Capítulo 2

La nueva República

Shanghái

1912

VIOLETA

A las doce y media del día de mi decimocuarto cumpleaños, se oyeron gritos de alegría delante de la casa y estallaron petardos en el patio. Carlota aplastó las orejas y corrió a esconderse debajo de mi cama.

No teníamos costumbre de celebrar los cumpleaños de forma extravagante, pero pensé que quizá hubiera llegado a una edad especial. Corrí a buscar a mi madre. La encontré de pie en la sala del bulevar, mirando por la ventana hacia el camino de Nankín. Cada pocos segundos se oían tracas de petardos que estallaban a lo lejos. En seguida empezaron los silbidos de cohetes que desgarraban el aire, seguidos de explosiones que me retumbaban en el pecho. También se oían aclamaciones que crecían en timbre e intensidad, decaían y volvían a comenzar. La algarabía no tenía nada que ver con mi cumpleaños, después de todo. Fui a situarme junto a mi madre, que en lugar de saludarme, me dijo:

—¡Mira a todos esos imbéciles!

Huevo Quebrado entró sin llamar.

—¡Ya está! —anunció con su voz ronca—. La noticia corre por las calles. La dinastía Ching ha caído. Pronto Yuan Shi-kai será el nuevo presidente de la República de China.

Su expresión era de salvaje entusiasmo.

Era el 12 de febrero de 1912 y la emperatriz viuda Longyu acababa de firmar la abdicación en nombre de su sobrino de seis años, el emperador Puyi, con la condición de que se les permitiera quedarse a vivir en el palacio y conservar sus posesiones. El régimen manchú había llegado a su fin. Lo esperábamos desde octubre, cuando el Nuevo Ejército se había sublevado en Wuchang.

—¿Por qué deberíamos confiar más en Yuan Shi-kai que en los compinches del emperador? —le dijo mi madre a Huevo Quebrado—. ¿Por qué no han dejado al doctor Sun en la presidencia?

—Yuan Shi-kai consiguió la renuncia del gobierno Ching, y con eso se ha ganado el derecho a ser presidente.

—Ese hombre fue comandante en jefe del ejército Ching —replicó ella—; todavía se le notan las raíces imperiales. He oído decir a algunos de nuestros clientes que, si le dan tiempo, acabará actuando como un emperador.

—Sí, pero si Yuan Shi-kai resulta ser un corrupto, al menos no tendremos que esperar dos mil años para que los republicanos nos suelten el cuello.

Meses antes de la abdicación, la casa ya estaba alborotada con la inminente caída de la dinastía Ching. Durante cierto tiempo, los huéspedes de las fiestas de mi madre dejaron de mezclarse: los occidentales se quedaban en su club social, y los chinos, en la casa de cortesanas. Hablaban incesantemente y por separado del cambio y de las posibilidades de que el nuevo régimen les fuera ventajoso o adverso, ya que era posible que muchos de sus amigos perdieran su influencia. Tendrían que forjar nuevas alianzas y prepararse para la eventualidad de nuevos impuestos o de diferentes tratados sobre comercio internacional que les resultaran más o menos favorables. Para atraerlos de nuevo a sus salones, mi madre tuvo que seducirlos con la promesa de lucrativas oportunidades que surgirían de la caótica situación.

Los sirvientes también se habían dejado contagiar por la fiebre del cambio. Recitaban como una letanía los agravios padecidos durante el dominio imperial, como la confiscación de las tierras de sus antepasados, que los había dejado sin un palmo de terreno para enterrar a los muertos. Decían que la obediencia a los ancestros había sido castigada y la corrupción de los Ching, recompensada, y se quejaban de que los extranjeros se hubieran hecho ricos con el comercio del opio, mientras el opio transformaba a los hombres en muertos vivientes.

—Venderían a sus madres por un trozo de goma de opio —decía Huevo Quebrado.

Algunas de las sirvientas y de las doncellas de la casa tenían miedo de la revolución. Querían la paz, pero sin más cambios que les trajeran nuevas preocupaciones. No creían que sus vidas fueran a mejorar bajo un nuevo gobierno militar. Según su propia experiencia, todos los cambios entrañaban sufrimiento. Cuando se habían casado, sus vidas habían empeorado. Cuando sus maridos habían muerto, las cosas habían empeorado todavía más. Los cambios eran lo que sucedía dentro de casa, y sólo ellas habían estado allí para padecerlos.

Un mes antes, el 1 de enero, nos enteramos de que la República había sido oficialmente proclamada y de que el doctor Sun Yat-sen había sido nombrado presidente provisional. El empalagoso amante de mi madre, Fairweather, llegó sin anunciarse, como siempre. De todos los hombres que mi madre se había llevado a la cama, Fairweather era el único que permanecía en su vida, persistente como una verruga. Yo lo odiaba todavía más incluso que aquella vez que mi madre me había utilizado como instrumento para reunirse con él. Estaba sentado en una butaca del salón, con un vaso de whisky en una mano y un cigarro en la otra. Entre sorbos y nubes de humo, declaró:

—Los sirvientes de tu casa tienen el fervor de los paganos recién convertidos por los misioneros. ¡Se sienten salvados! Pero por muy cristiano que sea el doctor Sun, no lo creo capaz de obrar el milagro divino de cambiarles el color de la piel para que dejen de ser amarillos. —Al verme en un rincón, me sonrió—. ¿Tú qué opinas, Violeta?

Mi madre debía de haberle contado que mi padre era chino. Sin poder soportar la imagen de ese gusano, me marché del salón, ciega de ira, y me fui calle abajo, por el camino de Nankín. La gente había pegado a los lados de los tranvías británicos un mar de periódicos que temblaban como escamas. En el transcurso del último año se había puesto de moda la desobediencia civil, una forma temeraria de patriotismo que asestaba golpes simbólicos a los imperialistas. Yo sentía hervir mi sangre china y habría querido darle un puñetazo a Fairweather en plena cara. La calle bullía de estudiantes que corrían de una esquina a otra para pegar nuevos boletines de noticias en los muros públicos. La multitud se arremolinaba a su alrededor y los más instruidos leían en voz alta el artículo, que hablaba del nuevo presidente Sun Yat-sen. Sus palabras llenas de promesas y de visiones de futuro embelesaban a una muchedumbre desbordante de optimismo.

—Es el padre de la nueva República —oí decir a un hombre.

Me puse a buscar en el muro un retrato de ese padre revolucionario. Paloma Dorada me había dicho una vez que era posible descubrir el carácter de una persona observándole la cara. Miré un buen rato la fotografía del doctor Sun y llegué a la conclusión de que era honesto y amable, sereno e inteligente. También había oído decir que hablaba inglés a la perfección, por haber pasado la juventud en Hawái. Si el doctor Sun hubiera sido mi padre, me habría sentido orgullosa y le habría contado a todo el mundo que era medio china. Esa última idea me cogió por sorpresa y rápidamente la deseché.

Nunca había podido hablar con mi madre sobre lo que significaba para mí tener un padre chino. Éramos incapaces de reconocernos mutuamente lo que yo sabía. En los últimos tiempos, ella ocultaba sus verdaderos sentimientos acerca de casi todo. China estaba viviendo una revolución, y ella se comportaba como una espectadora en las carreras, lista para apostar por el favorito. Confiaba en que la nueva República no se inmiscuyera en los asuntos de la Concesión Internacional, donde vivíamos.

—La Concesión es nuestro oasis —les decía a sus clientes—, un oasis con leyes propias.

Pero yo notaba que su aparente falta de interés era una manera de enmascarar su preocupación. De hecho, ella me había enseñado a distinguir los sentimientos verdaderos a raíz del gran esfuerzo que la gente destinaba a ocultarlos. A menudo la oía comentar con Paloma Dorada lo que observaba entre sus clientes: una fanfarronada para compensar el miedo, un detalle de cortesía para disimular un engaño o la indignación que confirmaba una mala conducta.

Yo también hacía esfuerzos para esconder mi mitad china y siempre estaba en guardia por si en algún momento desfallecía en mi empeño, como cuando había sucumbido con tanta facilidad a mi tendencia innata y había deseado que el doctor Sun fuera mi padre. El apasionamiento de los estudiantes me parecía admirable y cada vez me costaba más forzar el corazón y la mente para parecer extranjera de la cabeza a los pies. Con frecuencia, me estudiaba en el espejo para aprender a sonreír sin entrecerrar los ojos en un ángulo que pareciera oriental. Copiaba la postura erguida de mi madre y su manera de andar, propia de una extranjera segura de su lugar en el mundo. Lo mismo que ella, miraba a la gente directamente a los ojos y saludaba a las personas que me presentaban diciendo:

—Soy Violeta Minturn, encantada de conocerlo.

Usaba el pidgin para felicitar a los sirvientes por su obediencia o celeridad. Era más amable con las flores que cuando era pequeña, pero no les hablaba en chino, a menos que se me olvidara mi determinación, lo que sucedía más a menudo de lo que habría deseado. Pero no era arrogante con Paloma Dorada ni con Huevo Quebrado. Tampoco era fría con la doncella de Nube Nevada, llamada Piedad, cuya hija, Pequeño Océano, se había ganado la simpatía de Carlota.

Desde mi altercado con Nube Neblinosa, seis años antes, nadie de la casa había mencionado que yo fuese mestiza, ni lo había insinuado siquiera. Probablemente, después de lo sucedido con Nube Neblinosa, no se atrevían. Pero yo siempre tenía presente el peligro de que alguien me hiriera con la terrible verdad. Cada vez que me presentaban a alguien, cualquier comentario referente a mi aspecto me resultaba devastador.

Lo había sufrido poco tiempo antes, cuando mi madre había traído a casa a su nueva amiga, una sufragista británica fascinada por poder visitar un «palacio del placer», como ella llamaba a la Oculta Ruta de Jade. Después de las presentaciones, la mujer había alabado el inusual color de mis ojos.

—Nunca había visto ese matiz de verde —dijo—. Me recuerda a la piedra serpentina. Cambia con la luz.

¿Se habría fijado también en la forma de mis ojos? Evité sonreír y me puse todavía más nerviosa un instante después, cuando le contó a mi madre que se había ofrecido voluntaria para recaudar dinero para el orfanato de niñas mestizas.

—Nadie las adoptará nunca —dijo—. Si no fuera por el orfanato y las mujeres generosas como usted, tendrían que vivir en la calle.

Mi madre abrió la cartera y le entregó un donativo.

El día de la abdicación, me alegré de formar parte del odiado grupo de los extranjeros. ¡Me gustaba que los chinos me despreciaran! Corrí al balcón del ala oriental de la casa y vi las chispas de los petardos y un montón de trocitos de papel que flotaban por el aire. El color del papel era el amarillo imperial, y no el rojo habitual de las celebraciones, como para señalar que la dinastía Ching había saltado en mil pedazos.

La muchedumbre crecía a ojos vistas. Un mar de gente con pancartas victoriosas levantaba el puño y lucía brazaletes con consignas antiextranjeras.

—¡No a los tratados del puerto! —oí que gritaban.

Estalló una ovación y la multitud repitió como un eco esas palabras.

—¡Basta de tra-la-lá y de canciones estúpidas!

La muchedumbre rugió de risa.

—¡Fuera de China los amigos de los extranjeros!

Hubo más aplausos y gritos.

¿Seguiríamos teniendo amigos? ¿Paloma Dorada sería aún amiga nuestra? ¿Nos querría lo suficiente para arriesgarse a que la echaran de China?

Las calles estaban tan atestadas de gente que los rickshaws ya no podían avanzar. Desde mi mirador divisé a una pareja de occidentales, un hombre y una mujer, que hacían señas desesperadamente al conductor de su palanquín para que atropellara a la gente que les bloqueaba el paso. El hombre soltó las asas del rickshaw y el coche se volcó repentinamente hacia atrás, lo que casi catapultó a la pareja fuera del vehículo. El conductor levantó los puños y los pasajeros huyeron. No pude verles la cara, pero sabía que debían de estar aterrorizados, en medio de una muchedumbre que los empujaba y los zarandeaba.

Me volví hacia mi madre.

—¿Corremos peligro?

—No, claro que no —respondió ella.

Vi que se le había formado un nudo en el entrecejo. Estaba mintiendo.

—Los codiciosos no han esperado ni un minuto para cambiar de bandera —dijo Huevo Quebrado—. Se les oye por todas partes, en la plaza del mercado: «¡Dos botellas de vino Nueva República por el precio de una!». Y en broma: «¡Dos botellas de vino Ching por el precio de tres!».

Se volvió y me miró.

—No deberías salir a la calle. No es seguro para ti —dijo—. Hazme caso.

Le entregó a mi madre la correspondencia y el periódico, el North China Herald.

—Los recogí en la oficina de correos antes de que acordonaran las calles —le explicó—. Pero si siguen los disturbios, quizá pasen varios días sin que recibamos nada más.

—Haz lo que puedas para conseguir los periódicos chinos y los ingleses. Quedarán muchos tirados por el suelo al final del día. Quiero ver las viñetas y los artículos que publican en la prensa opositora. De ese modo, tendremos una idea de lo que se avecina, antes de que las cosas se asienten.

Recorrí la casa para ver si alguien más estaba preocupado. Encontré a tres de los sirvientes y al cocinero fumando en el jardín delantero, sobre el suelo cubierto de confeti de papel amarillo. Habían sido ellos los que habían lanzado los petardos, y ahora se estaban regodeando en la indefensión del pequeño emperador manchú y de sus arrogantes eunucos. ¡La emperatriz y sus perros pequineses ya no volverían a ser más importantes que el pueblo hambriento!

—Mi tío se hizo bóxer cuando la mitad de nuestra familia murió de hambre —dijo uno de los sirvientes—. Fue la peor riada de los últimos cien años, o quizá de los últimos doscientos. El agua creció con la rapidez con que cae la niebla sobre un pantano. Después vino el año de la sequía: ni una gota de lluvia. Un desastre tras otro.

Se fueron pasando una cerilla para encender las pipas. Intervino entonces el cocinero:

—Cuando un hombre lo ha perdido todo, lucha sin miedo.

—Ahora que hemos echado a los Ching —dijo otro—, tenemos que expulsar a los extranjeros.

El cocinero y los sirvientes me miraron con desprecio. Me estremecí. El cocinero siempre había sido amable conmigo y muchas veces me preguntaba si quería que me preparara el almuerzo o la cena al estilo americano. Los sirvientes siempre habían sido corteses, o al menos pacientes, cuando yo los importunaba. Una vez, de pequeña, les había volcado las bandejas con la comida, y sólo me habían regañado un poco, y sin levantar la voz. Después le dijeron a mi madre que todos los niños eran iguales y nunca se quejaron abiertamente; pero esa misma noche, muy tarde, los oí despotricar contra mí en el pasillo, cerca de mi ventana.

El día de la abdicación actuaron como si yo fuera una desconocida. Tenían expresiones muy feas y había algo extraño en su aspecto. Cuando uno de ellos se volvió para coger una botella de vino, noté que se había cortado la trenza. Sólo uno la conservaba: Patito, el sirviente que abría la puerta de la casa y anunciaba a los visitantes por la tarde. Él aún llevaba la trenza enrollada sobre la nuca. Una vez, yo le había preguntado cuánto medía y él, mientras se la desenrollaba, me había contado que aquella trenza era el mayor orgullo de su madre. Para ella, la longitud de la trenza era la medida del respeto al emperador.

—Me llegaba justo por debajo de la cintura la última vez que me lo dijo —había recordado él en aquella ocasión—. Cuando murió, todavía no me había crecido hasta aquí.

Y me había enseñado que le llegaba hasta las rodillas.

El cocinero se estaba burlando de Patito.

—¿Qué pasa? ¿Todavía defiendes al emperador?

Los otros se echaron a reír y lo animaron a cortarse la trenza. Uno de ellos le dio el cuchillo que los otros habían usado para cortarse las suyas.

Patito contempló gravemente el cuchillo y después a sus sonrientes compañeros. Tenía la mirada huidiza, como de miedo. Se encaminó con paso rápido hacia un pozo abandonado que había junto al muro del jardín. Se soltó su adorada trenza, la miró un momento y se la cercenó. Los otros hombres estallaron en aclamaciones:

—¡Bien hecho!

—¡Enhorabuena!

—¡Miradlo! ¡Por la cara que tiene, se diría que acaba de cortarse las pelotas para convertirse en eunuco!

Patito tenía la cara desfigurada por una mueca de dolor tan profundo que cualquiera habría dicho que acababa de matar a su madre. Levantó la tapa y suspendió sobre la boca del pozo su adorado tesoro. Le temblaban tanto las manos que la trenza se sacudía como una serpiente viva. Por fin la soltó y, de inmediato, se asomó al pozo para ver cómo caía. Por un momento, pensé que él también iba a saltar detrás.

En ese instante, Huevo Quebrado salió corriendo al patio.

—¿Qué pasa? ¿Dónde está la comida? ¿Por qué no hay agua hirviendo? ¡Lulú Mimi ha pedido su té!

Los hombres guardaron silencio y siguieron fumando.

—¡Eh! Cuando os cortasteis la trenza, ¿os rebanasteis también una parte del cerebro? ¿Quién os paga el sueldo? ¿Qué será de vosotros si esta casa tiene que cerrar? No estaréis mucho mejor que aquel mendigo de una sola pierna, recostado contra el muro.

Entre murmullos de protesta, se pusieron de pie y entraron en la casa.

¿Qué estaba pasando? ¿Qué ocurriría después? Recorrí los pasillos y vi la cocina abandonada, con agua fría en las cubetas, las verduras a medio picar y las tinajas con ropa a medio lavar, como si los sirvientes se hubieran caído dentro y se hubieran ahogado.

Encontré a Paloma Dorada y a las Bellas Nubes sentadas en la sala común. Nube Estival derramaba ríos de lágrimas por el fin de la dinastía Ching, como si se hubiera muerto su propia familia.

—He oído que las leyes de la nueva República nos obligarán a cerrar —dijo.

—Los políticos quieren dar muestras de una nueva moralidad, más elevada que la de los Ching y los extranjeros.

—¡Una nueva moralidad! ¡Bah! —exclamó Paloma Dorada—. Son los mismos que nos visitaban y se alegraban de que los occidentales nos dejaran en paz.

—¿Qué haremos ahora? —prosiguió Nube Estival en tono trágico. Levantó las suaves y blancas manos y se las quedó mirando con tristeza—. Tendré que lavarme la ropa, como una vulgar lavandera.

—Deja ya de decir tonterías —replicó Paloma Dorada—. Los republicanos no tienen ningún control sobre la Concesión Internacional, como tampoco lo tenían los Ching. Esto no cambiará.

—¿Cómo lo sabes? —repuso Nube Estival—. ¿Acaso vivías cuando depusieron a la dinastía Ming?

Oí que mi madre me llamaba.

—¡Violeta! ¿Dónde estás? —Vino hacia mí—. ¡Ah, aquí! Ven a mi estudio. Quiero que estés cerca de mí.

—¿Por qué? ¿Tenemos algún problema?

—No, ninguno. Es sólo que no quiero que salgas a la calle. Hay demasiada gente y podrían hacerte daño.

El suelo de su estudio estaba cubierto de periódicos.

—Ahora que ya no está el emperador —dije yo—, ¿lo pasaremos mal? ¿Nos cerrarán la casa?

—Ven aquí. —Me rodeó con los brazos—. Es el fin de la dinastía. A nosotros no nos afecta, pero los chinos están muy alterados. Pronto se calmarán.

Al tercer día, las calles ya estaban practicables y mi madre quiso ir a visitar a algunos de sus clientes para animarlos a regresar.

Huevo Quebrado dijo que era peligroso que una extranjera se dejara ver por la calle. Patriotas borrachos recorrían la ciudad armados con tijeras, cortándoles la trenza a los hombres que aún se atrevían a lucirla. También le habían cortado el pelo a alguna mujer blanca, sólo por divertirse. Pero mi madre nunca se dejaba intimidar. Se puso un pesado abrigo de pieles, pidió un coche de caballos y se equipó con un mazo de croquet para ella y otro para Paloma Dorada, con el fin de descargar el arma sobre la cabeza de cualquiera que se les acercara con unas tijeras y una sonrisa maliciosa.

Todos los clientes se mantuvieron alejados durante la primera semana que siguió a la abdicación. Mi madre les envió mensajes a través de los sirvientes para hacerles saber que había mandado retirar el cartel en inglés del establecimiento, pero ellos siguieron reacios. El nombre de la Oculta Ruta de Jade era demasiado conocido, lo mismo que el de la Casa de Lulú Mimi. Los clientes occidentales no querían que los vieran por allí, y los chinos temían que se supiera que habían estado haciendo negocios con extranjeros.

El domingo 18 fue el Año Nuevo chino, lo que volvió a encender el fervor de la semana anterior y redobló el ruido, con una cacofonía de petardos, gongs, tambores y cantos. Cuando se oía el silbido de un cohete, mi madre dejaba de hablar, apretaba la mandíbula y hacía una mueca preparatoria ante el inevitable estruendo de la explosión. Contestaba secamente a todo el mundo, incluso a Paloma Dorada. Estaba irritada por el estúpido miedo de sus clientes, que sin embargo iban regresando poco a poco: cinco una noche, una docena la siguiente… En su mayoría eran pretendientes chinos cuyas cortesanas favoritas les habían escrito cartas llenas de melancolía. Pero nadie estaba de humor para frivolidades. En los salones, se formaban grupos separados de chinos y occidentales, y se hablaba en tono sombrío de las protestas contra los extranjeros, que podían considerarse un barómetro del futuro del comercio internacional.

—He oído que muchos de los cabecillas estudiantiles se formaron en Estados Unidos. El gobierno Ching les dio esas malditas becas indemnizatorias y ahora han vuelto con conocimientos para hacer la revolución —decía uno de los caballeros.

Mi madre recorría el salón rezumando confianza, aunque una hora antes, mientras leía los periódicos, no parecía tener ninguna. Entre sonrisas, iba distribuyendo comentarios tranquilizadores.

—Sé positivamente y de muy buena fuente que la nueva República está utilizando el sentimiento antiextranjero para unir al país, pero sólo de forma provisional —dijo en una ocasión a un grupo—. Tened en cuenta que los altos funcionarios del régimen Ching conservarán sus puestos en la República. Ya lo han anunciado, de modo que seguiremos teniendo amigos. Además, ¿por qué iba a expulsar la nueva República a los extranjeros? ¿Por qué iba a cortarse sus propias manos y a negarse la posibilidad de seguir sacando dinero del pozo sin fondo que tanto les gusta? Todo se calmará dentro de poco. Ya ha sucedido antes. Repasad la historia de otros alborotos similares. El comercio occidental siempre ha vuelto con más fuerza y con beneficios aún mayores. Todo acabará por asentarse. Pero, al principio, nos hará falta paciencia, y también audacia y mucha previsión.

Algunos hombres murmuraron su asentimiento, pero la mayoría parecieron escépticos.

—Pensad en la cantidad de divisas que el comercio internacional trae a China —continuó mi madre—. ¿Cómo podría sernos hostil el nuevo gobierno? Pronostico que tras una temporada de prohibiciones contra el desembarco de nuestros mercantes, volverán a recibirnos con los brazos abiertos y nos ofrecerán tratados y aranceles aún más favorables. Si quieren aplastar a los cabecillas locales, necesitarán dinero. Y nosotros lo tenemos.

Hubo más murmullos de aprobación.

Mi madre persistió en su actitud risueña.

—Los que se queden podrán aprovechar las oportunidades que hayan despreciado los dubitativos. Habrá oro por las calles para el que quiera recogerlo. Es un momento para la audacia, y no para el miedo ni los escrúpulos inútiles. Caballeros, haced planes para un futuro más próspero. La nueva senda ya está trazada. ¡Viva la nueva República!

Pero los negocios no acababan de funcionar. Si había oro por las calles, estaba donde nadie se atrevía a recogerlo.

Al día siguiente, mi madre renunció a todo esfuerzo para insuflar vida a su negocio. Había llegado una carta justo antes de que saliéramos a celebrar con retraso mi cumpleaños a un restaurante. Cuando llegué a la puerta de su estudio, la oí hablando en tono airado. Miré y no vi a nadie. Estaba maldiciendo sola. Cuando era más pequeña, había pasado mucho miedo oyéndola blasfemar a solas. Pero sus estallidos de malhumor nunca tenían consecuencias terribles. Eran como el acto de sacudir una alfombra. Se desahogaba y después todo parecía aquietarse en su interior.

—¡Ojalá se te pudra el corazón! —exclamó—. ¡Maldito cobarde!

Pensé que su ira tenía algo que ver con lo sucedido al emperador.

—Mamá —dije suavemente.

Se volvió hacia mí sobresaltada, con una carta apretada contra el pecho. La escritura era cursiva, sin caracteres chinos.

—Violeta, cariño, no podremos salir a comer. Me ha surgido un imprevisto.

No mencionó la carta, pero yo sabía que era ésa la razón. Había pasado lo mismo en mi octavo cumpleaños. Esta vez, sin embargo, no me enfadé; sólo me puse nerviosa. Estaba segura de que se trataba una vez más de una carta de mi padre. La última, seis años antes, traía la noticia de su muerte reciente. De ese modo me había enterado yo de que había estado vivo durante todos esos años, a pesar de que mi madre me había negado su existencia. Desde entonces, cada vez que había vuelto a sacar el tema de mi padre, ella me había respondido con sequedad:

—Te lo he dicho ya. Ha muerto, y eso no va a cambiar por muchas veces que lo preguntes.

La pregunta le molestaba, pero yo no podía evitar repetírsela porque la respuesta ya había cambiado una vez.

—¿Dejamos la comida para más tarde?

Sabía lo que iba a contestar, pero quería ver cómo me respondía.

—Tengo que salir para ver a alguien —dijo.

Yo no iba a dejar que se escabullera tan fácilmente.

—Íbamos a celebrar mi cumpleaños en un restaurante —me quejé—. Siempre estás demasiado ocupada para cumplir las promesas que me haces.

No pareció sentirse muy culpable.

—Lo siento —dijo—. Tengo algo muy urgente y muy importante que hacer. Mañana iremos a comer a un restaurante todavía mejor. Y brindaremos con champán.

—Yo también soy importante —repliqué.

Subí a mi habitación y repasé lo sucedido. Una carta. Otra celebración de cumpleaños postergada. ¿Quién era más importante?

Cuando la oí salir, entré en la sala del bulevar y me colé sigilosamente en su habitación a través de las puertas cristaleras. La carta no estaba en el cajón, ni debajo del colchón, ni dentro de la funda de la almohada, ni en los botes donde guardaba caramelos. Cuando ya me iba, la descubrí asomada entre las páginas de un libro de poesía, sobre la mesita redonda donde mi madre solía sentarse con Paloma Dorada para repasar las tareas del día. El sobre era de papel blanco y grueso, y estaba dirigido en chino a madame Lulú Mimi. Debajo, en inglés, podía leerse en escritura pulcra y florida: «Lucrecia Minturn». Lucrecia. Nunca había oído que mi madre se llamara así. ¿Sería su verdadero nombre? El encabezamiento de la carta se dirigía a ella con otro nombre, que tampoco había oído nunca.

Mi querida Lucía:

Libre ya de mis obligaciones, podré darte por fin lo que en toda justicia te pertenece.

Pronto volveré a Shanghái. ¿Me permitirás que te visite el día 23 a las 12 del mediodía?

Tuyo,

LU SHING

¿Quién era ese chino que escribía en inglés? La había llamado por dos nombres diferentes: Lucrecia y Lucía. ¿Por qué regresaba?

Antes de que pudiera estudiar la carta un poco más detenidamente, entró Paloma Dorada.

—¿Qué haces aquí? —dijo.

—Estoy buscando un libro —repliqué en seguida.

—Dame eso —dijo. Le echó un rápido vistazo y añadió—: No le digas a tu madre que has visto esta carta. No se lo digas a nadie, o lo lamentarás el resto de tu vida.

Mis sospechas estaban justificadas. La carta tenía que ver con mi padre. Temí que el día 23 fuera a cambiar mi vida para peor.

Cuando llegó el día señalado, toda la casa estaba alborotada con la esperada llegada a mediodía de cierto visitante. Yo me había escondido en el balcón central sobre el gran salón y observaba la actividad en el piso de abajo. Se suponía que debía quedarme estudiando en mi habitación, y no en la sala del bulevar, y tenía órdenes estrictas de mi madre de no salir hasta que ella me lo dijera. También me había indicado que me pusiera mi vestido verde, que era uno de los mejores que tenía para los días de fiesta. Supuse que sería porque iba a conocer a ese hombre.

Las doce del mediodía llegaron y pasaron, y los minutos se convirtieron en horas. Presté atención por si anunciaban la llegada de nuevos invitados, pero no oí nada. Entré sin hacer ruido en la sala del bulevar. Si me descubría alguien, diría que estaba buscando uno de mis libros de texto. Puse uno debajo de la mesa por si acaso. Como esperaba, mi madre estaba en su estudio, al otro lado de las puertas cristaleras. Paloma Dorada se encontraba con ella. Mi madre estaba furiosa y su tono era tan grave y sombrío como los truenos que preceden al rayo. La amenaza vibraba en su voz. Paloma Dorada le respondía con voz suave y conciliadora, pero las palabras exactas de la conversación se me escapaban, convertidas en grumos de sonido sin forma definida. Ya había corrido un riesgo al entrar en esa habitación, pero tardé una hora en reunir el coraje necesario para apoyar un oído contra el cristal.

Estaban hablando en inglés. La mayor parte del tiempo, hablaban en voz demasiado baja para que yo distinguiera las palabras, pero muy pronto mi madre levantó la voz, llevada por la ira.

—¡Canalla! —gritó—. ¡Deberes familiares!

—Es un cobarde y un ladrón, y no creo que debas creer nada de lo que dice —declaró Paloma Dorada—. Si lo recibes, volverá a destrozarte el corazón.

—¿Tenemos un arma en la casa? Voy a meterle un balazo en los huevos. No te rías. Lo digo en serio.

Esas frases sueltas se añadieron a mi confusión.

Cayó la noche y oí voces de sirvientes que pedían agua caliente. Un criado llamó a la puerta de mi madre y anunció la llegada de un visitante, que estaba esperando en el vestíbulo. Mi madre no salió de su habitación hasta transcurridos diez minutos. En cuanto salió, empujé un par de centímetros las puertas cristaleras y levanté ligeramente el bajo de la cortina. Después corrí a mi escondite en el balcón que dominaba el gran salón.

Mi madre bajó unos peldaños, se detuvo y le hizo una señal con la cabeza a Patito, que esperaba de pie junto a las cortinas de terciopelo.

Patito descorrió el cortinado y anunció:

—Ha llegado el señor Lu Shing para presentar sus respetos a madame Lulú Mimi.

Era el nombre de la persona que había escrito la carta. Contuve la respiración, a la espera de que apareciera entre las cortinas. En pocos instantes iba a saber si era el hombre que yo creía.

Su apariencia era la de un caballero completamente moderno, con el porte de las personas de alcurnia, erguido pero sin envaramiento. Vestía un traje oscuro bien cortado y zapatos tan lustrados que desde mi balcón distinguía el brillo. Tenía el pelo espeso y pulcramente cortado, alisado con brillantina. No podía verle bien la cara, pero supuse que sería mayor que mi madre, ni demasiado joven, ni demasiado viejo. Llevaba doblado sobre el brazo un abrigo largo de invierno, y encima del abrigo, un sombrero, dos prendas que un sirviente se apresuró a llevarse.

El señor Lu recorrió el salón con la mirada, pero no con la expresión maravillada de la mayoría de los visitantes primerizos que llegaban a la casa de mi madre. El estilo occidental era la norma en la mayoría de las casas selectas de cortesanas, e incluso en los hogares respetables de los ricos. Pero la decoración de nuestra casa no se veía en ningún otro sitio: cuadros atrevidos, voluptuosos sofás con tapizado de piel de tigre, una escultura de una enorme ave fénix y una palmera gigantesca que llegaba hasta el techo. El hombre compuso una media sonrisa, como si nada de lo que veía fuera una novedad para él.

Nube Turgente vino a agacharse a mi lado.

—¿Quién es ése? —susurró.

Le dije que se fuera a otra parte pero no se movió. Estaba a punto de enterarme de quién era ese hombre y no quería que Nube Turgente estuviera a mi lado cuando lo descubriera.

Mi madre reanudó el descenso de la escalera. Había elegido para la ocasión un vestido extraño que yo no había visto nunca. Debía de haberlo comprado la víspera. Sin duda era de última moda (de lo contrario, mi madre no se lo habría puesto), pero el corte no se adaptaba a su costumbre de andar todo el tiempo a grandes zancadas por la casa. Era muy ceñido y el tejido de lana azul le acentuaba las curvas generosas del busto y las caderas. El talle era muy estrecho y también la falda, a la altura de las rodillas, lo que la obligaba a moverse lentamente, con la majestuosidad de una reina. El hombre fue paciente y la esperó sin quitarle la vista de encima. Cuando ella llegó hasta él, no le dio la bienvenida efusivamente, como hacía con otros hombres. No pude oír sus palabras exactas, pero su tono me pareció monocorde, aunque tembloroso. Él le hizo una ligera reverencia que no era china ni occidental y, tras incorporarse lentamente, la miró con expresión solemne. De repente, ella se volvió y se encaminó otra vez hacia la escalera con su paso breve. Él la siguió. Incluso a la distancia en que me encontraba, pude ver que la expresión de mi madre era exactamente la que ella detestaba ver en el rostro de cualquiera de nuestras flores. Tenía la barbilla levemente levantada y el gesto arrogante, con los ojos entrecerrados, mirando por encima de la nariz. Su expresión era de desdén. El hombre se comportó como si no notara su actitud poco amistosa. O quizá se la esperaba y estaba preparado.

—¡Oh! —exclamó Nube Turgente—. Un hombre cultivado. Y con dinero a espuertas.

Le lancé una mirada de ira para que se estuviera callada, y ella, que era siete años mayor que yo, reaccionó con su habitual resentimiento cada vez que yo la regañaba y me miró con una mueca de disgusto.

No podía ver bien las facciones del hombre, pero intuí algo familiar en su cara. Estaba a punto de desmayarme de nerviosismo. ¿Sería mi padre?

Cuando se disponían a subir la escalera, salí subrepticiamente de mi palco, me dirigí a toda prisa a la sala del bulevar y me escondí debajo de la cama. Sabía que tendría que esperar quince minutos hasta que la penumbra del crepúsculo se convirtiera en oscuridad; sólo entonces podría acercarme a las puertas cristaleras sin que se notara mi presencia a través de las cortinas. Las baldosas del suelo estaban frías, y lamenté no haberme envuelto en una manta. Oí el ruido de la puerta del estudio al abrirse, seguido de las voces de mi madre y de Paloma Dorada, que iba preguntando qué clase de refrigerio debía servir. Era costumbre de la casa servir en el estudio una selección de fruta, o bien té y galletas inglesas de mantequilla, según el huésped. Pero mi madre le dijo que no hacía falta servir nada y a mí me sorprendió su descortesía.

—Siento mucho el retraso —dijo el hombre, que hablaba como un inglés—. La muchedumbre estaba derribando las murallas de la Ciudad Vieja y las calles estaban impracticables. Dejé el coche y vine andando porque sabía que me estabas esperando. Tardé casi tres horas solamente en llegar a la avenida Paul Brunat.

Mi madre no hizo ningún comentario apreciativo del gran esfuerzo que había tenido que hacer él para venir a verla. Entonces los dos se fueron al otro extremo de la sala, e incluso con las puertas cristaleras abiertas ya no pude entender bien lo que decían porque sus palabras me llegaban demasiado débiles. La voz grave del hombre fluía con suavidad. La de mi madre era brusca y entrecortada. De vez en cuando, levantaba un poco la voz para hacer un comentario acalorado:

—Lo dudo mucho… No los recibí… No volvió.

De repente, exclamó:

—¿Por qué quieres verla ahora? ¿Cuándo fue la última vez que te preocupaste por ella? ¡No nos hiciste llegar ni una sola palabra, ni un solo dólar! No te habría importado que las dos nos hubiésemos muerto de hambre.

Sabía que estaba hablando de mí. Él nunca se había interesado por mí; nunca me había querido. ¡Canalla! Lo odié de inmediato.

El hombre murmuró una serie de frases rápidas que no entendí. Su tono parecía agitado. Después levantó la voz y pude oírlo con más claridad:

—Estaba devastado, atormentado. Pero ellos me lo impidieron. Me fue imposible.

—¡Cobarde! ¡Despreciable cobarde! —gritó mi madre.

—Fue cuando él estaba en el Departamento de Relaciones Exteriores.

—¡Ah sí, las obligaciones familiares! ¡La tradición! ¡El compromiso! ¡Los antepasados y las ofrendas incineradas! ¡Admirable!

La voz de ella se acercó a la puerta.

—Después de todos estos años en China —dijo él—, ¿todavía no conoces el poder que tiene la familia en este país? Es el peso de diez mil estelas fúnebres, y mi padre lo dirigió contra mí.

—Lo comprendo perfectamente. He conocido a muchos hombres, y de naturaleza tan predecible como la tuya. Se debaten entre el deseo y el deber, y los traicionan a los dos. Esos hombres tan predecibles me han convertido en una mujer de éxito.

—Lucía —dijo él en tono triste.

—¡No me llames así!

—Tienes que escucharme, por favor.

Se abrió la puerta del estudio y resonó la voz de Paloma Dorada.

—Perdón —dijo en chino—, pero tenemos un problema urgente.

Lu Shing empezó a presentarse en chino, pero Paloma Dorada lo interrumpió.

—Ya nos conocemos —le dijo secamente—. Sé muy bien quién eres y lo que has hecho. —Después siguió hablando con mi madre en un tono todavía más controlado que antes—. Tengo que hablar contigo. Tiene que ver con Violeta.

—¡Entonces está aquí! —exclamó el hombre—. ¡Por favor, déjame verla!

—Te dejaré verla cuando te hayas muerto —replicó mi madre.

Yo aún estaba furiosa, pero me emocionó que quisiera verme. Si venía a verme, yo lo rechazaría. Ya había oscurecido lo suficiente para que pudiera acercarme a las puertas cristaleras. Quería ver su expresión. Cuando me disponía a salir de debajo de la cama, oí que mi madre y Paloma Dorada cerraban la puerta del estudio y salían al pasillo. De pronto, la puerta de la sala del bulevar se abrió y yo volví a meterme precipitadamente en mi escondite. Me pegué a la pared y contuve la respiración.

—Esto es demasiado para que lo soportes tú sola —dijo Paloma Dorada hablando en voz baja, en inglés—. Debería estar yo contigo.

—Prefiero hacerlo sola.

—Si me necesitas, toca la campanilla para pedir el té. Yo me quedaré aquí esperando, en la sala del bulevar.

El corazón me dio un vuelco. Si me quedaba debajo de la cama, moriría congelada.

—No hace falta —replicó mi madre—. Ve a cenar con las demás.

—Al menos deja que le pida a la doncella que te traiga el té.

—Sí, estaría bien. Tengo la boca seca.

Salieron y yo suspiré aliviada.

Oí llegar a la doncella y en seguida resonó un ruido de tazas, seguido de palabras corteses. Salí de debajo de la cama, temblando de frío y nerviosismo. Me froté los brazos y me envolví con una manta que saqué de la cama. Cuando me dejaron de castañetear los dientes, me acerqué a las puertas de vidrio y espié a través de la abertura entre las cortinas.

Al instante supe que ese hombre era mi padre. Tenía mis facciones: los ojos, la boca y la forma de la cara. Sentí una oleada de resignación que me produjo náuseas. Yo era mitad china. Lo sabía desde hacía tiempo, pero había intentado aferrarme con todas mis fuerzas a la duda. Nunca habría un lugar para mí fuera de la casa. Otra sensación se apoderó de mí: el triunfante orgullo de haber estado en lo cierto cuando creía que mi madre me mentía. Mi padre existía. La insistente pregunta había dado paso a la horrible verdad. Pero ¿por qué lo odiaba mi madre hasta el punto de negarse a verlo durante todos esos años? ¿Por qué había preferido decirme que había muerto? Después de todo, cuando una vez le pregunté si mi padre me había querido, ella me había dicho que sí. Pero ahora sostenía que no.

El señor Lu apoyó una mano sobre el brazo de mi madre, y ella lo retiró, exclamando:

—¿Dónde está el niño? ¡Dímelo y después vete!

¿Quién era el niño?

El hombre intentó tocarle el brazo otra vez, pero ella le dio primero una bofetada y después le descargó una lluvia de puñetazos sobre los hombros mientras lloraba. Él no se movió. Permaneció extrañamente inmóvil, como un soldado de madera, dejándola hacer.

Mi madre parecía más desesperada que colérica, y eso me dio miedo, porque nunca la había visto así. ¿Por quién preguntaba? ¿Por qué le importaba tanto su paradero?

Por fin se detuvo y dijo con voz ronca:

—¿Dónde está? ¿Qué le han hecho a mi bebé? ¿Está muerto?

Me tapé con fuerza la boca para que no se oyeran mis gritos. Mi madre tenía un hijo y lo quería tanto que lloraba por él.

—Está vivo y goza de buena salud. —El hombre hizo una pausa—. Y no sabe nada de esto.

—No sabe nada de mí —dijo mi madre en tono monocorde.

Se fue al otro extremo de la habitación y se echó a llorar convulsivamente, sacudiendo los hombros. Lu Shing fue hacia ella, pero mi madre le indicó con un gesto que se quedara donde estaba. Nunca la había visto llorar de esa manera. Se comportaba como si hubiera sufrido una pérdida enorme, cuando en realidad acababa de enterarse de que no era así.

—Se lo llevaron de mi lado —dijo él—. Mi padre lo ordenó. Se negaron a decirme dónde estaba. Lo escondieron y me dijeron que no me dejarían verlo nunca más si alguna vez hacía algo que dañara la reputación de mi padre. ¿Cómo iba a decírtelo a ti? Tú habrías luchado. Lo hiciste antes y ellos sabían que seguirías luchando. A sus ojos, eres alguien que no respeta nuestras tradiciones. Tú no habrías entendido su posición, ni la importancia de su reputación. No podía decirte nada porque el solo hecho de decírtelo habría anulado toda posibilidad de volver a ver a nuestro hijo. Tienes razón. Fui un cobarde. No luché como habrías luchado tú. Y lo que es peor, te traicioné y busqué excusas para justificar mi traición. Me dije que si me sometía a su voluntad, al menos tú tendrías una oportunidad de recuperarlo. Pero sabía que no era cierto. Lo que estaba haciendo en realidad era matar toda la pureza y confianza que había en tu corazón. La sola idea me atormentaba. Desde entonces, me despierto cada día pensando en lo que te hice. Puedo enseñarte mi diario. Todos los días, durante los últimos doce años, he empezado las anotaciones de cada día con una frase: «Para salvarme, he destruido a otra persona, y al hacerlo, me he destruido a mí mismo».

—Una frase —dijo mi madre con voz neutra—. Yo he escrito muchas más. —Se volvió hacia el sofá y se sentó con los ojos vacíos, exhausta—. ¿Por qué me lo dices ahora? ¿Por qué hoy y no antes?

—Mi padre ha muerto.

Noté en ella un leve sobresalto.

—No puedo decirte que lo siento.

—Cayó enfermo el día de la abdicación y resistió seis días más. Te escribí al día siguiente de su muerte. Sentí que me quitaba un peso de encima. Pero te advierto que mi madre es tan obstinada como mi padre. Él usaba su fuerza de voluntad para obtener lo que quería y ella, para proteger a la familia. Nuestro hijo no es sólo su nieto, sino la siguiente generación, con todo lo que ello significa en cuanto a continuación de nuestro linaje, desde los comienzos de su historia. Aunque no respetes nuestras tradiciones familiares, sé que las conoces lo suficiente como para temerlas.

Le entregó un sobre.

—Aquí he escrito lo que seguramente querrás saber.

Ella se dispuso a abrir el sobre con el abrecartas, pero le temblaban tanto las manos que se le cayó al suelo. Lu Shing lo recogió y lo abrió. De su interior, mi madre extrajo una fotografía y yo me esforcé por encontrar un ángulo que me permitiera verla.

—¿Estoy yo en esa cara? —dijo ella—. ¿De verdad es Teddy? ¿O me estás jugando otra mala pasada? Soy capaz de dispararte con la pistola si…

Él murmuró algo, señalando la fotografía, y el gesto angustiado de mi madre se transmutó en una sonrisa.

—¡Qué expresión tan seria! ¿Así soy yo realmente? Se parece más a ti. Parece un niño chino.

—Ahora tiene doce años —dijo Lu Shing—. Es un niño feliz y hasta demasiado mimado. Su abuela lo trata como a un emperador.

Sus voces se apagaron en suaves murmullos. Él le apoyó la mano sobre un brazo y esta vez ella no lo retiró mientras lo miraba con expresión dolorida. Él le acarició la cara y ella pareció derrumbarse contra él, y entonces él la besó mientras ella lloraba.

Yo volví la vista, me dejé caer al suelo y me quedé mirando la oscuridad mientras consideraba todas las temibles posibilidades. ¡Todo había cambiado tan rápidamente! Los dos tenían un hijo y ella lo quería más de lo que nunca me había querido a mí. Me puse a repasar mentalmente todo lo que había dicho mi madre. Se me ocurrían un montón de preguntas nuevas, cada una más inquietante que la anterior, y todas me hacían sentir enferma. Su hijo también era mestizo, pero parecía chino. Y ese hombre, mi padre, cuyos ojos y pómulos eran los míos, ni siquiera se había molestado en llevarme con su familia. Nunca me había querido.

Oí un susurro de ropa en el estudio de mi madre y me volví para espiar a través de la abertura entre las cortinas. Mi madre ya había apagado las lámparas. No se veía nada. La puerta del estudio se cerró, y un instante después, oí que la puerta de su dormitorio se abría y se cerraba. ¿Habrían entrado Lu Shing y la fotografía de Teddy con ella en su habitación? Me sentí abandonada y sola con mis agónicas preguntas. Habría querido irme a mi cuarto para llorar mi dolor. Había perdido mi lugar en el mundo. Ya no era lo más importante para mi madre. Había pasado a un segundo plano tras la llegada de Lu Shing. Pero no podía salir de la sala del bulevar porque los sirvientes iban y venían por el pasillo. Si Paloma Dorada me hubiese visto salir de la habitación, habría exigido saber qué estaba haciendo allí, y yo no quería hablar con nadie de lo que sentía. Me tumbé en la cama y me envolví con la manta. Tendría que esperar a que empezara la fiesta para que todos bajaran al gran salón, de modo que me quedé donde estaba, entregada a la pena y la autocompasión.

Horas más tarde, me despertó el ruido de una puerta que se abría a lo lejos. Corrí a la ventana y miré a través de la celosía. El cielo era una aguada gris oscuro. Pronto saldría el sol. Oí que la puerta del estudio se abría y se cerraba, y corrí a las puertas cristaleras. Lo vi a él, de espaldas. Tenía la cabeza inclinada y se le veía la cara por encima del hombro. Estaba murmurando con ternura. Ella le respondió con voz aguda de niña. Fue devastador para mí. ¡Cuánto sentimiento tenía ella para los demás! ¡Cuánta amabilidad, cuánta felicidad! Lu se inclinó hacia adelante y ella bajó la cabeza para recibir su beso en la frente. Él le levantó la cara y siguió murmurando palabras dulces que la hicieron sonreír. Ella parecía casi tímida. Yo estaba descubriendo facetas suyas que no conocía: la había visto herida, desesperada y ahora tímida y apocada.

Lu Shing la estrechó con fuerza contra su pecho. Cuando la soltó, tenía los ojos llenos de lágrimas mientras ella se apartaba de él y se volvía. Abandonó la habitación en silencio, y yo regresé a toda prisa a la celosía, justo a tiempo para verlo pasar, con una expresión satisfecha que me llenó de ira. Todo le había salido a pedir de boca.

Abandoné la habitación para volver a mi dormitorio, y de inmediato Carlota vino hacia mí y se frotó contra mis piernas. Había engordado en los últimos siete años y se movía con más lentitud. La recogí y le di un abrazo. Sólo ella buscaba mi compañía.

No pude dormir, o al menos eso creí, hasta que oí la voz de mi madre hablando con un sirviente y dándole instrucciones para que subiera un baúl. Aún no eran las diez de la mañana. La encontré en su dormitorio, sacando vestidos del armario.

—¡Violeta! Me alegro de que te hayas levantado. —Lo dijo en tono ligero y animado—. Necesito que elijas cuatro vestidos: dos para el día y dos para la noche, con sus chaquetas y sus zapatos. Trae también el collar de granate, el relicario de oro, tus plumas para escribir, los libros de texto y los cuadernos. No dejes nada de valor. No puedo hacerte la lista completa, así que tendrás que pensar tú misma. Ya he pedido que te envíen un baúl a la habitación.

—¿Vamos a huir?

Mi madre inclinó la cabeza, como solía hacer cuando un huésped le presentaba una idea novedosa pero a su juicio poco sensata. Sonrió.

—Nos vamos a América, a San Francisco —dijo—. Vamos a visitar a tus abuelos. Tu abuelo está enfermo… He recibido un telegrama… y parece bastante grave.

¡Qué mentira tan tonta! Si era cierto que estaba enfermo, ¿por qué estaba tan contenta apenas dos minutos antes? No pensaba decirme la auténtica razón del viaje, pero yo sabía cuál era: íbamos a ver a su hijito querido. Decidí que la obligaría a contarme la verdad.

—¿Cómo se llama mi abuelo?

—John Minturn —respondió sin pensárselo dos veces, y siguió colocando los vestidos sobre la cama.

—¿También mi abuela vive?

—Sí…, desde luego. Ella envió el telegrama. Harriet Minturn.

—¿Partiremos pronto?

—Quizá mañana, o al día siguiente. O tal vez dentro de una semana. Últimamente todo está patas arriba y no se puede confiar en que nada funcione, ni siquiera pagando mucho dinero. Por eso es posible que no podamos partir en el próximo vapor. Además, hay muchos occidentales que intentan marcharse. ¡Quizá tengamos que conformarnos con una barca de remos que dé un rodeo por el polo norte!

—¿Quién era el hombre que te visitó ayer?

—Alguien con quien hice negocios en el pasado.

Con un hilo de voz, le dije:

—Sé que es mi padre. Le vi la cara cuando los dos subisteis la escalera. Me parezco a él. Y además sé que vamos a San Francisco porque tienes un hijo que vive allí. Se lo oí decir a los sirvientes.

Me escuchó en silencio, estupefacta.

—No puedes negarlo —añadí.

—Violeta, cariño, siento haberte herido. Lo mantuve en secreto sólo porque no quería que supieras que tu padre nos había abandonado. Él se llevó a Teddy al poco tiempo de nacer, y desde entonces no he vuelto a verlo. Ahora tengo la oportunidad de reclamarlo y lo haré, porque es mi hijo. Si te hubieran apartado a ti de mi lado, habría luchado con la misma determinación para recuperarte.

¿Habría luchado por mí? Yo no estaba tan segura.

Pero entonces ella se acercó y me rodeó con los brazos.

—Te quiero y te valoro más de lo que piensas.

Se le formó una lágrima en el rabillo del ojo, y ese pequeño destello de su corazón fue suficiente para que yo la creyera. Sentí alivio.

En mi dormitorio, sin embargo, me di cuenta de que mi madre no había dicho nada acerca de los sentimientos de Lu Shing hacia mí. Yo jamás podría llamarlo «papá».

Durante el resto de la mañana y de la tarde, mientras llenábamos los baúles, mi madre me estuvo hablando de nuestra nueva casa en San Francisco. Yo casi nunca había pensado en su pasado, antes de aquel día. Sabía que había vivido en San Francisco y eso era todo. Pero cuando empezó a hablarme de su infancia, fue como escuchar un cuento de hadas, y poco a poco mi rabia se fue transformando en entusiasmo. Imaginé el océano Pacífico de límpidas aguas azules, con peces plateados que saltaban entre las olas y enormes ballenas que lanzaban chorros de vapor hacia el cielo. Me contó que mi abuelo era profesor de historia del arte, y yo en seguida lo imaginé como un distinguido caballero de pelo blanco, de pie delante de un caballete. Me contó también que su madre era naturalista y que estudiaba a los insectos, como los que había dentro de las piezas de ámbar que yo había intentado destrozar. Imaginé una habitación con gotas de ámbar colgando del techo y una mujer que las contemplaba a través de una lente de aumento. Mientras ella hablaba, ya más tranquila y animada, yo veía mentalmente la ciudad de San Francisco y sus colinas a orillas del mar. Me imaginaba a mí misma subiendo por empinadas aceras bordeadas de casas occidentales parecidas a las de la Concesión Francesa, entre transeúntes de todas las clases y naciones.

—Mamá, ¿hay chinos en San Francisco?

—Unos cuantos, sí. Pero la mayoría son sirvientes y trabajadores manuales, tintoreros o similares.

Se dirigió a su armario y se puso a considerar cuál de sus vestidos de noche llevaría. Eligió dos, pero en seguida los devolvió a su sitio y escogió otros dos diferentes. Se decidió por unos zapatos blancos de piel de becerro, pero advirtió un pequeño rasguño en el talón y volvió a guardarlos.

—¿Allí hay cortesanas extranjeras o sólo chinas?

Se echó a reír.

—Allí no consideran extranjero a nadie, excepto a los chinos y a los italianos si son muy morenos.

Me sentí humillada. En China éramos extranjeras por nuestra apariencia. Una sensación de frío me recorrió las venas. ¿Parecería yo una china extranjera en San Francisco? Si la gente sabía que Teddy era mi hermano, se daría cuenta de que yo era tan china como él.

—Mamá, ¿me tratarán bien cuando sepan que soy mitad china?

—Nadie imaginará que eres mitad china.

—Pero si lo averiguan, ¿me despreciarán?

—Nadie lo averiguará.

Me molestó que tuviera tanta confianza en algo que no era seguro. Yo iba a tener que actuar con tanta confianza como ella, que estaba tan segura de poder guardar el secreto de que su hija era medio china. Sólo yo viviría con el constante temor de ser descubierta. Ella no se preocuparía.

—Viviremos en una casa preciosa —me dijo.

Nunca la había visto tan feliz, y estaba más cariñosa que nunca. Parecía más joven, casi como si fuera otra persona. Paloma Dorada decía que cuando el espíritu de un zorro se apodera del cuerpo de una mujer, se le nota en los ojos porque brillan en exceso. Los de mi madre echaban chispas. No era ella. Era otra mujer desde que había estado con el señor Lu.

—La construyó mi abuelo antes de que yo naciera —dijo—. No es tan grande como ésta —añadió—, pero tampoco es tan fría, ni tan ruidosa. Es de madera, pero tan robusta que incluso después de un gran terremoto que puso a toda la ciudad de rodillas, la casa se mantuvo en pie, sin una sola teja fuera de su sitio. El estilo arquitectónico no se parece en nada al de las casas extranjeras de las Concesiones Francesa y Británica. Para empezar, es mucho más acogedora, sin tantos muros ni tantos guardias. En San Francisco no es necesario que defendamos nuestra intimidad. Sencillamente, la tenemos. Un seto y una verja baja de hierro son suficientes, aunque hay vallas a los lados y al fondo de la casa. Pero son para que no entren los perros vagabundos y para que las plantas trepadoras tengan dónde apoyarse. Tenemos una pequeña extensión de césped, lo suficiente para que haya una alfombra de hierba a ambos lados del sendero. A lo largo de una de las vallas, hay rododendros, y al otro, macizos de lirios africanos, rosas perfumadas, azucenas amarillas y, por supuesto, violetas. Yo misma las planté, y no sólo hay violetas corrientes, sino otras de una variedad especialmente fragante, con el aroma de un perfume francés que solía ponerme. Tenía mucha ropa de ese color y me gustaban unos caramelos hechos con pétalos de violeta azucarados. Son mis flores favoritas y mi color preferido. Y es tu nombre, querida Violeta. Mi madre decía que eran plantas silvestres.

—¿A ella también le gustaban?

—Le parecían despreciables y me decía que dejara de cultivar malas hierbas. —Se echó a reír, aparentemente sin notar mi decepción—. Al entrar en la casa, lo primero que ves es el vestíbulo. A un lado hay una escalera, como la que tenemos aquí, pero un poco más pequeña, y al otro, una gruesa cortina de color caramelo colgada de una barra de latón, no tan ancha como la nuestra. Si pasas a través de la cortina, encuentras el salón. Los muebles son antiguos. Los eligió mi abuela. A través de un amplio arco, pasas al comedor…

—¿Dónde dormiré?

—Tendrás un precioso dormitorio en el piso de arriba, con las paredes pintadas de amarillo soleado. Era mi habitación.

¡Su habitación! Me sentí tan feliz que habría podido gritar. Exteriormente, no lo demostré.

—Hay una cama alta junto a los grandes ventanales. Una de las ventanas está cerca de un viejo roble. Puedes abrirla e imaginar que eres un arrendajo que salta entre las ramas. Son unos pájaros muy ruidosos. ¿Sabes que se me acercaban si les daba cacahuetes? Hay muchas aves más: garzas, halcones, zorzales… Podrás buscarlas en los libros que tiene mi madre. El padre de tu abuela era botánico e ilustrador de libros de naturaleza. También tengo una bonita colección de muñecas, pero no son como bebés, sino que parecen mujercitas con la carita pintada. Y en toda la casa hay paredes enteras de libros, desde el suelo hasta el techo. Tendrás suficiente material de lectura para el resto de tu vida, aunque leas dos libros al día. Puedes llevarte tus libros a la torre circular y sentarte a leerlos. Cuando era pequeña, decoraba el mirador con chales, cojines y alfombras persas, y jugaba a que era un serrallo. Lo llamaba «el Palacio del Pachá». O también puedes mirar por la ventana con un telescopio y ver claramente toda la costa y la bahía, hasta las islas (hay varias), y contar las goletas y los barcos de pesca.

Siguió hablando, dejando florecer sus recuerdos. Yo veía la casa en la linterna mágica de mi mente, donde adquiría el color y el movimiento de la vida. Me deslumbraba la idea de los salones con paredes llenas de libros desde el suelo hasta el techo, y del dormitorio con una ventana abierta a la copa de un roble.

Para entonces, mi madre estaba sacando cofres de joyas de un armario cuyas puertas se cerraban con llave. Tenía por lo menos una docena de collares y otros tantos brazaletes, broches y alfileres, regalos que había recibido a lo largo de los años. Había vendido la mayor parte de las joyas y las que conservaba eran sus favoritas, las mejores y más valiosas. Guardó todos los cofres en su maleta. ¿No pensaría regresar?

—Cuando encuentres a Teddy, ¿lo traeremos a Shanghái con nosotras?

Una vez más, se hizo un silencio incómodo.

—No lo sé. No puedo predecir el futuro. Shanghái ha cambiado mucho.

Se me ocurrió una idea terrible.

—Mamá, ¿Carlota vendrá con nosotras?

Se puso a mover cajas de sombreros sin decir nada, de modo que en seguida supe la respuesta.

—No iré a ninguna parte sin ella.

—¿Te quedarías por un gato?

—Si no puedo llevármela, me niego a ir.

—¡Por favor, Violeta! ¿Vas a renunciar a tu futuro por un gato?

—Sí, claro que sí. Soy casi mayor de edad y puedo decidir por mí misma —dije apresuradamente.

Todo el afecto se esfumó de su cara.

—Muy bien. Quédate si quieres.

No esperaba esa reacción.

—¿Cómo puedes pedirme que elija? —pregunté con voz quebrada—. Carlota es mi bebé. Ella es para mí lo que Teddy es para ti. No puedo dejarla. No puedo traicionarla. Ella confía en mí.

—No voy a pedirte que elijas, Violeta. No hay elección posible. Tenemos que irnos y Carlota no puede venir. No podemos cambiar el reglamento de a bordo. Pero debes pensar que es muy posible que regresemos. Cuando estemos en San Francisco, tendré una idea más clara de lo que debemos hacer. Pero hasta entonces…

Prosiguió su explicación, pero la pena ya se había apoderado de mí. Tenía un nudo en la garganta. No podía decirle a Carlota por qué me iba.

—Mientras estemos fuera —oí decir a mi madre a través de mi neblina de tristeza—, la cuidará Paloma Dorada.

—Paloma Dorada le tiene miedo. Nadie quiere a Carlota.

—Pequeño Océano, la hija de la doncella de Nube Nevada, la adora. Estará encantada de cuidarla, sobre todo si le das un poco de dinero para que se ocupe de ella en nuestra ausencia.

Era cierto. Pero yo seguía preocupada. ¿Y si Carlota terminaba queriendo más a esa niñita que a mí? ¿Y si se olvidaba de mí y dejaba de importarle que yo regresara o no? Mi ánimo se volvió trágico.

Aunque mi madre me había impuesto un límite de cuatro vestidos, no tardó en fijarse a sí misma un límite mucho más generoso. Al final, llegó a la conclusión de que nuestros dos baúles de viaje no eran lo bastante grandes. Observó que no se podían apilar por tener la tapa abovedada, lo que reducía el volumen de lo que podíamos llevar con nosotras, y declaró que estaban viejos. ¡Los había traído de San Francisco! Llamó a Paloma Dorada para que comprara cuatro baúles nuevos, más grandes que los antiguos.

—El señor Malakar me dijo hace un mes que había conseguido pasar de contrabando, de Francia a Bombay, todo un cargamento de baúles Louis Vuitton. Quiero cuatro de tapa plana. También necesitaré dos maletines pequeños. Y adviértele que ni se le ocurra venderme imitaciones como si fueran auténticos, porque lo notaré.

Arrojó sobre la cama los trajes que había elegido. Se llevaba tantos que supuse que empezaría a asistir a bailes en cuanto desembarcara. Pero entonces llamó a Paloma Dorada y le pidió que le dijera con sinceridad qué vestidos la favorecían más, cuáles combinaban mejor con el color de sus ojos, con el tono de su cutis y con su melena castaña, cuáles envidiarían las mujeres americanas y qué trajes las harían dudar de su decencia.

Paloma Dorada no aprobó ninguna de sus elecciones.

—Has diseñado esos vestidos para impresionar y atraer a los hombres —le dijo—. Y no creo haber visto admiración en la cara de las mujeres americanas que se te quedan mirando en el parque.

En lugar de elegir, mi madre decidió llevar la mayor parte de sus trajes de noche, así como todos sus vestidos, abrigos y sombreros más nuevos. Mis cuatro vestidos se redujeron a los dos que me pondría durante el viaje. Me prometió que me esperaban muchos vestidos maravillosos en América, mucho mejores que los que ya tenía. Tampoco era necesario que me llevara mis libros favoritos, ni los libros de texto, porque sería muy fácil reemplazarlos por otros mejores cuando estuviéramos en San Francisco, donde además tendría mejores tutores que en Shanghái. Simplemente disfrutaría de unas pequeñas vacaciones de los estudios durante el viaje.

En mi maleta puso un cofre marrón con mis joyas, dos cajas que sacó de un cajón, dos pergaminos envueltos en seda y otros pocos objetos de valor. Encima de todo colocó su estola de piel de zorro, pensando —supongo— que necesitaría un poco de glamour en la cubierta del barco, cuando viéramos Shanghái perderse en la lejanía.

Finalmente estuvimos listas. Sólo faltaba que mi madre encontrara a alguien, entre su círculo de influyentes amigos extranjeros, que nos comprara billetes para Estados Unidos. Escribió una docena de cartas y se las dio a Huevo Quebrado para que las distribuyera.

Pasó un día, y después una semana. Las chispas en sus ojos desaparecieron y mi madre volvió a ser la de siempre, nerviosa y agria. Le dio otro paquete de cartas a Huevo Quebrado. Lo único que necesitábamos eran dos literas en un barco. ¿Por qué tenía que ser tan difícil? Cada mensaje que recibíamos traía la misma respuesta. Los compatriotas de mi madre estaban ansiosos por abandonar Shanghái, pero ellos también se habían encontrado con que no había ni un solo billete para el mes siguiente.

Durante la espera, le enseñé a Pequeño Océano a fabricar un nido para Carlota con mis colchas de seda. Océano tenía ocho años.

—Seré tu obediente servidora —le susurraba a Carlota mientras la acariciaba, y mi gata ronroneaba y se ponía panza arriba. A mí me dolía el pecho de verla tan feliz.

Al cabo de once días, Fairweather entró con paso despreocupado en el salón de mi madre, con un anuncio. Traía buenas noticias.

Yo entendía que mi madre se hubiera enamorado de Fairweather en otro tiempo. Él sabía quitarle como nadie el malhumor; era divertido, y un alivio para sus preocupaciones. La hacía reír y sentirse maravillosamente atractiva. Le decía que la adoraba por sus rasgos extraños e inusuales. La miraba con exagerado arrobamiento. Le hablaba de emociones profundas y le decía que nunca había sentido nada parecido por ninguna otra mujer. La acompañaba en todas sus vicisitudes y problemas. La hacía reclinar la cabeza sobre su hombro y le decía que llorara hasta vaciarse el corazón del veneno de la pena. Y compartía su indignación cuando los clientes utilizaban de forma poco ética la información que ella les proporcionaba.

Se habían hecho amigos hacía más de nueve años, cuando él había sabido darle lo que ella necesitaba, fuera lo que fuese. A veces hablaban de una traición que había sufrido ella en otra época, de una pérdida de confianza y de problemas de dinero. Él conocía su éxito temprano y también al hombre que la había protegido a su llegada a Shanghái.

—Recuerda, recuerda, recuerda —le decía él, para hacer aflorar las emociones dolorosas del pasado, y así poder consolarla.

A mí me irritaba que tratara a mi madre con tanta familiaridad. La llamaba «Lu», «Lulú mía», «Luz del Día» o «Lujuriosa». Cuando ella se enfadaba, él le quitaba el enfado comportándose como un escolar castigado o hablando como un caballero medieval. Recitaba rimas tontas y ella estallaba en carcajadas. Le gustaba abochornarla delante de los demás, con conductas exageradamente halagadoras o directamente desagradables. Una vez, durante la cena, lo vi contorsionar de forma obscena los labios y la lengua, con el pretexto de tener algo pegado en el paladar.

—Quítate esa sonrisa de chimpancé de la cara —solía decirle ella.

Y entonces él se echaba a reír, se ponía de pie y se despedía con un cómico guiño para irse a esperarla al dormitorio. Cuando estaba con él, mi madre se volvía débil. Dejaba de ser ella misma. Se ponía tonta, bebía demasiado y reía con excesivo entusiasmo. ¿Cómo podía ser tan ingenua?

A todos los sirvientes de la Oculta Ruta de Jade les gustaba Fairweather porque los saludaba en shanghaiano y siempre les daba las gracias. Ellos estaban acostumbrados a que los trataran como si fueran apéndices de las bandejas de té. Todos se preguntaban cómo habría aprendido Fairweather su lengua. ¿De su aya? ¿De una cortesana? ¿De una amante? Sólo una mujer china podría haberle dado ese buen corazón de chino. Entre los hombres del país, se había ganado el merecido título de «dignatario extranjero al estilo chino». Aunque todos conocían su encanto, se sabía muy poco más de él. ¿De qué lugar de Estados Unidos procedía? ¿Sería de verdad americano? ¿Era un fugitivo de la justicia? Nadie conocía su verdadero nombre. Él mismo bromeaba diciendo que llevaba tanto tiempo sin usarlo que se le había olvidado. Usaba sencillamente el apodo de Fairweather («Buen Tiempo»), que le habían puesto sus compañeros de fraternidad cuando asistía a una universidad desconocida, a la que él se refería como «uno de esos sitios con aulas solemnes».

—El buen tiempo me seguía allí adonde iba —explicaba—, y por eso mis queridos amigos siempre me recibían con los brazos abiertos.

En Shanghái lo invitaban a fiestas en toda la ciudad, y él siempre era el último en marcharse, cuando no se quedaba a dormir. Curiosamente, nadie le reprochaba que nunca diera una fiesta para retribuir tantas invitaciones.

Según una de las cortesanas, su popularidad tenía mucho que ver con uno de sus contactos, un hombre capaz de falsificar todo tipo de certificados. Esa persona tan hábil producía visados, partidas de nacimiento, certificados de matrimonio y un suministro inagotable de documentos estampados con el sello oficial del consulado, en los que escribía en chino e inglés, con todos los «vistos» y «considerandos» necesarios, que la persona a cuyo nombre se extendía el certificado había impresionado al cónsul estadounidense como alguien completamente de fiar. Fairweather vendía esos papeles a sus «íntimos amigos chinos», como él mismo decía. De hecho, eran tan amigos suyos que les cobraba cinco veces más de lo que pagaba al falsificador. Pero ellos se lo pagaban con gusto. Todo súbdito chino, ya se tratara de un hombre de negocios, una cortesana o una madama, podía agitar su mágico certificado de «buena conducta» en cualquier tribunal de la Concesión Internacional y dejar que la bandera de las barras y las estrellas defendiera su honor. Ningún burócrata chino habría perdido el tiempo contradiciendo la opinión del consulado estadounidense, porque todos sabían que en esos tribunales los chinos perdían siempre. Puesto que los certificados sólo eran válidos por un año, Fairweather podía demostrar lo mucho que apreciaba a sus amigos con lucrativa regularidad.

Yo era la única que no se dejaba seducir por su untuoso encanto. Había sufrido mucho viendo que mi madre prefería su compañía a la mía, y ese sufrimiento me había revelado su falsedad. Sus expresiones de interés eran ensayadas; usaba siempre las mismas, con los mismos gestos e idénticas ofertas de caballerosa ayuda. Para él, las personas eran presas fáciles que abatir. Yo lo sabía porque siempre intentaba cautivarme con sus trucos, aunque se daba cuenta de que a mí no me engañaba. Me cubría de burlones halagos y elogiaba mi melena despeinada, mi mala pronunciación o el libro pueril que había escogido para leer. Yo no le sonreía. Si tenía que responderle, hablaba con sequedad. Mi madre me regañaba a menudo por mi descortesía, pero él simplemente se echaba a reír. Por mi expresión y la rigidez de mi postura, le hacía ver con claridad que lo encontraba tedioso. Me ponía a mirar el techo y suspiraba. Nunca le demostraba mi rabia porque eso habría sido reconocer su victoria. Si me traía un regalo, yo lo dejaba abandonado sobre la mesa, en el estudio de mi madre. Cuando más tarde volvía para ver si seguía ahí, había desaparecido, tal como esperaba.

Poco después del día de Año Nuevo, Fairweather y mi madre tuvieron una discusión. Mi madre se había enterado por Paloma Dorada de que él se había estado acostando con Nube Turgente antes y también después de estar con ella. Mi madre no tenía ninguna pretensión de monogamia. Después de todo, ella también tenía otros amantes de vez en cuando. Pero Fairweather era su favorito y, además, le parecía de muy mal gusto que uno de sus amantes corriera detrás de sus subordinadas en su propia casa. Yo estaba escuchando cuando Paloma Dorada le contó la verdad a mi madre, tras regañarla con una dura observación:

—Ya te dije hace nueve años que ese hombre iba a reírse de ti. La lujuria te ciega mucho después de haber perdido la cabeza en la cama.

Paloma Dorada le había sonsacado la verdad a su doncella y dijo que no le ahorraría a mi madre ninguno de los detalles para que finalmente se decidiera a expulsar a Fairweather de su alcoba.

—Durante el último año, la ha hecho gozar tan salvajemente que las doncellas pensaban que estaba con un cliente sádico, por los alaridos que soltaba. Los gritos se oían por toda la casa. Todos lo sabían: las otras cortesanas, las doncellas y los sirvientes. Lo veían a él escabullirse por los pasillos. ¿Y sabes de dónde salía el dinero que le daba a Nube Turgente? Del que tú le prestabas para lo que él llamaba sus «pequeños gastos», porque supuestamente estaba esperando un pago que se había retrasado.

Mi madre escuchó hasta el último detalle de la desagradable verdad. Creo que sentía lo que tantas veces me había herido a mí: el dolor de que el ser amado prefiera a otra persona. A mí me alegraba que sufriera. Quería que conociera el daño que me había causado. Quería que me diera a mí el suministro de amor que le había entregado a ese estafador.

Cuando Fairweather llegó para asistir a su propia ejecución, yo ya había ocupado mi sitio en la sala del bulevar. Sentía un cosquilleo de emoción. Mi madre se había puesto un vestido negro y rígido, como de luto. Cuando llegó él a mediodía (procedente sin duda de la cama de Nube Turgente), se asombró de encontrarla levantada y en su estudio, ataviada con un vestido que calificó de «poco sentador». De inmediato se ofreció para quitárselo.

—Mantén a tu amiguito bien guardado detrás de la bragueta —la oí decir a ella con sequedad.

Me produjo un gran regocijo que finalmente expresara el mismo disgusto que yo siempre había sentido por él. Criticó su vista para los negocios. Lo menospreció diciendo que sólo sabía adular a la gente para sacar beneficio. Lo tachó de parásito que pedía dinero prestado y nunca lo devolvía. Dijo que por fin lo veía como lo que realmente era: un hombre «cuyos chabacanos encantos salían a chorros por su triste manguerita para caer en la boca ansiosa de Nube Turgente».

Él, por su parte, achacó sus transgresiones con la cortesana a su adicción al opio. La joven lo había seducido únicamente con su pipa. El tiempo que pasaba con ella era tan memorable para él como una taza de té que se hubiera quedado frío. Me habría gustado que Nube Turgente lo hubiese oído. Le aseguró a mi madre que verla tan herida le había dado fuerza suficiente para emprender la curación y deshacerse a la vez de su vicio con el opio y de Nube Turgente. Ella guardó silencio. Yo estaba encantada. Fairweather volvió a repetir lo mismo, cambiando las palabras, y le recordó a mi madre que la adoraba y que nunca había amado a ninguna otra mujer.

—Compartimos un solo corazón y por eso no podemos separarnos.

La instó a mirar en su propio corazón y a comprobar que él estaba en su interior. Ella gruñó que lo dudaba mucho, pero me di cuenta de que empezaba a ablandarse.

Fairweather no dejaba de murmurar:

—Amor mío, mi vida, mi querida Lu…

¿La estaría conmoviendo? Yo habría querido gritar que la estaba engañando otra vez y que le había inoculado el veneno de su encanto. El tono de ella fue desgarrador cuando le confesó lo apenada que estaba. ¿Apenada? ¡Mi madre no reconocía ante nadie que estuviera triste! Entonces él masculló más palabras tiernas, hubo un silencio prolongado, y, de repente, ella levantó la voz.

—¡Quítame las manos de las tetas, sinvergüenza! Traicionaste mi afecto y te metiste en la cama con una cortesana de mi propia casa. Te reíste de mí, pero no voy a permitir que eso vuelva a pasar.

Él le declaró su amor una vez más y le dijo que ella era mucho más sabia y prudente que él. Insistió en que sus pecados no eran tan graves como ella los quería ver. No eran un crimen, sino simple estupidez. Nunca había querido mezclar su amor con favores económicos, pero ella siempre le ofrecía más. Se sentía abrumado por la gratitud, pero también tenía el orgullo herido porque era incapaz de rechazar regalos hechos con amor, incluso sabiendo que no podía retribuirlos. Por esa razón, había decidido no aceptar el nuevo préstamo que ella le había prometido unos días antes.

Mi madre empezó a maldecir y a soltar espumarajos. Jamás le había prometido ningún préstamo, ni siquiera de diez centavos. Fairweather insistió en que sí y le recordó su versión de una conversación durante la cual él le había dicho que la fábrica de pegamento en la que había invertido dinero necesitaba nueva maquinaria.

—¿No te acuerdas? —dijo—. Me preguntaste cuánto me hacía falta. Yo te dije que dos mil dólares, y tú replicaste: «¿Solamente eso? ¿Nada más?».

—¿Cómo puedes pretender que aquello fue una promesa? —dijo ella—. Jamás habría aceptado financiar otro de tus negocios dudosos. ¡Una plantación de caucho y ahora una fábrica de pegamento!

—La plantación fue rentable —insistió él—, hasta que el tifón destruyó nuestros árboles. Esta fábrica de pegamento no tiene ningún riesgo. Si hubiese sabido que no tenías intención de prestarme el dinero, no habría aceptado inversores, y me temo que algunos de ellos son clientes tuyos. Ellos también se arriesgan a perderlo todo y espero que no te culpen a ti por el desastre.

Yo habría entrado en tromba por la puerta cristalera si ella hubiera accedido a darle el dinero. Pero en lugar de eso, la oí decir con voz clara:

—Me da igual. No veré a ninguno de esos clientes cuando me haya marchado de Shanghái, ni tampoco te veré a ti, excepto en mi recuerdo, como un grandísimo charlatán.

Su respuesta fue una sucesión de juramentos con las peores combinaciones de palabras que había oído en mi vida. Yo no cabía en mí de dicha.

—Ni siquiera follas bien —dijo él al final.

Cerró la puerta de un golpe y siguió despotricando en voz alta mientras se alejaba por el pasillo.

Paloma Dorada vino de inmediato a reunirse con mi madre, que le hizo un resumen de lo sucedido con voz temblorosa.

—¿Todavía quieres a ese hombre?

—Si el amor es estupidez, entonces sí. ¿Cuántas veces me lo advertiste? ¿Por qué no fui capaz de verlo tal como es? ¿Qué me ha hecho? ¿Me ha hipnotizado? Toda la casa se está riendo de mí a mis espaldas, y aun así, si volviera a entrar por esa puerta…, no sé qué haría. ¡Me vuelvo tan débil cuando estoy con él!

Los rumores se extendieron en susurros por los pasillos. Yo escuchaba por las noches desde mi ventana. Los sirvientes lamentaban que Fairweather ya no nos visitara. Nadie culpaba a Nube Turgente. ¿Por qué iba a merecerlo Lulú Mimi más que ella? Además, Fairweather le había confesado su amor a Nube Turgente, que iba enseñando a todo el mundo el anillo que él le había regalado. Tenía el sello de su familia, emparentada con el rey de Escocia. Los sirvientes dieron su veredicto: ninguna mujer podía mandar sobre la fidelidad de un hombre, ni sobre los impulsos naturales de su virilidad. Nube Turgente se marchó de la casa antes de que mi madre tuviera ocasión de expulsarla. Se llevó algunos regalos de despedida: muebles y lámparas de su habitación, que no le pertenecían.

Pensé que nos habíamos deshecho del embaucador de corazones, pero poco después de que mi madre tomara la decisión de partir de Shanghái, Fairweather se presentó en su despacho. Mi madre me pidió que me fuera a mi habitación a estudiar, pero yo me metí en la sala del bulevar y apoyé el oído contra el cristal. Lo oí expresar con voz quebrada la tristeza que le producía la noticia de su marcha. Le dijo que lloraría amargamente su pérdida, la pérdida de una mujer poco común que nadie podría reemplazar, una mujer que él habría sido capaz de adorar por siempre, en la pobreza y en la vejez. No quería nada, excepto hablarle con sinceridad para que ella se llevara sus palabras y las recordara en el futuro, cuando llegaran malos tiempos. Lloró un poco para redondear el efecto y se marchó, indudablemente abrumado por su mala actuación.

Mi madre le contó a Paloma Dorada con voz entrecortada lo que había pasado.

—¿Estuviste tentada de ceder? —preguntó Paloma Dorada.

—Ni siquiera intentó tocarme si a eso te refieres.

—Pero ¿sentiste la tentación de ceder?

Se hizo un silencio.

—La próxima vez que venga —dijo Paloma Dorada—, me quedaré aquí contigo.

No tuvieron que esperar mucho. Llegó con profundas ojeras, despeinado y con la ropa desordenada.

—No he podido conciliar el sueño desde la última vez que te vi. Mi vida es una agonía, Lu. Tus palabras me han dolido, pero lo merezco, porque estoy padeciendo el dolor de la verdad. Nunca has sido cruel conmigo, al menos intencionadamente, pero el odio que me profesas se me hace insoportable. Lo siento aquí, físicamente. Lo siento de día y de noche. Me quema y me hiere. ¿Cómo he podido tratarte así yo, que conocía la traición de Lu Shing y sabía que merecías mucho más? Te merecías lo mejor de mí, ¡y mira lo que te he dado! Te he sido infiel con el cuerpo, sí, pero mi corazón y mi espíritu nunca han dejado de ser tuyos, total y constantemente tuyos. ¡Querida Lu, lo único que te pido es que entiendas y aceptes que te amo y que mi amor es sincero! Por favor, dime que me crees. Si no, no creo que merezca la pena seguir viviendo.

Cuando terminó, mi madre se echó a reír y él salió de la habitación como una tromba. Paloma Dorada se mostró muy satisfecha de que hubiera sido capaz de rechazarlo sin su ayuda.

Al día siguiente volvió a presentarse, recién peinado y con un buen traje.

—Salgo de Shanghái hacia Sudamérica. Aquí no queda nada para mí, ahora que tú te vas. —Su voz era triste pero serena—. Sólo he venido a decirte que nunca más volveré a molestarte. ¿Me permites que te bese la mano para despedirme?

Se puso de rodillas. Mi madre suspiró y le tendió la mano. Él la besó rápidamente y se apretó la palma contra la mejilla.

—Esto tendrá que durarme toda la vida. Sabes bien que no es cierto lo que dije acerca de tu falta de habilidad como amante. Sólo tú has sido capaz de llevarme hasta espasmódicas alturas de placer que ni siquiera sabía que existían. Hemos pasado momentos muy buenos juntos, ¿verdad? Espero que algún día puedas olvidar toda esta fealdad y recuerdes solamente aquellos instantes en que el placer nos dejaba tan exhaustos que ni siquiera podíamos hablar. ¿Te acuerdas? ¡Dios mío, Lu, querida Lu! ¿Cómo puedes arrebatarme esa dulzura? ¿No podrías regalarme al menos un recuerdo más? No puede hacernos ningún daño, ¿no crees? Sólo pido que me permitas regalarte un éxtasis más.

La miró desde el suelo donde estaba arrodillado y ella no dijo nada. Él le tocó una rodilla y ella siguió sin decir palabra. Le levantó la falda y le besó la rodilla. Yo sabía lo que vendría después. Lo vi en los ojos de mi madre. Se había vuelto tonta. Me marché de la habitación.

Paloma Dorada la regañó a la mañana siguiente.

—Ya veo que se te ha vuelto a pegar como una garrapata al cuerpo y al corazón. Lo veo en el brillo de tus ojos y en esa sonrisa leve que sólo se te nota en las comisuras de los labios. Estás recordando lo que te hizo anoche, ¿verdad? Ese tipo debe de poseer la magia de un millar de hombres, para ponerte suficiente lujuria entre las piernas y al mismo tiempo sorberte el cerebro.

—Lo de anoche no significó nada para mí —dijo mi madre—. Cedí por un momento a una vieja pasión. Nos divertimos entre las sábanas y nada más. He terminado con él.

Tres semanas después, Fairweather entró con paso despreocupado en la sala común, luciendo en la cara su sonrisa de chimpancé, y fue hacia mi madre con los brazos abiertos.

—Vas a tener que darme un beso, mi querida Lulú Minturn, porque acabo de reservarte dos camarotes en un barco que zarpa dentro de dos días. ¿No te parece suficiente prueba de amor?

Mi madre abrió mucho los ojos, pero no se movió. Fairweather le contó entonces que a través de la comunidad de negocios de Shanghái le había llegado su llamada de auxilio, y que aunque ella estaba enfadada con él, y él con ella, pensó que podía recuperar su confianza proporcionándole lo que tan desesperadamente ansiaba.

Los dos salieron de la sala común y se dirigieron al estudio de mi madre. Yo acabé rápidamente el desayuno, fui a la sala del bulevar y desarreglé unos cuantos libros y papeles sobre la mesa para crear una imagen de estudiosa actividad antes de apoyar el oído contra el frío cristal de la puerta. Oí entonces su nauseabundo discurso sobre el corazón roto y la vida sin propósito, y sobre cómo todo volvía a tener sentido para él desde que había encontrado una manera de ayudarla. La cubrió de palabras cariñosas, junto con los habituales votos de tristeza y dolor eternos. Después, cambió de registro.

—Fue divertido lo de la otra noche, ¿eh, Lu? ¡Dios santo! Nunca te había visto tan llena de fuego erótico. Se me incendian las entrañas con sólo recordarlo. ¿A ti no?

Hubo un largo silencio, y yo esperé que no se estuvieran besando, o algo peor.

—Apártate —dijo ella con sequedad—. Primero quiero saber un poco más acerca de tu propuesta para hacer las paces.

Él se echó a reír.

—Como quieras. Pero no olvides mi recompensa. Cuando sepas lo que te he conseguido, quizá quieras darme doble premio. ¿Estás lista? Tengo dos camarotes en un vapor que hace solamente tres escalas: Hong Kong, Hai Phong y Honolulú. Son veinticuatro días hasta San Francisco. Los camarotes no son de primera clase (todavía no soy Dios para obrar ese milagro), pero son decentes y están a babor. Lo único que necesito son vuestros pasaportes. No te preocupes. Ya tengo las reservas, pero para que sean firmes, mañana debo llevar vuestra documentación.

—Te daré el mío, pero una niña que viaja con su madre no necesita pasaporte.

—El agente de la naviera me ha dicho que se exige pasaporte a todos los pasajeros, hombres, mujeres y niños. Si Violeta no lo tiene, puedes presentar su partida de nacimiento en el consulado de Estados Unidos para que le expidan uno en seguida. Imagino que tendrás su partida de nacimiento, ¿no?

—Desde luego. La tengo aquí mismo.

Oí el ruido de las patas de una silla contra el suelo, el chasquido de una llave y el chirrido de un cajón al abrirse.

—¿Dónde está ese maldito certificado? —dijo mi madre en tono nervioso.

—¿Cuándo lo viste por última vez?

—No he tenido ningún motivo para buscarlo. Todos mis documentos importantes están aquí, guardados bajo llave.

Entre maldiciones, se puso a abrir y a cerrar con violencia más cajones.

—Cálmate —dijo él—. El consulado puede darte una copia de la partida sin ningún problema.

Me costaba oír lo que decía mi madre. Estaba mascullando entre dientes. Decía algo sobre el orden en su oficina e insistía en que nunca había perdido nada…

—Tranquilízate, Lulú —dijo Fairweather—. Ven aquí. Todo esto tiene fácil solución.

Ella volvió a murmurar y lo único que distinguí fue la palabra «robado».

—¡Por favor, Lu! ¡Un poco de sensatez! ¿Quién iba a querer robarte la partida de nacimiento de Violeta? No tiene sentido. Quítatelo de la cabeza. Mañana mismo iré al consulado y te conseguiré el certificado y el pasaporte. ¿Con qué apellido está registrada Violeta? Es lo único que necesito saber.

La oí mencionar el apellido «Tanner» y las palabras «marido» y «americano».

—¿Marido? —repitió Fairweather—. Sabía que lo querías y que vivisteis juntos, pero no que habías llegado a esos extremos por Violeta. Bueno, me alegro de que fuera así. Significa que es americana y legítima, y por lo tanto, una auténtica ciudadana estadounidense. Imagina lo difícil que habría sido todo esto si la hubieras registrado con el nombre de su verdadero padre, el chino.

Sentí sus palabras como un puñetazo. ¿Por qué sabía tanto de mí ese hombre despreciable?

Por la tarde, Fairweather regresó con expresión contrariada y subió con mi madre al estudio, mientras yo me apostaba en mi lugar habitual, en la sala del bulevar. Antes ya me había ocupado de dejar las puertas abiertas y las cortinas descorridas.

—No tienen registrado el nacimiento de Violeta —anunció él.

—Eso es imposible. Iré yo ahora mismo y conseguiré ese documento.

—Lulú, cariño, es inútil. Supongo que habrán perdido un archivador entero, y por mucho que insistas o amenaces, no vas a recuperar el certificado a tiempo para marcharte de Shanghái.

—Si no podemos conseguirle un pasaporte —dijo mi madre—, no iremos a ninguna parte. Nos quedaremos y esperaremos.

Estaba dispuesta a quedarse por mí. Me quería. Era una prueba de su amor que nunca hasta entonces me había dado.

—Imaginé que dirías eso y por eso he procurado encontrar una solución. Conozco a una persona muy encumbrada, un auténtico gerifalte, que ha accedido a echarnos una mano. No puedo revelar su identidad porque es alguien tremendamente importante. Pero en una ocasión le hice un favor y durante todos estos años he mantenido el secreto. Es algo referente al hijo de una persona cuyo nombre reconocerías, aunque para muchos no es más que un chino. Lo importante es que el gerifalte y yo somos muy buenos amigos, y me ha dicho que podemos conseguir todos los documentos necesarios para que Violeta viaje a Estados Unidos si simplemente declaro que soy su padre.

Estuve a punto de gritar de indignación. Mi madre se echó a reír.

—¡Me alegro de que no sea verdad!

—¿Por qué insultas así al salvador de tu hija? Me he tomado muchas molestias para ayudarte.

—Y yo estoy esperando que me digas cómo piensas hacerlo y qué esperas a cambio de tu falsa paternidad. No soy tan tonta para creer que nuestra pasión abrasadora de la otra noche ha sido suficiente compensación.

—Me conformo con que se repita una vez más. No pretendo sacar ningún beneficio, Lu. Sólo necesitaré dinero para los gastos.

—Y a propósito, ya que hablamos de honestidad, ¿cuál es tu verdadero nombre, el apellido que pretendes darle a Violeta?

—Lo creas o no, me llamo Fairweather, Arthur Fairweather. Yo mismo hice la broma del «buen tiempo» antes de que me la hicieran los demás.

Entonces mi falso padre reveló su plan. Mi madre tenía que darle el dinero necesario para comprar los dos camarotes en el barco y compensar al gerifalte. Él nos traería los billetes por la mañana y me llevaría a mí al consulado. A mediodía, mi madre enviaría nuestro equipaje al barco y embarcaría temprano para asegurarse de que ningún intruso se aposentara en nuestros camarotes.

Fairweather parecía demasiado despreocupado, hablaba con demasiada soltura para estar diciendo la verdad. Sólo quería el dinero de mi madre.

—¿Dudas de que pueda conseguir los papeles?

—¿Por qué no puedo ir yo al consulado, como madre suya que soy?

—Perdóname la franqueza, Lulú querida, pero el consulado de Estados Unidos no quiere que el nuevo gobierno chino lo acuse de hacer favores especiales a personas cuyos establecimientos atienden las necesidades de la carne. De repente, todo el mundo se ha vuelto muy puritano, y tú eres demasiado famosa y notoria. No creo que mi amigo el gerifalte quiera poner a prueba los límites de su influencia. Violeta quedará registrada con mi apellido, como hija mía y de mi difunta esposa Camille. Sí, ya ves, estuve casado, pero no pienso hablar de mi mujer por ahora. Cuando tengamos la partida de nacimiento y el pasaporte, Violeta y yo nos embarcaremos como un padre con su hija, y nos reuniremos felizmente contigo. ¿Por qué pones esa cara? ¡Sí, desde luego! ¡Viajaré contigo! ¿Por qué crees que iba a tomarme todas estas molestias si no fuera a acompañarte? ¿Sigues sin creerme cuando te digo que te quiero de verdad y que mi mayor deseo es permanecer para siempre a tu lado?

Hubo un largo silencio, e imaginé que se estarían besando. ¿Por qué le creía mi madre sin cuestionarle nada? ¿Un par de besos habían sido suficientes una vez más para vaciarle el cerebro? ¿Pensaba presentarle ese sinvergüenza a su hijo y decirle: «Éste es el querido y devoto padre de tu hermana»?

—Violeta y yo compartiremos un camarote —dijo mi madre por fin—, y tú tendrás el otro para ti solo, por respeto a la señora Fairweather, que en paz descanse, y en atención a mi «notoriedad», como tú dices.

—¿Quieres obligarme a cortejarte todo el camino, desde aquí hasta San Francisco? ¿Es eso?

Se hizo un silencio, y tuve la certeza de que se estaban besando de nuevo.

—Ahora hablemos de negocios —dijo ella—. ¿Cuánto te debo por esta muestra de afecto?

—Muy simple: el coste de los camarotes, el agradecimiento monetario al gerifalte y la desorbitada cuantía que él mismo indique de los sobornos que haya tenido que repartir. Esta clase de influencia no se consigue a bajo precio, ni de forma honesta. Cuando conozcas el importe, te preguntarás si los camarotes están revestidos de oro puro. Es una suma dolorosa, que además hay que pagar en dólares mexicanos de plata porque nadie sabe cuánto tiempo más aguantará la nueva moneda.

Hubo otro silencio y después se oyó una maldición de mi madre. Fairweather le repitió todos los detalles. Cuando mi madre le preguntó qué parte de esa suma se quedaría él para su propio beneficio, él levantó la voz y criticó airadamente su ingratitud después de todo lo que estaba haciendo por ella. Le dijo que no sólo había recurrido a todas sus relaciones y contactos, sino que por ella iba a marcharse de Shanghái en la más absoluta pobreza. Había una gran suma de dinero que debía cobrar dos semanas después, pero iba a dejarlo todo, incluidas varias facturas sin pagar, lo que significaba que ya nunca podría regresar a la ciudad. ¿Qué más prueba quería de lo mucho que la adoraba?

Siguió un silencio. Me puse nerviosa pensando que mi madre iba a creerse sus mentiras.

—Cuando estemos en el barco —dijo ella por fin—, te demostraré mi gratitud. Y si me has engañado, sabrás que mi venganza no conoce límites.

A la mañana siguiente, discutí con ella por el lastimoso plan. Ya se había puesto el traje que había elegido para el viaje: falda azul aciano y chaqueta larga, con sombrero, zapatos y guantes de cabritillo de color crema. Parecía que fuera a ir a las carreras. Se suponía que yo tenía que ponerme un ridículo conjunto marinero de falda y blusa que había enviado Fairweather para mí. Dijo que me haría parecer una patriótica niña americana y que era necesario tomar esa precaución para disipar cualquier duda acerca de mi inmaculada pureza. Pero yo estaba segura de que quería hacerme poner ese traje barato solamente para humillarme.

—No confío en él —dije mientras Paloma Dorada me ayudaba a ponerme la blusa.

Expuse mi argumento. ¿Alguien había ido al consulado para verificar que era cierto lo que decía? ¿No estaría allí mi partida de nacimiento después de todo? ¿Y quién era ese hombre tan influyente al que supuestamente conocía? Su único móvil era la codicia. ¿Cómo podía mi madre estar segura de que no iba a marcharse con su dinero en cuanto se lo diera?

—¿De verdad piensas que no me he planteado esas preguntas y otras cincuenta más?

Quería aparentar fastidio, pero yo veía que su mirada se movía sin cesar, como atenta al peligro en los rincones más oscuros. Tenía miedo. Dudaba.

—Lo he analizado todo —prosiguió, hablando atropelladamente— y he estudiado todos los aspectos del plan que él podría aprovechar para beneficiarse.

Siguió hablando sobre sus sospechas y las medidas que había tomado. Huevo Quebrado había enviado a una persona a averiguar si los billetes eran auténticos. Era cierto que estaban reservados y los había pagado alguien que esperaba recuperar el doble de lo invertido, y no el triple, como había dicho Fairweather. Pero ésa era su conducta habitual, y mi madre estaba dispuesta a pasarla por alto, siempre que consiguiera los billetes. También le habían confirmado que era obligatorio presentar los pasaportes para embarcarse. Y Paloma Dorada ya había visitado el consulado para comprobar si era verdad que mi partida de nacimiento había desaparecido. Por desgracia, sólo podían proporcionar esa información a los padres de la niña.

—¿Por qué se tomará Fairweather todas estas molestias? —se preguntó mi madre y, al cabo de un momento, ella misma se contestó—: Porque mover sus contactos y sus relaciones es su deporte favorito. Le encanta demostrar su influencia. ¿Tú qué crees, Paloma Dorada? ¿Debo confiar en él?

—En nada que tenga que ver con el amor —respondió ella—. Pero si se presenta aquí con los billetes, entonces habrá demostrado que puede cumplir sus promesas. Si no te trae los billetes, Huevo Quebrado recuperará el dinero para ti, junto con una rebanada de la nariz de ese sinvergüenza.

—¿Por qué tenemos que irnos tan precipitadamente? —exclamé—. Si esperamos un poco más, no necesitaremos su ayuda. Todo esto es por Teddy, ¿verdad? Por su culpa, tengo que fingir que Fairweather es mi padre. Por su culpa, tengo que abandonar a Carlota y morirme de pena.

—No te pongas histérica, Violeta —dijo mi madre—. No es sólo por Teddy, sino por todos nosotros. —Estaba jugueteando con los guantes. Era evidente que también estaba nerviosa—. Si no conseguimos tu pasaporte, mi decisión es definitiva: no iremos a ninguna parte.

Uno de sus guantes tenía un botón casi suelto y ella se lo quitó y lo arrojó sobre la mesa.

—Pero ¿qué prisa tenemos? Teddy no se irá de San Francisco.

Estaba de espaldas a mí.

—Shanghái está cambiando. Puede que en el futuro ya no haya lugar para nosotras. En San Francisco empezaremos de nuevo.

Recé para que Fairweather no viniera, para que se marchara con el dinero y demostrara así su calaña. Pero se presentó puntualmente a las nueve, cuando Paloma Dorada y yo estábamos aún en el estudio de mi madre. Se sentó y le entregó a mi madre un sobre.

Ella frunció el ceño.

—Aquí hay un billete para un solo camarote y una sola litera.

—Lulú, cariño, ¿cómo puede ser que aún no confíes en mí? Si llevas tú todos los billetes, ¿cómo quieres que embarquemos mi hija Violeta y yo? —Extrajo los otros dos pasajes del bolsillo delantero de la chaqueta y se los tendió—. Sólo tendrás que llamar a la puerta de mi camarote para comprobar que tu hija y tu humilde servidor están ahí. —Se incorporó y se puso el sombrero—. Será mejor que Violeta y yo nos pongamos en marcha y vayamos al consulado, porque de lo contrario todo este esfuerzo será inútil.

Todo sucedía con demasiada rapidez. Le eché a mi madre una mirada cargada de intención. «¡Por favor, no dejes que me lleve!», habría querido rogarle. Ella me miró con resignación. El corazón me palpitaba con tanta fuerza que sentía mareos. Levanté a Carlota, que había estado durmiendo debajo del escritorio, y me eché a llorar, enjugándome las lágrimas sobre su pelaje. Un sirviente se llevó mi maleta.

—¿Y por mí no lloras? —dijo Paloma Dorada.

Ni siquiera se me había ocurrido que no vendría con nosotras. ¿Cómo iba a pensarlo? Mi madre y ella eran como hermanas. Era una tía para mí. Fui hacia ella, la abracé y le agradecí todo lo que había hecho por mí. Me costaba entender que no fuera a volver a verla durante mucho tiempo, y quizá nunca más.

—¿Vendrás pronto a San Francisco? —pregunté entre lágrimas.

—No tengo ningún deseo de ir. Tendrás que volver a Shanghái para verme.

Paloma Dorada y mi madre bajaron la escalera conmigo. Yo estreché con tanta fuerza a Carlota que le hice soltar un gemido. Junto a la verja, vi que las cortesanas y sus doncellas ya se habían reunido para despedirme. Le agradecí a Huevo Quebrado lo mucho que me había cuidado. Él sonrió, pero tenía los ojos tristes. Pequeño Océano, que adoraba a Carlota, estaba a su lado. Yo apreté la cara contra el pelo de mi gata.

—Lo siento, lo siento —le dije.

Le prometí que regresaría a buscarla, pero sabía que probablemente no volvería a verla nunca más. Pequeño Océano le tendió los brazos y Carlota rodó hacia su pecho. No demostró ninguna pena por mi partida y eso me hizo daño. Pero cuando mi madre y yo atravesamos la verja, oí que Carlota me llamaba. Me volví y vi que se estaba debatiendo, tratando de soltarse y alcanzarme. Mi madre me rodeó la cintura con un brazo y me obligó a seguir adelante. Se abrió el portón y un coro de flores exclamó:

—¡Regresa! ¡No nos olvides! ¡No engordes demasiado! ¡Tráeme una estrella de la buena suerte!

—Será sólo un momento —me aseguró mi madre, pero vi un pequeño nudo de preocupación en su frente. Me acarició la cara—. Le he pedido a Huevo Quebrado que espere en el consulado y me envíe un mensaje en cuanto tengas tu pasaporte. Esperaré a recibirlo para embarcar. Fairweather y tú iréis directamente al barco, y nos encontraremos en la popa, para ver la salida del puerto.

—Mamá… —empecé a protestar.

—No me iré si tú no vienes conmigo —dijo ella con firmeza—. Te lo prometo. —Me dio un beso en la frente—. No te preocupes.

Fairweather me condujo hasta el coche de caballos. Yo me volví y vi a mi madre, que me saludaba con la mano. El nudo de preocupación seguía visible en su frente.

—¡A las cinco, en la popa del barco! —me gritó.

Por encima de sus palabras, cada vez más lejanas, oí el maullido de Carlota.