El Pabellón de la Tranquilidad
Shanghái
1912
VIOLETA – VIVI – ZIZI
Cuando me apeé del coche, vi la verja de una mansión y una placa con caracteres chinos, donde podía leerse: «Pabellón de la Tranquilidad». Miré a un lado y a otro de la calle, en busca de un edificio con la bandera de Estados Unidos.
—No es aquí adonde tenemos que ir —le dije a Fairweather.
Él me miró sorprendido y le preguntó al conductor si era la dirección correcta, a lo que el cochero contestó que sí. Fairweather pidió a los que estaban junto a la puerta que salieran a ayudarnos, y dos mujeres sonrientes vinieron a nuestro encuentro. Una de ellas me dijo:
—Hace demasiado frío para que te quedes ahí fuera, hermanita. Pasa en seguida y pronto entrarás en calor.
Sin dejarme pensar siquiera, me cogieron por los codos y me sacaron del coche. Yo me resistí y dije que íbamos al consulado, pero ellas no me soltaron. Cuando me volví para pedirle a Fairweather que me sacara de allí, no vi más que polvo flotando en el aire, iluminado por el resplandor del sol. El coche se alejaba por la calle a buen ritmo. ¡Canalla! Yo tenía razón desde el principio. Nos había engañado. Antes de que pudiera decidir qué hacer, las dos mujeres enlazaron los brazos con los míos y tiraron de mí con más fuerza para obligarme a caminar. Yo me debatí y grité, y a todos los que veía —los que habían salido a la calle, el portero, los sirvientes y las doncellas— les advertía que mi madre los metería en la cárcel por secuestrarme. Ellos me miraban con caras inexpresivas. ¿Por qué no me obedecían? ¿Cómo se atrevían a tratar de ese modo a una extranjera?
En el salón principal, vi estandartes rojos colgados de las paredes: «Bienvenida, hermanita Mimi». Los caracteres de la palabra «Mimi» eran los mismos que usaba mi madre para su nombre y que significaban «oculto». Corrí hacia uno de los estandartes y lo arranqué de la pared. Tenía el corazón desbocado y el pánico me encogía la garganta.
—¡Soy extranjera! —aullé en chino—. ¡No podéis hacerme esto!
Las cortesanas y sus doncellas se me quedaron mirando.
—¡Qué raro que hable chino! —susurró una de ellas.
—¡Malditos seáis todos vosotros! —grité en inglés.
Mi mente funcionaba a toda velocidad en un caos de ideas, pero apenas podía mover las piernas. ¿Qué estaba pasando? Tenía que decirle a mi madre dónde estaba. Necesitaba un coche. Tenía que avisar a la policía cuanto antes. Me volví hacia un sirviente y le dije:
—Te daré cinco dólares si me llevas a la Oculta Ruta de Jade.
Un segundo después, me di cuenta de que no llevaba dinero. Al verme indefensa, me sentí aún más confusa. Supuse que me mantendrían retenida hasta las cinco, la hora en que zarpaba el barco.
Una doncella le susurró a otra que jamás habría pensado que una cortesana virgen de una casa de primera categoría fuera a ir vestida con un triste trajecito de niña yanqui.
—¡No soy una cortesana virgen! —exclamé.
Entonces una mujer baja y rechoncha, de unos cincuenta años, vino andando hacia mí contoneándose como un pato. Por la expresión de todos, supe en seguida que se trataba de la madama. Tenía la cara ancha y una palidez malsana. Sus ojos eran negros como los de un cuervo, y llevaba los mechones de las sienes retorcidos y estirados hacia atrás para alargar los ojos y convertirlos en óvalos gatunos. De su boca sin labios salió un saludo:
—¡Bienvenida al Pabellón de la Tranquilidad!
Hice una mueca de desprecio ante el orgullo con que anunció el nombre. «¡Tranquilidad!». Mi madre decía que sólo los establecimientos de segunda categoría tenían nombres de cosas buenas, para alimentar falsas expectativas. ¿Dónde estaba la tranquilidad? Todos parecían atemorizados. El mobiliario occidental era lustroso y barato. Las cortinas eran demasiado cortas. Toda la decoración era una imitación de lo que esa casa nunca llegaría a ser. Era imposible confundirse. El Pabellón de la Tranquilidad era un burdel de segunda fila.
—Mi madre es una americana muy importante —le dije a la madama—. Si no me dejas marchar en este instante, hará que te juzguen en un tribunal estadounidense y que cierren tu casa para siempre.
—Sí, ya sabemos quién es tu madre: Lulú Mimi, una mujer muy importante.
La madama hizo señas a las seis cortesanas para que vinieran a saludarme. Iban vestidas de verde y rosa fuerte, como si todavía estuviéramos en el festival de la primavera. Cuatro de ellas parecían tener diecisiete o dieciocho años, pero las otras dos eran mucho mayores: veinticinco, por lo menos. Una criada de no más de diez años me trajo unas toallas humeantes y un cuenco con agua de rosas. Yo lo aparté todo de un manotazo y la porcelana se estrelló contra las baldosas con el sonido estridente de un millar de campanillas. Mientras recogía los añicos, la aterrorizada sirvienta le pedía perdón a la madama, que en ningún momento la tranquilizó diciéndole que la culpa no había sido suya. Poco después, una criada un poco mayor me trajo un tazón con té de osmanto. Aunque estaba sedienta, lo cogí y lo arrojé contra los estandartes con mi nombre. Negros churretones como lágrimas fluyeron de los caracteres manchados.
La madama me sonrió con indulgencia.
—¡Ay, ay, ay! ¡Qué carácter!
Hizo un gesto a las cortesanas y todas, una por una, acompañadas de sus doncellas, me dieron las gracias por venir y aumentar así el prestigio de la casa. No parecían sinceras en su bienvenida. Cuando la madama me tocó un codo para guiarme hacia la mesa, aparté el brazo.
—¡No me toques!
—Chis, chis —intentó calmarme ella—. Pronto te sentirás más cómoda en la casa. Llámame «madre» y te trataré como a una hija.
—¡Puta barata!
Su sonrisa se esfumó y, sin inmutarse, volvió la vista hacia los diez platos con bocaditos especiales servidos en la mesa de té.
—Tú piensa solamente que te alimentaremos durante los próximos años —dijo y siguió parloteando falsedades.
Los buñuelos de carne me parecieron muy apetecibles y decidí no desperdiciarlos. Una criada me sirvió vino en una copa pequeña y la dejó sobre la mesa. Cuando cogí los palillos para servirme un buñuelo, la madama los golpeó con los suyos y me hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Antes de comer, tienes que beberte el vino. Es la costumbre.
Tragué rápidamente el líquido repugnante y tendí la mano para coger un buñuelo. Con dos palmadas y un gesto de la mano, la madama indicó sin palabras que retiraran la comida. Supuse que su intención era llevarme a comer a otra sala.
Se volvió hacia mí, aún sonriendo, y me dijo:
—He invertido mucho dinero en ti. ¿Trabajarás y te esforzarás para que merezca la pena darte de comer?
Fruncí el ceño, y antes de que pudiera insultarla, ella me asestó un puñetazo en un costado de la cabeza, cerca de la oreja. La fuerza del golpe estuvo a punto de separarme la cabeza del cuello. Los ojos se me llenaron de lágrimas y sentí pitidos en un oído. Nunca nadie me había pegado.
Las facciones de la mujer se contorsionaban y sus gritos me llegaban de lejos. Me había dejado sorda de un oído. Me dio una bofetada y sentí que un nuevo torrente de lágrimas me quemaba las mejillas.
—¿Me entiendes? —dijo con su voz lejana.
No conseguí rehacerme lo suficiente para responder antes de recibir más golpes. Me arrojé contra ella y le habría aporreado la cara con los puños si los sirvientes no se hubieran abalanzado sobre mí para apartarme.
La mujer me dio varias bofetadas más, maldiciendo. Me agarró por el pelo y me tiró la cabeza hacia atrás.
—Niña malcriada, te arrancaré a golpes ese mal carácter, aunque tenga que seguir pegándote después de muerta.
Entonces me soltó y me empujó con tanta fuerza que perdí el equilibrio, caí al suelo y acabé en un lugar profundo y oscuro.
Desperté en una cama extraña, cubierta por una colcha. Una mujer vino rápidamente hacia mí. Temiendo que fuera la madama, me protegí la cabeza con los brazos cruzados.
—¡Por fin despiertas! —exclamó—. Vivi, ¿no recuerdas a tu vieja amiga?
¿Cómo sabía mi nombre? Levanté los brazos y abrí los ojos. Tenía la cara redonda, ojos grandes y una ceja arqueada en actitud interrogativa.
—¡Nube Mágica! —grité.
Era la Bella Nube que soportaba mis travesuras cuando era pequeña. ¡Había vuelto para ayudarme!
—Ahora me llamo Calabaza Mágica —dijo—. Soy cortesana en esta casa.
Parecía cansada y la piel se le había vuelto mate. Había envejecido mucho en esos siete años.
—Tienes que ayudarme —dije apresuradamente—. Mi madre me está esperando en el puerto. El barco parte a las cinco, y si no llego a tiempo, zarpará sin nosotras.
Mi amiga frunció el ceño.
—¿Ninguna palabra de alegría por volverme a ver? ¿Sigues siendo la misma niña mimada de antes, pero con las piernas y los brazos más largos?
¿Por qué criticaba mis modales en un momento como ése?
—Necesito ir al puerto ahora mismo, o de lo contrario…
—El barco ya ha zarpado —dijo—. Madre Ma te echó en el vino un brebaje para hacerte dormir. Llevas casi todo el día durmiendo.
Me quedé perpleja. Imaginé a mi madre con los baúles nuevos apilados en el muelle y sin poder utilizar los billetes. Pensé en lo furiosa que se habría puesto al enterarse de que Fairweather la había engañado con sus untuosas palabras de amor. Se merecía que la engañaran, por tener tanta prisa en ir a San Francisco a ver a su hijo.
—Tienes que ir al puerto —le dije a Calabaza Mágica— y decirle a mi madre dónde estoy.
—¡Eh, que no soy tu sirvienta! Además, tu madre no está en el puerto. Está a bordo, navegando hacia San Francisco. El barco no va a dar la vuelta.
—¡No es cierto! ¡Ella jamás me abandonaría! ¡Lo prometió!
—Un mensajero fue a decirle que ya habías embarcado y que Fairweather estaba contigo.
—¿Un mensajero? ¿Qué mensajero? ¿Huevo Quebrado? Él no me vio entrar ni salir del consulado. —Yo encontraba una objeción a todo lo que decía Calabaza Mágica—. Ella me lo prometió. Ella jamás me mentiría.
Cuanto más lo repetía, menos lo creía.
—¿Me llevarás de vuelta a la Oculta Ruta de Jade? —pregunté por fin.
—Pequeña Vivi, lo que ha sucedido es peor de lo que piensas. Madre Ma ha pagado demasiados dólares mexicanos a la Banda Verde para dejar una mínima grieta por la que puedas escapar. Y la Banda Verde ha amenazado a todos los de la Oculta Ruta de Jade. Si las Bellas Nubes te ayudan, las dejarán desfiguradas. A Huevo Quebrado lo amenazaron con cortarle todos los músculos de las piernas y dejarlo tirado en la calle para que lo pisoteen los caballos, y a Paloma Dorada le han dicho que bombardearán la casa y a ti te arrancarán los ojos y te cortarán las orejas.
—¿La Banda Verde? ¿Qué tiene que ver la Banda Verde con esto?
—Fairweather hizo un trato con ellos a cambio de saldar su deuda de juego. Consiguió que tu madre se marchara para que ellos pudieran apoderarse de su casa sin la intervención del consulado de Estados Unidos.
—Llévame a la policía.
—¡Qué inocente eres! El jefe de policía de Shanghái es miembro de la Banda Verde. La policía está al corriente de todo, y la banda me mataría de la forma más dolorosa posible si te sacara de aquí.
—¡No me importa! —grité—. ¡Tienes que ayudarme!
Calabaza Mágica se me quedó mirando fijamente, boquiabierta.
—¿No te importa que me torturen y me maten? ¿En qué clase de jovencita te has convertido? ¡Qué egoísta! —exclamó y se marchó de la habitación.
Sentí vergüenza. En otro tiempo, ella había sido mi única amiga. No podía explicarle que tenía miedo. Nunca había demostrado miedo o debilidad ante nadie. Estaba acostumbrada a que mi madre resolviera de inmediato todos mis problemas. Habría querido contarle a Calabaza Mágica todo lo que sentía: que mi madre no se había preocupado lo suficiente por mí y que en lugar de cuidarme se había vuelto tonta y había creído a ese mentiroso. Siempre era igual porque a él lo quería más que a mí. ¿Estaría con él a bordo de ese barco? ¿Volvería? Lo había prometido.
Contemplé la cárcel a mi alrededor. La habitación era pequeña. Todo el mobiliario era de mala calidad y estaba gastado más allá de toda redención. ¿Qué clase de hombres serían los clientes de una casa como ésa? Hice un inventario de todos los defectos de la habitación para contarle después a mi madre cuánto había sufrido. La estera del suelo era demasiado fina y tenía bultos. Las cortinas que enmarcaban el arco de la alcoba estaban desteñidas y manchadas. La mesa de té tenía quemaduras, marcas de agua y una pata torcida, por lo que sólo servía para leña. El jarrón de porcelana falsamente agrietada tenía una grieta auténtica. Al techo le faltaban trozos de escayola y las lámparas de las paredes estaban inclinadas. El tejido de la alfombra, de lana naranja y azul oscuro, formaba los símbolos habituales en las casas de los sabios, pero la mitad estaban gastados o comidos por las polillas. Los sillones occidentales eran raquíticos y el tapizado estaba deshilachado sobre los bordes del asiento. Sentí un nudo en la garganta. ¿Realmente estaría mi madre a bordo de ese barco? ¿Estaría muerta de preocupación?
Yo aún llevaba puesto el odiado traje marinero azul y blanco, «prueba de mi patriotismo estadounidense», como había dicho Fairweather. El malvado me estaba haciendo sufrir porque sabía que yo lo odiaba.
Detrás del armario, distinguí un par de diminutas zapatillas bordadas. Estaban tan gastadas que el forro mugriento casi se veía más que la seda azul y rosa, y tenían la mitad trasera completamente aplastada. Estaban hechas para piececitos minúsculos. Para calzárselas, la chica que las había usado debía poner los dedos en cuña y andar de puntillas, para imitar el efecto de los pies vendados. ¿Apoyaría los talones en la mitad trasera de las zapatillas cuando nadie la miraba? ¿Por qué las habría dejado, en lugar de tirarlas? Era imposible repararlas. La imaginé como una chica de cara triste, pies grandes, pelo ralo y cutis grisáceo, tan gastada como las zapatillas y a punto de ser desechada porque ya no servía. Sentí náuseas. Las zapatillas me parecieron un presagio. Yo iba a convertirme en esa chica. La madama jamás me dejaría ir. Abrí la ventana y las arrojé al callejón. Oí un grito y me asomé para ver. Una niña vagabunda se estaba frotando la cabeza. Recogió las zapatillas del suelo, las apretó contra su pecho y levantó la vista hacia mí, con expresión culpable. Después, salió corriendo como una ladrona.
Intenté recordar si mi madre tenía esa misma expresión de culpa cuando se había despedido de mí, porque de ser así, habría sido la prueba de que estaba de acuerdo con el plan de Fairweather. Cuando yo la había amenazado con quedarme en Shanghái si no podía llevarme a Carlota, podría haberlo utilizado como excusa para marcharse. Podría haberse justificado pensando que yo prefería quedarme. Intenté recordar otros fragmentos de conversaciones, otras amenazas mías, otras promesas suyas y las cosas que yo le gritaba cuando me decepcionaba. Entre esos retazos estaba la razón de que yo me encontrara donde me encontraba.
Vi mi maleta junto al armario. Su contenido revelaría las intenciones de mi madre. Si en su interior había ropa para mi nueva vida, entonces sabría que me había abandonado. En cambio, si la ropa era suya, sabría que la habían engañado a ella. Me quité del cuello la cadenita de plata con la llave de la maleta y contuve la respiración. Poco después, exhalé un suspiro de gratitud al descubrir un frasco del costoso perfume de aceite de rosas del Himalaya que usaba mi madre. Acaricié su estola de piel de zorro. Debajo encontré su vestido favorito, uno de color lila que se había puesto una vez para visitar el Club Shanghái, donde había entrado con paso audaz para ir a sentarse a la mesa de un hombre demasiado rico e importante para que le dijeran que no estaba permitida la entrada de mujeres. Colgué el osado vestido en la puerta del armario y puse debajo un par de zapatos de tacón de mi madre. El resultado fue la sobrecogedora apariencia de un espectro sin cabeza. Más abajo, en la maleta, había un cofre de nácar con mis joyas: dos pulseras con abalorios, un relicario de oro y un collar de amatistas con un anillo a juego. Abrí otra caja pequeña que contenía gotas de ámbar, el regalo que había rechazado para mi octavo cumpleaños. Saqué después dos rollos de pergamino, uno corto y otro largo, y desplegué el papel que los envolvía. No eran pergaminos, después de todo, sino lienzos pintados al óleo. Desplegué el más grande en el suelo.
Era el retrato de mi madre de joven, la misma pintura que había descubierto yo poco después de cumplir los ocho años, cuando registré su habitación en busca de una carta que acababa de recibir y que la había trastornado. En aquella ocasión sólo había tenido tiempo de echarle un vistazo rápido antes de guardarlo. Ahora, mientras examinaba el lienzo con detenimiento, sentí una extraña incomodidad, como si estuviera viendo un secreto terrible de mi madre cuyo conocimiento fuera a ponerme en peligro, o quizá un secreto que me concernía a mí. Mi madre tenía la cabeza inclinada hacia atrás, dejando al descubierto las fosas nasales. Tenía la boca cerrada, sin una sonrisa. Era como si alguien la hubiera desafiado y ella hubiera aceptado el reto sin dudarlo. O tal vez tenía miedo e intentaba disimularlo. Sus ojos estaban muy abiertos y las pupilas eran tan grandes que volvían negros sus ojos verdes. Era la mirada de una gata asustada. Así era ella antes de aprender a disfrazar sus sentimientos con una pátina de confianza en sí misma. ¿Quién era el pintor que disfrutaba viéndola amedrentada?
La pintura era similar en estilo a los retratos europeos encargados como una novedad por los shanghaianos ricos, que se empeñaban en poseer los mismos lujos que los extranjeros, aunque fueran representaciones de antepasados ajenos con pelucas empolvadas, niñas con cintas en el pelo, perros de caza y liebres. Estaba muy de moda utilizarlos para decorar los salones de los hoteles y las casas de cortesanas de primera categoría. Mi madre se burlaba de esos cuadros y los tildaba de pretenciosos y mal ejecutados.
—Un retrato —había dicho una vez— debe mostrar a una persona que respiraba mientras la pintaban. Debe atrapar uno de esos alientos.
Pero ella había contenido la respiración mientras la retrataban. Cuanto más contemplaba yo su cara, más cosas veía, y cuanto más veía, más contradicciones encontraba. Primero vi audacia, y después miedo. Reconocí una vaga cualidad suya, que aparentemente ya poseía en su juventud. Al cabo de un momento, me di cuenta de que esa cualidad era altanería: el convencimiento de que era mejor que los demás y también más lista. Creía que no se equivocaba nunca. Cuanto más la reprobaba el resto, más demostraba ella su propia reprobación. Cuando paseábamos por el parque, nos cruzábamos con todo tipo de personas que la criticaban.
—La madama blanca —decían al reconocerla.
Mi madre los miraba de arriba abajo, lentamente, y después resoplaba disgustada, lo que a mí me ponía al borde del ataque de risa, sobre todo cuando la víctima de su desprecio sucumbía al nerviosismo y se retiraba cabizbaja y sin habla.
Por lo general ella no prestaba atención a la gente que la ofendía. Pero el día que recibió la última carta de Lu Shing, dio rienda suelta a la rabia acumulada.
—¿Sabes qué es la moral, Violeta? Son las reglas de los demás. ¿Sabes qué es la conciencia? La libertad de usar tu propia inteligencia para diferenciar lo que está bien de lo que está mal. Tú eres dueña de esa libertad y nadie puede quitártela. Cuando los demás te critiquen, no les hagas caso y recuerda que tú eres la única que debe juzgar tus decisiones y tus actos…
Así siguió durante un buen rato, como si una vieja herida le estuviera supurando y necesitara veneno para limpiarla.
Fijé la vista en el cuadro. ¿Qué conciencia tenía mi madre? Para ella, el bien y el mal venían determinados por su propio egoísmo, que la impulsaba a actuar según su conveniencia.
—Pobre Violeta —la imaginé diciendo—. En San Francisco se burlarían de ella por ser de raza dudosa. Es mucho mejor que se quede en Shanghái, donde vivirá feliz con Carlota.
Me puse furiosa. Siempre encontraba la manera de justificar sus decisiones, por muy erróneas que fueran. Cuando una cortesana tenía que marcharse de la Oculta Ruta de Jade, decía que la expulsaba por imperiosa necesidad. Cuando no podía cenar conmigo, me explicaba que era por imperiosa necesidad. El tiempo que pasaba con Fairweather era siempre de imperiosa necesidad.
«Imperiosa necesidad». Era su excusa para hacer siempre lo que más le convenía. Era un pretexto para su egoísmo. Recordé un episodio en el que su falta de ética me había repugnado. Había sucedido tres años antes, en un día memorable porque pasaron varias cosas poco corrientes. Estábamos con Fairweather en el hipódromo de Shanghái, listos para presenciar el vuelo de un francés en aeroplano sobre la pista de carreras. Todas las localidades estaban ocupadas. Nadie había visto nunca un aeroplano en vuelo, ni menos aún sobre sus propias cabezas, de modo que cuando despegó, toda la multitud soltó al unísono un murmullo de asombro. A mí me pareció cosa de magia. ¿De qué otro modo habría podido explicarlo? Vi cómo el aparato planeaba, perdía altura y se inclinaba a un lado y a otro. Primero perdió un ala y después se le cayó la otra. Yo pensaba que así debía ser, hasta que se estrelló en el centro de la pista y se partió en pedazos. Se formó entonces una columna de humo oscuro, la gente empezó a gritar y, cuando sacaron a rastras de entre los restos del aparato al maltrecho aviador, varios hombres y algunas mujeres se desmayaron. Yo estuve a punto de vomitar. La palabra «muerto», «muerto», «muerto» resonaba como un eco por la tribuna. Se llevaron los restos del aparato y echaron tierra fresca sobre la sangre. Al cabo de un instante, los caballos entraron en la pista para dar comienzo a la tarde de carreras. Mucha gente se levantó y se fue, comentando airadamente que era inmoral seguir como si nada con las carreras y vergonzoso que alguien pudiera divertirse viéndolas. Yo pensé que nosotros también nos marcharíamos. ¿Quién podría haberse quedado después de ver cómo un hombre se mataba? Pero me sorprendí al darme cuenta de que mi madre y Fairweather permanecían en sus asientos. Cuando comenzó la primera carrera, los dos estallaron en gritos de ánimo para los caballos, mientras yo seguía con la vista fija sobre la tierra húmeda, donde habían echado agua para disimular la sangre. A mi madre no le pareció mal que nos quedáramos a ver las carreras. Yo no tuve más remedio que quedarme, pero no pude evitar sentirme culpable por no haberles dicho lo que pensaba.
Esa misma tarde, mientras volvíamos a casa, una niña china más o menos de mi edad salió corriendo de un portal oscuro y le dijo a Fairweather en laborioso inglés que era virgen y que le ofrecía los tres orificios por un dólar. Las niñas esclavas daban mucha pena. Si no recibían por lo menos a veinte hombres al día, las mataban a palos. Pero ¿qué podíamos hacer nosotros, excepto tenerles piedad? E incluso eso era difícil, porque eran muchísimas y se movían de aquí para allá como pollos nerviosos, tironeando de los faldones de las chaquetas y acosando a los hombres hasta el punto de convertirse en una molestia. Normalmente apretábamos el paso y seguíamos de largo sin mirarlas siquiera. Pero aquel día mi madre reaccionó de otra manera. Cuando hubimos dejado atrás a aquella niña, murmuró:
—Al canalla que la vendió habría que cortarle la polla raquítica con una guillotina de cigarros.
Fairweather se echó a reír.
—Pero cariño, ¡si tú misma has comprado niñas a la gente que las vende!
—Hay una diferencia entre vender una niña y comprarla —repuso ella.
—El resultado es el mismo —dijo Fairweather—: la prostitución. El comprador es cómplice del vendedor.
—Para la niña, es mucho mejor que la compre yo y la traiga a mi casa, que acabar esclavizada como ésa, muerta a los quince años.
—A juzgar por las chicas que tienes en tu casa, se diría que sólo las más guapas merecen la salvación.
Mi madre se paró en seco. El comentario la había irritado.
—No es un problema de conciencia, sino de pragmatismo. Soy una mujer de negocios, no una misionera al frente de un orfanato. Hago las cosas por imperiosa necesidad, según las circunstancias de cada momento. Y sólo yo sé cuáles son esas circunstancias.
Otra vez las mismas palabras: «Imperiosa necesidad». Justo después de decirlas, se volvió abruptamente y se dirigió al portal donde estaba sentada la dueña de la niña. Le dio a la mujer algo de dinero, cogió a la chiquilla de la mano y se reunió con nosotros. La chiquilla estaba petrificada y no dejaba de volver la vista atrás, hacia donde estaba su antigua ama.
—Al menos no tiene los ojos muertos de la mayoría de las niñas esclavas.
—Ya veo que has comprado otra pequeña cortesana —dijo Fairweather—. ¡Una niña más salvada de la calle! ¡Enhorabuena!
Mi madre le respondió secamente:
—Esta niña no será cortesana. Ahora no necesito ninguna, y si la necesitara, ella no me serviría. Ya está arruinada. La han desflorado mil veces. Sólo sabrá quedarse tumbada boca arriba, con cara de derrotada sumisión. La pondré de sirvienta. Una de las criadas se casa y se marcha a la aldea de su marido.
Después me enteré de que no era cierto que se marchara ninguna criada. Por un momento pensé que había recogido a la niña porque tenía buen corazón, pero en seguida me di cuenta de que lo había hecho por arrogancia, para dejar en evidencia a quien la había reprobado. Por la misma razón se había quedado a ver las carreras. Había comprado a la niña porque Fairweather se había burlado de su conciencia.
Volví a examinar la pintura al óleo, fijándome en cada una de las pinceladas que formaban su rostro juvenil. ¿Habría sido más compasiva con los demás cuando tenía mi edad? ¿Se habría conmovido con el aviador muerto o la niña esclava? Era una persona contradictoria y sus «necesidades imperiosas» eran absurdas. Podía ser fiel o desleal; podía ser una buena madre en un momento y una mala madre al minuto siguiente. Tal vez me quisiera a ratos, pero su amor no era constante. ¿Cuándo había sido la última vez que había demostrado su amor por mí? Quizá cuando me había prometido que no se marcharía si yo no iba con ella.
Al dorso del lienzo había una inscripción: «Para la señorita Lucrecia Minturn, con ocasión de su diecisiete cumpleaños». Yo no sabía cuándo cumplía años mi madre, ni qué edad tenía. Nunca habíamos celebrado su cumpleaños y no había ninguna razón para que yo supiera su edad. Yo tenía catorce años. Si ella me había tenido a los diecisiete, entonces debía de haber cumplido ya los treinta y uno.
Lucrecia. Ése era el nombre que había visto en el sobre de la carta de Lu Shing. Las palabras bajo la dedicatoria habían sido consignadas al olvido por el trazo oscuro de un lápiz. Di la vuelta al cuadro y encontré las iniciales «L. S.» en la esquina inferior derecha. Lu Shing era el pintor. No me cabía ninguna duda.
Desenrollé la pintura más pequeña. Al pie de la imagen también aparecían las iniciales «L. S.». Era un paisaje: un valle visto desde lo alto de un acantilado, de cara a la escena que se abría más abajo. Las montañas que se erguían a ambos lados eran abruptas y sus sombras se proyectaban sobre el suelo del valle. Los nubarrones eran del color de un moratón antiguo, pero tenían los lomos rosados, y las nubes que retrocedían al fondo estaban nimbadas de oro. En el extremo más alejado del valle, una abertura entre dos montañas resplandecía como la entrada al paraíso. Parecía el amanecer. O quizá el crepúsculo. Era imposible determinar si estaba a punto de llover o si el cielo se estaba despejando, ni tampoco si la imagen representaba la alegría de llegar a ese lugar o el alivio de marcharse. ¿Cuál era el sentimiento del cuadro? ¿Esperanza o desesperación? ¿Estaba el observador en lo alto del acantilado vibrando de coraje, o temblando de miedo ante lo que le esperaba? También era posible que el cuadro representara al iluso que había perseguido un sueño y que contemplaba el engañoso fulgor de un tesoro que siempre estaría fuera de su alcance. La pintura me recordó las ilustraciones que cambian al girarlas de lado o ponerlas boca abajo, convirtiendo, por ejemplo, a un hombre barbudo en un árbol. No era posible mirar el cuadro de las dos maneras al mismo tiempo. Había que decidir cuál era su significado original. Pero ¿cómo saberlo, a menos que uno fuera la persona que lo había pintado?
El cuadro me produjo náuseas. Era un presagio, como las zapatillas gastadas. Estaba ahí para que yo lo encontrara. Lo que sucediera a continuación sería mi salvación o mi condena. De pronto, tuve la certeza de que la pintura representaba la llegada al valle, y no la partida. La lluvia se acercaba. Estaba anocheciendo, oscurecía y ya no sería posible encontrar el camino de vuelta.
Con manos temblorosas, le di la vuelta. El valle del asombro, leí, y debajo, unas iniciales: «Para L. M. de L. S.» La fecha estaba borrosa. Podía ser 1897 o 1899. Yo había nacido en 1898. ¿Habría recibido mi madre ese cuadro junto con su retrato? ¿Qué estaría haciendo ella un año antes de que yo naciera? ¿Y un año después? Si Lu Shing lo había pintado en 1899, eso significaba que aún estaba con mi madre cuando yo tenía un año.
Arrojé las dos pinturas al otro extremo de la habitación. Un segundo después, me sobrecogió el espanto de que una parte de mí fuera desechada y destruida, y de que ya nunca pudiera rescatarla. Mi madre odiaba a Lu Shing porque la había abandonado. Tenía que haber una razón de peso para que hubiera conservado sus cuadros. Corrí a recoger los lienzos, los enrollé llorando y los guardé en el fondo de la maleta.
En ese momento entró Calabaza Mágica y dejó sobre una silla dos conjuntos de camisa y pantalón de algodón, verdes con ribetes rosa, como los que usan los niños.
—Madre Ma ha pensado que esta ropa impedirá que escapes. Dice que eres demasiado presumida para dejarte ver en público vestida como una sirvienta china. Si te empeñas en mantener tu altanería occidental, te dará una paliza peor de la que ya has recibido. Si respetas sus normas, sufrirás menos. Tú decides cuánto dolor quieres soportar.
—Mi madre vendrá a buscarme —declaré—. No tendré que quedarme mucho tiempo aquí.
—Si viene, no será dentro de poco. Se tarda un mes en llegar de Shanghái a San Francisco y otro mes en regresar. Si te obstinas, estarás muerta antes de que pasen dos meses. Obedece y haz todo lo que te diga la madama. Finge prestar atención a todo lo que te enseña. No te morirás por eso. Te ha comprado como cortesana virgen y todavía pasará por lo menos un año antes de tu desfloración. Mientras tanto, puedes maquinar tu fuga.
—No soy una cortesana virgen.
—No dejes que el orgullo te ciegue el entendimiento —repuso ella—. Tienes suerte de que no te ponga a trabajar ahora mismo.
Fue hacia mi maleta, hundió las manos en su interior y extrajo la estola de piel de zorro de mi madre, con sus garritas colgantes.
—No toques mis cosas.
—Tenemos que darnos prisa, Vivi. La madama va a venir a llevarse lo que quiera. Cuando pagó por ti, compró todo lo que te pertenece. Se deshará de todo lo que no necesite, incluyéndote a ti si no te portas bien. ¡Rápido! Elige solamente lo más valioso. Si coges demasiadas cosas, se dará cuenta.
Yo no moví un músculo. Hasta ahí me había llevado el egoísmo de mi madre. De pronto, me veía convertida en cortesana virgen. ¿Por qué iba a querer guardar sus pertenencias?
—Bueno, si tú no quieres nada —dijo Calabaza Mágica—, yo elegiré un par de cosas para mí.
Descolgó el vestido lila del armario mientras yo reprimía un grito de protesta. Lo dobló rápidamente y se lo metió debajo de la chaqueta. Después abrió la caja donde estaban guardadas las gotas de ámbar.
—No son de buena calidad —comentó—. Tienen por lo menos una docena de defectos. Además, están sucias por dentro. ¡Bichos! ¡Qué asco! ¿Para qué las guardaba tu madre? Los americanos son muy raros.
Sacó otro paquete envuelto en papel. Era un traje de marinerito, con camisa azul y blanca, pantaloncitos y una gorra como las que usan los marineros estadounidenses. Mi madre debía de haberlo comprado cuando Teddy era bebé y ahora pensaba enseñárselo como prueba de su amor perdurable. Calabaza Mágica volvió a guardarlo en la maleta porque la madama tenía un nieto, según dijo. Después extrajo la estola de zorro con sus garritas, le echó una mirada nostálgica y la volvió a guardar. Del cofre de joyas, sacó solamente la cadena con el relicario de oro. Yo se lo arrebaté de las manos, lo abrí y separé las fotografías diminutas que tenía a cada lado: una de mi madre y otra mía.
Siguió buscando en el fondo de la maleta y sacó las dos pinturas. Desenrolló el retrato de mi madre y se echó a reír:
—¡Qué desvergonzada!
Después abrió el sombrío paisaje.
—Muy realista. Nunca había visto un atardecer tan bonito —comentó y colocó el cuadro en el montón de las cosas que había elegido para ella.
Mientras me vestía, me recitó los nombres de las cortesanas: Brote de Primavera, Hoja Primaveral, Pétalo, Camelia y Kumquat.
—No es necesario que te los aprendas ahora. Puedes llamarlas simplemente «hermanas flores». Pronto las conocerás por su forma de ser —siguió parloteando—. Brote de Primavera y Hoja Primaveral son hermanas. Una es lista y la otra, tonta. Las dos tienen buen corazón, pero una de ellas está triste y no le gustan los hombres. Dejaré que tú misma descubras cuál. Pétalo finge ser simpática, pero es falsa y taimada, y hace cualquier cosa por ser la favorita de la madama. Camelia es muy inteligente. Sabe leer y escribir, y todos los meses gasta un poco de su dinero para comprarse una novela o una pequeña cantidad de papel para escribir sus poemas. Maneja el pincel con singular habilidad. Me gusta Camelia porque es honesta. Kumquat es una belleza clásica con cara de melocotón. Aparte de eso, es como una niña: busca lo que quiere, sin pensar en nada más. Hace cinco años, cuando estaba en una casa de primera categoría, se enamoró de un hombre y sus ganancias se redujeron a cero. Es la historia de todas nosotras.
—Por eso tuviste que marcharte, ¿no? —dije—. Tenías un amante.
Resopló con gesto enfadado.
—¿Te lo han contado? —Guardó silencio un momento y la mirada se le volvió soñadora—. Me enamoré de muchos hombres a lo largo de los años, a veces incluso cuando tenía contratos con clientes permanentes. A uno de ellos le di demasiado dinero. Pero a mi último amante no le interesaba el dinero. Me amaba con todo su corazón. —Me miró—. Tú lo conoces. El poeta Pan.
Sentí una brisa fría sobre la piel y me estremecí.
—A mi cliente permanente le llegaron habladurías de que me acostaba con un fantasma y de que lo llevaba metido en el cuerpo. El hombre no quiso tocarme nunca más y pidió que le devolvieran el dinero del contrato. La que hizo correr el rumor fue Nube Turgente. A esa chica le falla algo en el corazón. En todas las casas hay alguien como ella.
—¿Era cierto que tenías al poeta fantasma metido en el cuerpo?
—¡Qué pregunta tan estúpida! Nunca me acosté con él, ni nos tocamos. ¿Cómo iba a tocarlo? ¡Era un fantasma! Sólo estábamos unidos espiritualmente, y eso era más que suficiente para mí. Muchas chicas en este negocio no conocen nunca el verdadero amor. Tienen amantes y clientes, y viven siempre con la esperanza de que uno de ellos las haga su concubina. Sueñan con ser la Segunda Esposa, la Tercera Esposa, o incluso la Décima Esposa si están muy desesperadas. Pero eso no es amor. Es sólo un golpe de suerte. Con el poeta Pan, yo sentía únicamente amor, y él sentía lo mismo por mí. No teníamos nada que ganar el uno del otro. Por eso sabíamos que lo nuestro era verdadero. Cuando me fui de la Oculta Ruta de Jade, él tuvo que quedarse porque formaba parte de la casa. Sin él, sentí que ya no había vida en mi cuerpo. Quise matarme para estar con él… Piensas que estoy loca, lo noto en tu cara. La pequeña señorita americana instruida no me cree. ¡Bah! ¿Qué sabrás tú? Ahora vístete. Si llegas tarde, la madama te aplastará otra vez la nariz. —Me tendió el traje, semejante a un pijama—. Quiere que todas las chicas la llamemos «madre». «Madre Ma». No son más que palabras, no significan nada. Repítelas muchas veces, hasta que puedas soltarlas sin atragantarte: madre Ma, madre Ma, madre Ma… A sus espaldas, la llamamos «vieja avutarda».
Al decirlo, se puso a imitar a un pajarraco que graznaba y agitaba las alas para proteger su nidada. Y en seguida anunció:
—A madre Ma no le gusta tu nombre, «Vivi». Dice que no tiene sentido, que no son más que dos sonidos. Le sugerí que te lo cambie por el nombre chino de la violeta. Te llamarás así: «Violeta» —dijo en chino.
Pronunció la palabra, que en chino se dice zizi, como el zumbido de un mosquito: «¡Zzz! ¡Zzz!».
—Es sólo una palabra —añadió—. Es mejor que te llamen con otro nombre, el nombre de otra. Tú puedes tener un nombre secreto que sólo te pertenezca a ti: «Vivi», tu apodo americano, o el nombre inglés de la flor, tal como te lo puso tu madre. Mi nombre de cortesana es «Calabaza Mágica», pero en mi corazón soy «Tesoro Dorado». Es el nombre que yo misma me he puesto.
Durante el desayuno, hice todo lo que me había aconsejado Calabaza Mágica.
—Buenos días, madre Ma. Buenos días, hermanas flores.
La vieja avutarda se alegró de verme vestida con mi ropa nueva.
—¿Lo ves? El destino cambia cuando te cambias de ropa.
Con unos dedos como pinzas, me cogió por la barbilla y me hizo girar la cara primero a la izquierda y después a la derecha. Me repugnaba que me tocara. Tenía los dedos fríos y grises, como los de un cadáver.
—En Harbín conocí a una chica que tenía tu mismo tono de piel —dijo—. Y los mismos ojos. Tenía sangre manchú. En aquellos tiempos, los manchúes eran como perros que violaban a todas las chicas que atrapaban: rusas, japonesas o coreanas, de ojos azules, verdes o marrones, rubias o pelirrojas, grandes o pequeñas… Se llevaban a todas las que podían pescar desde sus caballos. Ni siquiera me sorprendería que hubiera caballos con sangre manchú. —Volvió a cogerme de la barbilla—. Fuera quien fuese tu padre, estoy segura de que tenía sangre manchú en las venas. Lo veo en las líneas de tu mandíbula y en tus ojos, verdes y rasgados como los de un mongol. He oído que una de las concubinas del emperador Qianlong tenía los ojos verdes. Diremos que desciendes de ella.
La mesa estaba servida con platos dulces, salados y picantes: brotes de bambú, raíz de loto con miel, rábanos encurtidos, pescado ahumado y muchos manjares sabrosos. Yo estaba hambrienta, pero comí poco y con los modales delicados que había aprendido de las cortesanas de la Oculta Ruta de Jade. Quería demostrarle a la madama que no tenía nada que enseñarme. Cogí un cacahuete diminuto con mis palillos de marfil, me lo llevé a los labios y lo deposité sobre mi lengua como si fuera una perla que estuviera apoyando sobre un cojín de brocado.
—Se te nota la buena crianza —dijo la vieja avutarda—. Dentro de un año, cuando hagas tu presentación, serás capaz de enloquecer a cualquier hombre. ¿Qué me dices a eso?
—Gracias, madre Ma.
—¿Lo veis? —apuntó, dirigiéndose a las demás con una sonrisa complacida—. Ahora obedece.
Cuando madre Ma cogió los palillos, pude mirar mejor sus dedos. Parecían plátanos podridos. La estuve observando mientras picoteaba los restos de comida de su plato. Entonces la insidiosa cortesana Pétalo se levantó y se apresuró a servirle más pescado y brotes de bambú, pero no prestó atención a la última porción de raíz de loto con miel. Esperó a que Brote de Primavera se sirviera el último trozo, para decir en tono severo:
—¿Por qué no se lo das a madre Ma? Ya sabes cuánto le gustan los dulces.
Así diciendo, transfirió al plato de la madama los trozos de raíz de loto que aún tenía en su plato, y la vieja la elogió por tratarla como a una verdadera madre. Brote de Primavera no cambió de expresión, ni miró a nadie, pero Calabaza Mágica me miró con el rabillo del ojo y me susurró:
—Está furiosa.
Cuando madre Ma se levantó de la silla, se tambaleó, y Pétalo corrió a ofrecerle su brazo para que se apoyara. Pero la madama la apartó secamente con un golpe del abanico.
—No soy una vieja débil. Es por los pies. Estos zapatos me están demasiado estrechos. Ve a buscar al zapatero y dile que venga.
Se levantó el ruedo de la falda. Tenía los tobillos grises e hinchados, y supongo que los pies, bajo las vendas, estarían todavía peor.
En cuanto se marchó de la mesa, Camelia le dijo a Calabaza Mágica con exagerada cortesía:
—Colega mía, no puedo dejar de observar que el color melocotón de tu nueva chaqueta resalta el tono de tu cutis. Un cliente nuevo pensaría que tienes diez años menos.
Calabaza Mágica le respondió con una maldición. Camelia le sonrió con suficiencia y se marchó.
—Siempre nos estamos mofando la una de la otra —me explicó Calabaza Mágica—. Yo le digo que el poco pelo que le queda es muy bonito y ella elogia el tono de mi piel. Nos reímos de nuestra edad, en lugar de llorar. Los años pasan.
Estuve a punto de decirle que el color melocotón no le sentaba nada bien. Cuando una mujer mayor se viste con colores juveniles, lo único que consigue es mostrar la edad que intenta disimular.
A partir de entonces, seguí los consejos de Calabaza Mágica e hice lo que la madama esperaba de mí. La saludaba con untuosa amabilidad y respondía educadamente cada vez que me hablaba. También observaba todos los rituales de la buena educación en el trato con mis hermanas flores. ¡Qué fácil me resultaba fingir! Al principio, cada vez que hacía un gesto que madre Ma interpretaba como americano, recibía una bofetada. Yo no me daba cuenta, hasta que me caía el castigo, y entonces ella me amenazaba con hacer picadillo cualquier parte de mi persona que le recordara a los extranjeros. Si yo la miraba a los ojos cuando me regañaba, me pegaba todavía más fuerte. En seguida aprendí que la expresión que esperaba de mí era de servil sumisión.
Una mañana, cuando llevaba casi un mes en el Pabellón de la Tranquilidad, Calabaza Mágica me anunció que unos días después me mudaría a otra habitación. Me habían asignado la primera solamente para humillarme, porque en realidad era un trastero donde se guardaban muebles viejos.
—Te instalarás en mi boudoir —me dijo—. Es casi tan bonito como el que tenía en la Oculta Ruta de Jade. Yo me voy a vivir a otro sitio.
Sabía lo que eso significaba. Se marchaba a una casa todavía peor. Pero si se iba, yo no tendría ninguna aliada.
—Compartiremos la habitación —dije.
—¿Cómo quieres que haga arrumacos a mis clientes mientras tú estás en la habitación jugando con muñecas? No te preocupes por mí. Tengo una amiga en la Concesión Japonesa. Alquilaremos una casa tradicional de dos plantas y abriremos un salón de opio, solamente ella y yo, sin ninguna madama que se lleve el beneficio y nos cobre por cada plato que pongamos sobre la mesa…
Iba a rebajarse a vulgar prostituta. Fumaría un par de pipas con los clientes y después se tumbaría y se abriría de piernas para hombres como Huevo Quebrado.
Calabaza Mágica adivinó mis pensamientos y frunció el ceño.
—¡No te atrevas a compadecerte de mí! No me avergüenzo. ¿Por qué iba a avergonzarme?
—Es la Concesión Japonesa —dije.
—¿Qué tiene de malo?
—Allí odian a los chinos.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Mi madre. Por eso no admitía clientes japoneses en su casa.
—No los admitía porque sabía que le habrían birlado las mejores oportunidades de negocio. La gente los odia porque envidian su éxito. Pero a mí nada de eso me importa. Mi amiga me ha dicho que no son peores que los otros extranjeros, y además tienen pánico de la sífilis. Inspeccionan a todas las chicas, incluso en las casas de primera categoría. ¿Te lo imaginas?
Tres días después, Calabaza Mágica se marchó, pero sólo por tres horas. Cuando regresó, depositó un regalo a mis pies, que aterrizó en el suelo con un familiar golpe seco. Era Carlota. Al instante rompí a llorar y la abracé hasta casi hacerle daño.
—¿Qué? ¿No me lo agradeces? —dijo Calabaza Mágica.
Me disculpé y declaré que era una auténtica amiga, un corazón noble, una inmortal de incógnito entre los hombres.
—¡Basta, basta!
—Tendré que encontrar la manera de esconderla —dije.
—¡Ja! Cuando la madama se entere de que la he traído, no me sorprendería que cuelgue estandartes rojos sobre la puerta y encienda una traca de cien petardos para dar la bienvenida a esta diosa de la guerra. Hace dos noches, solté un par de ratas en la habitación de la vieja avutarda. ¿No oíste los gritos? Uno de los sirvientes creyó que se estaba incendiando el dormitorio y fue corriendo a llamar a la brigada de bomberos. Yo fingí asombro cuando me contó la razón de sus alaridos. Entonces le dije: «¡Qué pena que no tengamos un gato! Violeta tenía una gata, una pequeña cazadora feroz, pero la mujer que dirige ahora la Oculta Ruta de Jade se niega a soltarla». La vieja avutarda me envió de inmediato a decirle a Paloma Dorada que había pagado por ti y por todas tus pertenencias, incluida la gata.
Según el testimonio de Calabaza Mágica, Paloma Dorada se había alegrado de deshacerse de la bestia y Pequeño Océano había derramado copiosas lágrimas, prueba de que había tratado bien a Carlota. Pero Calabaza Mágica no sólo me trajo a mi gata. También vino con noticias de Fairweather y de mi madre.
—Ese hombre tenía el vicio del juego, le gustaba el opio y debía montañas de dinero, lo que no me sorprende en absoluto. Se jugaba el dinero que la gente invertía en sus empresas con la esperanza de recuperar sus pérdidas anteriores, pero las deudas se le acumulaban. Entonces les decía a sus inversores que un tifón o un incendio había destrozado la fábrica, o que un cabecilla local se había hecho fuerte en sus edificios. Siempre tenía una excusa preparada y a veces usaba la misma para dos fábricas distintas. Lo que no sabía es que dos de sus inversores, que habían puesto dinero en diferentes empresas, eran miembros de la Banda Verde. Cuando les contó a los dos la misma historia del tifón, se dieron cuenta del engaño. No es lo mismo estafar a un mafioso que tomarlo por tonto. Iban a colgarlo por los pies y a meterlo de cabeza en un montón de carbón ardiente, pero él les propuso una manera de devolverles el dinero. Les dijo que podía echar a la madama americana que dirigía la Oculta Ruta de Jade.
»¡Ay! ¿Cómo puede volverse tan tonta una mujer tan lista? Es una debilidad de muchas personas, incluso de las más ricas, poderosas y respetadas. Lo arriesgan todo por el deseo carnal y por creerse que son las más maravillosas del mundo, solamente porque se lo ha dicho un mentiroso.
»En cuanto tu madre se fue, la Banda Verde mandó redactar un falso título de propiedad, en el que podía leerse que tu madre había vendido la Oculta Ruta de Jade a uno de los miembros de la banda. Registraron el contrato en la oficina de un jerarca de la Concesión Internacional que también pertenecía a la banda. ¿Qué iba a hacer Paloma Dorada? No podía presentarse en el consulado de Estados Unidos porque no tenía ningún contrato a su nombre. Tu madre había prometido enviárselo por correo cuando llegara a San Francisco. Una de las cortesanas le contó a Paloma Dorada que Nube Turgente se estaba pavoneando, diciendo que ahora Fairweather y ella eran ricos. Fairweather había cambiado los billetes para San Francisco por dos pasajes de primera clase en un buque que partía para Hong Kong. Su plan era presentarse allí como miembro de la alta sociedad shanghaiana, llegando a Hong Kong con su esposa, con el propósito de invertir en nuevas empresas en nombre de varias estrellas de cine occidentales.
»No imaginas lo enfadada que estaba Paloma Dorada mientras me lo contaba. ¡Pensé que le iban a estallar los ojos! Y de hecho le estallaron, pero en lágrimas. Me dijo que a ninguna banda perteneciente a la Tríada le importaba mantener los estándares de calidad de un establecimiento de primera categoría. Los mafiosos son dueños de docenas de casas que les proporcionan pingües beneficios a bajo coste. Ya no hay largas veladas de cortejo para nuestras bellas, ni pequeños regalos, sino únicamente pagos en efectivo. Las Bellas Nubes habrían querido marcharse, pero los mafiosos les ofrecieron más dinero para que se quedaran y ahora están entrampadas en una maraña de deudas. A Huevo Quebrado lo han rebajado a sirviente común, y ahora los clientes de la casa son funcionarios que se creen importantes o nuevos ricos que han hecho fortuna con negocios insignificantes. Esos hombres están disfrutando ahora de las mismas chicas que antes eran cortejadas por caballeros verdaderamente distinguidos. No hay manera más rápida de acabar con la reputación de una casa que permitir que los subalternos frecuenten las mismas vaginas que sus jefes. El agua siempre fluye hacia la zanja más baja.
—No tienen derecho —repetía yo sin cesar.
—Sólo los americanos pensáis que tenéis derechos —dijo Calabaza Mágica—. ¿Qué leyes del cielo os dan más derechos y os permiten conservarlos? Los derechos no son más que palabras escritas sobre un papel por hombres que las inventan y las imponen. Cualquier día se las puede llevar el viento, como si nada.
Me cogió de las manos.
—Y a propósito de papeles, Violeta —dijo por fin—, tengo que hablarte de unos papeles que han ido y venido de San Francisco. Alguien le escribió una carta a tu madre, fingiendo ser funcionario del consulado de Estados Unidos. Le dijo que habías muerto en un accidente, arrollada por un coche de caballos o algo parecido, y le adjuntó un certificado de defunción, con todos sus sellos oficiales. En el certificado figuraba tu nombre verdadero, y no el que iba a darte Fairweather. Tu madre le envió un telegrama a Paloma Dorada para averiguar si era cierto, y Paloma Dorada tuvo que escoger entre revelarle a tu madre que el certificado era falso, o evitar que las Bellas Nubes, ella misma, tú y yo fuéramos torturadas, mutiladas o incluso asesinadas. Realmente, no había elección.
Calabaza Mágica sacó una carta que tenía oculta dentro de la manga y yo la leí de un tirón, sin respirar. Era de mi madre. Hablaba de lo que había sentido al recibir la noticia de mi muerte, de su incredulidad y de la agonía con que esperaba la respuesta de Paloma Dorada.
Me atormenta la idea de que Violeta creyera antes de morir que la abandoné deliberadamente. ¡Y pensar que esas tristes reflexiones pudieron ser las últimas de su vida!
Me puse furiosa. Ella había decidido creer que yo estaba a bordo porque se moría por zarpar cuanto antes hacia su nueva vida con Teddy y Lu Shing. Le pedí papel a Calabaza Mágica para poder escribirle una carta y decirle que a mí no me engañaba con sus mentiras y su fingido dolor. Pero Calabaza Mágica me contestó que ninguna carta mía saldría nunca de Shanghái, ni tampoco ningún telegrama. Los gánsteres se asegurarían de que así fuera. Por eso la carta de Paloma Dorada a mi madre contenía todas las mentiras que le habían ordenado que escribiera.
Me convertí en una niña diferente, una niña perdida y sin madre. No era americana ni china. No era Violeta, ni Vivi, ni Zizi. Vivía en un lugar invisible fabricado con mi débil aliento, de donde nadie podía expulsarme, porque nadie lo veía.
¿Cuánto tiempo habría esperado mi madre en la popa del barco? ¿Haría frío en la cubierta? ¿Echaría de menos la estola de piel de zorro que había guardado en mi maleta? ¿Habría esperado a que se le pusiera la piel de gallina para bajar a su camarote? ¿Cuánto tiempo habría tardado en elegir un vestido para su primera cena en alta mar? ¿Se habría decidido por el de tul y encaje? ¿Cuánto tiempo habría tardado en comprender que nadie iría a llamar a su puerta? ¿Cuántas horas habría pasado despierta en la cama, mirando la oscuridad? ¿Habría visto mi cara en las sombras? ¿Habría imaginado lo peor? ¿Se habría levantado para ver el alba o se habría quedado en la cama hasta pasado el mediodía? ¿Cuántos días se habría desesperado, pensando que cada ola que pasaba era una ola que la alejaba de mí? ¿Cuánto tiempo habría tardado el barco en llegar a San Francisco, a su hogar? ¿Cuánto tardaría un barco por la ruta más rápida? ¿Cuánto por la más lenta? ¿Al cabo de cuántos días habría estrechado a Teddy entre sus brazos? ¿Cuántas noches habría soñado conmigo mientras dormía en su habitación con las paredes pintadas de amarillo soleado? ¿Vería aún la copa de un árbol frondoso desde la cama? ¿Cuántos pájaros habría contado ella en sus ramas, pensando que eran los pájaros que tendría que haber visto yo?
¿Cuánto tiempo tardaría un barco en regresar? ¿Cuánto por la ruta más rápida? ¿Cuánto por la más lenta?
¡Con qué lentitud pasaban los días mientras yo esperaba a saber cuál sería la ruta que tomaría ella! Y cuánto tiempo pasó después de que llegaron y se marcharon todos los barcos, incluso los más lentos.
Al día siguiente, me mudé al boudoir de Calabaza Mágica. Reprimí las lágrimas mientras ella guardaba sus pertenencias. Me enseñó el vestido de mi madre y los dos lienzos enrollados, y me preguntó si podía llevárselos. Asentí con la cabeza, y un instante después se marchó. De mi pasado, sólo me quedaba Carlota.
Una hora después, Calabaza Mágica irrumpió en mi habitación.
—¡Ya no me voy! —anunció—. ¡Y todo gracias a los dedos negros de la vieja avutarda!
Llevaba dos días urdiendo un plan y me contó con orgullo su desenlace. Justo antes de marcharse, se había reunido con madre Ma en la sala común para saldar sus cuentas. Cuando la madama empezó a hacer cálculos con el ábaco, Calabaza Mágica dio la voz de alarma:
—«¡Oh! ¡Cómo tienes los dedos!», le dije. «Veo que han empeorado. Es terrible; no mereces esta desgracia». La vieja avutarda levantó las manos y me explicó que el color se debía a las pastillas que tomaba para el hígado. Le respondí que me alegraba de que fuera así, porque por un momento había pensado algo muy distinto y había estado a punto de recomendarle que probara el tratamiento con mercurio. Por supuesto, ella sabe tanto como cualquiera que el mercurio se usa contra la sífilis. Entonces me amenazó: «Nunca he tenido un chancro. No te atrevas a difundir el rumor de que lo tengo…».
»Le dije que se calmara y le aseguré que había hablado demasiado precipitadamente por algo que acababan de contarme acerca de Fruto del Caqui, una chica que había trabajado antes en el Pabellón de la Tranquilidad. “Fue hace unos veinte años, antes de que yo llegara, pero tú ya estabas aquí”, le dije. “Uno de los clientes le contagió la sífilis y al principio el chancro se le curó, pero después le volvió a salir y los dedos se le pusieron negros, como los tuyos”.
»Madre Ma dijo que no recordaba a ninguna cortesana llamada Fruto del Caqui que hubiera trabajado en el Pabellón de la Tranquilidad. ¿Cómo iba a recordarla si me la había inventado yo? Le dije que no era una cortesana, sino una sirvienta, por lo que no me sorprendía que no recordara su nombre. La describí como una joven con cara de melocotón, ojos pequeños, nariz ancha y boca menuda. La vieja avutarda siempre había insistido en que su memoria era mejor que la mía, de modo que al final se obligó a recordarla. “¿Te refieres a una chica regordeta y de tez oscura, que hablaba con acento de Fujián?”.
»“¡Esa misma!”, exclamé yo, y le conté entonces que había un cliente que solía colarse por la puerta trasera para usar sus servicios por un precio irrisorio. Le dije que la criada necesitaba el dinero porque su marido era opiómano y sus hijos pasaban hambre. Madre Ma y yo despotricamos un momento contra las sirvientas desleales, y entonces le dije que el cliente de Fruto del Caqui tampoco era de fiar. Le conté que se hacía llamar “comisionado Li” y que era el amante secreto de una de las cortesanas. Al oír eso, la vieja avutarda casi se cae del asiento. Es un secreto a voces entre las cortesanas más veteranas que la vieja fue amante del comisionado.
»“¡Ah! ¿Lo recuerdas?”, le pregunté. Ella trató de disimular su disgusto.
»“Era un hombre importante”, dijo. “Todos lo conocían”.
»Seguí revolviendo un poco más. “Se hacía llamar ‘comisionado’”, dije. “Pero ¿dónde trabajaba?”.
»Entonces ella replicó: “Tenía algo que ver con bancos extranjeros. Le pagaban muchísimo dinero por sus consejos”.
»“¡Qué raro!”, comenté yo. “Te lo contó a ti y a nadie más”.
»“No, no me lo contó a mí”, aclaró ella. “Lo he oído decir”.
»Intenté parecer un poco dubitativa antes de continuar: “¿Y a quién se lo habrá dicho? Se cuenta que todos lo creían demasiado importante para contradecirlo. Una de las antiguas cortesanas me contó que si él hubiera asegurado que medía diez metros de altura, nadie lo habría corregido por puro miedo. Se sentaba a la mesa con las piernas muy separadas, de este modo, y su expresión era siempre desdeñosa, como si fuera el duque del cielo y las montañas”. Todos los hombres importantes se sientan así, pero se lo dije para que se lo representara mentalmente.
»“Casi no lo recuerdo”, dijo la vieja avutarda.
»Entonces le tendí la trampa. “Pues resulta que todo era falso. No era comisionado, ni era nada”.
»La vieja saltó de la silla con una exclamación de sorpresa, pero de inmediato fingió que la noticia no significaba nada para ella. “Me ha picado un bicho en la pierna”, explicó. “Por eso he saltado”. Y, para apuntalar la mentira, se puso a rascarse.
»Entonces le di algo más que rascar: “Nunca invitaba a sus amigos, ni daba fiestas. ¿Lo recuerdas? Se suponía que la gente tenía que invitarlo a él a sus fiestas en cuanto se presentaba. ¡Qué honor para los anfitriones! Todos querían complacerlo. De hecho, una de las cortesanas quedó tan impresionada con su título que le entregó todo lo que tenía con la esperanza de que la convirtiera en su esposa. ¡Quería ser la comisionada! Le abrió la puerta de su boudoir, sin saber que antes solía visitar a Fruto del Caqui”.
»Cuando oyó eso, la vieja avutarda abrió los ojos como platos. Empezó a darme un poco de pena, pero tenía que seguir. “Pero eso no fue todo”, le dije, y entonces le conté todo lo que sabía de oídas del comisionado Li, una serie de datos que ella recordaría con claridad. “Cada vez que se metía en la cama con la cortesana, le pedía que cargara tres dólares en su cuenta, lo mismo que le habría costado una fiesta, aunque no había dado ninguna. Le explicaba que no quería hacerla perder dinero por pasar tanto tiempo con él, en lugar de atender a otros pretendientes. Cualquiera habría pensado que el comisionado era extraordinariamente generoso. Cuando llegó el Año Nuevo, le debía casi doscientos dólares a la cortesana. Como bien sabes, la costumbre exige que para esa fecha todos los clientes de la casa liquiden sus deudas. Pero él no lo hizo. Fue el único. No volvió a aparecer por la casa. Se llevó revolcones por valor de doscientos dólares”.
»Noté que la vieja avutarda tenía la boca trabada en una expresión de amargura. Creo que se estaba esforzando para no maldecirlo. Dije lo que creí que estaría pensando ella: “A los hombres como él se les tendría que marchitar y caer el cipote”. Ella asintió vigorosamente y yo continué: “La gente dice que el único regalo que le dejó a la cortesana fue la sífilis. O así debió de ser porque la sirvienta la tenía: primero le salió una úlcera en la boca, después otra en la mejilla y quién sabe cuántas más en sitios que no se veían”.
»A la vieja avutarda se le retiró la sangre de la cara. “Quizá fue el marido quien le contagió la sífilis a la criada”, sugirió.
»Yo no me esperaba que me saliera con eso, de modo que tuve que pensar con rapidez. “Todo el mundo sabía que el pobre estaba atontado por el opio. Apenas era capaz de llegar al borde de la cama para inclinarse y mear. Era un saco de huesos. Pero ¿qué más da si ella le contagió el chancro al comisionado, o el comisionado a ella? Lo cierto es que al final los dos lo tenían, y todos suponían que él debió de pasárselo a la cortesana sin que ella lo sospechara. Fruto del Caqui se pasaba el día entero bebiendo té de mahuang, pero no le sirvió de nada. Cuando empezaron a supurarle los pezones, se los untó de mercurio y se puso muy enferma. Las úlceras se le secaron y pensó que estaba curada; pero hace seis meses, se le pusieron negras las manos y murió”.
»Parecía como si a la vieja avutarda le hubiera caído un tiesto en la cabeza. Realmente sentí pena por ella, pero tenía que ser implacable. Tenía que salvarme. Aun así, no seguí adelante con la historia, aunque tenía pensado decirle que corría la voz de que el comisionado mentiroso había muerto de la misma enfermedad de las manos negras. Le dije simplemente que, después de oír todo eso, me había preocupado por su salud al verle las manos. Ella farfulló que lo de sus manos no se debía a una enfermedad, sino a las malditas pastillas para el hígado. Yo la miré con expresión compasiva y le dije que deberíamos llamar al doctor para que comprobara el estado de su qi y la librara de ese padecimiento, ya que las pastillas no le estaban haciendo ningún bien. Entonces proseguí: “Espero que a nadie se le ocurra la descabellada idea de que tienes la sífilis. Las mentiras circulan con asombrosa rapidez. Y si la gente ve que tocas a las chicas con los dedos negros, quizá empiece a circular el rumor de que toda la casa está contaminada. Entonces vendrán los funcionarios de la sanidad pública y querrán hacer análisis y cerrar la casa hasta que quede demostrado que está limpia. ¿Quién quiere algo así? Yo no quiero que venga nadie a examinarme y a mirarme gratis las partes. Además, aunque estemos sanas, esos bastardos son tan corruptos que tendríamos que sobornarlos para que no nos denunciaran”.
»Dejé que la idea se asentara, antes de decirle lo que me proponía desde el principio. “Madre Ma, se me acaba de ocurrir que yo podría ayudarte a impedir que ese rumor empiece a propagarse. Hasta que consigas restablecer el equilibrio del qi en el hígado, déjame que sea la tutora y ayudante de Violeta. Le enseñaré todo lo que sé. Como recordarás, en mis buenos tiempos llegué a ser una de las Diez Bellas”.
»La vieja avutarda tuvo que aceptar. Asintió con un débil movimiento de la cabeza. Para tranquilizarla, añadí: “Puedes estar segura de que la niña recibirá su merecido cada vez que sea necesario. Si la oyes gritar pidiendo clemencia, sabrás que estamos haciendo progresos”.
»¿Qué me dices, Violeta? Soy astuta, ¿eh? Lo único que tienes que hacer ahora es ponerte junto a la puerta un par de veces al día y pedirme a gritos que no te pegue.
No hubo un único momento de aceptación de mi condición de cortesana. Simplemente, empecé a rebelarme menos contra la idea. Me sentía como si estuviera en la cárcel a la espera de mi ejecución. Ya no arrojaba al suelo la ropa que me daban. Me la ponía sin protestar. Cuando recibí camisas y pantalones de verano hechos de seda ligera, me alegré por la fresca comodidad de llevarlos, pero no pude complacerme por su color o su estilo. El mundo carecía de interés. No sabía qué sucedía fuera de esas cuatro paredes. Ignoraba si aún continuaban las protestas en las calles o si habían expulsado a todos los extranjeros. Yo era una niña americana secuestrada, atrapada en un libro de aventuras al que habían arrancado los últimos capítulos.
Un día, mientras llovía intensamente, Calabaza Mágica me dijo:
—Cuando eras pequeña, jugabas a ser cortesana. Coqueteabas con los clientes, intentabas seducir a tus favoritos… ¿Y ahora me dices que nunca imaginaste ser cortesana algún día?
—Soy americana. Las chicas americanas no son cortesanas.
—Tu madre era la dueña de una casa de primera categoría.
—Pero ella nunca ha sido cortesana.
—¿Cómo lo sabes? Todas las madamas chinas empiezan siendo cortesanas. ¿De qué otro modo podrían aprender el negocio?
Sentí náuseas. Era posible que mi madre hubiera sido cortesana o, peor aún, una vulgar prostituta en uno de los barcos del puerto. No era un ejemplo de castidad. Tenía amantes.
—Ella eligió su vida —dije por fin—. Nadie le dijo nunca lo que tenía que hacer.
—¿Cómo sabes que ella eligió tener esta vida?
—Mi madre jamás habría permitido que nadie la obligara a hacer nada —dije y en seguida pensé: «Pero a mí me ha obligado a estar aquí».
—¿Desprecias a los que no pueden elegir su vida?
—Los compadezco —respondí.
Me negaba a verme a mí misma como parte de ese lastimoso grupo. Yo iba a escapar.
—¿Me compadeces a mí? ¿Eres capaz de respetar a alguien de quien te apiadas?
—Tú me proteges y te estoy agradecida.
—Eso no es respeto. ¿Me consideras tu igual?
—Tú y yo somos diferentes… por raza y por el país al que pertenecemos. No podemos esperar lo mismo de la vida. Por eso no somos iguales.
—Quieres decir que yo debo esperar menos que tú.
—No es mi culpa.
De repente, se le enrojeció la cara.
—¡Yo no soy menos que tú! ¡Ya no! Soy más. Puedo esperar más, mientras que tú tendrás que esperar menos. ¿Sabes cómo te verá la gente a partir de ahora? Mira mi cara y piensa que es la tuya. Tú y yo no somos mejores que una actriz, una cantante de ópera o una acróbata. Ésta es tu vida ahora. Antes el destino te había hecho americana, pero ahora el destino te ha quitado ese privilegio. Eres la mitad bastarda de tu padre, quienquiera que fuera: han, manchú o cantonés. Eres una flor que será arrancada una y otra vez. Eres la hez de la sociedad.
—Soy americana y eso nadie lo puede cambiar, aunque esté retenida contra mi voluntad.
—¡Oh, qué terrible para la pobre Violeta! Sólo a ella le han cambiado las circunstancias contra su voluntad. —Se sentó y siguió chasqueando la lengua mientras me miraba disgustada—. Contra su voluntad… ¡Cuidado con ella! ¡Qué gran sufrimiento el suyo! ¿Sabes qué? Ahora eres igual que todas las chicas que están aquí porque tienes sus mismas preocupaciones. Tal vez debería hacer lo que le prometí a madre Ma y golpearte hasta que aprendas cuál es tu sitio.
Guardó silencio y yo agradecí interiormente que hubiera terminado su diatriba.
Pero entonces volvió a hablar, en un tono tan suave y triste que me pareció casi infantil. Desvió la vista y se puso a recordar cómo habían cambiado sus circunstancias en repetidas ocasiones.
CALABAZA MÁGICA
Tenía sólo cinco años —era una niñita— cuando mi tío me separó de mi familia y me vendió a la mujer de un comerciante para que fuera su esclava. Me dijo que se lo habían ordenado mis padres, pero hasta el día de hoy sigo creyendo que no era cierto. Si pensara de otro modo, el corazón se me volvería completamente frío y amargo. Es posible que mi padre quisiera deshacerse de mí, pero mi madre debió de desesperarse cuando descubrió que yo no estaba en casa. Estoy segura. Incluso lo recuerdo. Pero ¿cómo puedo saberlo si no volví a verla después de que me robaron? Hace muchos años que pienso en eso. Si mi madre no me quería, ¿por qué ese bastardo tuvo que sacarme de casa en mitad de la noche? ¿Por qué tuvo que llevarme a escondidas?
Lloré todo el camino hasta la casa del mercader. Mi tío discutió el precio y me vendió como si fuera un cerdito destinado al engorde. El comerciante tenía una esposa, fruto de un matrimonio concertado, y tres concubinas. La concubina mediana era oficialmente la Tercera Esposa, pero en su corazón era la Primera. Fue la que me tomó a su servicio. Pronto descubrí que el comerciante encontraba excusas para visitar su dormitorio con más frecuencia que el de las demás. En retrospectiva, parece extraño que ella tuviera tanto poder sobre él. Era la mayor de las esposas. Sus pechos y labios eran más grandes de lo que marcaba el ideal, y sus rasgos no eran delicados; pero tenía una forma de ser que electrizaba a su marido. Hablaba inclinando ligeramente la cabeza, con voz suave y melodiosa. Siempre sabía lo que tenía que decir para tranquilizarlo y darle ánimos. Oí murmurar a las otras concubinas que procedía de los burdeles de Soochow, donde se había entregado a un millar de hombres y a todos les había sorbido el seso y les había anulado el buen juicio. Todas le tenían envidia, de modo que nunca pude saber si sus habladurías tenían algo de verdad.
Como mi señora, yo tampoco era una gran belleza. Mis grandes ojos eran lo mejor de mí, y mis pies grandes, lo peor. De pequeña me habían vendado los pies, pero los vendajes habían reventado antes de que llegara a casa del comerciante, y como yo andaba de puntillas, nadie se había dado cuenta de que nunca volví a vendármelos. A diferencia de las otras sirvientas, yo no sólo era obediente, sino que estaba ansiosa por complacer a mi señora. Estaba orgullosa de ser la criada de la concubina favorita del comerciante, la más preciada de sus esposas. Iba a buscarle flores de ciruelo para adornarle el pelo y siempre me aseguraba de que su té estuviera muy caliente. A lo largo del día, le llevaba cacahuetes hervidos y otros bocaditos.
Como era tan atenta, mi señora decidió que algún día sería una buena concubina para uno de sus hijos menores, quizá no la Segunda Esposa, pero sí quizá la Tercera. ¡Me emocionaba la idea de que me llamaran «Tercera Esposa»! A partir de entonces, me trató con más amabilidad y empezó a darme mejor comida. También me vistió con ropa más bonita, con camisas más largas y pantalones mejor cortados. Para hacer de mí una buena concubina, me corregía los modales y la manera de hablar. Y en eso me habría convertido si el señor de la casa, ese infernal culo de perro, no me hubiera ordenado un día que me quitara la ropa para ser el primero en abrirme el portal. Yo tenía nueve años. No pude negarme. Mi vida era ésa: tenía que obedecer al amo porque mi señora también le obedecía. Cuando terminó, yo estaba sangrando y sentía tanto dolor que estuve a punto de desmayarme. A duras penas me puse de pie y entonces él me ordenó que fuera a buscarle toallas calientes. Me hizo limpiarle todas las huellas que le habían quedado de mí.
Cada vez que él visitaba a mi señora, yo me quedaba esperando junto a la puerta de la habitación. Desde fuera, oía la voz aguda de ella y los murmullos graves de él:
—Qué bueno es esto, qué bueno… Tus pliegues húmedos son como una flor blanca de loto.
Siempre hablaba de su sexo y del de ella. Gruñía y jadeaba, mientras ella soltaba grititos que me sonaban a gemidos de temor o de deleite infantil. Después, se hacía el silencio, y entonces yo iba corriendo a buscar toallas calientes, para tenerlas listas en el instante en que ella las pidiera.
Fingía no ver al amo detrás de los velos de la cama, pero distinguía perfectamente la sombra de mi señora mientras lo limpiaba. Cuando ella tiraba al suelo las toallas sucias, yo las recogía y me las llevaba corriendo, reprimiendo las náuseas que me producía el olor de los dos. Después tenía que regresar y esperar. En cuanto salía mi señora, entraba yo, y entonces él me tumbaba boca arriba o boca abajo y hacía lo que quería conmigo. A veces me desvanecía de dolor. Todo eso se convirtió en parte de mis circunstancias: abrirme de piernas, llevarle toallas calientes, borrarle los rastros de mi olor, volver a mi habitación y frotarme la piel para eliminar todo rastro suyo.
A los once años, me quedé embarazada, y así fue como mi señora descubrió que su marido me había estado montando. No se enfadó conmigo, ni tampoco con él. Muchos maridos lo hacían con las sirvientas. Dijo simplemente que ya no era adecuada para ser la concubina de uno de sus hijos. Otra criada me trajo una especie de sopa, la echó en el interior de un tubo largo de vidrio y me metió el tubo por dentro. Yo no sabía lo que estaba haciendo, hasta que sentí que me perforaba, y entonces grité y grité mientras otras sirvientas me sujetaban para que no me moviera. Después sufrí unos retortijones terribles que me duraron dos días, y al final solté una bola sanguinolenta y perdí el conocimiento. Me desperté con fiebre y en estado de terrible agonía. Lo de dentro se me había vuelto hacia fuera, y estaba tan hinchada que por un momento pensé que el bebé no había salido, sino que seguía creciendo en mi interior. Después me enteré de que la criada me había cosido la abertura con pelos de cola de caballo para que en el futuro pudieran desflorarme otra vez, como si fuera virgen. Pero el lugar donde había estado el niño se me había llenado de pus.
Durante los días de la fiebre, no pude levantarme de la cama. A veces oía decir que tenía la piel verde y que pronto moriría. Una vez había visto un cadáver verde, e imaginaba que yo tendría el mismo aspecto. Si hubiese podido verme, me habría asustado de mí misma.
—¡Fantasma verde, fantasma verde! —repetía sin cesar.
El amo vino a visitarme, y cuando lo vi a través de los párpados entrecerrados, lancé un grito de pánico. Pensé que había vuelto para violarme otra vez. Parecía nervioso. Me habló con amabilidad, diciendo que había intentado cuidarme bien y que nunca me había pegado. Debía creerme estúpida hasta el punto de sentirme agradecida y no atormentarlo cuando volviera convertida en fantasma. Pero yo ya había decidido lo contrario. Vino un médico, que ordenó que me ataran de brazos y piernas para poder introducirme unos saquitos llenos de medicina, que me parecieron lo mismo que piedras candentes y me hicieron suplicar a gritos que me dejaran morir. Al cabo de una semana, la fiebre remitió, y mi señora me permitió quedarme en la casa un mes más, hasta que dejé de tener fuera lo de dentro y la costura de pelo de caballo dejó de notarse. Entonces me vendió a un burdel. Por suerte, era una casa de categoría, en la que ella misma había trabajado antes de que el comerciante la tomara como concubina. La madama me inspeccionó de la cabeza a los pies y, tras examinarme con un dedo la abertura de la vagina, se creyó que estaba intacta.
Me llamaron «Gota de Rocío». Todos dijeron que yo era muy lista por la rapidez con que aprendí a cantar y a recitar poemas. Los hombres me admiraban, pero no me tocaban. Decían que yo era valiosa como una pequeña flor, y muchas cosas más que me hacían verdaderamente feliz por primera vez en la vida. Estaba tan hambrienta de afecto que devoraba todo lo que me daban. Cuando cumplí trece años, le vendieron mi virginidad a un rico estudioso. Yo temía que descubriera la verdad. ¿Y si se daba cuenta de que me habían cosido? Seguramente se enfadaría y me mataría a golpes, y la madama también se pondría furiosa y ella también me daría una paliza de muerte. Pero ¿qué podía hacer yo?
Cuando el sabio me agarró por las caderas, yo apreté las piernas por miedo a que descubriera el engaño. Pero cuando finalmente rompió la costura de pelo de caballo, me dolió tanto como la primera vez, y mis lágrimas y mis gritos de dolor fueron sinceros. Brotó un río de sangre. Más tarde, cuando el estudioso se puso a examinar el daño que había causado, extrajo con los dedos un pelo suelto de cola de caballo.
—¡Ah, volvemos a encontrarnos! —suspiró.
Así me enteré de que no era la primera vez que lo engañaban de la misma forma. Me estremecí y me eché a llorar. Le conté que el amo de mi casa anterior me enviaba a buscar toallas calientes cuando tenía nueve años y que mi señora había mandado coserme cuando me salió de dentro el bebé. Entre lágrimas, le hablé de la fiebre y le expliqué que había estado a punto de convertirme en un fantasma verde.
El estudioso se levantó y se vistió. Una criada le trajo toallas calientes y él le dijo que no necesitaba ayuda para limpiarse. Parecía triste. Cuando se fue, estuve un rato esperando a que viniera la madama y me pegara. Supuse que me echaría de la casa. Pero en lugar de eso, empezó a inspeccionar la sangre de la cama.
—¡Cuánta ha manado! —exclamó complacida.
Me dio un dólar y dijo que el sabio había dejado ese regalo extra para mí. Era un hombre bueno. Me dio mucha pena enterarme, unos años después, de que había muerto de unas fiebres.
Así pues, sé muy bien lo que significa que te secuestren y te lleven al inframundo de los vivos. No eres la única. Y algún día, cuando llegue el momento de tu desfloración, ya sea aquí o con un amante o un marido, probablemente no necesitarás que los pelos de cola de caballo formen parte de tu lecho nupcial.
Un mes después de que Calabaza Mágica le contara a madre Ma la historia de la sífilis, la salud de la vieja se agravó y todos empezaron a pensar que no llegaría al festival de la primavera. No sólo siguió teniendo lo dedos negros, sino que la negrura se le extendió a las piernas. Desde que había oído la historia inventada por Calabaza Mágica, tenía mucho miedo de padecer la sífilis. Nosotras no sabíamos si tenía la enfermedad o no. Quizá fuera cierto que todo se debía a las pastillas para el hígado. O tal vez fuera la sífilis.
Pero un día la criada de la vieja avutarda vino a vernos a la sala común, mientras tomábamos el desayuno, y nos contó que mientras llevaba de una habitación a otra el orinal de su señora, había trastabillado y parte de la orina le había salpicado la cara y se le había metido en la boca. El sabor era dulce. Otra criada había recordado entonces que había servido en casa de una señora cuya orina también sabía dulce y cuyas manos y pies también se habían vuelto negros. Así nos enteramos de que la vieja tenía la enfermedad del azúcar en la sangre.
Vino un médico y, a pesar de las protestas de madre Ma, le cortó las vendas de los pies para examinárselos. Los tenía negros y verdes, y tenía grietas en la piel de las que rezumaba pus. Como se negó a ir al hospital, el doctor le amputó los pies allí mismo. Ella ni siquiera gritó, pero perdió el sentido.
Tres días después, me mandó llamar y me dijo que me sentara a su lado en el jardín, donde estaba oreando los muñones de las piernas. Yo sabía que había decidido arreglar sus cuentas con todos. Creía que su enfermedad se debía al karma y que aún estaba a tiempo de invertir su dirección.
—Violeta —me dijo con dulzura—, me han dicho que has aprendido buenos modales. No comas demasiadas grasas porque te arruinarás el cutis. —Me acarició suavemente las mejillas—. ¡Estás tan triste! Mantener falsas esperanzas es prolongar la tristeza. Acabarás odiándolo todo y a todos, o te volverás loca. Yo fui como tú en otro tiempo. Era hija de una familia de estudiosos, pero me raptaron a los doce años y me llevaron a un establecimiento de primera categoría. Me resistí, lloré y amenacé con matarme bebiendo matarratas. Pero al final tuve buenos clientes, caballeros muy amables. Fui la favorita de muchos y conseguí mucha libertad. A los quince años, mi familia me encontró. Me llevaron a casa, pero como ya estaba usada, sólo pudieron colocarme de concubina de un buen hombre, que tenía una madre terrible. ¡Aquello fue peor que ser esclava! Me escapé y volví a la casa de cortesanas. Me sentí feliz y agradecida de volver a la buena vida. Incluso mi marido se alegró por mí y se convirtió en uno de mis mejores clientes. Ésta es la maravillosa historia que tú también podrás contar algún día a una joven cortesana cuando le hables de tu vida.
¿Cómo podía alguien considerar que eso era una vida maravillosa? Aun así, si yo hubiera sido china y hubiera comparado esa vida con las otras posibilidades que se me ofrecían, quizá también habría pensado, con el tiempo, que me alegraba de estar donde estaba. Pero yo sólo era mitad china y me aferraba con todas mis fuerzas a la mitad americana, que aún creía tener otras opciones.
El doctor volvió unos días después y le amputó una pierna a madre Ma. Al día siguiente, le amputó la otra. Como ya no podía moverse, había que transportarla en un pequeño palanquín. Una semana después, perdió los dedos ennegrecidos y más adelante las manos, un trozo tras otro, hasta que ya no le quedó nada, excepto el tronco y la cabeza. Nos decía a todas que no iba a morir. Nos decía que quería vivir para poder tratarnos mejor, como a auténticas hijas, y prometía que nos mimaría. A medida que se debilitaba, se iba volviendo cada vez más amable y elogiaba a todo el mundo. A Calabaza Mágica le alababa con frecuencia su talento musical.
Un buen día, madre Ma dejó de reconocerme. No recordaba nada. Todo había desaparecido, como las palabras que se lleva el viento. Hablaba en sueños y decía que los fantasmas de Fruto del Caqui y el comisionado Li habían venido para llevársela al mundo de los muertos.
—Me han dicho que estoy casi tan negra como ellos y que los tres viviremos juntos y nos consolaremos mutuamente, así que estoy lista para marcharme.
A Calabaza Mágica le remordía la conciencia saber que madre Ma se había seguido creyendo su mentira hasta el final.
—Calla, calla —le dijo aquel día—. Te traeré una sopa que te devolverá la blancura de la piel.
Pero por la mañana, la anciana había muerto.
—Las contrariedades pueden endurecer el corazón incluso a las mejores personas —dijo Calabaza Mágica—. Recuérdalo, Violeta. Si alguna vez me vuelvo como ella, recuerda las cosas buenas que hice por ti y olvida los agravios.
Mientras lavaba el cuerpo de madre Ma y la preparaba para el mundo de los muertos, le dijo:
—Madre, siempre recordaré que me dijiste que tocaba la cítara mejor que nadie.
Paloma Dorada vino a la casa una semana después de la muerte de madre Ma. Habían pasado cinco meses desde la última vez que la había visto, pero parecía haber envejecido. Al principio sentí un destello de ira. Había tenido la oportunidad de contarle a mi madre que yo estaba viva, pero me había arrebatado mi posibilidad de salvación. Estuve a punto de exigirle que escribiera otra vez a mi madre, pero en seguida comprendí que habría sido actuar como una niña egoísta. Todas habíamos sufrido. Desde mi llegada al Pabellón de la Tranquilidad, había oído muchas historias de gente asesinada por oponerse a los deseos de la Banda Verde. Me fundí en un abrazo con Paloma Dorada y no me hizo falta decir nada. Ella conocía la vida que yo había llevado con mi madre y lo mucho que me había malcriado. También sabía que yo había sufrido mucho cuando era niña por creer que mi madre ya no me quería.
Mientras tomábamos el té, nos contó que la casa había perdido el relumbrón. El polvo se acumulaba en las esquinas y de los candelabros colgaban telarañas. En pocos meses, el mobiliario se había vuelto viejo y raído, y lo que en la época de mi madre parecía inusual y atrevido, ahora se había tornado simplemente raro. Imaginé mi habitación, mi cama, mi caja de madera llena de plumas y lápices, mis estantes de libros… Volví a ver mentalmente el cuarto de estudio, desde donde había espiado a través de las cortinas de las puertas cristaleras y había visto a mi madre y a Lu Shing hablando en voz baja y decidiendo qué hacer.
—Me voy de Shanghái —dijo Paloma Dorada—. Me voy a Soochow, donde la vida es más amable con las mujeres mayores. Tengo un poco de dinero ahorrado. Quizá abra algún tipo de tienda. O tal vez no haga nada, excepto beber té con las amigas y jugar al mahjong, como las viejas matriarcas.
De algo estaba segura: no iba a ser la madama de otra casa.
—Hoy en día, una madama debe ser implacable y mezquina. Ha de tener a la gente asustada por lo que pueda hacer. A menos que sea dura e inclemente, ya puede abrir la puerta y dejar que las ratas y los rufianes se lleven todo lo que quieran.
Me dio noticias de Fairweather, que se había convertido en uno de los temas favoritos entre las cortesanas y los clientes durante las fiestas. Después de la estafa a mi madre, todos habían comentado lo ingenioso y apuesto que era. A nadie le había parecido terriblemente mal lo que había hecho. Después de todo, era un americano que había embaucado a otra americana. A mí me dolió que la gente fuera tan poco compasiva con mi madre. No sabía que le tenían tan poca simpatía.
En Hong Kong, Fairweather y Nube Turgente se habían instalado en una mansión a medio camino de la cumbre de la montaña. En menos de un mes, a causa de la pasión de él por el juego y del vicio de ella con el opio, se quedaron sin dinero. Nube Turgente volvió a los burdeles y él trató de estafar a otro hombre de negocios, un pez gordo que pertenecía a otra banda de la Tríada.
—No consiguió robarle el dinero, pero le robó el corazón y la virginidad a su hija —nos contó Paloma Dorada—. Todos los rumores coinciden: los mafiosos lo metieron cabeza abajo en un saco de arroz y así, con los pies agitándose en el aire, lo tiraron al agua del puerto, donde se hundió rápidamente. Me desagrada un poco imaginarlo, pero no me da pena que haya tenido una muerte tan espantosa.
Cuando Calabaza Mágica fue a pedir el té y algo de comer, Paloma Dorada empezó a hablarme en inglés, para no alimentar los rumores en caso de que alguien nos estuviera oyendo.
—Te conozco desde que naciste. Te pareces mucho a tu madre. A menudo ves las cosas con excesiva claridad y en ocasiones ves más de lo que hay. Pero otras veces no ves nada. Nunca estás satisfecha con la cantidad o el tipo de amor que tienes. Siempre quieres más y sufres porque nunca tienes suficiente. Y aunque puedas tener más amor delante de ti, no lo ves. Ahora estás sufriendo enormemente porque no puedes huir de esta prisión, pero algún día encontrarás la forma de salir. Tu aflicción aquí será pasajera, pero el sufrimiento podría ser permanente si cierras tu corazón al amor por culpa de lo que ha sucedido. Espero que no sea así. A tu madre pudo haberle pasado, pero tú la salvaste después de la traición. Si ha podido sentir amor, ha sido gracias a ti, que naciste y le abriste el corazón. Algún día, cuando salgas de aquí, ven a verme a Soochow. Te estaré esperando.
—Quítate los zapatos —ordenó Calabaza Mágica—. Los calcetines también. —Frunció el entrecejo—. Ponte de puntillas.
Lanzó un suspiro, meneó la cabeza y siguió mirándome los pies, como si pudiera hacerlos desaparecer con la sola fuerza del pensamiento.
Faltaban dos días para que llegara la nueva madama de la casa, y Calabaza Mágica confiaba en que no me echara para que ella también pudiera quedarse como mi doncella. Le encargó al zapatero unas zapatillas rígidas, que me obligaran a caminar de puntillas, y el hombre les añadió unas tobilleras, para que no se me vieran los talones, y las adornó con cintas rojas. El conjunto creaba la ilusión de dos diminutos piececitos vendados.
—Camina por la habitación —me indicó Calabaza Mágica.
Me puse a brincar como una bailarina, pero a los cinco minutos cojeaba rígidamente como un pollo sin patas. Me desplomé en una silla y me negué a seguir practicando. Calabaza Mágica me pellizcó un brazo y me obligó a ponerme de pie. En cuanto di el primer paso, derribé un pedestal que sostenía un jarrón.
—Tu dolor no es nada comparado con el que yo tuve que sufrir. A mí no me dejaban que me sentara, ni permitían que me quitara los zapatos. Cuando me caía, me golpeaba la cabeza y me hacía daño en los brazos. Y todo para nada. —Levantó uno de sus pies deformes. Era casi tan grande como uno de los míos, que habían crecido naturalmente, y tenía una joroba en el empeine—. Cuando me vendieron a la casa del comerciante, nadie se tomó la molestia de vendarme los pies, y yo al principio me alegré. Pero más adelante me di cuenta de que mis pies eran una desgracia en dos sentidos: eran feos y ni siquiera eran pequeños. Cuando empecé en este negocio, los pies de loto eran muy importantes. Si hubiese tenido los pies más pequeños, podrían haberme elegido la bella número uno de todo Shanghái. Pero como usaba los mismos zapatos que calzas tú en esos pies consentidos que tienes, tuve que conformarme con ser la número seis. —Guardó silencio un momento—. Claro que ser la sexta tampoco está nada mal.
Por la tarde, me tiñó el pelo de negro, me lo untó con aceite y me lo estiró para que no se me rizara. Mientras tanto, no dejaba de hablar.
—Nadie está aquí para complacerte, y yo menos que nadie. Tú estás aquí para complacer a los demás. No debes desagradar nunca a nadie, ni a los hombres que te visitan, ni a la madama, ni a tus hermanas flores. Quizá no sea necesario que te esfuerces por complacer a los sirvientes y a las criadas, pero tampoco te los pongas en tu contra. Ser amable con los demás te hará la vida más fácil. Y no serlo tendrá el efecto contrario. Debes demostrarle a la nueva madama que lo sabes y lo comprendes. Debes ser la chica que ella quiera conservar. Te aseguro que si te mandan a otra casa, lo pasarás peor. No mejorarás en términos de fama o comodidad, sino que caerás cada vez más bajo. Subir o bajar. Ésa es nuestra vida. Saldrás al escenario y harás todo lo necesario para que los hombres te adoren. Más adelante recordarán esos momentos contigo, pero no se acordarán de ti, sino de la sensación de ser inmortales, porque tú los habrás transformado en dioses. Recuérdalo, Violeta. Cuando actúas, no te quieren por ser quien eres. Y después, es posible que nadie te quiera.
Me aplicó polvos en la cara y una nube blanca se propagó por la habitación. Entonces se fijó en mi expresión.
—Ya sé que ahora no me crees —prosiguió mientras me pasaba un pincel de kohl por las cejas y me pintaba los labios—. Tendré que repetirte todo esto muchas veces.
Se equivocaba. Yo la creía. Sabía que la vida podía ser cruel. Había presenciado la caída de muchas cortesanas y estaba convencida de que algo muy cruel le había pasado a mi madre, que a raíz de eso vivía sin amor y no podía querer verdaderamente a nadie, ni siquiera a mí. Sólo podía ser egoísta. Fuera como fuese mi futuro, no quería parecerme a ella.
Calabaza Mágica sacó una diadema.
—La usaba cuando tenía tu edad. Las perlas son de cultivo, pero algún día tendrás tu propia tiara y quizá las perlas sean naturales.
Me puso la diadema y tiró con fuerza, remetiendo los mechones de pelo sueltos.
—Está demasiado apretada —me quejé—. Me tira de los ojos hacia atrás.
Calabaza Mágica me dio una palmadita en la coronilla.
—¿Ah sí? ¿Eres incapaz de soportar un dolor tan insignificante? —Se apartó un poco para contemplar el resultado y sonrió—. Bien. Ojos de fénix, la forma más atractiva. Mírate al espejo: ojos en forma de almendra, con las esquinas levantadas. Por mucho que yo me estire el pelo de las sienes, nunca conseguiré unos ojos de fénix. Esos ojos te vienen de tu familia paterna.
No podía dejar de mirarme al espejo, girando la cabeza y abriendo y cerrando la boca. Mi cara, ¿dónde estaba mi cara? Me toqué las mejillas. ¿Por qué me parecían más grandes? La diadema formaba una V sobre mi frente y me enmarcaba la cara en un óvalo alargado. Mis ojos también se inclinaban hacia arriba. Tenía un mohín rojo pintado en el centro de los labios y la cara blanqueada con polvos de arroz. Con unos pocos toques, mi mitad occidental había desaparecido. Me había vuelto de la raza que antes consideraba inferior. Junté los labios y arqueé las cejas. Tenía la cara de una cortesana. Ni bonita, ni fea. Sólo desconocida. Por la noche me lavé para quitarme la cara nueva y, cuando me miré al espejo, me sorprendió verme el pelo tan negro. Mi verdadera cara seguía ahí, y mis ojos también: ojos de fénix.
Al día siguiente, Calabaza Mágica me enseñó a aplicarme los polvos y el pintalabios. En el espejo vi aparecer la misma máscara china. Volví a asombrarme, pero esta vez no me disgusté. Me di cuenta de que todas las cortesanas parecían personas diferentes después de maquillarse para la noche. Llevaban máscaras. Pasé el día entero contemplando la mía en el espejo. Me puse más polvos y me ceñí aún más la diadema para que se me levantaran un poco más los ojos. Nadie, ni siquiera mi madre, me habría reconocido.
La nueva madama se llamaba Li y trajo consigo a una cortesana que había comprado con cuatro años. Bajo la tutela de la señora Li, Bermellón, ahora con diecinueve años, se había convertido en una prestigiosa cortesana de categoría. La joven se había ganado el afecto de la madama, que la consideraba una hija y así la llamaba. Venían de Soochow, donde la señora Li era propietaria de un establecimiento muy selecto. Había una opinión ampliamente aceptada que afirmaba que las cortesanas de Soochow eran las mejores. Lo creían todos y no sólo la gente de nuestro mundo. Las chicas de Soochow eran amables, se movían con elegancia y sus voces eran dulces y suaves. Muchas flores shanghaianas decían ser de Soochow para presumir; pero en presencia de alguien que realmente lo era, la mentira se hacía evidente. La señora Li confiaba en tener aún más éxito en Shanghái, donde circulaba el dinero del comercio internacional. Después de comprar el Pabellón de la Tranquilidad, se guio por la costumbre de dar a las casas de primera categoría el nombre de su dueña o de su mejor cortesana, y bautizó al establecimiento con el nombre de su hija: la Casa de Bermellón, lo que además era buena publicidad. La nueva madama se deshizo de todas las cortesanas, pero a mí pudo conservarme porque, al no ser aún cortesana, no tenía una mala reputación que superar. Hubo muchos llantos y maldiciones por parte de las hermanas flores que se marchaban, sobre todo mientras la madama inspeccionaba sus baúles para asegurarse de que no se llevaran pieles o vestidos pertenecientes a la casa.
La cortesana Pétalo me miró con rencor:
—¿Por qué permite que te quedes? El lugar de una mestiza es la calle y no una casa de primera categoría.
—¿Qué me dices de la cortesana Brisa? —repliqué.
Para darme ánimo, Calabaza Mágica me había contado poco antes la historia de Brisa, que también tenía sangre norteamericana.
—Nadie sabe con certeza en qué proporción —me había dicho Calabaza Mágica—. E incluso corren rumores de que no sólo fue cortesana, sino prostituta corriente. En cualquier caso, trabajó y se esforzó para ascender un poco más cada día. Siguiendo los planes que se había trazado, se ganó el afecto de un occidental rico que la hizo su esposa. Ahora es demasiado poderosa para que nadie pueda hablarle abiertamente de su pasado. Es lo que tú debes hacer. Paso a paso, cada vez más alto.
La madama había invitado a tres cortesanas de las mejores casas, atrayéndolas con la promesa de que podrían conservar todo el dinero que ganaran durante los tres primeros meses, sin tener que repartirlo con ella.
—La señora Li ha sido muy lista —me dijo Calabaza Mágica—. Esas chicas se esforzarán el doble para aprovechar el trato y, en consecuencia, la Casa de Bermellón subirá como la espuma nada más abrir sus puertas.
Los muebles y adornos baratos del salón fueron sustituidos el primer día por otros de gran estilo, y las cortesanas renovaron sus boudoirs con sedas suntuosas y terciopelos, lámparas de cristal pintado, sillones de respaldo alto con borlas en el tapizado y biombos de encaje para ocultar la bañera y el retrete.
Mi habitación se quedó como estaba.
—Tú no recibirás a nadie en tu alcoba por lo menos hasta dentro de un año —dijo Calabaza Mágica—, y aún tenemos que pagar el alquiler. ¿Para qué queremos más deudas?
Me di cuenta de que hablaba de las deudas como si fueran «nuestras deudas», lo que me hacía pensar que también consideraría «nuestro» el dinero.
—Lo que tengo en esta habitación —prosiguió— es más bonito que lo que tenían las otras chicas. Todavía está de moda y está todo pagado.
En realidad, eran cuatro cosas gastadas y sin estilo.
Al día siguiente fuimos a sentarnos a la mesa con la señora Li y Bermellón. Calabaza Mágica me había advertido que si no guardaba silencio me arrancaría un trozo de muslo de un pellizco.
—¿Sabes por qué he decidido conservarla? —le preguntó la madama a Calabaza Mágica.
—Porque te has compadecido de esta pobre niña abandonada y reconoces que tiene futuro. Te estamos muy agradecidas.
—¿Compadecerme? ¡Bah! Me la he quedado por hacerle un favor a mi antigua hermana flor Paloma Dorada, sólo por eso. Estaba en deuda con ella por algo que sucedió hace muchos años, y ella me lo recordó cuando se mudó a Soochow.
Ahora era yo quien estaba en deuda con Paloma Dorada. La señora Li me miró con dureza.
—Será mejor que te portes bien, porque no he prometido que vayas a quedarte para siempre.
Calabaza Mágica se lo agradeció profusamente. Le aseguró que ella misma sería una digna tutora y ayudante, y siguió parloteando sobre su experiencia como cortesana de primera categoría y sobre su elección como una de las Diez Bellas de Shanghái.
La madama la cortó en seco.
—No necesito oír más fanfarronadas. Nada de lo que digas cambiará el hecho de que la niña es mestiza. Tampoco quiero que presuma de ser hija de Lulú Mimi delante de los invitados. Todo Shanghái se está riendo aún de la madama americana que se dejó engañar por su amante, también americano, que no era más que un presidiario huido de la cárcel antes de venir a Shanghái.
¿Fairweather era un presidiario?
—¿Cómo sabes que…? —empecé a decir, pero Calabaza Mágica me pellizcó la pierna por debajo de la mesa y le dijo a la madama:
—Como puedes ver, ya no parece occidental. La he cambiado tanto que nadie la reconocerá. Además, le hemos puesto otro nombre: «Violeta».
La señora Li hizo una mueca de desdén.
—¿También vas a teñirle los ojos? ¿Cómo explicaremos que sean verdes?
Calabaza Mágica tenía una respuesta preparada.
—Podríamos convertirlo en ventaja literaria —replicó con cierta pedantería—. Se dice que el gran poeta y pintor Luo Ping tenía los ojos verdes y era capaz de ver con ellos las más profundas cualidades del espíritu.
La señora Li resopló.
—También se cuenta que veía fantasmas. —Hizo una pausa—. No quiero pinturas de espectros en la habitación de la niña. Ahuyentarían a cualquier hombre normal.
—Madre —intervino Bermellón—, podríamos decir simplemente que su padre era manchú, de una familia originaria del norte. Mucha gente de la frontera tiene sangre extranjera y ojos claros. Podríamos decir también que su padre fue un alto funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, ya fallecido. No estaríamos muy lejos de la verdad.
La señora Li se me quedó mirando, como para comprobar si mi cara encajaba con esas mentiras.
—No recuerdo que Paloma Dorada nos haya dicho nada de eso —declaró.
—Nos contó que su abuela paterna tenía sangre manchú y que su abuelo era un alto funcionario. Su padre sólo fue una gran decepción para toda la familia, pero no es necesario contar toda la verdad.
¡Sangre manchú! ¡Una decepción para toda la familia! No podía creer que Paloma Dorada les hubiera hablado de mi padre. A mí nunca me había contado esos detalles.
—No diremos que trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores —añadió la señora Li— porque se prestaría a bromas. La gente diría que la niña es el resultado de sus relaciones con una extranjera. ¿Te ha dicho Paloma Dorada cómo se llamaba el padre?
—No pude sonsacárselo —repuso Bermellón—. Sin embargo, creo que esta explicación será suficiente para que conviertas tu deuda con Paloma Dorada en una oportunidad de beneficio para ti. Algunos de nuestros clientes siguen siendo leales a los Ching, y como los emperadores y emperatrices Ching eran manchúes, puede resultarnos útil decir que la niña es en parte manchú. Además, será una manera de justificar sus pies grandes, porque las mujeres manchúes no tienen la costumbre de vendárselos.
—Todavía necesitamos una historia acerca de su madre —dijo la señora Li—, por si aún queda alguien que no sepa la verdad.
—Podríamos decir que también es mitad manchú —propuso Bermellón.
—Y que se suicidó cuando murió su marido —añadió Calabaza Mágica—. Una viuda honorable, una huérfana inocente…
Bermellón no le prestó atención.
—Bastará con que contemos la historia habitual: tras la muerte de su padre, su tío se jugó toda la fortuna familiar y empujó al arroyo a la mujer y a la hija pequeña de su hermano.
La señora Li le dio unas palmaditas en un brazo.
—Todavía te duele, ¿verdad? Pero me alegro de que tu madre te haya vendido y de haber podido comprarte. —Se volvió hacia mí—. ¿Has oído todo lo que hemos dicho acerca de tu padre y de tu madre? ¿Lo recordarás?
Calabaza Mágica se apresuró a intervenir.
—Puedo tomarle la lección y asegurarme de que se sabe de memoria hasta el último detalle, sin ningún error.
—En un mes tiene que estar lista para su primera fiesta. No será la presentación oficial de nuestra cortesana virgen, sino solamente una primera aparición para que corra la voz.
Sentí como si acabara de anunciar mi próxima muerte.
—No te preocupes —dijo Calabaza Mágica—. Es una buena chica y ya le quitaré yo a palos los restos de mal carácter que le queden.
La señora Li nos miró detenidamente a las dos y después relajó la postura.
—Podéis llamarme «madre Li».
Cuando se marchó, Calabaza Mágica me pellizcó un brazo.
—No hay nada tan importante como un buen comienzo. ¿Quieres una buena vida? ¿Quieres ser una cortesana de primera clase? Mañana empezarán tus lecciones, y algún día, cuando seas famosa y estés cubierta de joyas, me dirás: «Calabaza Mágica, tenías razón. Gracias por darme una vida tan feliz».