Estamos a primero de enero del año mil seiscientos sesenta y siete.
El año llamado «de la Bestia» ha concluido, pero el sol se alza sobre mi ciudad de Génova. De su seno nací yo hace mil años, hace cuarenta años, y de nuevo en el día de hoy.
Desde el alba me siento lleno de júbilo y tengo deseos de mirar al sol y de hablarle como Francisco de Asís. Deberíamos regocijarnos siempre que vuelve a iluminarnos, pero hoy los hombres sienten vergüenza de hablarle al sol.
Así pues, no se ha extinguido, como tampoco los demás cuerpos celestes. Si no se los veía anoche es porque el cielo estaba cubierto. Mañana, o dentro de dos noches, los veréis y no tendré necesidad de contarlos. Están ahí, el cielo no se ha apagado, las ciudades no han sido destruidas, ni Génova, ni Londres, ni Moscú, ni Nápoles. Tendremos que vivir aún día tras día a ras del suelo con nuestras humanas miserias. Con la peste y los mareos, con la guerra y los naufragios, con nuestros amores y nuestras heridas. Ningún cataclismo divino, ningún augusto diluvio vendrá a ahogar terrores y traiciones.
Es muy posible que el Cielo nada nos haya prometido. Ni lo mejor ni lo peor. Es muy posible que el Cielo viva sólo al ritmo de nuestras propias promesas.
El centésimo nombre se encuentra a mi lado, y todavía enturbia de vez en cuando mis pensamientos. Lo deseé, lo encontré, lo recuperé, pero cuando lo abro sigue clausurado para mí. Acaso no lo he merecido lo suficiente. Quién sabe si no me aterraba demasiado descubrir lo que oculta. Aunque tal vez no oculte nada.
No volveré a abrirlo. Mañana lo abandonaré con discreción en el revoltijo de alguna biblioteca, para que algún día, dentro de muchos años, otras manos se apoderen de él, otros ojos vengan a sumirse allí, unos ojos que ya no estarán velados.
Tras las huellas de ese libro recorrí el mundo por mar y tierra, pero al abandonar el año 1666, si hago balance de mis peregrinaciones, lo que resulta es que he ido de Gibeleto a Génova dando un rodeo.
Es mediodía en el campanario de una iglesia cercana. Dejo la pluma por última vez, cierro el cuaderno, recojo el escritorio, voy a abrir totalmente esa ventana para que me invada el sol junto con los murmullos de Génova.