alas»? ¿«Las alas de la gaviota al borde del precipicio»? Se arrodilló entre mis piernas y sentí que su tallo empujaba contra mi abertura. Lentamente introdujo la punta y yo me preparé para el dolor. Pero lo único que hicimos fue mecernos a un lado y a otro. Era «la pareja de águilas cazadoras». Le sonreí, pensando que ya me había penetrado. Levantó las caderas y se alejó de mí. Supuse que sería uno de esos hombres que acaban rápido. No tenía importancia. La desfloración había sido un éxito. Le diría a Calabaza Mágica que se había equivocado. No había sentido ningún dolor.
Después, de repente, sentí que su tallo me penetraba con más fuerza y más profundamente que antes. De un solo impulso, atravesó el centro de mi ser, me destripó y me volvió del revés. Contra todas las advertencias de Calabaza Mágica, me puse a gritar a voz en cuello y a intentar quitármelo de encima. Él me inmovilizó los brazos contra la cama mientras me miraba la boca.
—Ahora sí puedes abrirla porque ya tienes abierta la otra boca.
Nada de lo que había vivido me había preparado para eso. Las instrucciones de Calabaza Mágica, sus advertencias, la nostalgia de Lealtad, mis ansias, las lecciones del actor, nuestros mutuos anhelos colmados y sin colmar… Todo se esfumó mientras le suplicaba que parara.
Pero ¿por qué iba a parar? Lo nuestro no era romance ni deseo. Él había pagado por mi dolor. Lo nuestro era un negocio.
Anhelos que vuelven, sin ser colmados
Todo lo que yo deseaba se convirtió en algo ilusorio en el instante en que me desfloró y vi la victoria pintada en su rostro. Él había satisfecho el sueño del joven de diecisiete años: tener a todas las cortesanas que quisiera en la Oculta Ruta de Jade. Yo había creído que lo nuestro era amor, pero nos había unido el comercio y no habría otra cosa entre nosotros mientras durara su contrato conmigo.
Mientras yacía encogida de dolor, lo oí murmurar:
—Me has costado cara, Violeta, casi el doble de lo que pagué por otra famosa cortesana.
Debió de pensar que me halagaría su comentario, pero en lugar de eso, al instante me sentí convertida en una prostituta. Me había cortejado como habría hecho cualquier pretendiente con su cortesana favorita. Él quería la persecución y la captura, así como la renuncia y la falsa agonía que había sentido antes de conseguirme. Pero mi agonía era real.
Calabaza Mágica me trajo una sopa de hierbas especiales, que según dijo aliviaría mi sufrimiento y me ayudaría a dormir. Sólo entonces preguntó Lealtad con expresión sorprendida si me dolía. Ni siquiera se había planteado que su éxtasis podía no ser el mío. Me ayudó a levantarme y me llevó en brazos al diván. Cada uno de sus pasos sacudía dolorosamente mi cuerpo herido. Calabaza Mágica retiró de la cama las sábanas y la colcha ensangrentadas. Lealtad las estudió con solemne interés.
—No había pensado que fuera a haber tanta sangre.
A la mañana siguiente, cuando me desperté, sentí como si estuviera a bordo de un barco porque parecía que todo se movía. Calabaza Mágica estaba a mi lado.
—Te he dado demasiada sopa.
El dolor lacerante había sido reemplazado por un dolor sordo. Lealtad se había marchado para asistir a una reunión de negocios, y Calabaza Mágica había pedido que nos trajeran la cena a mi habitación cuando regresara por la noche. Sobre la cama había un pijama persa y un albornoz.
—Descansa —me dijo—. Lamento que te haya dolido tanto. Algunas chicas sienten un dolor breve y en seguida se les pasa. Otras son como tú y como yo. Tenías la puerta cerrada con doble candado, y cuanto más cuesta forzar la entrada, peor es el dolor. Te sentirás mejor mañana.
No la creí.
—¿Tendré que soportarlo otra vez esta noche?
—Hablaré con él. Tenéis por delante todo un año juntos. Le sugeriré que te explore la boca, en lugar de lo otro. Quizá sea amable y te deje simplemente descansar.
Esa noche fue amable. Me hizo muchas preguntas sobre el dolor: si era desgarrador, abrasador, palpitante… Casi parecía orgulloso de haberme hecho daño. Estaba tumbado en la cama, mirándome. Ya no había necesidad de coqueteos ni de misterios. Así había sido nuestra intimidad hasta ese momento y yo no sabía con qué la reemplazaríamos. Ya no era la doncella virgen y no sabía a quién debía imitar. Su cara me parecía más grande y sus facciones habían cambiado ligeramente, como si de pronto se hubiera convertido en el hermano del hombre que antes suspiraba por mí.
—¿Fue mi espíritu libre lo que te hizo pensar que era más valiosa que la otra cortesana? —le pregunté.
Se echó a reír.
—Tu espíritu siempre me revitaliza… inopinadamente.
Tenía el pene levantado como un soldado.
—¿Qué parte de mi espíritu te gustaba más? —inquirí con sequedad—. ¿Mis consejos comerciales? Si hubieras ganado dinero gracias a mis consejos, ¿habrías pagado más?
Guardó silencio un momento y después me hizo girar la cara para que lo mirara a los ojos.
—Violeta, te he juzgado mal. No estabas preparada para esta vida y ahora te parece degradante estar aquí. Pero no me humilles a mí tratándome como si fuera un cliente desconsiderado.
—Pagaste por mi flor, no por mi espíritu.
—Mis palabras siempre han sido sinceras. Eres mi sueño viviente. Te conocí cuando era el torpe adolescente que ahora se ha convertido en un hombre de éxito y está a tu lado. Me transportaste al pasado y me trajiste de vuelta. Cuando estoy contigo, siento que me conoces, o al menos lo sentí hasta que me convertí en tu cliente y te hice lamentar el cambio.
—Por favor, sácame de aquí.
—¿Cómo quieres que te saque? ¿Adónde irías?
—A tu casa.
—Me estás pidiendo lo imposible.
Me estaba diciendo que yo no pertenecía a su mundo. Nunca me tomaría por esposa y ni siquiera podía tomarme como concubina porque no estaba casado. En cualquier caso, yo me habría negado a ser su concubina.
—Tenemos un año juntos, Violeta. Nos hemos jurado fidelidad. Somos amantes y compartimos un mundo como el de «La primavera de los melocotoneros en flor». Podemos disfrutar libremente del amor y los placeres. Estarás libre de preocupaciones durante todo un año. Seamos felices.
—¿La ausencia de preocupaciones es la felicidad? ¿Qué sucederá cuando acabe este año?
—Cuando termine el contrato —dijo con cautela—, mi afecto por ti se mantendrá. Las expectativas serán diferentes, pero seguiré visitándote si me lo permites.
—¿También sentirás afecto por otra y la visitarás como a mí?
—¡Esta conversación se está volviendo absurda! Has vivido prácticamente toda tu vida en una casa de cortesanas. Conoces la naturaleza de este mundo. Y ahora no puedes entender que aquí es donde te corresponde estar. ¿Quieres tus privilegios de yanqui? ¡Yo no pienso devolvértelos! Y no se hable más del tema.
—¿Yo tampoco puedo hablar? ¿También has comprado mi mente y mis palabras?
Se vistió y, desde la puerta, me dijo con sorprendente gentileza:
—Estás alterada y mi presencia te altera todavía más, así que voy a dejarte para que reflexiones con tranquilidad sobre lo que he dicho durante todos estos meses, desde que nos encontramos. Pregúntate a ti misma si alguna vez he sido deshonesto. ¿Acaso te he engañado? ¿Por qué estoy aquí? Gané tu corazón porque tú ganaste el mío.
Temí que se fuera para siempre y le pidiera a la madama que cancelara el contrato.
Pero en seguida dijo:
—Mañana estarás más descansada y tendrás las ideas más claras. Tengo un pequeño regalo para ti, pero prefiero esperar a mañana para dártelo.
La noche siguiente fingí estar más tranquila. Le pedí disculpas. Le dije que era cierto que me resultaba difícil aceptar mi nuevo lugar en la vida. Me regaló una pulsera de cintas de oro trenzadas. Esa vez me dolió mucho menos cuando me penetró, y lo hizo murmurando palabras cariñosas que apaciguaron mi corazón y mi mente.
—Eres mi sueño intemporal… Nuestros espíritus están unidos…
Me agradeció tiernamente que hubiera soportado el dolor y pidió disculpas por ignorar que yo había sufrido. Me dijo que yo siempre sería su sueño intemporal.
A lo largo del año siguiente, tuvimos muchas discusiones. Cada vez que él pagaba su generoso estipendio, todos los meses, yo no me sentía agradecida, sino que volvía a recordar que había sido comprada. No me visitaba todos los días. A veces pasaba una semana entera sin venir a verme.
—Negocios en Soochow —me decía entonces.
Soochow era la ciudad de las cortesanas más deseadas, de voces suaves y envolventes. Las chicas de Shanghái mentían diciendo que eran de Soochow. ¡Y allí viajaba él por negocios! Yo habría querido que me llevara. La señora Li me permitía salir a pasear con él por el campo en coche de caballos, convencida de que no deseaba fugarme de la casa. Pero yo sí deseaba fugarme y habría escapado a su casa si él hubiera querido recibirme. Aún conservaba la esperanza de que cambiara de idea. Yo le era fiel, por supuesto, pero no estaba segura de que él me fuera fiel a mí. En las fiestas lo veía lanzar miradas seductoras a muchas mujeres, incluso a las doncellas de las cortesanas. Cuando yo lo acusaba de tener «ojos hipnóticos», él protestaba diciendo que no era cierto.
—Tengo ojos normales, como todo el mundo.
El pensamiento de su futuro goce con otras mujeres me atormentaba. Otra mujer sentiría el mismo placer que yo cuando estuviera con él, y tendría para ella su mirada seductora, sus palabras íntimas, su boca, su lengua, su pene, su comprensión, su amor… Conseguiría convencerlo de que no podía vivir sin ella, sin una mujer china de pura raza, libre del estigma de una mezcla fortuita. Cada nueva alegría venía acompañada de un nuevo temor. Temía que su amor fuera pasajero y durara solamente una temporada.
—Te advertí que te cuidaras de los celos —me decía Calabaza Mágica—. Son una enfermedad que lo destruye todo. Ya lo verás.
Todos los días me repetía sus advertencias, que se me quedaban en la cabeza como el zumbido de los mosquitos en los oídos.
En verano se acalló ese ruido que me atormentaba. Como una señal de nuestro futuro juntos, Carlota se frotó contra sus piernas y le permitió que la levantara en brazos. Tuvimos una temporada de calma, una pausa en medio de las preocupaciones. Venía a visitarme casi todas las noches. En las fiestas, me miraba solamente a mí. Reíamos a menudo y no discutíamos nunca. Hice un esfuerzo para mostrarle la dicha interminable de que gozaríamos en una eterna primavera de los melocotoneros en flor. Él estaba más atento conmigo y yo no prestaba atención a sus defectos.
En las tardes calurosas, yacíamos desnudos sobre las sábanas y nos turnábamos para abanicarnos mutuamente. Nos metíamos juntos en la bañera y nos echábamos agua fría por el cuello. Algunas noches yo tomaba la iniciativa de seducirlo, y otras era él quien me cautivaba y me hacía sucumbir. Hablábamos de nuestro pasado y nos contábamos nuestras infancias. Recordábamos a menudo nuestro encuentro en la Oculta Ruta de Jade y al día siguiente adornábamos la historia con más detalles. Él imaginaba las delicias que podría haber conocido si Carlota no lo hubiera herido. Y todo lo que imaginaba, fuera lo que fuese, yo lo hacía realidad. Yo, por mi parte, le hablaba de mi soledad y le contaba que mi padre y mi madre me habían abandonado. Pero por el solo hecho de decírselo, mi soledad se desvanecía. Se reía a carcajadas cuando le contaba las travesuras que solía hacerles a las cortesanas cuando era pequeña y me pedía que le hablara de los detalles norteamericanos de mi vida anterior. Quería saber cómo era la famosa Lulú Mimi.
—Su motor era el éxito. Lo mismo que el tuyo —le contestaba yo.
Encendía espirales de incienso para ahuyentar a los mosquitos y yo tomaba esos pequeños gestos por amor. Con frecuencia decía las palabras que yo quería oír:
—Me consume la pasión por ti… Te deseo… Te adoro… Te quiero… Eres el mayor tesoro de mi vida.
Nunca hasta ese momento había experimentado la vastedad del amor.
Pero entonces volvieron los temores, cuando lo vi hablar con su anterior cortesana favorita en una fiesta. Ella coqueteaba y él parecía encantado. Esa noche discutimos, y yo lo presioné una vez más para que se pronunciara y dijera lo que sentía por mí en comparación con lo que podía sentir por las demás, pero él se negó a responder, aduciendo que hablar conmigo era como echar piedras en un pozo profundo. Dijo que conocía mis estallidos de cólera y que se llevaría ese conocimiento cuando se marchara, junto con los secretos que le había confiado yo acerca de la soledad y las travesuras de mi infancia. Él conocía mis necesidades y aun así estaba dispuesto a revolcarse en la cama con otra mujer cuando yo hubiera pasado a engrosar la lista de sus antiguas favoritas.
—Violeta —me dijo—, me da mucha pena ser el causante de tu infelicidad después de haber sido todo lo contrario.
Dos meses antes de que expirara el contrato, mientras tomábamos nuestro habitual té nocturno y discutíamos como de costumbre, dijo que no quería que lo siguiera arrastrando en mi aflicción interminable.
—Tu espíritu libre me cautivó, pero tus celos lo han matado. Vives en una cárcel de miedo y sospechas. La realidad es que te he tratado mejor de lo que te habría tratado cualquier cliente. Dices que mis palabras nunca han sido sinceras. A un cliente no se le pide sinceridad, y sin embargo yo lo he sido. Sé que no dejarás de atormentarme, a menos que te proponga matrimonio, y eso es algo que no haré nunca. Aunque la sociedad no se opusiera, tampoco yo me entregaría a una esposa capaz de regañarme porque imagina que le he negado una parte de mí que ni siquiera existe. Como los dos somos desdichados, creo que lo mejor será que deje de visitarte. Puedes aprovechar estos dos meses para convertirte en una verdadera cortesana. Aprenderás la diferencia y, cuando pase el tiempo, mirarás atrás y apreciarás en su justo valor mis sentimientos por ti. —Recogió su abrigo y su sombrero—. Acepta el amor cuando se te ofrece, Violeta. Devuelve amor a cambio, en lugar de sospechas. Sólo así recibirás más amor.
No dejó de pagarme el estipendio. Yo tenía la esperanza de que se le pasara el enfado y volviera conmigo, como siempre. Esperé dos meses. Tuvo la delicadeza de aguardar hasta el fin oficial del contrato para empezar a cortejar a una famosa cortesana. Cuando me enteré, me dije que no me hundiría. Me lo repetía todos los días.
Tres meses después del final del contrato, me invitaron a una fiesta ofrecida por Eminente Tang, el amigo de Lealtad. El anfitrión me dijo que estaba interesado por mí desde aquella primera fiesta, pero que nunca había podido decir nada porque desde el primer momento había notado que su amigo me pretendía.
Calabaza Mágica se apresuró a informarme de que Eminente Tang era un buen partido y me recordó que había reunido una fortuna con la construcción de nuevos edificios en la zona del Bund. Seguramente se volvería más rico todavía a medida que Shanghái siguiera creciendo. Tal como Calabaza Mágica esperaba, Eminente se convirtió en mi más ardoroso pretendiente. También fue mi primer cliente auténtico, sin el menor rastro de amor o anhelo por mi parte. Cuando lo imaginaba tocándome, no sentía repugnancia, pero tampoco me excitaba.
—¿Estás ciega? —me decía Calabaza Mágica—. Es un hombre muy guapo. Yo me pasaría el día entero mirándolo, sin parpadear. Si hubieras pasado tanto tiempo como yo de rodillas, te postrarías de agradecimiento ante los dioses por enviarte un cliente que no te obliga a imaginar que estás con otro.
Tenía treinta y dos años, y cada vez que lo veía, llevaba zapatos confeccionados con una piel diferente: de cabritillo, de ternera, de serpiente joven, de caimán recién nacido, de pollo de avestruz… ¿Cuántas veces tendría que verlo antes de que se le agotara la variedad de pieles infantiles? Por su calzado, supuse que sería un excéntrico. Esperaba que no fuera miembro de la Banda Verde, porque si lo era, no iba a poder soportar que me tocara. Había aceptado mi vida en el mundo de las flores, pero jamás podría aceptar lo que habían hecho los gánsteres para llevarme a donde estaba.
—Si rechazas a todos los hombres que tengan alguna relación con la Banda Verde —me dijo Calabaza Mágica—, te quedarás sin la mitad de los clientes. Los miembros de la banda están en el gobierno y en la industria, e incluso algunos son jefes de policía. No todos son mala gente. Los hay buenos y malos, como en todas partes.
Me insistió en las virtudes de Eminente Tang. Era el cliente favorito de muchas casas de cortesanas de Shanghái y había disfrutado de numerosas grandes bellezas. Si conseguía un contrato con él, mi prestigio aumentaría. No me pareció que eso dijera nada en su favor.
—Es aburrido —repliqué.
—¿Ah sí? ¿Acaso tiene que entretenerte? Procura no aburrirlo tú. Eres tú la que debe proporcionar la diversión que ellos quieren, pero aún no saben que quieren. Esto no es como estar con Lealtad Fang. Con él era diferente. Erais amantes. Eso no pasa a menudo.
Calabaza Mágica le dio permiso a Eminente para que viniera a mi habitación a tomar el té. El boudoir estaba detrás de un biombo de doce paneles, y Calabaza Mágica lo había colocado de tal manera que parte de la cama quedaba a la vista, iluminada por la luz de una lámpara. Buscó una excusa para marcharse, no sin antes advertirnos que estaría de vuelta en menos de diez minutos. De ese modo, mi visitante no intentaría dar comienzo a su comercio conmigo sin un contrato previo. Eminente se apresuró a decirme lo mucho que ocupaba sus pensamientos. No había olvidado los consejos que yo le había dado a Lealtad en la fiesta del año anterior. De hecho, cada vez que los recordaba, crecía su admiración por mí. Eran las mismas palabras que habría usado Lealtad en broma para anunciarme que tenía una erección. Pero Eminente Tang las dijo con tal seriedad que en seguida me di cuenta de que hablaba solamente de su admiración y comprendí que no debía reírme.
A partir de entonces, cuando sus amigos ofrecían una fiesta en otra casa, siempre pedía que me invitaran. Con todos tenía una actitud seria y madura de hombre de negocios, excepto conmigo. Cuando su mirada se encontraba con la mía, sonreía y se convertía en un adolescente. Calabaza Mágica me había dicho que cuando un pretendiente se encaprichaba con una cortesana, retrocedía a otra época de su vida y volvía a ser el joven que había sentido por primera vez el impulso sexual. Cuando un pretendiente regresaba a la más tierna juventud, se volvía temerario y proclive a la generosidad.
Eminente Tang llevaba todo un mes haciéndome costosos regalos, incluido un anillo de diamantes y jade imperial. Le permití visitar dos veces más mi boudoir, pero sólo para tomar el té y un refrigerio. Me aseguró que estaba loco por mí y que su mayor aspiración era complacerme. En seguida comprendí lo que quería decir: quería complacerme en la cama. Su tediosa cortesía se me hacía insoportable. Calabaza Mágica me aconsejó que lo invitara a pasar la noche conmigo después de la siguiente fiesta.
—Hazlo con la misma sutileza con que él te trata a ti. Mientras admiras los platos del banquete, dile que te gustaría saber qué tipo de cocina shanghaiana prepara su madre y cuáles son sus platos favoritos. Ese tema es muy especial para cualquier hombre. A todos los vuelve más cariñosos. Cuando te pregunte cuándo puede verte, responde simplemente: «Esta noche, si todavía no te has cansado de hablar».
Tal como Calabaza Mágica había pronosticado, la conversación sobre la cocina de su madre le despertó el impulso erótico. Esa noche, la fiesta acabó temprano.
Calabaza Mágica ya había preparado mi habitación, con los regalos de otros hombres distribuidos en lugares bien visibles, y había encendido las espirales mosquiteras, para que él pudiera desnudarse sin tener que rascarse continuamente.
—Le concederemos tus favores íntimos la primera noche, pero después tendrá que esperar otras tres. Podrá venir por segunda vez y, si es necesario, le concederemos una tercera. Pero no le des todo lo que quiera. Ponle límites sin negarte abiertamente. Prométele que la próxima vez serás más permisiva, pero hazle saber que otro pretendiente te visitará la noche siguiente. Con toda probabilidad, te propondrá firmar un contrato para que nadie más que él pueda recibir tus atenciones.
—Quizá deje de admirarme después de la primera noche. Tal vez no le importe lo que pueda reservarme para la vez siguiente —dije.
Estaba segura de que no iba a poder fingir la sensación de intimidad o excitación que tenía con Lealtad. Para mí sería sólo un cliente.
Por la tarde, una hora antes de la fiesta, Calabaza Mágica anunció que Lealtad estaba entre los invitados.
—Después de todo, es amigo de Eminente Tang.
—Debe de saber que yo estaré allí. Todo el mundo sabe que Eminente Tang me está cortejando.
Entonces Calabaza Mágica me dijo en voz baja que iría acompañado de su cortesana favorita.
—¿Y a mí qué más me da qué boba risueña lo acompañe?
Me irritó que Calabaza Mágica me diera esa noticia y después intentara consolarme. Se trataba sólo de un antiguo cliente. Y nada más. Yo era inexperta en ese momento y me había permitido esperar demasiado.
—La señora Li no debió dejarte que tuvieras un contrato por un año con Lealtad. Tenías la mirada brillante de la niña que cree que se está casando, y Lealtad te animó a pensarlo por portarse demasiado bien contigo. Por supuesto, creíste que era amor. Si finalmente firmas un contrato con Eminente Tang, compórtate con él como una auténtica cortesana y haz que se sienta feliz y despreocupado para que sólo pueda responder con elogios a las habladurías.
Eminente Tang me dio la bienvenida con su cara de jovencito enamorado y me invitó a que me sentara a su lado, en lugar de quedarme de pie. En seguida me animó a que probara los platos especiales que había encargado. Yo estaba a punto de invitarlo a pasar la noche conmigo cuando vi que entraba Lealtad con su cortesana favorita y se dirigía hacia mí. Pero sólo quería presentar sus respetos a Eminente Tang, el anfitrión. Después me saludó amablemente, con distante cortesía, y elogió mi camisa, una de las tres que me había hecho con su dinero, el que me había dado para reemplazar la prenda arruinada por su hermano. Lamenté habérmela puesto, pero le agradecí el cumplido.
—El color te sienta bien —dijo.
No tuve que pensar una respuesta porque en ese instante se le acercó una cortesana de mejillas regordetas y ojos grandes, y le dijo alegremente que después de la fiesta de Eminente se irían todos a su casa a jugar a las bebidas. Podría jugar tanto como quisiera y quedarse a dormir si caía agotado. La chica se ocupó de dejar claro que era muy probable que Lealtad se convirtiera en su cliente permanente. Lealtad se iría a beber a casa de una cortesana mientras yo me quedaba con Eminente hablando de la cocina de su madre. Después de decir las amabilidades acostumbradas, las mismas que le habría dicho a cualquiera, se marchó con su favorita. ¿Cómo podían aceptar las demás cortesanas la humillación de ver a su amante con otra? Unos minutos después, invité a Eminente a venir a mi habitación para jugar una partida de un juego americano de cartas. Accedió de inmediato.
Fiel a su palabra, sólo quiso complacerme. Fue amable y cortés, y cada vez que me tocaba algo, me pedía permiso: la cara, los brazos, las piernas, los pechos, las partes íntimas… Fue tedioso, pero me alegré de saber por adelantado todo lo que iba a hacer. Cuando me quité la ropa, su mirada fue de agradecimiento. Nada que ver con la mutua lascivia que sentíamos Lealtad y yo. Mantuve la mirada fija en su cara para quitarme a Lealtad de la cabeza. Fue amable, gentil y cortés. Alguien como él no podía ser un mafioso. Cerré los ojos, y cada vez que los abría estudiaba un poco más su cara. Era atractivo, pero no despertaba en mí ningún deseo. Fingí ser una virgen cuyos sentidos despertaban lentamente. Cuando se apretó contra mí, abrí mucho los ojos con aparente sorpresa y vacilación. Después apreté los párpados y lo dejé que se moviera dentro de mí, y en su ritmo predecible encontré consuelo y me eché a llorar.
Por la mañana, antes de que se despertara, yo ya me había bañado y me había puesto una bata. Parecía un niño dormido. Incluso su cuerpo era esbelto y juvenil. Cuando estaba a punto de pedir el desayuno, me atrajo hacia sí y empezamos de nuevo. Procuré ofrecerle el equilibrio justo: ya no era la virgen cuyos sentidos aún no habían despertado, sino la joven doncella que ya había abierto los ojos al placer. Recordé a las cortesanas de la Oculta Ruta de Jade, que sabían perfectamente lo que querían sus clientes. Yo las había imitado repitiendo lo que decían y ahora ya no me parecía humillante reproducir sus palabras. Me sentí orgullosa de mi habilidad. Sabía que Eminente Tang quería creer que me había conquistado a pesar de mi reticencia y usé todas mis armas para lograr que lo creyera.
Esa tarde, Eminente Tang fue a hablar con la señora Li y le propuso un contrato por dos temporadas. Me sorprendió que mi valor se hubiera reducido y no fuera más allá del verano y el otoño, pero Calabaza Mágica me aseguró que era una buena oferta, más conveniente incluso que un contrato más largo. Si el cliente me resultaba insufrible, sólo tendría que soportarlo seis meses.
—Ahora ese hombre puede parecerte fácil de complacer. Pero cuando tenga un contrato, te pedirá mucho más. Haz todo lo que esté en tus manos por mantenerlo enamorado el mayor tiempo posible durante estas dos estaciones, porque de ese modo no tendrás que esforzarte tanto. Cuando hayan pasado el verano y el otoño ya no estará loco por ti y se buscará a otra para volver a encapricharse.
—¿Has conocido a algún hombre cuyo amor fuera auténtico y durara más allá de unos meses?
—Toda flor sueña con encontrar a un hombre así —respondió ella—. Con el tiempo, aprendemos a dejar de desearlo. Pero a mí esas esperanzas se me hicieron realidad dos veces. Una de ellas fue con el poeta fantasma; ya conoces la historia. La otra, con un hombre vivo. No era tan rico como la mayoría de nuestros clientes. Era propietario de una pequeña fábrica de papel, estaba casado y tenía dos concubinas. Pero me declaró su amor. Me lo dijo varias veces y me expuso las razones. No me quería por mi talento, ni por mi habilidad para halagarlo, ni por mi conocimiento de los diferentes placeres, sino por mi carácter, mi corazón sincero y mi naturaleza sencilla y directa. Gasté gran parte de mis ahorros en comprarle un reloj de oro. Me dijo que se lo sacaba del bolsillo cada media hora para comprobar si sus obreros trabajaban al ritmo adecuado. Un día, dos trabajadores de su fábrica lo mataron. Antes de marchar al cadalso, declararon que lo habían matado para robarle el reloj y porque los maltrataba. La viuda de mi amante se quedó con el reloj. De todos modos, yo no lo quería. Había sido la causa de su muerte. Pero lo que él sentía por mí era amor verdadero. A veces pasa.
1915
A lo largo de los años siguientes, descubrí que todos los hombres se parecen en muchos aspectos. Les gusta que les alaben el carácter y su manera de expresarlo en la cama. Quieren oír hablar de su don de mando, de lo mucho que trabajan, de su generosidad, de su perseverancia y de su diligencia. Les agrada que les mencionen su superioridad. La mayoría necesita que varias mujeres los inunden con una corriente incesante de adulación. Yo lo comprendí en seguida. También aprendí a calcular desde el principio cuánto duraría el interés de cada hombre, basándome en la duración del contrato. Cuando dejó de sorprenderme que su interés se esfumara, también dejó de molestarme su inconstancia, aunque en algunos casos me alegré de que el contrato se prolongara una temporada más. En otros, habría preferido que no se alargara.
Cada hombre tenía sus particulares fantasías eróticas, superficialmente similares. Si uno quería una caricia en la espalda, podía quererla con un dedo de la mano o con un dedo del pie, con un pezón, con la lengua, con un plumero, con un matamoscas o con un látigo. Cuanto más hábil me volvía en el reconocimiento de las sutiles diferencias de sus necesidades, más fácil me resultaba imaginar qué otra cosa podía gustarles y utilizar ese conocimiento en mi provecho. Podía darles una vez lo que querían y después negárselo, para volvérselo a ofrecer más adelante sin previo aviso, o después de que me hubieran hecho otro regalo. Había un hombre que disfrutaba lavándome las partes íntimas. A otro le gustaba asomarse a mi boca y mirarme la garganta. Otro quería que le cantara la canción de la doncella de la montaña mientras me desnudaba dándole la espalda. Otro gozaba mirando, escondido detrás del biombo, mientras yo me lustraba la perla con el juguete que él mismo me había regalado. Yo le contaba a Calabaza Mágica los gustos de todos ellos convencida de que tenía que haber alguno que ella no hubiera visto nunca.
—Yo también he tenido uno así —me contestaba ella siempre.
Sentí un gran orgullo cuando pude contarle una fantasía que ella nunca había conocido, ni tendría ocasión de escenificar nunca. El cliente me había pedido que me pusiera ropa elegante occidental y le dijera en inglés que no entendía sus repetidas proposiciones sexuales, que él me dirigía en chino. Entonces me había derribado (yo le había dicho que prefería la cama en lugar del suelo) y me había montado con entusiasmo, hasta que yo le grité en chino que ya podía entenderlo porque su audaz guerrero, al atravesarme la puerta, había conseguido unir nuestras mentes.
Casi tres años después de mi desfloración, Lealtad Fang me envió una nota en la que me preguntaba si podía verme. Estuve pensando si debía aceptar.
Ya no era altanera e ingenua; había dejado de ser una niña animosa y estúpida. No permitía que se me desbocaran los sentimientos hasta el extremo de confundir con amor el romanticismo de pago. Era una cortesana apreciada y conocida, y me enorgullecía de poder crear el romance más convincente para cada hombre y de ser capaz de proporcionárselo dentro de unos límites de tiempo, ya fuera una estación o dos. Nunca aceptaba un contrato más largo. No me convenía permanecer mucho tiempo fuera de circulación. Me había construido una reputación de cortesana honesta con sus clientes. Y si un pretendiente me hacía promesas, no me las creía, pero nunca me refería con cinismo a su enamoramiento. Recordé todo eso mientras consideraba la solicitud de Lealtad. Pero aun así se me aceleró el corazón.
Había seguido viendo a Lealtad de vez en cuando en las fiestas, solo o acompañado de cortesanas. Siempre me trataba con cortesía y yo con el tiempo fui ganando desenvoltura, hasta que descubrí que era capaz de saludarlo con el afecto superficial de una antigua amistad. Finalmente pude encontrarme con él sin sentir amargura ni humillación. Como él mismo había pronosticado, llegué a verlo como un cliente que me había tratado mucho mejor que la mayoría.
Le hablé de su proposición a Calabaza Mágica. Ella abrió mucho la boca y frunció el ceño con gesto sarcástico.
—¿Será que quiere cortejarte?
Lo recibí en mi habitación, resuelta a no concederle ningún favor en nombre de los viejos tiempos.
—Te he estado observando durante casi tres años —me dijo—, no sin cierto deseo de que alguna vez pudiéramos volver a disfrutar juntos. Sin embargo, temía que volvieran los viejos resquemores.
—Era joven e ingenua —repliqué.
—Has aprendido con rapidez y sospecho que ahora sabes más que la mayoría. Veo que has recuperado tu espíritu, tu independencia. Me pregunto si realmente me has perdonado. Me habría gustado que nos encontrásemos ahora por primera vez. Podrías haberme visto como a un cliente más y habríamos podido disfrutar de nuestro tiempo juntos sin la carga de unas expectativas mayores.
—No es necesario que te perdone porque tú no me has hecho nada malo. Soy yo la que debe pedirte perdón. Era insufrible, ¿verdad? Cuando recuerdo aquellos tiempos, me pregunto por qué no te fuiste antes.
—Tenías quince años. —Entonces me miró de esa manera que yo conocía tan bien—. Violeta, me gustaría ser tu cliente permanente durante una estación. ¿Serías capaz de resistirlo, teniendo en cuenta tu pasado rencor hacia mí?
No dije nada. Habitualmente tenía una respuesta preparada para cualquier proposición que pudiera hacerme un hombre. Pero esta propuesta tenía que ver con mi corazón herido. Yo había hecho un esfuerzo para curarme las heridas y convertirme en una persona diferente. Mi deseo por él era tan intenso que podría haberme dejado ir fácilmente. Al cabo de un momento, pensé: ¿Por qué no disfrutar de toda una estación sin tener que fingir la conquista del éxtasis, como tenía que hacer con otros hombres? Sería como tomarse unas vacaciones. Pasara lo que pasase y sin importar el sufrimiento que pudiera venir después, yo anhelaba sentir la vieja adicción del amor.
—Antes de que respondas con un sí o con un no, necesito decirte algo más —anunció él—. Tengo esposa.
Al instante volví a sentir el antiguo dolor.
—No nos casamos por amor —me aclaró—. Nuestras familias se conocen desde hace tres generaciones y los dos crecimos juntos, como hermanos. Desde los cinco años estábamos destinados a casarnos, pero ella aplazó la boda tanto como pudo por un motivo que te alegrará conocer. No siente ninguna atracción sexual por los hombres. Las dos familias siempre han creído que es la reencarnación de una monja budista y confían en que yo sea capaz de cambiar sus tendencias religiosas. Pero la verdad es que está enamorada de una mujer, una prima mía a quien conoce desde la infancia. Cuando mi esposa dio a luz a nuestro hijo, todos se dieron por satisfechos, y las dos monjas reencarnadas pudieron trasladarse a vivir juntas a otra parte de la casa. Aun así, sigue siendo mi esposa. Te lo digo, Violeta, para que no pienses que otra cortesana me está engatusando para que la haga mi mujer. Ya tengo una y no quiero entrar en el caos de las concubinas.
Tal como había prometido, firmó un contrato como cliente permanente durante una estación. En ese tiempo no tuve que interpretar ningún papel. Simplemente, cedí a los impulsos del amor y del placer, tratando de no pensar en el dolor que vendría después.
Cuando terminó la estación, Lealtad me hizo una promesa diferente.
—Siempre seré tu amigo fiel. Si alguna vez tienes un problema, ven a verme.
—¿Aunque sea una vieja arrugada?
—Aunque seas centenaria.
Acababa de ofrecerme una amistad para toda la vida. Me entregaba su lealtad, el significado de su nombre. Siempre estaría dispuesto a ayudarme. ¿No era eso lo mismo que el amor? ¿No valía tanto como las estaciones de toda una vida? Me siguió visitando una o dos noches cada pocas semanas, y en cada ocasión se abría para mí la esperanza de un nuevo contrato. Evitaba presionar a mis pretendientes para que se decidieran a ser clientes permanentes porque no quería dejar de estar libre para él. Al cabo de un tiempo, le dije en tono de suave reproche:
—En lugar de pasar noches sueltas conmigo cuando no estoy ocupada, ¿por qué no firmas un contrato y me tienes a tu disposición siempre que quieras?
—Violeta, amor mío, te he dicho muchas veces que tú me conoces mejor que nadie. No tengo espejo, pero tú me ves tal como soy. Cuando estoy contigo, siento el viejo anhelo, la fuerza vital, y si no me resistiera, sentiría el vacío y no me empeñaría todavía más en la lucha. Sentiría el paso del tiempo, junto con el terror de que algo importante se me hubiera escapado, mi mejor propósito en la vida, una meta que no lograría alcanzar antes de la muerte. Sentiría el transcurso de los días y vería acercarse el fin. No hace falta que diga nada más. Tú sabes todo esto mejor que yo.
—Lo único que sé es que todo eso vale menos que un pedo de perro. Si te conociera tanto como dices, podría manejarte para que hicieras lo que quiero.
Se echó a reír.
Cada vez que le hacía una pregunta, su respuesta era mejor de lo que esperaba, pero contenida dentro de otra peor, como un enigma abierto a la esperanza. Me había prometido su lealtad para toda la vida, pero no quería que yo lo colmara, y en consecuencia debíamos permanecer separados. ¿Cómo podía colmarlo yo? ¿Por qué no podíamos fingir que intentaba hacer realidad sus sueños y fracasaba? ¿Y qué pasaba con mis propios deseos? Me sentía como si estuviera corriendo en el interior de un laberinto, persiguiendo algo que no podía ver y que sin embargo sabía que era importante. Lo percibía un poco más adelante, pero en cuanto doblaba una esquina, desaparecía. Tenía que decidir qué hacer a continuación, adónde ir y cómo salir de ese lugar de confusión. Si dejaba de correr y me quedaba quieta, entonces estaría aceptando que eso era todo y que nunca tendría nada más. Pero ya no estaría perdida porque no habría ningún lugar al que ir.
Con el paso del tiempo, descubrí por fin cuál era la sombra desconocida que estaba persiguiendo: era mi antiguo yo más feliz, ese pasado que mis preocupaciones y mi descontento habían expulsado. Dejé atrás los anhelos y seguí adelante con la mente más despejada y la mirada más clara, lista para atrapar al vuelo lo que se me ofreciera.