Capítulo 1

La Oculta Ruta de Jade

Shanghái

1905-1907

VIOLETA

A los siete años, sabía exactamente quién era yo: una niña del todo americana en cuanto a raza, modales y manera de hablar, cuya madre, Lulú Minturn, era la única mujer blanca que poseía una casa de cortesanas de primera categoría en Shanghái.

Mi madre me llamó Violeta por una florecita que le gustaba mucho cuando era niña en San Francisco, una ciudad que yo sólo había visto en postales. Llegué a odiar ese nombre. Las cortesanas lo pronunciaban igual que una palabra del dialecto de Shanghái: vyau-la, que es lo que se dice para ahuyentar a una alimaña. «Vyau-la! Vyau-la!», me saludaban siempre.

Mi madre adoptó un nombre chino, Lulú Mimi, que se parecía a su nombre americano. Su casa de cortesanas pasó a llamarse entonces la Casa de Lulú Mimi, pero los clientes occidentales la conocían por la traducción al inglés de los caracteres chinos que componían su nombre: la Oculta Ruta de Jade. No había ninguna otra casa de cortesanas de prestigio que atendiera tanto a clientes chinos como occidentales, muchos de los cuales figuraban entre los más acaudalados personajes del comercio internacional. Así pues, mi madre rompió tabúes en ambos mundos y lo hizo a lo grande.

Aquella casa de flores era todo mi mundo. No había nadie de mi edad, ni tenía ninguna amiguita americana. A los seis años, mi madre me inscribió en la Academia para Niñas de la Señorita Jewell. Había solamente catorce alumnas y todas eran crueles. Algunas de sus madres se habían opuesto a mi presencia y las hijas de esas señoras consiguieron unirse con todas las demás niñas en una conjura para expulsarme. Decían que yo vivía en una casa de «malas costumbres» y que nadie debía tocarme para no contagiarse. También le dijeron a la señorita que yo no dejaba de proferir palabrotas, cuando en realidad lo había hecho una sola vez. Pero el peor insulto vino de una niña mayor con unos ridículos ricitos. En mi tercer día de clase, yo acababa de llegar al colegio e iba andando por un pasillo, cuando esa niña vino hacia mí a toda prisa y, en un tono de voz suficientemente alto para que la oyeran la profesora y las niñas más pequeñas, me espetó:

—Te he oído hablando en chino con un mendigo. Eso significa que eres chinita.

No pude tolerar ni uno más de sus insultos. La agarré de los rizos y no la solté. Se puso a gritar, mientras una docena de puños me aporreaban la espalda y otro más me ensangrentaba los labios y me hacía saltar un diente que ya estaba flojo. Escupí, y por un segundo nos quedamos mirando el reluciente colmillo. Entonces me llevé las manos al cuello para conseguir un mayor efecto dramático y chillé «¡Me han matado!», antes de desplomarme. Una de las niñas se desmayó, al tiempo que la cabecilla se escabullía con la cara demudada, acompañada de sus secuaces. Recogí el diente —hasta ese momento una parte viva de mi persona—, y la profesora me aplicó un pañuelo anudado sobre la cara para contener la sangre, antes de enviarme a casa en rickshaw sin una palabra de consuelo. Ese mismo día mi madre decidió que estudiaría en casa.

Confusa, le conté lo que le había dicho al viejo mendigo: «¡Déjame pasar, lao huazi!». Hasta que mi madre me dijo que lao huazi era una palabra china que significaba «mendigo», yo no había notado que hablaba una mezcolanza de inglés, chino y shanghaiano. Por otra parte, ¿cómo iba a saber decir «mendigo» en inglés si nunca había visto a un abuelo americano acurrucado contra una pared, farfullando con la boca floja para darme pena? Antes de ir a la escuela, sólo hablaba mi peculiar lengua en la Oculta Ruta de Jade, con nuestras cuatro cortesanas, sus doncellas y las sirvientas. Las sílabas de sus comadreos, coqueteos, quejas y lamentaciones me entraban por los oídos y me salían por la boca, y mi madre no me decía nunca que hubiera algo incorrecto en mi forma de hablar cuando conversaba con ella. Para mayor complicación, mi madre también hablaba chino, y su ayudante, Paloma Dorada, hablaba igualmente inglés.

La acusación de la niña me siguió preocupando. Le pregunté a mi madre si ella hablaba chino de pequeña, y me respondió que Paloma Dorada le había dado clases. Después le pregunté si yo hablaba chino tan bien como las cortesanas.

—En muchos aspectos, lo hablas mejor —me dijo ella—. Con más belleza.

Me alarmé. Le pregunté entonces a mi nuevo tutor si los chinos tenían la habilidad natural de hablar chino mejor de lo que jamás podría hacerlo ningún americano, y él me contestó que la forma de la boca, la lengua y los labios de cada raza se adaptaban de forma óptima a su propio idioma, lo mismo que los oídos, que conducían las palabras al cerebro. Le pregunté entonces cómo explicaba que yo hablara chino, y él lo atribuyó al estudio y a lo mucho que había ejercitado la boca, que me permitía mover la lengua de varias maneras diferentes.

Estuve preocupada dos días más, hasta que la lógica y la deducción me llevaron a reivindicar mi raza. En primer lugar —razoné—, mi madre era americana, y aunque mi padre estaba muerto, era evidente que también había sido americano, porque yo tenía la piel blanca, el pelo castaño y los ojos verdes. Además, llevaba ropa occidental y zapatos normales; no me habían aplastado ni estrujado los pies como la masa de unos buñuelos para que me cupieran en unos zapatos diminutos. También era instruida, ¡y en materias difíciles, como la historia o la ciencia!

—Y sin más propósito que el saber en sí mismo —había dicho mi tutor.

La mayoría de las niñas chinas sólo aprendían buenos modales.

Tampoco pensaba yo como una china: no hacía reverencias delante de las estatuas, ni quemaba incienso, ni creía en los espíritus.

—Los espíritus son supersticiones, producto del miedo de los chinos —me había explicado mi madre—. Los chinos son un pueblo miedoso y por eso tienen muchas supersticiones.

Yo no era miedosa. Ni tampoco hacía las cosas de determinada manera solamente porque así se hubieran hecho durante los últimos mil años. Tenía el ingenio y la mentalidad independiente de los norteamericanos. Me lo había dicho mi madre. Por ejemplo, una vez se me ocurrió dar a los sirvientes tenedores modernos para que los usaran en lugar de los milenarios palitos. Pero mi madre les ordenó en seguida que devolvieran los cubiertos de plata. Me dijo que cada pieza valía más de lo que cualquiera de los sirvientes ganaba en un año, por lo que era posible que alguno sintiera la tentación de venderlos. Los chinos no tenían la misma idea de la honestidad que nosotros los americanos. Le di la razón. Si yo hubiera sido china, ¿habría dicho eso mismo de mí?

Cuando dejé de ir a la Academia para Niñas de la Señorita Jewell, prohibí a las cortesanas que me llamaran Vyau-la. Tampoco podían dirigirse a mí en términos cariñosos chinos, como «hermanita». Les pedí que me llamaran «Vivi». Sólo podían llamarme «Violeta» los que sabían pronunciar correctamente mi nombre, es decir, mi madre, Paloma Dorada y mi tutor.

En cuanto me cambié el nombre, me di cuenta de que podía cambiarlo tantas veces como quisiera, según mi humor o mis intenciones del momento, y al poco tiempo adopté mi primer apodo, como resultado de un accidente. Iba corriendo por el salón principal y choqué con un sirviente, cuya bandeja cargada de té y bocaditos fue a estrellarse contra el suelo. El sirviente exclamó que yo era un biaozi, un «pequeño torbellino», y la palabra me encantó. Yo era el Torbellino que soplaba a través de la afamada Oculta Ruta de Jade, con la cabeza nimbada de oscura y sedosa cabellera, y la gata persiguiendo la cinta que hasta ese momento me sujetaba el pelo. A partir de entonces, los sirvientes tuvieron que llamarme «torbellino» en inglés, Whirlwind, que ellos pronunciaban Wu-wu.

A mi gata, dorada como un zorrito, la quería con locura. Ella era mía y yo era suya, de una manera que no sentía con nadie más, ni siquiera con mi madre. Cuando la estrechaba contra mi pecho, ella me amasaba con las patitas el canesú del vestido y me destrozaba el delicado encaje convirtiéndolo en una red de pesca. Tenía los ojos verdes como yo y un brillo dorado en todo el pelaje a manchas negras y castañas que resplandecía a la luz de la luna. Mi madre me la había regalado cuando le dije que quería tener un amigo. Había pertenecido a un pirata —me confió— que la había llamado Carlota por el nombre de la hija del rey portugués que él mismo había raptado. Cualquiera podía tener un amigo, pero nadie más tenía una gata que hubiese pertenecido a un pirata. Los gatos eran fieles, a diferencia de los amigos. Mi madre me dijo que lo sabía por experiencia.

Casi todos en la casa tenían miedo de mi gata pirata, que arañaba a todo el que quisiera echarla de los sillones y aullaba como un fantasma cuando se quedaba encerrada en un armario. Si percibía miedo en quienes se le acercaban, erizaba el pelo y les demostraba que hacían bien en respetarla. Paloma Dorada congelaba el movimiento cada vez que veía aproximarse a Carlota. Un gato montés la había herido gravemente en la infancia y había estado a punto de morir de fiebre verde purulenta a raíz de las heridas. Mi gatita mordía con fuerza y rapidez a todo el que intentara cogerla, y si alguien pretendía acariciarla sin mi permiso, enseñaba las uñas. Una vez mató a un chico de diecisiete años llamado Lealtad Fang, que había venido a la Oculta Ruta de Jade con su padre. Yo estaba buscando a Carlota y la descubrí debajo de un sofá. El chico estaba en medio y empezó a parlotear en una lengua que me resultó incomprensible. Antes de que pudiera advertirle que no tocara a Carlota, él se agachó y la agarró por la cola, a lo que ella le hincó las uñas en un brazo y le arrancó cuatro cintas ensangrentadas de carne y piel. El muchacho se puso blanco como un papel, rechinó los dientes y se desmayó, mortalmente herido. Su padre se lo llevó a casa y Paloma Dorada comentó que seguramente moriría. Después, una de las cortesanas confirmó que había fallecido y dijo que era una pena que el joven no hubiera llegado a disfrutar nunca de los placeres del boudoir. Aunque la culpa había sido del chico, tuve miedo de que me quitaran a Carlota para ahogarla.

Conmigo, Carlota era diferente. Cuando la llevaba en brazos, era blanda y tierna. Por la noche ronroneaba contra mi pecho, y por la mañana me gorjeaba para despertarme. Solía guardarme en el bolsillo del delantal trocitos de salchicha para ella y también una pluma verde de loro atada a un cordel, que usaba para sacarla de su escondite debajo de uno de los muchos sofás del salón. Sus patas asomaban entre los flecos del tapizado cuando intentaba atrapar la pluma. Juntas corríamos por el laberinto que formaban los muebles, y ella saltaba a las sillas y a las mesas, trepaba por las cortinas y se encaramaba al reborde de los paneles de madera de las paredes para llegar a donde yo quería que fuera. El salón era nuestro parque de juegos, mío y de Carlota, y nuestro parque estaba situado en una antigua casa encantada que mi madre había transformado en la Oculta Ruta de Jade.

En varias ocasiones la oí contar a periodistas occidentales que la había comprado prácticamente por nada.

—Si quieres ganar dinero en Shanghái —decía—, aprovéchate del miedo de la gente.

LULÚ

Esta mansión, caballeros, fue construida hace cuatrocientos años como residencia de verano de Pan Ku Xiang, estudioso de gran fortuna y poeta de prestigio, cuyos méritos líricos se desconocen porque sus escritos ardieron y se esfumaron. Los terrenos y los cuatro edificios originales de la finca ocupaban una hectárea y media, el doble que en la actualidad. El grueso muro de piedra es el original, pero las alas oriental y occidental tuvieron que ser reconstruidas tras ser consumidas por un misterioso incendio, el mismo que devoró los escritos poéticos del sabio. Una leyenda transmitida a lo largo de cuatrocientos años cuenta que una de sus concubinas inició el fuego en el ala occidental, y que su mujer murió gritando en el ala oriental, rodeada por las llamas. Si es cierto o no, ¿quién puede saberlo? Pero toda leyenda que merezca la pena debe incluir un asesinato o dos, ¿verdad?

Cuando murió el sabio, su primogénito encargó a los mejores canteros una estela apoyada en una tortuga y coronada por un dragón, símbolos honoríficos reservados a los altos funcionarios, aunque ningún documento del condado probara que el poeta lo hubiera sido alguna vez. Muchos años después, cuando su bisnieto llegó a ser el jefe de la familia, la estela se había caído y yacía casi oculta entre hierbas y arbustos espinosos. La intemperie había transformado en muescas ilegibles el nombre y las alabanzas al viejo sabio. No era ésa la reverencia eterna con que había soñado el poeta. Con el tiempo, sus descendientes malbarataron la finca y empezó la maldición. Al día siguiente de recibir el dinero de la venta, su tataranieto sintió un dolor quemante y repentino, y murió en el acto. Un ladrón mató a otro de sus descendientes. Los hijos de aquellos hombres fueron muriendo por distintas causas, ninguna de las cuales fue la vejez. Sobre los compradores recayeron también toda clase de desgracias: golpes de mala suerte, esterilidad, demencia y otras desdichas. La casa, cuando la encontré, era una monstruosidad abandonada en medio de una jungla de plantas trepadoras y arbustos invasivos, un refugio perfecto para los perros salvajes. Compré la propiedad por el precio de una canción china. Tanto los occidentales como los chinos me decían que era una locura comprarla, al precio que fuera. Jamás conseguiría que un carpintero, un cantero o un culi atravesara el umbral de la mansión encantada.

¿Qué habrían hecho ustedes, caballeros? ¿Darse por vencidos y ponerse a evaluar sus pérdidas? Yo contraté a un actor italiano, un jesuita de tez oscura caído en desgracia, cuyos rasgos parecían más asiáticos cuando se echaba el pelo hacia atrás a la altura de las sienes, como hacen los cantantes de la ópera china para resaltar dramáticamente sus ojos rasgados. El actor se puso los ropajes de un maestro de feng shui, y enviamos a varios niños a repartir octavillas para anunciar la celebración de una feria delante de la casa encantada. Instalamos puestos de comida y llevamos acróbatas, contorsionistas, músicos, frutas exóticas y una máquina que fabricaba caramelos masticables. Cuando llegó el maestro de feng shui sentado en su palanquín, con su ayudante chino, varios cientos de personas lo estaban esperando: niños con sus ayas, sirvientes y conductores de rickshaws, cortesanas y madamas, sastres y otros muchos proveedores de chismorreos.

El maestro de feng shui pidió que le llevaran fuego en un caldero. Extrajo de entre sus ropajes un pergamino y lo arrojó a las llamas mientras salmodiaba un sinsentido en jerigonza tibetana y rociaba el fuego con vino de arroz para avivarlo.

—Ahora entraré en la mansión maldita —anunció el actor a la multitud congregada— y convenceré al fantasma del poeta Pan para que se vaya. Si no regreso, os ruego que me recordéis como a un buen hombre que dio su vida por el bien de sus semejantes.

Las previsiones de peligro mortal siempre son útiles para que la gente se crea cualquier invención. El público lo vio entrar donde nadie se había atrevido a pisar. Al cabo de cinco minutos regresó, y la gente murmuró emocionada. El maestro de feng shui declaró que había encontrado al poeta fantasma metido en un tintero de su estudio y que había mantenido con él una agradable conversación sobre su poesía y su pasada gloria. El poeta se había quejado de que sus descendientes lo habían relegado a un prematuro anonimato. Su monumento se había convertido en una losa cubierta de musgo donde meaban los perros. El maestro de feng shui prometió erigirle una estela mejor incluso que la anterior. El poeta se lo agradeció y de inmediato abandonó la casa, hasta entonces maldita, para reunirse con su esposa asesinada.

De ese modo quedó superado el primer obstáculo. Después tuve que vencer el escepticismo que suscitaba un club social abierto a la vez a visitantes chinos y occidentales. ¿Quién habría querido venir? Como saben ustedes, la mayoría de los occidentales considera a los chinos inferiores tanto en el plano intelectual como en los aspectos morales y sociales. Parecía poco probable que estuvieran dispuestos a compartir con ellos el brandy y los cigarros.

Los chinos, por su parte, se sienten agraviados por la prepotencia con que los extranjeros tratan a Shanghái, como si el puerto y la ciudad fueran suyos, y por el modo en que la gobiernan con sus tratados y sus leyes. Los extranjeros no confían en los chinos y los ofenden hablándoles en pidgin, aunque su inglés sea tan refinado como el de un lord británico. ¿Por qué iban a hacer negocios los chinos con gente que no los respeta?

La respuesta es sencilla: por dinero. El comercio exterior es su interés común, el idioma que todos hablan, y yo los ayudo a hablarlo en un ambiente que disipa todas las reservas que puedan tener.

A nuestros huéspedes occidentales les ofrezco un club social con los placeres a los que están acostumbrados: billares, juegos de cartas, los mejores cigarros y un buen brandy. En ese rincón, ven ustedes un piano. Al final de cada noche, los rezagados se reúnen a su alrededor y entonan los himnos y las canciones de amor de sus respectivos países. Tenemos a varios que se creen el primo de Caruso. A nuestros huéspedes chinos les proporcionamos los placeres de una casa de cortesanas de primera categoría, donde los clientes respetan los protocolos del cortejo. Esto no es una casa de prostitución como las que conocen los clientes occidentales. También ofrecemos a nuestros huéspedes chinos los servicios occidentales que actualmente cabe esperar de una casa de cortesanas de prestigio: billares, naipes, el mejor whisky, cigarros además de opio y chicas guapas que tocan instrumentos, conocen las viejas canciones chinas y animan a los hombres a cantarlas con ellas. Nuestros salones son superiores a los de cualquier otra casa. La diferencia está en los detalles, y como soy americana, llevo esa convicción en la sangre.

Llegamos ahora al lugar del encuentro entre Oriente y Occidente: el gran salón, donde coinciden los hombres de negocios de ambos mundos. Imaginen la animación que hay aquí cada noche. En esta sala se han forjado muchas fortunas, y todas empezaron con una presentación mía y un primer apretón de manos entre dos hombres. Caballeros, esto es una lección para cualquiera que desee hacer fortuna en Shanghái. Cuando la gente dice que una idea es imposible, se vuelve imposible. Pero en Shanghái no hay nada imposible. Hay que combinar lo antiguo con lo moderno, redecorar la casa, por así decirlo, y montar un buen espectáculo. Hacen falta ingenio y audacia. ¡Bienvenidos sean los oportunistas! Entre estas paredes se revela el camino a la riqueza a todo aquel que disponga de un mínimo de diez mil dólares para invertir o de una influencia igual de valiosa. Tenemos nuestras normas.

Cuando alguien llegaba a los portones de la mansión, le bastaba un vistazo para saber que estaba entrando en una buena casa con una historia digna de respeto. El pasaje abovedado de la entrada aún conservaba la losa labrada correspondiente a un estudioso de la época Ming, con restos de líquenes en las esquinas como prueba de autenticidad. El lacado rojo de los gruesos portones se renovaba periódicamente y los apliques de latón siempre estaban lustrosos y resplandecientes. En cada columna había un panel con los dos nombres de la casa: Oculta Ruta de Jade, en inglés, a la derecha, y Casa de Lulú Mimi, en chino, a la izquierda.

Atravesar los portones y entrar en el patio delantero era como retroceder a los tiempos en que el poeta fantasma era el amo y señor de la casa. El jardín era sencillo y de proporciones clásicas, desde los estanques con peces hasta los pinos nudosos y retorcidos. La casa era más bien austera, con fachada de sobria escayola gris sobre piedra y ventanas de celosías cuyo entramado formaba un simple patrón de hielo resquebrajado. Los aleros de la cubierta de tejas grises se curvaban hacia arriba, pero no en exceso, sino apenas lo suficiente para recordar las alas de los murciélagos, portadores de buena suerte. Delante de la casa se erguía la estela del poeta, restaurada y devuelta a su posición original, con una tortuga en la base y un dragón en lo alto, y una inscripción que proclamaba que pasarían diez mil años y el sabio aún seguiría siendo recordado.

Una vez en el vestíbulo, sin embargo, todos los signos de la dinastía Ming desaparecían. El visitante encontraba a sus pies un colorido patrón de azulejos moriscos y, delante, un muro de cortinas de terciopelo rojo, que al descorrerse daban paso a un «palacio de delicias celestiales», como lo llamaba mi madre. Era el gran salón, decorado enteramente al gusto occidental. El estilo occidental estaba de moda en las mejores casas de cortesanas, pero el de mi madre destacaba por su autenticidad y su audacia. Cuatrocientos años de fríos ecos quedaban amortiguados por tapices multicolores, gruesas alfombras y una plétora de divanes bajos, rígidos canapés, mullidas tumbonas y otomanas turcas. Había jarrones sobre pedestales, con peonías del tamaño de la cabeza de un bebé, y mesitas redondas para el té, con lámparas que conferían al salón el meloso fulgor ambarino de un atardecer. Sobre los burós, los visitantes encontraban cigarros en humidificadores de marfil y cigarrillos en jarras de cloisonné y filigrana. Los copetudos sillones estaban rellenos con tanta guata que se confundían con los traseros de la gente que se sentaba en ellos. Algunos de los adornos resultaban muy divertidos para los visitantes chinos. Por ejemplo, los jarrones blancos y azules importados de Francia estaban decorados con imágenes de personajes chinos cuyas caras recordaban a Napoleón y a Josefina. Pesadas cortinas de mohair con borlas verdes, rojas y amarillas cubrían las celosías; sus flecos, gruesos como dedos, eran el juguete favorito de Carlota. Candelabros y apliques de pared iluminaban varias escenas de diosas romanas de mejillas sonrosadas y blancos cuerpos musculosos que retozaban junto a caballos igualmente fornidos. A muchos hombres chinos les oí decir que eran figuras grotescas, representantes, en su opinión, de escenas de bestialismo.

A la derecha y a la izquierda del gran salón, se abrían puertas que conducían a salitas más pequeñas e íntimas, y esas salas, a su vez, daban paso a pasillos cubiertos que atravesaban el patio y desembocaban en la antigua biblioteca del viejo poeta, su estudio de pintura y el templo familiar, todos ellos ingeniosamente transformados en salones donde los hombres de negocios podían invitar a cenar a sus amigos, en compañía de delicadas cortesanas que sabían cantar con verdadero sentimiento.

Al fondo del gran salón, mi madre había instalado una escalera curva y alfombrada, con pasamanos de madera lacada en rojo, que permitía subir a tres balcones tapizados de terciopelo, construidos a imagen y semejanza de los palcos en los teatros de la ópera. Los balcones dominaban el gran salón, y desde allí contemplaba yo las fiestas mientras Carlota se paseaba por la balaustrada.

La actividad empezaba después del anochecer, y los carruajes y rickshaws seguían llegando durante toda la noche. Huevo Quebrado, el portero, memorizaba los nombres de los invitados y no dejaba pasar a nadie más. Desde mi mirador, yo veía a los hombres que aparecían entre las cortinas rojas y entraban en el salón palaciego. Distinguía perfectamente a los primerizos, que se quedaban mirando la escena y recorrían lentamente el salón con la vista, sin acabar de creerse que chinos y occidentales pudieran saludarse y hablar civilizadamente. El recién llegado occidental tenía entonces su primera oportunidad de ver a las cortesanas en su hábitat natural. Quizá sólo las hubiese visto fugazmente en un carruaje, por la calle, con pieles y sombreros. Pero allí las tenía a su alcance. Podía acercarse a una de ellas, hablarle y admirarla sonriendo, pero sabía de sobra que no le estaba permitido tocarla. A mí me encantaba observar el respeto reverencial que inspiraba mi madre en hombres de diferentes naciones. Ella tenía el poder de dejarlos sin habla desde el momento en que entraban en la sala.

Nuestras cortesanas figuraban entre las más admiradas y talentosas de todas las que trabajaban en las mejores casas de Shanghái. Elegantes, dueñas de una seductora timidez y de un electrizante talento para eludir los avances de sus admiradores, cantaban y recitaban poemas con sentida emoción. Las llamaban «las Bellas Nubes», porque todas llevaban la palabra «nube» en su nombre, como sello identificador de la casa a la que pertenecían. Cuando se marchaban del establecimiento, ya fuera para casarse, ingresar en un convento budista o trabajar en una casa de menor categoría, la nube se evaporaba de su nombre. Las que vivían con nosotras cuando yo tenía siete años eran Nube Rosada, Nube Ondulante, Nube Nevada y, mi favorita, Nube Mágica. Todas las chicas eran muy listas. Casi todas llegaban a los trece o catorce años y se marchaban a los veintitrés o veinticuatro.

Mi madre establecía las reglas sobre la manera de tratar a los huéspedes y sobre la parte de sus gastos y ganancias que debían pagar a la casa. Paloma Dorada controlaba la conducta y la apariencia de las cortesanas, y se aseguraba de que cumplieran las normas y mantuvieran la reputación de una casa de primera categoría. Ella sabía muy bien con cuánta facilidad puede perder una chica su prestigio. En otro tiempo había sido una de las cortesanas más valoradas de la ciudad, hasta que su cliente permanente le rompió los incisivos y la mitad de los huesos de la cara. Cuando al cabo de un tiempo se recuperó, aunque con el rostro ligeramente torcido, se encontró con que otras flores habían ocupado su sitio. Tampoco pudo acallar las habladurías de quienes afirmaban que debía de haber ofendido muy gravemente a su cliente, para que un hombre tan apacible reaccionara con tanta violencia.

Pero por muy atractivas que fueran las cortesanas, todos los huéspedes, tanto los chinos como los occidentales, ansiaban por encima de todo ver a una mujer: mi madre. Era fácil distinguirla desde mi mirador, por la esponjosa masa de rizos castaños que adornaba sus hombros con descuidado estilo. Mi pelo se parecía mucho al suyo, sólo que era más oscuro. Su piel tenía un matiz moreno, y ella contaba con orgullo que unas gotas de sangre de Bombay corrían por sus venas. Con toda honestidad, nadie, ni chino ni extranjero, habría descrito a mi madre como una gran belleza. Tenía la nariz grande y aguileña, como esculpida con un cuchillo de mondar la fruta, y la frente alta y ancha, signo inequívoco de una naturaleza cerebral, como decía Paloma Dorada. La barbilla le sobresalía como un belicoso puño cerrado y sus pómulos trazaban un ángulo afilado. Tenía el iris desusadamente grande, dentro de unas órbitas profundas y oscuras, bordeadas de espesas pestañas. Pero todos coincidían en que era cautivadora, mucho más que cualquier mujer de rasgos regulares y gran belleza. Todo en ella era fascinante: su sonrisa, su voz grave y melodiosa, sus lánguidos y provocativos movimientos… Brillaba. Resplandecía. Si un hombre recibía una mirada fugaz de sus penetrantes ojos, quedaba hechizado. Lo vi miles de veces. Conseguía hacer creer a todos los hombres que eran especiales para ella.

Tampoco tenía rival en cuanto a estilo. Vestía la ropa que ella misma se diseñaba. Mi favorito era un traje de organza de seda de color lila casi transparente, que flotaba sobre un canesú de seda salvaje de color rosa pálido. Un bordado de sinuosas plantas trepadoras de hojas diminutas le llegaba al escote y parecía florecer en dos capullos de rosa. Quien pensara que también esas rosas eran de seda, estaría sólo parcialmente en lo cierto, porque una de ellas era una rosa auténtica que iba perdiendo los pétalos y desprendiendo su aroma a medida que avanzaba la noche.

Desde el balcón, yo seguía los movimientos de mi madre mientras ella iba y venía por el salón, arrastrando la cola del vestido y dejando a su paso una estela de admiración masculina. La veía volverse hacia un lado para hablar en chino con un huésped, y después hacia otro para conversar con un occidental, y me daba cuenta de que todos los hombres se sentían privilegiados por ser el objeto de su atención. Todos querían lo mismo de mi madre: su guanxi, como decían los chinos, o sus influyentes conexiones, como afirmaban los occidentales. Les atraía su trato de amistosa familiaridad con muchos de los chinos y occidentales más poderosos y de mayor éxito de Shanghái, Cantón, Macao y Hong Kong, así como su amplio conocimiento de los negocios y las oportunidades que esos hombres podían tener al alcance de la mano. El magnetismo de mi madre era su capacidad para guiar a los hombres hacia las oportunidades de beneficio.

Las envidiosas madamas de las otras casas decían que mi madre conocía a esos hombres y sus secretos porque se acostaba con todos ellos, con cientos de hombres de todos los colores, o que los chantajeaba tras averiguar los medios ilícitos que habían empleado para ganar su dinero, o que todas las noches los drogaba. ¡Quién sabe lo que habría tenido que hacer para que todos esos hombres le revelaran sus secretos!

La verdadera razón de su éxito empresarial tenía mucho que ver con Paloma Dorada. Mi madre lo decía a menudo, pero con tantos rodeos que sólo pude enterarme de algunos fragmentos de la historia, una historia que en su conjunto parecía demasiado fantástica para ser cierta. Supuestamente, Paloma Dorada y ella se habían conocido unos diez años antes, cuando ambas vivían en una casa del pasaje Floral Oriental. Al principio, Paloma Dorada dirigía un salón de té para marineros chinos. Poco tiempo después, mi madre abrió una taberna para piratas, y entonces Paloma Dorada inauguró un salón de té más selecto, para capitanes y oficiales. Mi madre montó a continuación un club privado para armadores de barcos, y las dos siguieron rivalizando, hasta que mi madre abrió la Oculta Ruta de Jade y ésa fue la jugada definitiva. Durante todo ese tiempo, mi madre le enseñó inglés a Paloma Dorada, y ésta le enseñó chino a mi madre, mientras las dos se ejercitaban en la práctica de un ritual llamado momo, utilizado por los ladrones para robar secretos. Paloma Dorada decía que el momo consistía simplemente en estarse callada. Pero yo nunca la creí.

A veces bajaba de mi mirador con Carlota y me abría paso entre un alto laberinto de hombres en traje oscuro. Pocos me prestaban atención. Era como ser invisible, excepto para los sirvientes, que a los siete años ya no me temían por ser un torbellino, pero me trataban como si fuera uno de esos arbustos que van dando tumbos por el desierto.

Por mi baja estatura, nunca podía ver más allá de los corrillos que formaban los hombres, pero oía la voz clara de mi madre, acercándose o alejándose, mientras saludaba a cada cliente como si fuera un amigo perdido tiempo atrás. Reprendía gentilmente a los que llevaba mucho tiempo sin ver, y ellos se sentían halagados de que los hubiera echado de menos. Yo observaba su manera de conseguir que todos los hombres estuvieran de acuerdo con todo lo que ella decía. Si dos huéspedes expresaban opiniones enfrentadas, ella no tomaba partido, sino que se situaba por encima de su conflicto, como una diosa, y guiaba los puntos de vista de ambos hasta hacerlos coincidir. No cambiaba sus palabras, pero alteraba sutilmente el tono, la intención, el interés y la voluntad de cooperación.

También sabía perdonar los lapsus, que se producían con cierta frecuencia, como en todas las relaciones entre naciones. Recuerdo que una noche estaba yo junto a mi madre, cuando ella hizo las presentaciones entre el señor Scott, un británico propietario de molinos, y un banquero llamado Yang. El señor Scott se lanzó de inmediato a contar una anécdota sobre la suerte que había tenido ese día en las carreras. Por desgracia, el señor Yang hablaba un inglés perfecto, por lo que mi madre no pudo distorsionar el contenido de la conversación mientras el señor Scott hablaba animadamente de su tarde en el hipódromo.

—Aquel caballo pagaba doce a uno. En el último cuarto de milla, empezó a devorar la pista y a ganar velocidad a medida que se acercaba a la meta. —Entornó los ojos, como si estuviera viendo una vez más la carrera—. ¡Ganó por cinco cuerpos! ¿Le gustan las carreras, señor Yang?

—No he ido nunca al hipódromo —respondió el señor Yang con fría diplomacia—, ni tampoco ningún chino que yo conozca.

El señor Scott se apresuró a replicar:

—¡Entonces tenemos que ir juntos! ¿Le parece bien mañana?

Con expresión grave, el señor Yang repuso:

—Según las leyes occidentales de la Concesión Internacional, tendría que ir como su sirviente.

La sonrisa del señor Scott se evaporó. Había olvidado la prohibición. Echó una mirada nerviosa a mi madre, y ella dijo en seguida en tono ligero:

—Señor Yang, la próxima vez que vaya usted a la Ciudad Amurallada, debería llevar al señor Scott como conductor de su rickshaw. Puede pedirle que corra tanto como ese caballo ganador suyo. De esa forma, quedarán ustedes en paz.

Tras las risas que siguieron, añadió:

—Y ya que hablamos de correr, les recuerdo que tenemos que unir cuanto antes nuestros esfuerzos para asegurarnos la aprobación de la ruta marítima a través de Yokohama. Conozco a alguien que puede ayudar. ¿Quieren que le envíe un mensaje mañana?

La semana siguiente, llegaron tres regalos en efectivo: uno del señor Yang, otro de mayor importe enviado por el señor Scott y un tercero del funcionario que había facilitado el trato, porque tenía un interés financiero en el asunto.

Yo veía cómo cautivaba mi madre a los hombres, que actuaban como si estuvieran enamorados de ella. Sin embargo, no les estaba permitido hacerle ninguna confesión de amor, por auténtica que fuera. Estaban advertidos de que jamás consideraría sinceras sus protestas de pasión y que las vería como simples artimañas para obtener una ventaja injusta. Había prometido expulsar para siempre de la Oculta Ruta de Jade a todo el que intentara ganarse su afecto. Rompió su promesa con un solo hombre.

Detrás de los balcones había dos pasillos, y en medio, una sala común, donde solíamos comer. Al otro lado de una galería circular, había un salón más grande, al que denominábamos la «Sala Familiar». Había en su interior tres mesas de té con sus sillas, así como mobiliario occidental. Allí se reunía mi madre con el sastre, el zapatero, el recaudador de impuestos, el banquero y las otras personas que venían a casa a tratar asuntos aburridos. De vez en cuando celebrábamos allí el simulacro de boda entre una cortesana y un pretendiente que había firmado un contrato al menos por dos temporadas. Cuando la sala no estaba ocupada, que era lo más habitual, las Bellas Nubes la usaban para tomar el té y comer semillas azucaradas mientras charlaban despreocupadamente sobre un pretendiente que ninguna quería, o un restaurante nuevo que servía comida extranjera, o la caída en desgracia de una cortesana de alguna otra casa. Se trataban entre ellas como hermanas, atadas por las circunstancias a esa casa, en ese instante de sus breves carreras. Se consolaban mutuamente, se daban ánimos y a veces discutían por nimiedades, como los gastos de la comida que compartían. Había celos y envidia entre ellas, pero eso no impedía que se prestaran broches y brazaletes. Todas contaban la misma historia de cómo habían tenido que separarse de sus respectivas familias y al final lloraban juntas un buen rato, confortándose las unas a las otras.

—Nadie debería soportar un destino tan amargo. —Era un comentario frecuente.

—Ojalá se pudra ese perro piojoso. —Era otro.

Un pasillo conducía a un patio flanqueado por dos grandes alas, dispuestas como cuadrángulos en torno a un patio interior más pequeño. El ala sudoeste, donde vivían las Bellas Nubes, estaba a la izquierda. Un pasaje cubierto que discurría a lo largo de los cuatro lados del edificio era la ruta que seguía cada cortesana para llegar a sus aposentos. La de menor rango tenía la habitación más cercana al pasillo y la menos íntima, ya que las otras cortesanas tenían que pasar delante de su ventana y de su puerta para llegar a las suyas. La de mayor categoría tenía la más alejada del pasillo y, por lo tanto, disfrutaba de más intimidad. Las habitaciones, de forma alargada, estaban divididas por la mitad. A un lado de una alta celosía de madera, la Bella Nube y su huésped podían disfrutar de una cena íntima. Detrás de la mampara se encontraba el boudoir, con una ventana orientada al patio interior, ideal para mirar la luna. Cuanto más admirada era una cortesana, mejor decorada estaba su habitación, a menudo adornada con costosos regalos de sus clientes y admiradores. El estilo de los boudoirs era más chino que el de los salones. Los clientes preferían saber con seguridad dónde reclinarse para fumar, o dónde hacer sus necesidades, o dónde echarse a dormir cuando estuvieran exhaustos o a punto de caer agotados.

Mi madre, Paloma Dorada y yo vivíamos en el ala nordeste. Mi madre tenía habitaciones independientes que daban a dos frentes del edificio. Una de ellas era su dormitorio y la otra, su estudio, donde decidía con Paloma Dorada quiénes serían los invitados de cada noche. Yo siempre me reunía con ella a mediodía, para comer, y después la acompañaba a su dormitorio, donde se arreglaba para la velada. Para mí era el momento más feliz del día. Durante esas horas de ocio, ella me preguntaba por mis estudios y a menudo ampliaba con datos interesantes los temas que estaba estudiando. También me pedía explicaciones por las infracciones que yo había cometido y que habían llegado a sus oídos. Me preguntaba, por ejemplo, qué había hecho para que una de las doncellas quisiera suicidarse, por qué le había contestado mal a Paloma Dorada o cómo era posible que hubiera roto otro vestido más. Yo le daba mi opinión sobre una nueva cortesana, sobre el sombrero nuevo que se había puesto, sobre la última travesura de Carlota, o sobre cualquiera de los muchos asuntos que me parecían importantes para la administración de la casa.

Había otra sala junto al estudio de mi madre, separada de éste por puertas cristaleras cubiertas con gruesas cortinas para mayor intimidad. A esa sala, que tenía diferentes usos, la llamábamos «la del bulevar» porque sus ventanas daban al camino de Nankín. Allí recibía yo las lecciones de mis tutores americanos durante el día. Sin embargo, si mi madre o Paloma Dorada tenían huéspedes llegados de fuera de la ciudad, los alojaban en esa habitación. De vez en cuando, por un fallo en la planificación o un exceso de popularidad, una de las cortesanas reservaba la misma noche para dos clientes. Cuando así sucedía, recibía a uno en la sala del bulevar y al otro en su boudoir. Si era hábil y cuidadosa, ninguno de los dos notaba la duplicidad.

Mi habitación estaba en la cara norte del ala oriental, y por encontrarse muy cerca del corredor principal, me permitía oír los chismorreos de las cuatro doncellas, que pasaban mucho rato a pocos pasos de mi ventana, a la vuelta de la esquina, esperando una orden para llevar té, fruta o toallas calientes a las habitaciones. Como cada una servía a una sola cortesana, conocían muy bien el estado de sus relaciones con cada uno de sus admiradores. A mí me parecía desconcertante que las cortesanas se comportaran como si las doncellas fueran sordas.

—Tendrías que haberle visto la cara cuando le enseñó un collar que valía menos de la mitad de lo que ella esperaba.

—Su situación es desesperada. Dentro de un mes, ya no estará aquí. Pobre chica. No merece este destino. Es demasiado buena.

Al anochecer, por lo menos una de las Bellas Nubes se llevaba a su cliente permanente al patio más grande para mantener con él una romántica conversación sobre la naturaleza. Yo me quedaba en el sendero y escuchaba tan a menudo aquellos ensayados murmullos que podría haberlos recitado con el mismo melancólico anhelo de las cortesanas. La luna era un tema frecuente.

—Ojalá me sintiera feliz al contemplar la luna llena, amor mío. Pero mirarla me hace daño, porque no puedo dejar de pensar que mis deudas crecen y tu afecto mengua, lo mismo que la luna. ¿Por qué, si no, no has vuelto a hacerme ningún regalo? ¿Acaso la pobreza debe ser la única recompensa de mi devoción?

No importaba que el cliente fuera muy generoso. La bella siempre le pedía más. Por lo general, el sufrido cliente suspiraba y le decía a la cortesana que dejara de llorar, dispuesto a aceptar cualquier fórmula de felicidad con tal de poner fin a las quejas de la joven.

Eso era lo habitual; pero una noche, oí con regocijo una respuesta diferente:

—Si fuera por ti, habría luna llena todas las noches. No vuelvas a importunarme nunca más con ese sinsentido de la luna.

Al final de la mañana, solía oír a las chicas hablando entre ellas en el patio.

—El miserable se hizo el sordo.

—Aceptó sin más. ¡Tendría que habérselo pedido hace meses!

—Su amor es auténtico. Me ha dicho que no soy como las otras flores.

A la luz del día, veían diferentes mensajes en el cielo. ¡Qué cambiantes eran las nubes, tanto como el destino! Las chicas interpretaban señales de mal agüero en los plumosos cirros, que les parecían demasiado lejanos. En cambio, se alegraban cuando las nubes eran rechonchas como culitos de bebé y se asustaban cuando los bebés se daban la vuelta y dejaban al descubierto las barrigas ennegrecidas. Otras Bellas Nubes, antes que ellas, habían visto cambiar su suerte en un solo día. Otras flores de más edad les habían advertido que la popularidad era tan duradera como la moda en materia de sombreros. Pero cuando crecían su fama y su reputación, muchas olvidaban la advertencia. Creían ser la excepción.

En las noches frías, yo entreabría la ventana y escuchaba a las doncellas. Cuando hacía calor, la abría de par en par y permanecía en silencio en la oscuridad, detrás de las celosías. Carlota se apoyaba en mi hombro y las dos escuchábamos la conversación de las doncellas sobre lo que estaba sucediendo en las habitaciones de las cortesanas. A veces usaban expresiones que yo había oído en las conversaciones de las Bellas Nubes: «enhebrar la aguja», «entrar en el pabellón», «despertar al guerrero» y otras muchas que las hacían reír a carcajadas.

¿Cómo no iba a sentir curiosidad una niña por la causa de esas risas? Pude satisfacer esa curiosidad en el verano que cumplí siete años. Se presentó la oportunidad cuando tres de las doncellas y una cortesana se pusieron terriblemente enfermas por tomar comida en mal estado, y la única doncella sana tuvo que pasar el día atendiendo a la cortesana sacudida por los vómitos. Minutos después de ver a Nube Rosada pasar con su pretendiente delante de mi ventana, en dirección a su boudoir, salí corriendo hacia el ala occidental y me agaché bajo su ventana. Era demasiado bajita para ver la habitación, y la mayor parte de lo que oí fue un tedioso intercambio de amables formalidades.

—Se te ve guapo y feliz. Los negocios deben de marchar bien. Tu esposa debe de estar cantando como un alegre pajarillo.

Justo cuando estaba a punto de renunciar a mi empeño y volver a mi habitación, oí una aguda exclamación de sorpresa y, poco después, la temblorosa voz de Nube Rosada, que agradecía el regalo que le había llevado su cliente. Unos instantes más tarde, oí gruñidos y la misma exclamación de sorpresa, repetida muchas veces.

La noche siguiente, comprobé con alegría que las enfermas aún no habían sanado. Se me había ocurrido la idea de subirme a una tinaja invertida para llegar a una altura que me permitiera espiar el interior de la habitación. A la luz de una lámpara, vi las oscuras figuras de Nube Rosada y de su pretendiente, detrás de las finas cortinas de seda de la cama, moviéndose animadamente como muñecos en un teatro de sombras. De pronto, de la cabeza del hombre parecieron surgir dos piececitos, como dos siluetas, que descorrieron las cortinas de un golpe. El hombre estaba desnudo y saltaba sobre Nube Rosada con tanta violencia que los dos se cayeron de la cama. Yo no pude contener un acceso de risa.

Al día siguiente, Nube Rosada fue a quejarse a Paloma Dorada de que yo la había estado espiando y de que mi risa había distraído a su pretendiente, casi hasta el punto de hacerle perder el interés. Paloma Dorada se lo contó a mi madre, que me instó a su vez con mucha calma a respetar la intimidad de las flores y a no interferir en sus negocios. Lo interpreté como un consejo para que, en adelante, fuera más cuidadosa y no me dejara sorprender.

Cuando se me presentó otra oportunidad, la aproveché. A esa edad, lo que veía no me excitaba sexualmente, pero me emocionaba saber que mis víctimas se habrían avergonzado si hubiesen descubierto que las estaba mirando. Ya había cometido otras maldades, como espiar a un hombre mientras usaba un orinal, o manchar con grasa el traje de una cortesana que me había regañado. Una vez cambié por latas las campanillas de plata del lecho nupcial, de modo que cuando la cama empezó a sacudirse por los rápidos movimientos del hombre, no fueron tintineos lo que oyó la pareja, sino un desagradable entrechocar de hojalata. Yo sabía que obraba mal, pero mis malas acciones me entusiasmaban y me hacían sentir valiente. También sabía que las Bellas Nubes albergaban sentimientos sinceros hacia sus clientes permanentes y sus pretendientes, y ese conocimiento me confería un poder secreto, un poder que no dejaba de serlo aunque no tuviera ninguna aplicación concreta y con tanto valor como cualquiera de los objetos que guardaba en mi cofre de los tesoros.

A pesar de que yo era muy traviesa, no sentía ningún deseo de espiar a mi madre y a sus amantes. Me repugnaba la idea de que permitiera que un hombre la viera sin su preciosa ropa. Con las flores, tenía menos escrúpulos. Las espiaba mientras se retorcían con sus amantes sobre los divanes. Había visto a hombres mirando entre sus piernas, y a cortesanas de rodillas, haciendo reverencias ante el miembro de un cliente. Una noche vi que un hombre corpulento entraba en la habitación de Nube Ondulante. Se llamaba Próspero Yang y era dueño de varias empresas; en algunas fabricaba máquinas de coser y en otras ponía a mujeres y a niños a trabajar con esas máquinas. Besó tiernamente a la bella, que reaccionó con temblorosa timidez. Le habló con suavidad, y ella empezó a quitarse la ropa, con los ojos cada vez más llorosos. Moviendo su masa impresionante, el hombretón se cernió sobre la joven como un nubarrón oscuro, y el gesto de ella fue de miedo, como si estuviera a punto de morir aplastada. El hombre se pegó a ella y los dos cuerpos empezaron a moverse como peces boqueando en la orilla. Ella se debatió para zafarse del abrazo y sollozó con voz trágica. Después, las cuatro piernas se enredaron entre sí como serpientes mientras él profería ruidos animales y ella chillaba como un pichón en el nido. Entonces él la montó por detrás y la cabalgó como si fuera un poni, hasta caer derrotado, dejándola a ella tumbada de lado, inmóvil. La luna que entraba por la ventana iluminó el cuerpo blanco de la bella y yo pensé que estaba muerta. Me quedé mirando por lo menos una hora, hasta que despertó de los umbrales de la muerte con un bostezo, tendiendo un brazo.

Por la mañana, en el patio, oí a Nube Ondulante contar a las otras flores que Próspero Yang le había dicho que la apreciaba mucho y que quería ser su cliente permanente. Incluso era posible que algún día la hiciera su esposa.

Entonces, de repente, lo que había estado espiando se volvió peligroso y repugnante. Mi madre y Paloma Dorada me habían dicho varias veces que algún día me casaría. Yo siempre había considerado el matrimonio como uno de mis muchos privilegios de americana, un privilegio que me diferenciaba de las cortesanas y que podía considerar como propio. Nunca había previsto que mi matrimonio pudiera incluir una sucesión de saltos sobre mi persona como los que había presenciado entre Nube Ondulante y su pretendiente. Desde entonces, ya no pude dejar de ver mentalmente aquellas escenas. Me venían a la cabeza sin que las llamara y me hacían sentir mal. Durante varias noches, tuve sueños desagradables. En todos ellos, yo ocupaba el lugar de Nube Ondulante, tumbada boca abajo, esperando. La forma oscura de un hombre se perfilaba detrás de las cortinas traslúcidas y entonces aparecía Próspero Yang, saltaba sobre mi espalda y me cabalgaba como a un poni, triturándome uno a uno todos los huesos. Cuando terminaba, yo me quedaba quieta, fría como el mármol. Tardaba mucho en moverme, como Nube Ondulante. Pero a diferencia de ella, me iba quedando cada vez más fría. Porque estaba muerta.

Después de eso, no volví a espiar nunca más a las Bellas Nubes.

La flor que me gustaba más era Nube Mágica. Por eso la había espiado sólo una vez cuando estaba con su cliente permanente. Solía presumir de la rareza y el valor de sus muebles y accesorios con una extravagancia que me hacía reír. Decía, por ejemplo, que su cama de matrimonio había sido tallada del tronco de un solo árbol de madera noble, grueso como toda la casa. Pero yo le veía junturas. El brocado dorado del diván para fumar opio era un regalo de una de las concubinas imperiales, que según ella era hermanastra suya. Fingió ofenderse cuando le dije que no me lo creía. La colcha de su cama estaba rellena de nubes de seda, que flotaban al menor suspiro. Yo suspiraba y suspiraba para demostrarle que la colcha no se movía. También tenía un sencillo escritorio Ming que contenía tesoros para estudiosos, instrumentos para eruditos que todo cliente apreciaba, aunque nunca hubiera alcanzado los peldaños más elevados de la instrucción. Nube Mágica decía que aquellas piezas habían pertenecido al poeta fantasma y que sólo ella se atrevía a tocarlas. Yo no creía en espíritus, pero me ponía nerviosa cuando me insistía en que inspeccionara los objetos: un tintero de piedra morada de Duan, pinceles de suave pelo de oveja y bastoncillos de tinta labrados con escenas del huerto de la casa de un sabio. Me enseñaba los rollos de papel y me decía que absorbían la cantidad justa de tinta y reflejaban la calidad de luz exacta. Cuando le pregunté si sabía escribir poemas, me dijo:

—¡Claro que sí! ¿Para qué iba a tener, si no, todas estas cosas?

Yo sabía que ella, como la mayoría de las cortesanas, tenía nociones muy someras de lectura y escritura. Pero Paloma Dorada había ordenado a las cortesanas que tuvieran artículos de escritorio en sus habitaciones porque eso mejoraba la reputación de la casa y la colocaba por encima de las demás. Nube Mágica me dijo que el poeta fantasma apreciaba los tesoros de su cuarto mucho más que los de otras habitaciones.

—Sé lo que le gusta porque fue mi marido en una vida pasada —me dijo una vez—, y yo fui su concubina favorita. Cuando murió, me quité la vida para estar con él. Pero incluso en el cielo, la sociedad nos separó. Su esposa me impidió verlo y consiguió que se reencarnara antes que yo.

Yo no creía en espíritus, pero me ponía nerviosa cuando escuchaba las tonterías de Nube Mágica.

—Vino a verme la primera noche que pasé aquí. En cuanto sentí un soplo de aire frío en la mejilla, supe que había llegado. En cualquier otro momento, habría pegado un salto de dos palmos y habría huido a todo correr. Pero esa vez, ni siquiera me castañetearon los dientes de miedo, sino que sentí un calor maravilloso que me corría por las venas y un amor más intenso que cualquiera que haya dado o recibido de nadie. Aquella noche soñé con nuestra vida pasada y me desperté más feliz que nunca.

Según ella, el poeta fantasma la visitaba por lo menos una vez al día. Sentía su presencia cuando entraba en su antiguo estudio de pintura, o cuando se sentaba en el jardín junto a su estela conmemorativa. Por muy triste, desesperada o enfadada que estuviera en esos momentos, de inmediato se sentía ligera y alegre.

Cuando las Bellas Nubes se enteraron de que tenía un amante fantasma, tuvieron miedo y le reprocharon que hubiera liberado al espectro. Pero se abstuvieron de criticarla demasiado por temor a que su amante del más allá, el antiguo propietario de la mansión, se vengara de ellas por despotricar contra su amada.

—¿Lo ves? ¿Lo hueles? —le preguntaban las otras flores cada vez que Nube Mágica parecía complacida sin razón aparente.

—Poco antes del amanecer —respondía ella—, vi su sombra y sentí que me rozaba suavemente.

Y así diciendo, se pasaba dos dedos por un brazo.

Entonces yo también creía ver una sombra y sentía que un soplo frío me recorría la piel.

—¡Ah, tú también lo sientes! —exclamaba Nube Mágica.

—¡No, yo no creo en fantasmas!

—Entonces ¿por qué tienes miedo?

—No tengo miedo. ¿Por qué iba a tenerlo? Los fantasmas no existen.

Como para contrarrestar la mentira, mi miedo aumentaba. Recordaba entonces que mi madre me había dicho que los espíritus eran manifestaciones del temor de la gente. ¿Por qué, si no, esos supuestos fantasmas atormentaban solamente a los chinos? Pese a la lógica de mi madre, yo creía que el poeta fantasma aún vivía en nuestra casa. Mi repentina sensación de miedo era la señal de que estaba presente. Pero ¿por qué me visitaba a mí?

El poeta fantasma asistió al simulacro de boda entre Nube Ondulante y Próspero Yang, que había firmado un contrato por tres temporadas. Oí decir que Nube Ondulante tenía dieciséis años y él, alrededor de cincuenta. Paloma Dorada la consoló, diciéndole que iba a ser muy generoso, como suelen serlo los hombres mayores. Nube Ondulante replicó entonces que Próspero Yang la quería y que eso la hacía sentirse afortunada.

Mi madre era famosa por celebrar las mejores bodas de todas las casas de cortesanas. Eran de estilo occidental, a diferencia de las bodas chinas tradicionales para novias vírgenes, a las que las cortesanas jamás podrían haber aspirado. Nuestras cortesanas se ponían incluso un traje blanco occidental, elegido entre la amplia variedad que tenía mi madre y que las Bellas Nubes podían usar. El estilo era claramente americano, con corpiño escotado y voluminosa falda, todo ello envuelto en seda resplandeciente y adornado con bordados, encajes y perlas diminutas. Eran vestidos que nadie habría confundido jamás con los trajes blancos del luto chino, confeccionados con tejido basto de estopa.

Una boda occidental tenía sus ventajas, como sabía yo por haber asistido a una versión china celebrada para una cortesana en otra casa. Para empezar, no era necesario rendir homenaje a los ancestros, que seguramente habrían repudiado a la cortesana como descendiente suya. No había, por lo tanto, rituales aburridos, ni había que ponerse de rodillas o hacer interminables reverencias. La ceremonia era breve. Se omitían las oraciones. La novia decía «sí, quiero»; el novio decía «sí, quiero», y entonces llegaba el momento del banquete. La comida también era digna de atención, porque todos los platos parecían occidentales, pero sabían a comida china.

Por diferentes tarifas, los clientes podían elegir música de distintos estilos. La música americana interpretada por una banda de vientos era la más cara, pero requería buen tiempo. Un violinista americano resultaba más barato. Después había que elegir la música. Era importante no dejarse engañar por el título de una canción. Una de las cortesanas le había pedido al violinista que tocara Oh, Promise Me, convencida de que una canción tan desusadamente larga reforzaría la fidelidad de su cliente y quizá prolongaría la duración del contrato. Pero la canción tardó tanto en terminar que los invitados perdieron el interés y se pusieron a hablar de otros asuntos. Más adelante las otras flores dijeron que por esa razón no se había renovado el contrato. A todos les gustaba mucho la canción escocesa Auld Lang Syne, interpretada con el doloroso acento de un instrumento chino semejante a un diminuto violonchelo de dos cuerdas. Aunque solía cantarse en ocasiones tristes, como despedidas y funerales, era una canción muy popular. Sólo requería aprenderse unas cuantas palabras en inglés, y a todos les gustaba mucho cantarla para demostrar que dominaban el idioma. Mi madre le había cambiado algunas palabras para convertirla en una promesa de monogamia. El quebrantamiento de la promesa por parte de la cortesana ponía fin al contrato y teñía la reputación de la infractora de una manera muy difícil de reparar. En cambio, si era el cliente quien faltaba a su palabra, la cortesana se sentía humillada. ¿Por qué la había deshonrado? Tenía que haber alguna razón.

Aquel día interpretó la canción Próspero Yang, que se creía un Caruso chino:

Del pasado los amantes

han quedado ya olvidados;

para siempre esos amantes

se han hundido en el pasado.

Celebrad, amigos míos,

celebrad un poco más,

en su mente sólo hay uno,

uno solo y nada más.

En medio de la canción, vi que Nube Mágica desviaba la vista hacia el pasaje abovedado. Se tocó levemente un brazo, volvió a levantar la vista y sonrió. Un instante después, sentí que el familiar aire frío me recorría el brazo y me bajaba por la columna vertebral. Me estremecí y fui a buscar a mi madre.

Próspero aulló la última nota, dejó que los aplausos se prolongaran durante demasiado tiempo y finalmente ordenó que trajeran los regalos para Nube Ondulante. Primero llegó el regalo tradicional que recibía toda cortesana: una pulsera de plata y una pieza de seda. ¡Un brindis por eso! Los invitados levantaron sus copas, echaron atrás la cabeza y se bebieron de una vez todo el vino. Después llegó un sofá occidental con tapizado de satén rosa. ¡Dos brindis por eso! Vinieron más regalos y, finalmente, Próspero le entregó a Nube Ondulante lo que ella más deseaba: un sobre con dinero, el primero de su estipendio mensual. Cuando ella vio la suma, sofocó una exclamación de asombro y se quedó sin habla mientras le corrían lágrimas por las mejillas. Hasta más adelante no podríamos saber si lloraba por haber recibido más dinero del que esperaba o menos. Hubo otro brindis y Nube Ondulante insistió en que ya no podía beber más. Tenía manchas rojas en la cara y dijo que le parecía como si el techo se inclinara hacia un lado y el suelo hacia otro. Pero Próspero la cogió por la barbilla y la obligó a beber primero una copa y en seguida otra, por insistencia de sus amigos. De repente, Nube Ondulante eructó, se puso a vomitar y cayó al suelo. Rápidamente, Paloma Dorada le hizo señas al músico para que tocara una última canción que animara a los huéspedes a abandonar el salón. Próspero se marchó con ellos, sin mirar siquiera a Nube Ondulante, que yacía en el suelo, pidiendo perdón entre balbuceos. Nube Mágica intentó ayudarla para que se sentara, pero la joven se desplomó sin sentido, como un pescado muerto.

—Cabrones —murmuró Paloma Dorada—. Metedla en una bañera y vigilad para que no se ahogue.

Vi muchas bodas como ésa. Las flores más jóvenes encadenaban un contrato con otro, con intervalos que no pasaban de una semana. Pero a medida que envejecían y el brillo de sus ojos se iba apagando, ya no había bodas para ellas. Entonces llegaba el día en que Paloma Dorada les decía que tenían que «subir a la berlina», una manera amable de comunicarles su expulsión. Recuerdo el día en que Nube Rosada recibió la mala noticia. Mi madre y Paloma Dorada le pidieron que subiera a la oficina. Yo estaba estudiando en la sala del bulevar, la habitación contigua, al otro lado de las puertas cristaleras. Oí que Nube Rosada levantaba la voz. Paloma Dorada le estaba mencionando importes de dinero y le señalaba que cada día tenía menos reservas de clientes. ¿Cómo era posible que pudiera oírlo todo con tanta claridad? Me acerqué a la puerta y vi que no estaba cerrada del todo. Había una rendija de un par de centímetros. Oí a Nube Rosada suplicar en voz baja que la dejaran quedarse un poco más, asegurando que tenía un pretendiente a punto de proponerle un contrato de permanencia. Pero la respuesta fue firme e inmisericorde. Le recomendaron otra casa a la que podía incorporarse. Airada, Nube Rosada alzó el tono de voz. Dijo que la estaban insultando como a una vulgar prostituta y salió corriendo del estudio. Unos minutos después, la oí gritar con el mismo chillido que lanzaba Carlota cuando se pillaba una pata con la puerta, un aullido que parecía salir a la vez de las entrañas y del corazón. Me puse enferma con sólo oírla.

Después le pregunté a Nube Mágica qué le había pasado a Nube Rosada.

—Algo que nos pasará a todos. Un día, el destino nos trae —dijo—, y al día siguiente, nos lleva. Tal vez su próxima vida sea mejor que ésta. Si sufrimos más ahora, sufriremos menos después.

—No deberíamos sufrir nunca —repliqué yo.

A los tres días, otra cortesana, de nombre Nube Turgente, ya estaba instalada en los aposentos de Nube Rosada. No sabía nada de lo sucedido entre esas cuatro paredes; ignoraba los saltos, los suspiros, las lágrimas y los gritos.

Unas semanas después, estaba yo en el boudoir de Nube Mágica a última hora de la tarde. Mi madre no había podido comer conmigo porque estaba demasiado ocupada. Había tenido que salir a toda prisa hacia un lugar que yo desconocía para reunirse con una persona cuyo nombre no había mencionado. Nube Mágica se estaba empolvando la cara, preparándose para una larga velada. Tenía que asistir a tres fiestas: una en la Oculta Ruta de Jade y las otras dos en sendas casas situadas a varias calles de distancia.

Yo no dejaba de hacerle preguntas.

—¿Son perlas auténticas? ¿Quién te las regaló? ¿A quién verás esta noche? ¿Lo traerás a tu habitación?

Me dijo que las perlas eran dientes de dragón y que un duque se las había regalado. Esa noche el duque iba a honrarla con su presencia y, naturalmente, pensaba llevarlo a su habitación para conversar con él y tomar el té. Yo me eché a reír, y ella se hizo la ofendida por mi incredulidad.

A la mañana siguiente, no la encontré en su habitación. En seguida supe que había pasado algo porque sus valiosos artículos de escritorio y su colcha de seda habían desaparecido. Me asomé a su armario y vi que estaba vacío. Mi madre dormía aún, lo mismo que Paloma Dorada y las otras cortesanas, por lo que corrí a buscar a Huevo Quebrado, el portero. Me dijo que la había visto salir, pero no sabía adónde había ido. Encontré la respuesta en la conversación entre dos doncellas:

—Tenía por lo menos cinco o seis años más de los que admitía. ¿Qué casa recibiría a una flor vieja con un fantasma a sus espaldas?

—Oí a Lulú Mimi decirle al cliente que no eran más que tonterías supersticiosas, pero él le respondió que le daba igual que fuera un fantasma o un hombre vivo, que en cualquier caso era infidelidad y que exigía la devolución de su dinero.

Corrí al estudio de mi madre y la encontré hablando con Paloma Dorada.

—Sé lo que hizo Nube Mágica y estoy segura de que lo lamenta. Tienes que dejarla volver —le pedí.

Mi madre dijo que no había nada más que hacer. Todo el mundo conocía las reglas, y si hacía una excepción con Nube Mágica, todas las flores se creerían con derecho a quebrantar las normas sin recibir ningún castigo. Entonces Paloma Dorada y ella siguieron hablando de los planes para una gran fiesta y del número de cortesanas suplementarias que necesitarían.

—¡Por favor, mamá! —supliqué, pero ella no me hizo caso. Sollozando, grité—: ¡Era mi única amiga! ¡Si no la dejas volver, no tendré a nadie que sea amable conmigo!

Se acercó a mí, me atrajo hacia ella y se puso a acariciarme el pelo.

—No digas tonterías. Aquí tienes muchas amigas. Nube Nevada…

—Nube Nevada no me deja entrar en su habitación como Nube Mágica.

—La hija de la señora Petty…

—Es tonta y aburrida.

—Tienes a Carlota.

¡Carlota es una gata! No me habla ni responde a mis preguntas.

Mencionó los nombres de otras niñas, hijas de amigas suyas, y de todas dije que no me gustaban y que ellas me despreciaban a mí, lo cual era parcialmente cierto. Seguí insistiendo en mi falta de amigas y en el riesgo de que mi infelicidad fuera permanente. Entonces la oí hablar en un tono frío e implacable:

—Basta ya, Violeta. No la expulsé por una nimiedad. Ha estado a punto de arruinarnos el negocio. Era necesario.

—¿Qué hizo?

—Pensó únicamente en sí misma y nos traicionó.

Yo no sabía lo que significaba «traicionar» y, en mi frustración, sólo supe responder:

—¿Y a quién le importa que nos haya traicionado?

—A tu madre, que tienes aquí delante.

—¡Entonces yo también te traicionaré! —le grité entre sollozos.

Me miró con una expresión extraña, y por un momento pensé que iba a ceder. Por eso volví a insistir con descaro:

—¡Te traicionaré! —le advertí.

Se le crispó la cara.

—Por favor, Violeta, basta ya.

Yo no podía parar, a pesar de tener la certeza de estar desencadenando un peligro desconocido.

—Te traicionaré tantas veces como pueda —repetí y de inmediato vi que una sombra le cruzaba su rostro.

Le temblaron las manos y se le crispó tanto la expresión que pareció transformarse en otra. No dijo nada. Cuanto más prolongaba su silencio, más miedo sentía yo. Habría querido desdecirme y lo habría hecho si hubiese sabido qué hacer o qué decir. Pero sólo pude esperar.

Finalmente, se volvió y, mientras se alejaba, dijo en tono amargo:

—Si alguna vez me traicionas, no volveré a tener nada más que ver contigo. Te lo prometo.

Mi madre tenía una frase que usaba con todos los huéspedes, ya fueran chinos u occidentales. Se acercaba a toda prisa a un determinado hombre y le susurraba entusiasmada: «Eres exactamente la persona que quería ver». Después inclinaba la cabeza hacia el oído del hombre y le musitaba algún secreto, que suscitaba en su interlocutor un vigoroso gesto de asentimiento. Algunos le besaban la mano. La repetición de esa frase me afligía. Había notado que con frecuencia mi madre estaba demasiado ocupada para prestarme atención. Ya no jugaba conmigo a las adivinanzas, ni me organizaba búsquedas del tesoro. Hacía tiempo que no me dejaba acurrucarme a su lado en su cama mientras ella leía el periódico. Tenía demasiadas cosas que hacer. Reservaba toda la alegría y las sonrisas para los hombres que acudían a sus fiestas. Sólo los quería ver a ellos.

Una noche, mientras recorría el salón con Carlota en brazos, oí que mi madre me llamaba:

—¡Violeta! ¡Ah, estás aquí! Eres exactamente la persona que quería ver.

¡Por fin era yo la elegida! Se disculpó en exceso con el hombre que había estado conversando con ella, diciéndole que su hija requería con urgencia su atención. ¿Qué podía ser tan urgente? Daba lo mismo. No veía la hora de oír el secreto que me tenía reservado.

—Vamos hacia allá —me dijo, señalando un rincón oscuro del salón.

Entrelazó el brazo con el mío y nos dirigimos a la otra punta de la estancia con paso vivo. Yo le iba contando las últimas travesuras de Carlota, para divertirla, cuando ella me soltó el brazo y me dijo:

—Gracias, cariño.

Entonces se acercó a un hombre que la esperaba en el rincón y lo saludó:

—¡Mi querido Fairweather! Siento mucho haberme retrasado.

Su moreno amante salió de entre las sombras y le besó la mano con falsa galantería. Ella recibió el gesto con los ojos entrecerrados y una sonrisa que nunca me dedicaba a mí.

Se me cortó la respiración, devastada por la fugacidad de mi alegría. ¡Mi madre me había utilizado como a un simple peón! Peor aún, lo había hecho para complacer a Fairweather, un hombre que la visitaba de vez en cuando y que siempre me había caído mal. En otro tiempo yo había creído ser la persona más importante de la vida de mi madre, pero en los últimos meses había descubierto que estaba equivocada. Nuestra íntima proximidad se había esfumado. Siempre estaba demasiado ocupada para prestarme atención durante la comida. En lugar de charlar conmigo, aprovechaba ese momento del día para preparar con Paloma Dorada los planes de la noche. Casi nunca me preguntaba por mis lecciones o mis lecturas. Me llamaba «cariño», pero también llamaba así a muchos hombres. Me besaba la mejilla por la mañana y la frente por la noche, pero también besaba a muchos de sus amigos, y a algunos en la boca. Decía que me quería, pero yo no veía ninguna prueba de que fuera cierto. En mi corazón sólo podía sentir la pérdida de su amor. Había cambiado, y yo estaba segura de que todo había empezado cuando la había amenazado con traicionarla. Poco a poco, estaba haciendo lo posible para no tener nada más que ver conmigo.

Un día, Paloma Dorada me encontró llorando en la sala del bulevar.

—Mamá ya no me quiere.

—Tonterías. Tu madre te quiere mucho. ¿Por qué crees que no te castiga por todas las maldades que haces? El otro día rompiste un reloj moviéndole las manecillas al revés. Y también destrozaste un par de medias porque te empeñaste en fabricar un ratón para que jugara Carlota.

—Eso no es amor —repliqué yo—. No se enfadó porque no le importan el reloj ni las medias. Si de verdad me quisiera, me lo demostraría.

—¿Cómo? —preguntó Paloma Dorada—. ¿Qué tiene que demostrarte?

Me sumí en un silencio desconcertado. Yo no sabía lo que era el amor. Sólo sabía que necesitaba desesperadamente su atención y su consuelo. Quería sentir sin ninguna duda que era más importante que cualquier otra persona en su vida. Cuando me detuve a pensarlo, me di cuenta de que prestaba más atención a las flores que a mí y de que pasaba más tiempo con Paloma Dorada que conmigo. Se había levantado antes del mediodía para comer con sus amigas: la pechugona cantante de ópera, la viuda viajera y la espía francesa. Dedicaba más atención a sus clientes que al resto del mundo. ¿Cuánto amor recibirían ellos del que me faltaba a mí?

Esa noche oí que una doncella le contaba a otra en el pasillo que estaba loca de preocupación porque había dejado a su hija de tres años volando de fiebre. A la noche siguiente, anunció alegremente que la pequeña se había recuperado. Al otro día, por la tarde, oí en el patio sus gritos. Un pariente había venido a darle la noticia de que su hija había muerto.

—¿Cómo es posible? —exclamó—. ¡Si esta misma mañana la abracé y la peiné!

Entre sollozos, describió los grandes ojos de su hija, su manera de inclinar la cabeza cuando la escuchaba y su risa, que sonaba a música. Balbució que estaba ahorrando para comprarle un abrigo nuevo y que esa misma mañana había adquirido un nabo en el mercado para prepararle una buena sopa. Después, gimiendo, dijo que quería morirse para estar con su hija. No tenía ningún otro motivo para vivir. Yo lloraba a escondidas mientras oía sus lamentos. Si yo hubiese muerto, ¿habría sentido mi madre lo mismo por mí? Me puse a llorar con más intensidad aún porque sabía que no.

Una semana después de jugarme aquella mala pasada, mi madre entró en la habitación donde yo estaba estudiando con mi tutor. Eran las once, y habitualmente no se levantaba antes de las doce. Le puse mala cara. Me preguntó si me apetecía ir a comer con ella al nuevo restaurante francés de la gran avenida del Oeste. Al principio desconfié y le pregunté quién más vendría con nosotras.

—Solamente tú y yo —replicó—. ¡Es tu cumpleaños!

Se me había olvidado. Nadie en la casa celebraba los cumpleaños. No era una costumbre china, y mi madre tampoco la observaba. Mi cumpleaños solía coincidir con el Año Nuevo chino, de modo que era eso lo que celebrábamos, lo mismo que todos los demás. Intenté no emocionarme demasiado, pero una oleada de alegría me recorrió el cuerpo. Fui a mi habitación a ponerme un vestido bonito, uno que no llevara las marcas de las garras de Carlota. Elegí un abrigo azul y un sombrero del mismo color. Me puse unos botines de persona mayor, de piel lustrosa, acordonados hasta los tobillos. Me miré en el alto espejo ovalado y me vi cambiada, además de nerviosa y preocupada. Ya tenía ocho años y había dejado de ser la niñita inocente que confiaba en las primeras impresiones. Cada vez que esperaba una alegría, recibía una decepción, y ahora que esperaba una decepción, rezaba para estar equivocada.

Cuando llegué al estudio de mi madre, encontré a Paloma Dorada, preparando las tareas del día. Iba y venía envuelta en su albornoz, con el pelo suelto y sin peinar.

—El viejo recaudador vendrá esta noche —le dijo mi madre—. Ha dicho que si lo atendemos un poco mejor, quizá pierda el interés por mis impuestos. Ya veremos si ese viejo perro dice la verdad esta vez.

—Le enviaré una nota a Carmesí —dijo Paloma Dorada—, la cortesana del Salón de la Paz Reverdecida. Últimamente acepta cualquier cosa. Le aconsejaré que vista colores oscuros: azul marino, por ejemplo. Cuando una ha dejado atrás la juventud, el rosa no le sienta bien. Debería saberlo. También le diré al cocinero que prepare el pescado que a ti te gusta, pero sin los condimentos americanos. Ya sé que quiere complacerte, pero nunca le sale bien y al final lo sufrimos todos.

—¿Tienes la lista de los invitados de esta noche? —preguntó mi madre—. No quiero ver nunca más por aquí al importador de Smythe & Dixon. Ninguna de sus informaciones ha resultado fidedigna. Es evidente que ha venido a curiosear, para llevarse algo a cambio de nada. Le daremos su nombre a Huevo Quebrado para que no lo deje pasar de la verja.

Cuando Paloma Dorada y ella terminaron, ya era casi la una. Me dejó en su estudio y se fue a su habitación a cambiarse. Yo empecé a ir y venir por su oficina, con Carlota detrás, frotándose contra mis piernas cada vez que me paraba para ver alguna cosa. En la sala había una mesa redonda cubierta de adornos y otros objetos, el tipo de regalos que solían hacerle a mi madre sus admiradores cuando aún no sabían que prefería el dinero. Si a mi madre no le gustaban, Paloma Dorada los vendía. Fui cogiendo los objetos de uno en uno mientras Carlota se subía a la mesa para olfatearlos. Un huevo de ámbar con un insecto dentro. Seguramente se desharía de él. Un pájaro de jade y amatista. Probablemente lo conservaría. Una vidriera con mariposas de diferentes países. Mi madre debía de detestarla. Un cuadro con la imagen de un loro verde. A mí me gustaba, pero los únicos cuadros que mi madre colgaba de las paredes eran escenas de diosas y dioses griegos desnudos. Después estuve pasando las páginas de un libro ilustrado titulado El mundo del mar, con imágenes de monstruos terribles, y utilicé una lente de aumento para agrandar los títulos de los libros en las estanterías: Las religiones de la India, Viajes a Japón y China, Convulsión en China… Escogí un libro de cubiertas rojas que tenía en la portada la silueta repujada de un chico uniformado que disparaba un rifle. Bajo banderas aliadas. Historia de un bóxer, se titulaba. Entre las páginas centrales encontré una nota, escrita con la trabajosa caligrafía de un escolar.

Querida señorita Minturn:

Si alguna vez necesita a un chico americano que sepa obedecer órdenes, ¿querrá tomarme como su ayudante voluntario? Quisiera ser tan útil como usted lo desee.

Su fiel servidor,

NED PEAVER

¿Habría aceptado mi madre su oferta? Leí la página donde estaba inserta la nota. Hablaba de un soldado llamado Ned Peaver (¡ajá!), que había luchado durante la rebelión de los bóxers. Tras echar un vistazo rápido a la página, llegué a la conclusión de que Ned debía de haber sido un chico aburrido y remilgado que siempre obedecía órdenes. Yo sentía un profundo disgusto por todo lo referente a la rebelión de los bóxers. Tenía dos años en 1900, durante la peor parte de la rebelión, y estaba convencida de que podría haber muerto en medio de la violencia. Había leído un libro sobre los jóvenes que se habían conjurado para formar la hermandad de los bóxers, mientras millones de campesinos morían de hambre en el centro de China, a causa de un año de inundaciones seguido de otro de sequía. Cuando oyeron rumores de que sus tierras iban a ser entregadas a los extranjeros, mataron a unos doscientos misioneros blancos y a sus hijos. Según decían, una valiente niñita siguió cantando con voz dulce mientras el golpe de una espada la enviaba al cielo ante la mirada de sus padres. Cada vez que imaginaba la escena, me llevaba la mano a la garganta y tragaba saliva.

Miré el reloj. Las manecillas recién reparadas indicaban las dos en punto. Llevaba tres horas esperando desde que ella me había anunciado que saldríamos a comer. De repente, la cabeza y el corazón me estallaron a la vez. Rompí en mil pedazos la carta de Ned Peaver. Fui hacia la mesa donde se acumulaba el botín de mi madre y estrellé contra el suelo la vidriera de las mariposas. Carlota salió huyendo. Después, tiré el pájaro de amatista, la lente de aumento y el huevo de ámbar, y le arranqué la portada a El mundo del mar. Paloma Dorada entró corriendo y se quedó horrorizada al ver los destrozos.

—¿Por qué la castigas? —dijo en tono sombrío—. ¿Por qué tienes tan mal genio?

—Ya han dado las dos. Dijo que iba a llevarme a un restaurante por mi cumpleaños. Y ahora no viene. Se le ha olvidado. Nunca se acuerda de que estoy aquí. —Se me llenaron los ojos de lágrimas—. No me quiere. Solamente quiere a esos hombres.

Paloma Dorada levantó del suelo el huevo de ámbar y la lente de aumento.

—Éstos eran tus regalos.

—Son las cosas que le regalan los hombres y que ella no quiere.

—¿Cómo puedes pensar algo así? Son regalos que ella ha elegido para ti.

—¿Por qué no ha vuelto para llevarme a comer?

—¡Ay, ay! ¿Has hecho esto porque tenías hambre? ¿Por qué no le pediste a la doncella que te trajera algo de comer?

No sabía cómo explicarle lo que significaba para mí la salida al restaurante. Los agravios me brotaron desordenadamente de los labios:

—Les dice a los hombres que está deseando verlos. A mí me dijo lo mismo, pero era un engaño. Ya no se preocupa cuando ve que estoy sola o triste…

Paloma Dorada frunció el ceño.

—Tu madre te malcría, y éste es el resultado. No demuestras la menor gratitud y respondes con arranques de mal genio cuando no consigues lo que quieres.

—Ha roto su promesa y ni siquiera ha venido a disculparse.

—Está alterada. Ha recibido una carta.

—Recibe muchas cartas —repliqué, dispersando con el pie el confeti en que se había convertido la nota de Ned.

—Ésta es diferente. —Me miró de forma extraña—. Traía noticias de tu padre. Ha muerto.

Al principio no entendí sus palabras. Mi padre. ¿Qué quería decir? La primera vez que le pregunté a mi madre por él, yo tenía cinco años. Había descubierto que todos tenían un padre, incluso las cortesanas, cuyos padres las habían vendido. Me respondió que yo no tenía ninguno. Cuando le insistí, me dijo que había muerto antes de que yo naciera. A lo largo de los tres años siguientes, volví a insistirle varias veces para que me dijera quién era mi padre.

—¿Qué más da? —replicaba siempre—. Está muerto, y ha pasado tanto tiempo que ya no recuerdo cómo era, ni cómo se llamaba.

¿Cómo podía haber olvidado su nombre? ¿Olvidaría el mío si yo muriera? Muchas veces la atormenté para que me diera una respuesta, pero cuando la veía callar y fruncir el entrecejo, me daba cuenta de que era peligroso continuar.

Sin embargo, ahora sabía la verdad. ¡Estaba vivo! O al menos lo había estado hasta hacía poco tiempo. Mi confusión dio paso a una cólera temblorosa. Mi madre me había estado mintiendo todo el tiempo. Era posible que él me hubiese querido, pero mi madre me lo había arrebatado al ocultarme que estaba vivo. Ahora que de verdad había muerto, ya era tarde.

Corrí al estudio de mi madre y entré gritando:

—¡No estaba muerto! ¡Me lo ocultaste!

Seguí profiriendo todas las acusaciones que me pasaron por la cabeza: Nunca me decía la verdad cuando se trataba de algo importante para mí. Me había mentido cuando dijo que yo era la persona que esperaba ver. Me había engañado cuando me anunció que iríamos a comer a un restaurante. Ella estaba boquiabierta.

Paloma Dorada entró a toda prisa detrás de mí.

—Le he contado que has recibido una carta que anuncia la muerte de su padre.

Mi madre la miró con dureza. ¿Estaría enfadada? ¿Nos echaría a las dos, como hacía cuando alguien la disgustaba? Apoyó la terrible carta sobre la mesa, me condujo hasta el sofá y me pidió que me sentara a su lado. Entonces hizo lo que llevaba mucho tiempo sin hacer: me acarició la cabeza y susurró dulces palabras de consuelo que me hicieron llorar con más fuerza todavía.

—Violeta, mi niña querida, de verdad creía que estaba muerto. Me resultaba demasiado doloroso recordarlo o hablar de él. Y ahora, al recibir esta carta…

Le brillaba el contorno de los ojos, pero el dique que contenía sus emociones aún resistía.

Cuando conseguí respirar de nuevo, le hice una retahíla de preguntas y a todas contestó que sí, asintiendo con la cabeza. ¿Era bueno? ¿Era rico? ¿La gente lo apreciaba? ¿Era mayor que ella? ¿Me quería? ¿Había jugado conmigo alguna vez? ¿Había llegado a decir mi nombre? Mi madre siguió acariciándome el pelo y los hombros. Yo estaba muy triste y no quería que dejara de consolarme. Seguí haciéndole preguntas, hasta quedar mentalmente agotada. También empezaba a sentir la debilidad del hambre. Paloma Dorada llamó a un criado para que me sirviera el almuerzo en la sala del bulevar.

—Ahora tu madre necesita estar sola.

Mi madre me dio un beso y se fue a su dormitorio.

Mientras comía, Paloma Dorada me contó lo mucho que mi madre había tenido que esforzarse para salir adelante sin un marido.

—Todo lo ha hecho por ti, pequeña Violeta —dijo—. Tienes que ser buena y agradecida con ella.

Antes de marcharse, me aconsejó que estudiara para saber mucho y poder demostrarle a mi madre cuánto la apreciaba. Sin embargo, en lugar de estudiar, me tumbé en la cama de la sala del bulevar y me puse a pensar en mi padre fallecido. Intenté componer su imagen: tenía el pelo castaño; sus ojos eran verdes, como los míos… Pronto me quedé dormida.

Aún estaba adormilada y sumida en el sopor del sueño, cuando oí que alguien maldecía en voz alta. Noté que no me encontraba en mi habitación, sino en la sala del bulevar. Me acerqué a la ventana y me asomé para ver la causa del alboroto. El cielo era de un gris oscuro a esa hora incierta entre la noche y la mañana. Los senderos estaban desiertos y las ventanas al otro lado del patio eran huecos negros. Me volví y vi un cálido rayo de luz que se colaba a través de una delgada abertura entre las cortinas de las puertas cristaleras. La voz airada era de mi madre. Miré a través de la rendija y la vi de espaldas. Se había soltado el pelo y estaba sentada en el sofá. Había vuelto de la fiesta. ¿Quién más estaba en la habitación? Apoyé el oído contra el cristal. Mi madre lanzaba imprecaciones con una voz extraña que se parecía al ronco gruñido de Carlota.

—Eres un calzonazos… Un mono bailarín… Tienes tan poco carácter como un sucio ladrón callejero…

Arrojó lejos de sí un trozo de papel arrugado, que aterrizó cerca de la chimenea, donde el fuego ya se había apagado. ¿Sería la carta que había recibido? Fue a su escritorio y se sentó. Cogió una hoja y trazó algunas líneas con la pluma, pero en seguida arrugó el papel a medio escribir y lo tiró al suelo.

—¡Ojalá estuvieras muerto de verdad!

¡Mi padre estaba vivo! ¡Mi madre había vuelto a mentirme! Estaba a punto de entrar corriendo para exigirle que me dijera dónde estaba mi padre, cuando levantó la vista y casi me hizo gritar de miedo. Sus ojos habían cambiado. Los iris verdes parecían mirar hacia adentro y tenían el color mate de la arena, como los de los mendigos muertos que yo había visto tendidos en las alcantarillas. De repente, se puso de pie, apagó las lámparas y se fue a su habitación. Me dije que tenía que ver esa carta. Empujé con cuidado las puertas cristaleras. Estaba oscuro y tuve que caminar a ciegas, barriendo el aire con las manos para no chocar con los muebles. Me arrodillé y, de pronto, sentí que me tocaban. Era Carlota, que se recostó contra mí, ronroneando. A tientas encontré los ladrillos de la chimenea. Busqué entre las cenizas. Nada. Me topé con las patas del escritorio y me puse de pie lentamente. Mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad, pero no vi nada parecido a una carta. Salí con sigilo de la sala, presa de una amarga decepción.

Al día siguiente, mi madre se comportó como siempre, con su habitual vivacidad y su claridad de ideas para preparar las tareas del día. Por la noche estuvo encantadora y sociable, y sonrió como siempre a todos sus huéspedes. Mientras ella y Paloma Dorada se ocupaban de la fiesta, me escabullí hacia la sala del bulevar y abrí las puertas cristaleras justo lo suficiente para pasar entre las cortinas al estudio de mi madre, donde encendí una lámpara de gas. Abrí los cajones del escritorio y vi que uno de ellos estaba lleno de cartas con membretes de empresas grabados en los sobres. Miré debajo de su almohada y en la pequeña cómoda junto a su cama. Levanté la tapa del baúl al pie de la cama y un olor a trementina invadió la habitación. El olor procedía de unos lienzos enrollados. Al abrir uno de ellos, descubrí con asombro un retrato de mi madre de joven. Lo apoyé en el suelo y lo alisé. Tenía la cabeza vuelta hacia adelante, como si me estuviera mirando a mí, y sobre el pecho sostenía una tela castaña. Su pálida espalda resplandecía con la fría calidez de la luna. ¿Quién la habría pintado? ¿Por qué llevaba tan poca ropa?

Estaba a punto de mirar la otra pintura cuando me sorprendió el ruido de la risa de Nube Turgente, que se acercaba. Se abrió la puerta de la sala del bulevar y yo salté hacia un costado del estudio para que no me viera. Con voz melosa, le dijo a su cliente que se pusiera cómodo. ¡Tenía que haber elegido precisamente esa noche para atender a dos hombres! Nube Turgente cerró las puertas cristaleras y yo me apresuré a guardar las pinturas en el baúl. Cuando iba a apagar la lámpara para marcharme, entró Paloma Dorada en la habitación.

Las dos sofocamos al mismo tiempo una exclamación de asombro. Sin darle tiempo a decir nada, le pregunté si había visto a Carlota. Como si me hubiera oído, Carlota lanzó un fuerte maullido detrás de las puertas cerradas de la sala del bulevar.

—¡Ese maldito animal aúlla como un fantasma sin cabeza! —exclamó indignada Nube Turgente.

Yo corrí a entreabrir las puertas cristaleras y Carlota vino hacia mí como una flecha.

Con Carlota en los brazos, bajé rápidamente a la fiesta, pensando que quizá encontrara a mi padre merodeando entre los invitados. Pero entonces me di cuenta de que mi padre no se habría atrevido a aparecer por allí porque mi madre le habría arrancado los ojos. Me puse a observar a los huéspedes y di rienda suelta a mi fantasía, jugando a que cada uno de esos hombres, uno tras otro, era mi padre. Entre todos, elegía los de rasgos más agradables, los que tenían la risa fácil, los que iban mejor vestidos, los que parecían más respetados y los que me hacían un guiño cuando los miraba. También vi a un hombre con expresión crispada y hostil, y a otro con la cara tan roja que parecía a punto de explotar.

Desde entonces, todas las noches, antes de dormir, imaginaba diferentes versiones de mi padre: bien parecido o feo, respetado u odiado por todos. Imaginaba que siempre me había querido mucho. Imaginaba que no me había querido nunca.

Una mañana, un mes después de mi octavo cumpleaños, entré en la sala común para tomar el desayuno con las Bellas Nubes y sus doncellas. Cuando fui a sentarme en mi sitio habitual de la mesa, encontré que la cortesana más nueva, Nube Neblinosa, se había aposentado en mi silla. La miré con indignación y ella me devolvió una mirada de indiferencia. Tenía rasgos diminutos y una cara fofa y redonda que los hombres encontraban atractiva por algún motivo misterioso. Para mí, tenía la cara de un bebé feo pegada sobre una luna amarilla.

—Es mi silla —le dije.

—¿Ah, sí? ¿Tu silla? ¿Tiene grabado tu nombre? ¿Hay un decreto oficial que lo diga? —Fingió inspeccionar las patas y los apoyabrazos—. No veo ningún sello con tu nombre. Todas las sillas son iguales.

Sentí que me palpitaba la sangre en las sienes.

—Es mi silla —repetí.

—¿Lo es? ¿Y qué te hace pensar que eres la única que puede sentarse aquí?

—Lulú Mimi es mi madre —repliqué—, y soy americana como ella.

—¿Desde cuándo los bastardos mestizos americanos tienen los mismos derechos que los demás?

Me quedé estupefacta y sentí que la rabia me subía por la garganta. Dos de las flores se llevaron las manos a la boca. Nube Nevada, que hasta ese momento me había caído mejor que las demás, nos pidió calma y sugirió que usáramos la silla por turnos. Yo habría esperado que se pusiera de mi parte.

Miré a Nube Neblinosa y le espeté:

—Eres un gusano metido en el culo de un pescado muerto.

Las doncellas estallaron en carcajadas.

—¡Qué boca tan sucia tiene la mestiza! —exclamó ella y, dirigiéndose a las que estaban en torno a la mesa, añadió—: Si no es mestiza, ¿por qué tiene rasgos chinos?

—¿Cómo te atreves? —exclamé—. ¡Soy americana! ¡No tengo nada de china!

—Entonces ¿por qué hablas chino?

Tuve que morderme la lengua porque para responder tenía que hablar en chino y darle la razón.

Nube Neblinosa empuñó los palillos puntiagudos para coger un cacahuete pequeño y aceitoso.

—¿Alguna de vosotras sabe quién es su padre chino? —preguntó, antes de llevarse el cacahuete a la boca con displicencia.

Las manos me temblaron de cólera al verla comer con tanta calma.

—Mi madre te castigará por decir esas cosas.

Repitió mis palabras en tono burlón y después se sirvió un rábano encurtido que se puso a masticar ruidosamente, sin preocuparse por taparse la boca.

—Si tú eres blanca pura, entonces todas nosotras también lo somos, ¿no creéis, hermanitas?

Las otras bellas y sus ayudantes hicieron un intento poco convencido de hacerla callar.

—¡Tu boca es un pozo negro! —exclamé.

Ella frunció el ceño.

—¿Qué te pasa, mocosa? ¿Tienes tanta vergüenza de ser china que no puedes reconocer tu propia cara en el espejo?

Las otras bajaron la vista y dos de ellas intercambiaron una mirada de soslayo. Nube Ondulante apoyó la mano sobre un brazo de Nube Neblinosa y le rogó que terminara.

—Es demasiado pequeña para que le hables de esas cosas.

¿Por qué se había vuelto Nube Ondulante tan caritativa conmigo? ¿Quizá porque ella también creía lo que estaba diciendo Nube Neblinosa? Sentí que me hervía la sangre de rabia y empujé con fuerza a Nube Neblinosa hasta expulsarla de la silla. Al principio ella no reaccionó, porque la pillé por sorpresa, pero después me agarró por los tobillos y me bajó de la silla mientras yo le aporreaba los hombros con los puños. Entonces me tiró del pelo para apartarme.

—¡Niñita mestiza, bastarda y medio loca! ¡No eres mejor que ninguna de nosotras!

Me lancé contra ella y le aplasté la nariz con la base de la mano. Empezó a sangrar por las fosas nasales, y cuando se pasó los dedos y descubrió que los tenía rojos, se abalanzó sobre mí y me embadurnó la cara con su sangre. Yo le grité toda clase de improperios y le mordí la mano. Ella chilló, y pareció como si los ojos se le fueran a salir de las órbitas. Me agarró por el cuello y empezó a sofocarme. Muerta de miedo, mientras me debatía por respirar y trataba de zafarme, le di un puñetazo en un ojo. Ella se levantó de un salto y lanzó un grito de horror. Le había causado una de las peores desgracias que pueden abatirse sobre una bella: un ojo morado. No iba a poder asistir a ninguna fiesta mientras se le notara la contusión. Nube Neblinosa chilló, se abalanzó sobre mí y me dio una bofetada mientras juraba que me mataría. Las otras chicas y sus doncellas nos gritaban que paráramos. Entonces entraron los sirvientes y nos separaron.

De repente, todos guardamos silencio, menos Nube Neblinosa, que siguió maldiciendo entre dientes. Habían entrado mi madre y Paloma Dorada. Pensé que mi madre había venido a rescatarme, pero en seguida noté que sus ojos se habían vuelto grises como cuchillos.

—¡Me ha destrozado un ojo! —exclamó Nube Neblinosa con exagerada aflicción.

Yo me llevé la mano al cuello, como si me doliera.

—Ella ha estado a punto de estrangularme.

—¡Quiero dinero a cambio de mi ojo! —gritó Nube Neblinosa—. Yo gano más dinero para ti que cualquiera de las demás, y si no puedo trabajar hasta que se me cure el ojo, entonces quiero que me des el dinero que dejaré de ganar.

Mi madre se la quedó mirando fijamente.

—¿Y qué harás si no te lo doy?

—Dejaré esta casa y le contaré a todo el mundo que esta mocosa es mestiza.

—Bueno, no podemos permitir que vayas por ahí contando mentiras, solamente porque estás enfadada. Violeta, pídele perdón.

Nube Neblinosa me miró con una sonrisa triunfante.

—¿Y qué hay de mi dinero? —le preguntó a mi madre.

Mi madre dio media vuelta y abandonó la sala sin responderle. Yo la seguí, sin comprender por qué no me había defendido. Cuando llegamos a su habitación, exclamé:

—¡Me ha llamado «mestiza» y «bastarda»!

Mi madre soltó una maldición entre dientes. Por lo general se reía de los insultos de la gente. Pero esa vez, su silencio me dio miedo. Yo habría querido que acallara mis temores.

—¿Es cierto? ¿Soy medio china? ¿Mi padre es chino?

Me volvió la espalda y dijo en un tono que me pareció amenazador:

—Tu padre está muerto. Ya te lo he dicho. No vuelvas a hablar de esto con nadie.

El tono siniestro de su voz me aterrorizó por las muchas inquietudes que sembró en mi corazón. ¿Cuál era la verdad? ¿Cuál de ellas era la peor?

Al día siguiente, Nube Neblinosa ya no estaba. Las otras dijeron que la habían expulsado. No experimenté ninguna sensación de victoria, sino sólo cierto vértigo por haber infligido más daño del que pretendía. Sabía por qué ya no estaba. Había revelado la verdad. ¿La difundiría ahora, allí donde estuviera?

Le pregunté al portero si sabía adónde había ido Nube Neblinosa. Huevo Quebrado estaba rasqueteando un cerrojo oxidado.

—Cuando salió, estaba demasiado ocupada insultando a tu madre como para pararse a darme la dirección de su nueva casa. Con el ojo morado que llevaba, tardará un tiempo en encontrar adónde ir.

—¿Has oído lo que dijo de mí?

Estaba ansiosa por oír su respuesta porque quería saber hasta dónde se había propagado la mentira.

—No le hagas caso. La mestiza es ella —dijo el portero—. Cree que por tener sangre blanca es tan buena como tú.

¿Blanca? Nube Neblinosa tenía los ojos oscuros y el pelo negro. Nadie habría pensado que no fuera china pura.

—¿Te parezco medio china? —le pregunté en voz baja.

Él me miró y se echó a reír.

—Tú no eres como ella —respondió y siguió rasqueteando el cerrojo.

Sentí alivio.

Pero entonces, el portero añadió:

—No pareces medio china, no. Quizá solamente tengas unas gotas de sangre oriental.

Un pánico frío me recorrió el cuerpo, de la cabeza a los pies.

—¡Eh, que era una broma! —aclaró él en un tono que me pareció demasiado amable, como de consuelo.

»Su madre tenía sangre sueca —oí más tarde que Huevo Quebrado le contaba a una doncella—. Estaba casada con un shanghaiano que murió al poco tiempo y la dejó sola con la niña. La familia del marido se negó a reconocerla como su viuda, y como ella no tenía familia propia, no le quedó más remedio que darse a la vida. Después, cuando vio que los hombres ya miraban a Nube Neblinosa cuando sólo tenía once años, la vendió a una casa de cortesanas de primera categoría para que al menos tuviera una oportunidad de llevar una vida mejor que la suya. Es lo que me ha contado el portero de la Casa de Li, donde trabajaba Nube Neblinosa antes de venir aquí. Si no le hubiera gritado a la madama de aquella casa antes de irse, ahora podría volver.

Más tarde, en mi habitación, pasé una hora entera sentada en la cama con un espejo apoyado en la falda, sin atreverme a ponérmelo delante de la cara. Cuando finalmente lo levanté, vi mis ojos verdes y mi pelo castaño, y lancé un suspiro de alivio. Dejé el espejo, pero no tardé en sentir la misma inquietud. Me aparté el pelo de la cara y me lo recogí con una cinta para ver con claridad mis facciones. Contuve la respiración y levanté otra vez el espejo. Tampoco en esa ocasión vi ningún rasgo chino. Entonces sonreí y, en cuanto lo hice, mis regordetas mejillas me levantaron los ojos y los inclinaron hacia arriba, y ese cambio instantáneo me encogió el corazón. Reconocí con excesiva claridad la huella de mi padre desconocido: la nariz ligeramente redondeada, las fosas nasales esquinadas, las almohadillas de grasa bajo las cejas, la suave redondez de la frente, las mejillas rechonchas y los labios carnosos. Mi madre no tenía ninguno de esos rasgos.

¿Qué me estaba pasando? Habría querido huir y dejar atrás esa nueva cara, pero me pesaban las piernas. Me miré al espejo de nuevo, con la esperanza de que mi cara cambiara y volviera a ser la de antes. Entonces ¿era ésa la razón de que mi madre ya no me quisiera? La sangre china de mi padre se estaba manifestando en mi cara como una mancha, y si ella lo odiaba tanto como para desear que no existiera, debía de sentir lo mismo por mí. Me desaté el pelo y lo sacudí para que cayera como una cortina oscura sobre mi cara.

Un aire frío me recorrió los brazos. El poeta fantasma había llegado para decirme que él ya sabía desde el principio que yo era china.

Me puse a espiar con un catalejo a todos los chinos que visitaban la Oculta Ruta de Jade. Eran hombres ricos, instruidos y estaban entre los más poderosos de la ciudad. ¿Estaría mi padre entre ellos? Los observaba para ver si mi madre demostraba más afecto o más desprecio por alguno de ellos que por los demás. Pero, como siempre, parecía igual de interesada por todos. A todos les dedicaba su mirada cautivadora, su cálida risa y sus palabras sinceras, perfectamente ensayadas, que todos creían especiales y diferentes.

Sólo había un chino —que yo supiera— al que ella tratara con auténtica sinceridad y respeto: Huevo Quebrado, el portero. Lo veía todos los días y a veces bajaba para tomar el té con él, para hablar de los chismorreos que circulaban sobre los invitados a nuestras fiestas. Los porteros de las casas de cortesanas veían y oían todo lo que pasaba y se lo contaban a sus colegas. A menudo mi madre, hablando con Paloma Dorada, elogiaba la lealtad y la inteligencia de Huevo Quebrado.

Nunca conseguí imaginar de dónde podía venirle el nombre. No tenía un pelo de tonto y recordaba todo lo que mi madre le decía acerca del negocio. No sabía leer ni escribir más allá de unas pocas palabras, pero era un intérprete perfecto del carácter de las personas. Sabía juzgar si merecía la pena recibir a un huésped y cuál era su categoría social. Cuando reconocía a los hijos de nuestros invitados en la acera, sin saber qué hacer, les daba la bienvenida con especial amabilidad porque sabía que esa primera visita sería su iniciación en el mundo de los placeres masculinos. Memorizaba los nombres de todos los ricos y los poderosos que aún no habían visitado la casa por si algún día se presentaban. Por el tipo de ansiedad que demostraba cada hombre cuando llegaba a la puerta, era capaz de deducir si su propósito era cortejar a una Bella Nube o encontrar un socio comercial, y entonces informaba a mi madre al respecto. Tomaba nota de la apariencia de cada visitante, desde el peinado hasta los zapatos, pasando por el corte de su traje y su estilo para llevarlo. Conocía los signos del prestigio antiguo, que diferenciaban a los hombres habituados a la fortuna de otros que acababan de alcanzarla. En sus escasos días libres, Huevo Quebrado solía ponerse un traje de buena calidad que le había regalado un cliente. Tras años de observación, podía imitar los modales e incluso la forma de hablar de un caballero. Siembre iba muy arreglado, con el pelo bien cortado y las uñas limpias. Cuando me dijo que quizá yo tuviera unas gotas de sangre china, consideré la posibilidad de que fuera mi padre. Aunque él me gustaba, me habría avergonzado ser hija suya. Y si en verdad era mi padre, mi madre no lo habría reconocido, por vergüenza. Pero ¿cómo podría haber sido su amante? No era culto ni bien parecido, como sus otros amantes. Tenía la cara alargada, la nariz carnosa y los ojos muy separados. Era mayor que mi madre, quizá unos cuarenta años, y a su lado se veía canijo. Además, por fortuna, yo no me parecía nada a él.

Pero ¿y si se trataba de mi padre? Tenía buen carácter y eso era lo más importante. Siempre era amable. Cuando se presentaba en la puerta un hombre que figuraba en la lista pero no satisfacía sus criterios, se disculpaba diciéndole que acabábamos de recibir un aluvión de huéspedes inesperados para una gran fiesta. A los jóvenes estudiantes y a los marineros extranjeros les daba consejos de hermano mayor:

—Cruzad el puente del Perro Apaleado y probad suerte en el fumadero de las Campanillas de Plata. Hay una chica mayor pero muy simpática llamada Pluma, que os tratará con cariño si pagáis un par de pipas de opio.

Huevo Quebrado sentía debilidad por Pluma, que había trabajado en la Oculta Ruta de Jade hasta que la edad se lo impidió. «Es como una hija», decía él. Era protector con todas las chicas y a menudo ellas le expresaban su gratitud contando a las demás lo que había hecho él para protegerlas. Huevo Quebrado fingía no escucharlas, y cuando las chicas le preguntaban si era verdad lo que contaban, él las miraba con fingido desconcierto, como si no supiera de qué estaban hablando.

Si era cierto que mi padre era chino, entonces me habría gustado que fuera como Huevo Quebrado. Un mes después del incidente con Nube Neblinosa, mientras desayunábamos en la sala común, oí a Nube Nevada contar una historia:

—Ayer se presentó un borracho en la verja —dijo—. Yo estaba sentada en el jardín delantero, en un sitio donde no podía verme. Por la ropa barata y brillante que llevaba el hombre, me di cuenta de que era un visitante de una sola noche, sin nada de chicha, un trozo de grasa amarilla flotando en un caldo frío. No estaba en la lista de invitados y no tenía ninguna posibilidad de cruzar el umbral, pero ya sabéis lo amable que es Huevo Quebrado con todo el mundo.

»El hombre le preguntó: “Eh, ¿se mueven bien en la cama las putas de esta casa?”. Y se palmoteó la cartera, que estaba bien llena. Entonces Huevo Quebrado le puso su cara de pesadumbre y le dijo que todas las chicas de la Oculta Ruta de Jade usábamos una técnica llamada “rigidez cadavérica”. Le hizo una demostración de cómo dejábamos las piernas trabadas en una sola posición, como si tuviéramos el rígor mortis, y le dijo que manteníamos la boca congelada en una mueca. Después le dijo que cobrábamos tres veces más que las chicas del Salón de las Golondrinas Cantoras del Sendero de la Tranquilidad, que eran mucho más movedizas. Entonces el hombre se fue muy feliz a ese burdel de tercera categoría, donde dicen que se acaba de declarar un brote de sífilis.

Todas estallaron en estruendosas carcajadas.

—Pluma me contó que la semana pasada Huevo Quebrado fue a verla y a fumar unas pipas —añadió—. Le dijo que no llorara y que seguía siendo muy guapa, pero ella estuvo un buen rato llorando en sus brazos. Él siempre es muy amable y generoso. Me ha contado Pluma que cada vez que se acuesta con ella insiste en pagarle el doble que el resto de los clientes.

«Cada vez que se acuesta con ella». Imaginé a Huevo Quebrado reptando sobre mi cuerpo, mirando con su cara alargada mi expresión de miedo. No era mi padre. Era el portero.

Le pregunté a mi madre si podíamos visitar un orfanato para niñas mestizas abandonadas. No dudó ni por un momento en decir que era buena idea, y mi corazón palpitó alarmado. Se puso a recoger algunos de mis vestidos y juguetes viejos, que después, en el orfanato, yo dejé en una vasta sala llena de niñas de todas las edades. Algunas parecían totalmente chinas y otras habrían pasado por blancas puras, hasta que sonreían y los ojos se les inclinaban hacia arriba.

Cada vez que mi madre estaba demasiado ocupada para verme, yo lo tomaba como prueba de que no me quería ni me había querido nunca. Yo era su hija medio americana y medio odiada. Supuse que si no me decía la verdad, era porque habría tenido que admitir que no me quería. Muchas veces estuve a punto de preguntarle por mi padre, pero la pregunta siempre se me quedaba en la garganta. Lo que había averiguado me había agudizado la mente. Cada vez que un sirviente o una cortesana me miraban, yo veía una mueca de desprecio. Cuando los visitantes me dedicaban algo más que una mirada fugaz, sospechaba que se estarían preguntando de dónde venían mis facciones medio chinas. Pensaba que cuanto mayor me hiciera, más se notaría esa parte de mí. Temía que la gente dejara de tratarme como a una americana y que ya no me considerara mejor que las chicas chinas. Por eso intenté deshacerme de todo lo que pudiera sugerir que era mestiza.

No volví a hablar en chino con las Bellas Nubes ni con los sirvientes. Les hablaba solamente en pidgin, y si me hablaban en chino, fingía no entenderles. Les repetía una y mil veces que era americana. Quería que reconocieran que no éramos iguales. Quería que me odiaran porque ésa habría sido la prueba de que no pertenecía a su mundo. De hecho, algunos llegaron a odiarme, pero Huevo Quebrado se reía de mí y me decía que conocía a muchos chinos y extranjeros que lo trataban todavía peor que yo. Siguió hablándome en shanghaiano y yo estaba obligada a entenderlo porque era él quien me anunciaba que mi madre había vuelto, o que quería hablar conmigo, o que había mandado llamar un coche de caballos para que nos llevara a comer a un nuevo restaurante.

Hiciera lo que hiciese, yo siempre tenía miedo del padre desconocido que llevaba en la sangre. ¿Afloraría en algún momento su carácter para volverme todavía más china? ¿Y a qué mundo pertenecería yo si eso sucedía? ¿Qué me estaría permitido hacer? ¿Quién iba a querer a una niña odiada a medias?