Domingo, 5 de diciembre de 1666
No quiero releer las últimas páginas, no sea que me dé por desgarrarlas. Son de mi pluma, pero no estoy orgulloso de ellas. No me enorgullece haber pensado en mancharme las manos y el alma, y tampoco haber renunciado a ello.
Di cuenta de mis pensamientos nocturnos el martes al amanecer, mientras Marta dormía aún, para engañar la impaciencia. Después, no he escrito nada durante cinco días. Y hasta pensé, una vez más, interrumpir este diario; pero aquí estoy otra vez, con la pluma en la mano, acaso por fidelidad a la imprudente promesa que me hice al comienzo del viaje.
Durante la semana que acaba de transcurrir se apoderaron de mí tres arrebatos, uno tras otro. Primero, el del reencuentro, luego el de la extrema confusión y ahora esta furia, una tempestad del alma que estalla dentro de mí, que me sacude y me maltrata; como si estuviera de pie en el puente y no pudiera agarrarme a nada, como si me levantara únicamente para caer más pesadamente aún.
Ni Domenico ni Marta pueden servirme ya de ninguna ayuda. Ni ningún ser presente o ausente, ni ningún recuerdo. Todo lo que me atraviesa el alma sólo sirve para contribuir a mi confusión. Y también todo lo que me rodea, y todo lo que veo y todo lo que consigo recordar. Y también este año, este maldito año al que no le quedan más que cuatro semanas, pero cuatro semanas que en estos momentos me parecen insuperables, un océano sin sol, sin luna, sin estrellas, en cuyo horizonte sólo hay olas.
No, todavía no estoy en condiciones de escribir.
10 de diciembre
Nuestro barco está ya lejos de Quíos, y mi espíritu empieza a estar también lejos de allí. La herida no se me va a cerrar tan deprisa, pero al cabo de diez días logro a veces distraerme por fin de lo que me ha sucedido. Tal vez podría intentar volver a escribir…
Hasta el momento no he conseguido relatar lo que ha sucedido. Pero ha llegado el momento de que lo haga, aunque tenga que limitarme en los momentos dolorosos a palabras totalmente desprovistas de pasión: «Dijo», «preguntó», «dijo ella», «puesto que» o «se acordó».
Cuando Marta subió al Charybdos, Domenico habría preferido convocarla aquella misma noche, que ella misma dijera lo que había pasado con el hijo que llevaba, pronunciar su veredicto y partir inmediatamente en dirección a Italia. Pero como no se tenía en pie, él se avino —ya lo he dicho— a dejarla dormir. Todo el mundo en el barco se tomó unas cuantas horas de descanso con excepción de los vigías, por si algún barco otomano se disponía a interceptarnos. Pero en aquella mar bravía debíamos ser aquella noche los únicos navegantes.
Por la mañana nos reunimos en el camarote del capitán. También estaban allí Demetrios y Iannis, cinco personas en total. Domenico le preguntó solemnemente a Marta si prefería que la interrogara en presencia o en ausencia de su marido. Yo le traduje la pregunta al árabe que se habla en Gibeleto, y ella respondió con rapidez, en un tono casi suplicante:
—Sin mi marido.
El gesto de ambas manos y la expresión de su rostro hacían inútil cualquier traducción. Domenico tomó nota y prosiguió:
—El signor Baldassare nos dice que cuando vos llegasteis a Quíos en enero pasado estabais embarazada. Pero vuestro esposo afirma que nunca ha tenido un hijo.
La mirada de Marta se ensombreció. Se volvió fugazmente hacia mí, luego ocultó el rostro y se echó a llorar. Di un paso hacia ella, pero Domenico —que se tomaba muy en serio su cometido de juez— me obligó a volver a mi sitio. También les indicó a los otros que no hicieran nada, que no dijeran nada y esperasen. Luego, considerando que ya le había dado tiempo suficiente a la testigo para rehacerse, le dijo:
—Os escuchamos.
Lo traduje, y añadí:
—Habla, no temas nada, nadie puede hacerte daño.
Aquellas palabras mías, en lugar de sosegarla, parecieron agitarla aún más. Su llanto se hizo más ruidoso. De manera que Domenico me ordenó que no añadiera nada a lo que debiera traducir. Le prometí que así lo haría.
Transcurrieron unos segundos. Los sollozos menguaron y el calabrés volvió a plantear la pregunta, con algo de apremio. Entonces Marta alzó la cabeza y dijo:
—No ha existido nunca niño alguno.
—¿Qué quieres decir con eso?
Había gritado. Domenico me llamó al orden. Una vez más me excusé y luego traduje fielmente lo que decía.
Entonces, ella repitió, con voz firme:
—No ha existido nunca niño alguno, nunca he estado embarazada.
—Pero tú misma me lo dijiste.
—Te lo dije porque así lo creía. Pero me equivoqué.
La miré durante un largo, muy largo rato, sin lograr que mis ojos se cruzaran con su mirada ni una sola vez. Habría querido distinguir algo que se pareciera a la verdad, comprender al menos si me había mentido en todo, o si me había mentido sólo en lo del niño para obligarme a llevarla cuanto antes con el bribón de su marido, o si era en ese momento cuando mentía. No levantó la vista más que dos o tres veces, furtivamente, sin duda para comprobar si la seguía mirando, y si la creía.
Luego, Domenico le preguntó con tono paternal:
—Decidnos, Marta. ¿Deseáis volver a la isla con vuestro marido o bien venir con nosotros?
Al traducir, dije «volver conmigo». Pero ella respondió claramente con un gesto de la mano que quería volver a Katarraktis.
¿Con ese hombre que ella detesta? No lo podía comprender. Y entonces, de repente, tuve una iluminación:
—Espera, Domenico, creo que entiendo lo que pasa. El niño debe estar en la isla y ella teme que se queden con él en el caso de que diga algo malo contra su marido. Dile que si es eso lo que teme, obligaremos a su marido a que traiga al niño tal como la hemos hecho venir a ella. Que ella misma podrá ir a buscarle, y que mientras retendremos a su marido hasta que vuelva. No podrá hacerle nada.
—Tranquilízate —me dijo el calabrés—. Tengo la sensación de que tú mismo te cuentas una fábula. Pero por si tienes la menor duda, me parece bien que le repitas lo que me acabas de decir. Y puedes prometerle de mi parte que no le sucederá mal alguno ni a ella ni a su hijo.
Me enredé entonces en una larga perorata apasionada, desesperada, patética, y le supliqué a Marta que me dijera la verdad. Me escuchó con la vista baja. Y cuando terminé, miró a Domenico y repitió:
—No ha existido nunca niño alguno. Nunca he estado embarazada. No puedo tener hijos.
Lo dijo en árabe, y luego repitió idéntica afirmación en un mal griego, volviéndose hacia Demetrios. Al que Domenico consultó con la mirada.
El marinero, que hasta el momento no había dicho nada, parecía estar violento. Me miró, miró a Marta y luego otra vez a mí; finalmente miró a su capitán.
—Cuando fui a la casa, no me dio la sensación de que allí hubiera un niño.
—Era en plena noche, estaría durmiendo.
—Llamé a la puerta y desperté a todo el mundo. Hubo un buen jaleo, y no lloró ningún niño.
Intenté volver a tomar la palabra, pero en esta ocasión Domenico me ordenó callar:
—¡Ya basta! Para mí, esta mujer no miente. Hay que dejarlos ir, a ella y a su marido.
—Todavía no, espera.
—No, no voy a esperar, Baldassare. El asunto está claro. Nos vamos. Ya nos hemos retrasado bastante para satisfacerte, y espero que algún día le agradezcas a todos estos hombres el peligro en que se han puesto sólo por ti.
Aquellas palabras me hirieron más de lo que Domenico podía imaginar. A los ojos de aquel hombre yo había sido un héroe, y ahora aparecía como un amante rechazado, llorón y cuentista. En unas horas, puede decirse que en sólo unos minutos y en unas cuantas réplicas, el respetable y nobilísimo signor Baldassare Embriaco se había convertido en un ser fastidioso, en un pasajero molesto al que se tolera como a un pobre hombre y al que se le ordena callar.
Así que me aislé en un rincón sombrío para llorar en silencio, tanto a causa de esto como a causa de Marta. Que se marchó inmediatamente después del interrogatorio. Supongo que Domenico le habrá presentado excusas al marido y hasta creo que les ha regalado la lancha en la que han vuelto a la costa. Yo no quise asistir a la despedida.
Hoy mi herida ya no está tan abierta, aunque todavía sea dolorosísima. En cuanto al comportamiento de Marta, sigo sin comprenderlo. Me planteo preguntas tan extrañas que no me atrevo a consignarlas en estas páginas. Necesito reflexionar aún…
11 de diciembre
¿Y si todo el mundo me hubiera mentido?
¿Y si esta expedición no hubiera sido más que un engaño, una mistificación destinada tan sólo a hacerme renunciar a Marta?
Quizás esto no sea más que un delirio, fruto de la humillación, de la soledad y de unas cuantas noches sin dormir. Mas, quién sabe si no es la única verdad.
Gregorio deseaba que yo renunciara a Marta de una vez por todas, así que le ordenó a Domenico que me llevara con él e hiciera lo necesario para que yo no deseara volver a ver jamás a aquella mujer.
¿No me dijeron en cierta ocasión en Esmirna que Sayyaf estaba metido en asuntos de contrabando, y precisamente en el de la almáciga? Entonces es probable que Domenico le conociera, aunque finja que le ve por vez primera. Probablemente por eso me obligaron a ocultarme detrás del mamparo. Así no podría advertir sus guiños y desenmascarar su complicidad.
Y sin duda Marta conocía ya a Demetrios y a Iannis, de haberlos visto en casa de su marido. De manera que se sentía obligada a decir lo que dijo.
Pero cuando nos vimos solos en la bodega, cuando se echó a dormir, ¿por qué no aprovechó para hablarme en secreto?
Todo esto es realmente un delirio. ¿Qué razón tendría esta gente para hacer tanta comedia? ¿La de burlarse de mí y hacerme renunciar a esta mujer? ¿Acaso no tenían nada mejor que hacer con sus vidas que arriesgarse a que los colgaran o los empalaran por mezclarse en mis enredos amorosos?
La razón se me desencaja, como se le desencajaba en tiempos el hombro a mi pobre padre, y hará falta un golpe vigoroso para que vuelva a su lugar.
13 de diciembre
Durante doce días anduve errante por el barco como si fuera yo invisible, todo el mundo tenía orden de eludirme. Si uno u otro marinero me dirigía la palabra era en voz baja, comprobando que nadie le viera. Comía solo y a escondidas, como un apestado.
Hoy han vuelto a hablarme. Domenico se dirigió hacia mí y me dio un abrazo, como si acabara en ese momento de llegar a su barco. Era la señal, y ahora ya se atreven a tratarme.
Habría podido resistirme, rechazar la mano tendida, dejar que hablara en mí la sangre orgullosa de los Embriaci. No voy a hacerlo. ¿Para qué engañarme? Este indulto me alivia. Me pesaba la cuarentena.
No soy de esos que se complacen en la adversidad.
Me gusta que me quieran.
14 de diciembre
Según Domenico, tendría que agradecerle al Altísimo que haya ordenado las cosas a Su manera y no a la mía. Estas palabras de un contrabandista de Calabria convertido en director espiritual me han llevado a reflexionar, a sopesar y comparar. Y finalmente no le quito la razón por completo.
—Imagina que esa mujer hubiera dicho lo que tú esperabas que dijera. Que su marido la maltrataba, que por su culpa había perdido el hijo y que le gustaría dejarlo. Supongo que te habrías quedado con ella para llevártela a tu tierra.
—Sin duda.
—¿Y qué habrías hecho con el marido?
—Por mí, como si se lo lleva el diablo.
—Claro que sí. Pero ¿y luego? ¿Le habrías dejado marcharse a su casa, con riesgo de que un día llamara a tu puerta para obligarte a devolverle su mujer? ¿Qué le habrías dicho a sus parientes? ¿Que había muerto?
—¿Es que crees que nunca he pensado en eso?
—No, estoy convencido de que habrás pensado en ello mil veces. Pero me gustaría saber de tu propia boca qué solución hallaste.
Guardó silencio unos segundos, y yo también.
—No quiero torturarte, Baldassare. Soy amigo tuyo y he hecho por ti lo que no habría hecho tu propio padre. Así que voy a decirte lo que no te atreves a reconocer tú mismo. A ese hombre, a ese cerdo de marido, habría que haberlo matado. No, no pongas esa cara, no te alteres, sé que lo has pensado, y yo también. Porque si esa mujer hubiera decidido abandonarle, ni tú ni yo habríamos deseado que permaneciera con vida y pudiera volver a molestarnos. Yo sabría que había un hombre en Quíos que no soñaba más que en vengarse, y cada vez que hubiera vuelto a pasar por esta isla la hubiera temido. Y tú también, desde luego, tú también habrías preferido saberlo muerto.
—Seguramente.
—¿Pero habrías sido capaz de matarlo?
—He pensado en ello —confesé, por fin, pero sin añadir nada más.
—No basta con pensar en ello, y menos aún con desearlo. Cada día puedes desearle la muerte a alguien. Un criado deshonesto, un cliente moroso, un vecino molesto, y hasta a tu propio padre. Pero aquí no bastaba con desearlo. ¿Habrías sido capaz de coger un cuchillo, por ejemplo, ir hacia tu rival y clavárselo en el corazón? ¿Habrías sido capaz de atarle manos y pies y lanzarlo luego por la borda? Tú has pensado en ello, y yo he pensado por ti. Me preguntaba cuál sería la solución ideal para ti. Y la encontré. Matar a ese hombre, arrojarlo por la borda no habría sido suficiente. Necesitabas no sólo saber que estaba muerto, necesitabas también que la gente de tu pueblo supiera que estaba muerto. Tendríamos que haber embarcado rumbo a Gibeleto, manteniendo vivo a ese hombre entre nosotros. Al llegar a las proximidades de la costa le habríamos atado fuertemente los pies con una soga y lo habríamos arrojado por la borda. Lo habríamos dejado ahogarse en el agua durante, pongamos, una hora, después lo habríamos izado, ya muerto. Lo habríamos desatado y colocado sobre unas parihuelas y entonces descenderíais, tu mujer, tú, con cara de pena, y con mis hombres, transportando el cadáver a tierra. Contaríais que se cayó del barco ese mismo día y que se ahogó, y yo confirmaría vuestras palabras. Entonces, lo enterraríais, y un año después te casas con su viuda.
»Eso es lo que yo habría hecho. He matado unas cuantas docenas de hombres, y ninguno de ellos ha vuelto nunca a atormentarme en sueños. Pero, dime, ¿habrías sido capaz tú de actuar así?
Le confesé que sin duda le habría agradecido al Cielo que nuestra locura concluyera tal como acababa de contar. Pero que habría sido incapaz de mancharme las manos con un crimen semejante.
—Entonces, debes estar contento de que esa mujer no haya pronunciado las palabras que tú esperabas.
15 de diciembre
Sigo pensando en las palabras de Domenico. Si hubiera estado en mi lugar, no dudo que habría actuado exactamente de la manera que me ha descrito. Pero yo nací comerciante y tengo alma de comerciante, no de corsario ni de guerrero. Tampoco de bandido —y quizás por eso Marta ha preferido al otro—. Él, lo mismo que Domenico, no habría dudado en matar para obtener lo que deseaba. Ningún escrúpulo les detiene. Pero ¿se habrían desviado acaso de su camino por amor a una mujer?
No la he olvidado todavía, no sé si la olvidaré algún día… Sí, un día la olvidaré, y su traición me servirá de ayuda.
Sin embargo, no me abandona una duda. ¿Realmente me ha traicionado o se ha comportado así para proteger a su hijo?
Vuelvo a hablar de ese hijo, cuando todos me dicen que no existe, que nunca existió.
¿Y si todos mintieran? Ella, para proteger a su hijo, y los otros para… ¡Ah, no! ¡Basta! Tengo que dejarme ya de delirios. Aunque nunca llegue a saber toda la verdad, tengo que volverle la espalda a mi vida pasada, tengo que mirar hacia adelante, hacia adelante.
De todas formas, el año se termina…
17 de diciembre
He estado observando el cielo anoche, y tengo la sensación de que las estrellas son realmente cada vez menos numerosas.
Se apagan, una tras otra, y en la tierra estallan incendios. El mundo empezó en el paraíso y concluirá en el infierno. ¿Por qué he llegado tan tarde?
19 de diciembre
Acabamos de pasar el estrecho de Mesina, evitando ese abismo burbujeante que llaman Caribdis. Domenico le dio ese nombre a su barco para conjurar sus temores, mas, a pesar de ello, se empeña en no acercarse jamás.
Ahora nos disponemos a remontar la península italiana hasta Génova. Sí, me jura el calabrés, una nueva vida me espera. ¿Y de qué me sirve inaugurar una nueva vida si el mundo está a punto de extinguirse?
Siempre creí que sería en Gibeleto donde pasaría los últimos días del «año de la Bestia», con todos los míos juntos en la misma casa, cerca los unos de los otros, confortados por voces familiares si llegara a pasar lo que tiene que pasar. Estaba tan seguro de que iba a volver que apenas lo mencionaba, tan sólo me preguntaba por las fechas y los itinerarios. ¿Debería haber ido en abril, directamente, en lugar de seguir El centésimo nombre hasta Londres? ¿Debería pasar por Quíos en mi camino de vuelta? ¿O por Esmirna? Hasta Gregorio, cuando consiguió que le prometiera el regreso a su casa, admitió que no podría planteármelo sin haber puesto en orden mis asuntos de Gibeleto.
Y sin embargo ahora me encuentro rumbo a Génova. Allí estaré en Navidad, y es allí donde me hallaré cuando concluya el año 1666.
20 de diciembre de 1666
Lo cierto es que me he ocultado constantemente la verdad, incluso en este diario que hubiera debido ser mi confesor.
Y la verdad es que al reencontrar Génova supe que jamás volvería a Gibeleto. Me lo susurré algunas veces, sin atreverme a escribirlo, como si un pensamiento tan monstruoso no se pudiera consignar en el papel. Porque en Gibeleto se encuentran mi hermana bien amada, mi comercio, la tumba de mis padres y mi casa natal, en la que ya había nacido el padre de mi abuelo. Pero allí soy extranjero, como un judío. Mientras que Génova, que nunca me había visto, me reconoció, me abrazó y me estrechó contra su pecho como al hijo pródigo. Por sus calles camino con la cabeza alta, pronuncio mi nombre italiano en voz alta, sonrío a las mujeres y no temo a los jenízaros. Puede que los Embriaci hayan tenido un antepasado tachado de borracho, pero también poseen una torre con su nombre. Cualquier familia debería tener en algún lugar de la tierra una torre con su nombre.
Esta mañana he escrito lo que creí que debía escribir. Podría haber escrito exactamente lo contrario.
Me jacto de estar en mi casa cuando estoy en Génova, sólo en Génova, y sin embargo no voy a ser hasta el fin de mis días más que el invitado de Gregorio, y su deudor. Voy a abandonar mi propio techo para vivir bajo el suyo, voy a abandonar mi propio negocio para ocuparme del suyo.
¿Me enorgullecerá vivir así? ¿Depender de él y de su generosidad cuando pienso lo que pienso de él? Me irrita su entusiasmo, me burlo de su devoción, y hasta en una ocasión me he escapado a escondidas de su casa porque no soportaba ni sus indirectas ni a su esposa. Voy a recibir la mano de su hija como se recibe el homenaje de un vasallo, como por derecho de pernada, porque llevo el nombre de los Embriaci y porque él mismo sólo lleva el suyo. Toda su vida sólo habrá trabajado para mí, habrá levantado su negocio, armado sus navíos, colmado su fortuna, fundado su familia, sólo para mí. Plantó, regó, podó, se esmeró para que yo llegara y me comiera el fruto. Y aún me atrevo a enorgullecerme del nombre que llevo y a pavonearme en Génova. Abandonando lo que yo mismo he conseguido y lo que mis antepasados consiguieron para mí.
Tal vez me convierta en Génova en fundador de una dinastía. Pero habré sido el enterrador de otra, más gloriosa aún, instaurada al comienzo de las Cruzadas, desaparecida, extinguida conmigo.
Terminaré este año en Génova, pero si sobrevinieran nuevos años no sé todavía dónde me hallarían.
22 de diciembre de 1666
Nos hemos refugiado de la marejada en una cala al norte de Nápoles, un lugar casi desierto, al acecho, temiendo a los rufianes que provocan naufragios.
Parece que han visto desde el barco un gran incendio en la costa, en los confines de Nápoles. Yo estaba acostado y no he visto nada.
Vuelvo a tener mareos. Y siento también el vértigo solapado del año que termina.
Dentro de diez días el mundo habrá atravesado resueltamente el umbral, o habrá acaso naufragado.
23 de diciembre de 1666
Ni Marta ni Giacominetta: al despertarme esta mañana se me apareció la cabellera roja de Bess, su aroma de violeta y de cerveza, su mirada de madre destronada. No echo de menos Londres, pero me entristece pensar en su terrible destino de Gomorra. Aunque sus calles y sus multitudes me hayan resultado detestables, en aquella ciudad y en la cercanía de aquella mujer hallé una tribu de extraños amigos.
¿Qué habrá sido de ellos? ¿Qué habrá sido de su vetusta ale house, con sus escaleras de madera y sus desvanes? ¿Qué habrá sido de la Torre de Londres? ¿Y de la catedral de San Pablo? ¿Y de todos aquellos libreros con sus montones de obras? Cenizas, cenizas. Y cenizas también el fiel diario que alimentaba yo cada día. Sí, cenizas, cenizas todos los libros, con excepción del de Mazandarani; que derrama desolación a su alrededor, pero que siempre sale indemne de ella. En todos los lugares donde ha estado se produjeron incendios y naufragios. Incendio en Constantinopla, incendio en Londres, naufragio para Marmontel; y este navío, que ahora parece a punto de zozobrar…
Pobre del que se acerca al nombre oculto, sus ojos se ensombrecen o se nublan, nunca se iluminan. En mis rezos, desearía ahora decir:
Señor, no te alejes nunca de mí. Pero tampoco te acerques demasiado.
Déjame admirar las estrellas en los faldones de Tu toga. Mas no me muestres Tu rostro.
Déjame escuchar el murmullo de los ríos que fluyen merced a Ti, el viento que Tú haces soplar entre los árboles, y la risa de los niños que gracias a Ti nacen. Pero, Señor, Señor, no permitas que nunca oiga Tu voz.
24 de diciembre
Prometió Domenico que estaríamos en Génova para Navidad. Pero no será así. Si el mar se calmara, podríamos arribar al anochecer. Pero el libeccio que sopla del sudoeste redobla en violencia y nos obliga a refugiarnos otra vez en la costa.
Libeccio… Había olvidado ese nombre de mi infancia, que mi padre y mi abuelo recordaban con una mezcla de nostalgia y de temor. Lo oponían siempre al sirocco, para decir —si recuerdo bien— que Génova está protegida del uno, pero no del otro, y que esto último se debe a la incuria de las familias que hoy la dirigen, pues gastan fortunas en la edificación de sus palacios pero son avaras cuando se trata del bien común.
El calabrés dice que hace solamente veinte años ningún navío quería pasar el invierno en Génova, ya que el libeccio provocaba abominables matanzas. Todos los años se contaban veinte o cuarenta navíos hundidos, y una vez más de cien naves, barcas y fragatas. Sobre todo en noviembre y diciembre. Luego se construyó por la parte de poniente un nuevo espigón que resguarda el puerto.
—Cuando lleguemos, no habrá nada que temer. La dársena se ha convertido en un apacible lago. Pero hasta llegar en esta época del año…, ¡ancestros míos!
25 de diciembre
Esta mañana hemos intentado salir a mar abierto, pero hemos tenido que replegarnos a la costa. El libeccio soplaba cada vez con más fuerza, y Domenico sabía que no podría llegar mucho más lejos. Pero quería que nos protegiéramos en la ensenada que se encuentra detrás de la península de Portovenere, por la parte de Lerici.
Estoy harto del mar, todos los días enfermo. Habría seguido de buena gana la ruta hasta Génova, que está a una sola jornada de aquí. Pero después de lo que el capitán y su tripulación han hecho por mí me habría avergonzado abandonarlos de ese modo. Estoy obligado a compartir su suerte como ellos han compartido la mía, aunque tenga que vomitar las entrañas.
26 de diciembre
A un viejo marino gruñón que le reprochaba no haber cumplido su promesa, Domenico le responde: «Más vale llegar demasiado tarde a Génova que demasiado pronto al infierno».
Todos nos hemos reído, menos el viejo marino, demasiado cerca sin duda de la muerte para que le haga gracia la evocación del infierno.
Lunes, 27 de diciembre de 1666
¡Por fin, Génova!
En el puerto me esperaba Gregorio. Había apostado un hombre junto al faro para que le advirtiera cuando asomase nuestro navío.
Al verle de lejos, agitando ambas manos, recordé mi primera llegada a mi ciudad de origen, hace nueve meses. Venía yo en el mismo barco, proveniente de la misma isla, escoltado por el mismo capitán. Pero entonces era primavera y el puerto hervía de navíos que cargaban y descargaban, de aduaneros, porteadores, viajeros, dependientes, curiosos. Hoy estábamos solos. No llegaba ningún otro barco, ni ninguno partía, nadie estaba allí para decir adiós o para abrir los brazos o contemplar beatíficamente el ir y venir. Nadie, ni siquiera Melchione Baldi, al que en vano he buscado con la vista. Sólo barcos fondeados, vacíos, los muelles casi vacíos también.
En aquel desierto de piedra y agua, maltratado por el frío viento, un hombre esperaba de pie, alegre, la cara roja, cálido y sin embargo inconmovible. Sieur Mangiavacca venía a hacerse cargo de ochocientos cuartillos de almáciga y de un yerno pródigo.
Me sigue pareciendo risible, pero no voy a enfrentarme a él. Y le bendigo más que le maldigo.
Giacominetta se ha ruborizado al verme entrar en casa en compañía de su padre. Se ve que le han dicho que si regresaba a Génova iba a pedir su mano, y me la iban a conceder. En cuanto a mi futura suegra, está enferma debido al frío y no se levanta de la cama desde hace dos días, según me dicen. Quién sabe, tal vez sea cierto…
Tres cosas no me gustan de Giacominetta: su nombre, su padre y un cierto parecido con Elvira, mi primera esposa, la tristeza de mi vida.
Pero de ninguna de esas tres taras puedo hacer responsable a la buena hija de Gregorio.
28 de diciembre
Esta mañana ha venido a verme mi anfitrión a mi cuarto, algo que no había hecho nunca hasta ahora. Dice que prefiere que nadie sepa que hemos mantenido esta charla, pero me parece que lo que de veras quería era darle al trámite un carácter solemne.
Ha venido a reclamarme que cumpla la palabra dada, del mismo modo que jamás me reclamará mi deuda monetaria. Desde luego, lo esperaba, pero tal vez no tan deprisa. Ni de esta manera.
—Existen unas promesas entre nosotros —dijo, de buenas a primeras.
—No las he olvidado.
—Tampoco yo las he olvidado, pero no quisiera que te sintieses forzado —por obligación hacía mí, o acaso por amistad— a hacer lo que no deseas. Por esa razón, te libero de tu juramento hasta el final del día. Ya he dicho en las cocinas que habías llegado cansado y que ibas a quedarte en tu cuarto hasta la noche. Tómate un día de descanso y de meditación. Cuando vuelva, me darás tu respuesta y la aceptaré, sea la que sea.
Se secó una lágrima y salió sin esperar mi respuesta.
En cuanto cerró la puerta me senté a la mesa para escribir esta página, con la esperanza de que ello me ayudara a reflexionar.
Reflexionar, qué palabra tan presuntuosa. Cuando caes al agua chapoteas, nadas, flotas o te hundes. No reflexionas.
Aquí tengo, junto a mí, encima de la mesa, El centésimo nombre… ¿He de considerarme privilegiado de poseerlo ahora que termina el año fatídico? ¿Nos encontramos realmente en los últimos días del mundo? ¿En los tres o cuatro días que preceden al Juicio Final? ¿Va a arder el universo para extinguirse después? ¿Es que las paredes de esta casa van a arrugarse y retorcerse como un papel en la mano de un gigante? ¿Es que el suelo sobre el que se alza la ciudad de Génova va a hundirse de pronto bajo nuestros pies, en medio de aullidos, como en un gigantesco y último temblor de tierra? Y cuando ese momento llegue, ¿podré todavía coger este libro, abrirlo, encontrar la página oportuna y ver aparecer súbitamente ante mí en letras refulgentes el nombre supremo que todavía no he conseguido descifrar?
A decir verdad, no estoy convencido de nada. Me imagino todas esas cosas, algunas las temo, pero no creo en ninguna. Durante un año entero he corrido detrás de un libro que ya no deseo. He soñado con una mujer que ha preferido a un bandido. He emborronado cientos de páginas, y no me queda nada… Sin embargo, no soy desgraciado. Estoy en Génova, arropado, soy codiciado y tal vez hasta un poco amado. Miro el mundo y mi propia vida como un extranjero. Nada deseo, salvo tal vez que el tiempo se detenga el 28 de diciembre de 1666.
Esperaba a Gregorio, pero quien acaba de venir es su hija. Se abrió la puerta y entró Giacominetta, que me traía una bandeja con café y dulces. Un pretexto para que hablemos. Pero esta vez no de los árboles del jardín, ni del nombre de las plantas y las flores. Sino de nuestro destino. Está impaciente, ¿cómo podría culparla por ello? Mis interrogantes sobre nuestro futuro casamiento ocupan la cuarta parte de mis pensamientos, mientras que para ella, que acaba de cumplir catorce años, ocupan las cuatro cuartas partes. Sin embargo, simulo no darme cuenta de ello.
—Dime, Giacominetta, ¿sabes que tu padre y yo hemos hablado mucho de ti y de tu porvenir?
Se ruborizó y no dijo nada, sin por ello fingir que se sorprendía.
—Hemos hablado de noviazgo y de casamiento.
Seguía sin decir nada.
—¿Sabes que yo ya he estado casado, y que soy viudo?
Eso no lo sabía. Sin embargo, yo se lo había dicho a su padre.
—Tenía diecinueve años y me dieron por mujer a la hija de un comerciante que vivía en la isla de Chipre…
—¿Cómo se llamaba?
—Elvira.
—¿De qué se murió?
—De tristeza. Había prometido casarse con un joven que conocía, un griego, y no me quería a mí. No me dijeron nada. Si lo hubiera sabido, tal vez me habría resistido a aquel matrimonio. Pero ella era joven, yo era joven, y obedecimos a nuestros padres. Ella no pudo ser nunca feliz y tampoco me hizo feliz a mí. Te cuento esta triste historia porque no querría que sucediera lo mismo entre nosotros. Me gustaría que me dijeras lo que deseas. No quiero que te fuercen a hacer lo que no desees hacer. Sólo tienes que decírmelo, y aparentaré ser yo quien no puede casarse.
Giacominetta se ruborizó de nuevo, volvió el rostro y dijo:
—Si nos casamos, no seré desgraciada…
Después huyó por la puerta, que había permanecido totalmente abierta.
Por la tarde, mientras espero aún el regreso de Gregorio para darle mi respuesta, veo por la ventana a su hija, que se pasea por el jardín, se acerca a la escultura de Baco que les regalé y se apoya en los hombros de la divinidad yacente.
Cuando vuelva su padre le pediré su mano, tal como me comprometí a hacer. Si el mundo sobrevive hasta el día de mi boda, no tendré sino razones para alegrarme. Y si el mundo muere, si Génova muere, si morimos todos, al menos habré pagado esa deuda y partiré con el alma más serena. Y Gregorio también…
Pero no deseo el fin del mundo. Y no creo gran cosa en él: ¿acaso he creído alguna vez? Tal vez… No lo sé…
29 de diciembre
En mi ausencia llegó la carta que esperaba, la carta de Piacenza. Tiene fecha del domingo 12 de septiembre, pero Gregorio la recibió la semana pasada y no me la ha entregado hasta hoy, pretextando que se le olvidó. No creo en ese olvido. Sé perfectamente por qué la guardó hasta ahora: quería estar seguro de que ninguna noticia de Gibeleto retrasara mi decisión. Al actuar así, da pruebas de una prudencia excesiva, pues nada de lo que dice la carta va a afectar a mi unión con su hija y con él. Pero ¿cómo iba a saberlo?
Mi hermana me informa de que sus dos hijos regresaron sanos y salvos; por el contrario, no tiene noticia alguna de Hatem, cuya familia está sumamente inquieta. «Intento tranquilizarles, sin saber ya qué decirles», me escribe, suplicándome que le haga llegar noticias si las tengo.
Me culpo por no haberle hecho esa pregunta a Marta cuando la vi. Me lo había prometido a mí mismo, pero el giro que tomaron las cosas me sacudió de tal manera que ni lo pensé. Ahora siento remordimientos, pero de qué sirven los remordimientos. Y de qué le sirven al desdichado Hatem.
Me entristece más porque no lo esperaba. No tenía mucha confianza en mis sobrinos. El uno llevado por sus deseos, el otro por sus antojos, me parecían ambos vulnerables y temía que no fueran capaces de volver a Gibeleto o que se perdieran por el camino. Mientras que mi dependiente me tenía acostumbrado a salir siempre indemne de cualquier mal paso, hasta el punto de que deseaba que regresara a Esmirna para hacerse sobre todo cargo de Habib y de Buméh antes de que se marcharan.
Mi hermana me anuncia además que llegó un paquete de Constantinopla por intermedio de un peregrino que se dirigía a Tierra Santa. Son las cosas que debí dejar en casa de Barinelli. Me habla de algunas de ellas, sobre todo de ropa, pero no dice ni una sola palabra sobre mi primer cuaderno. Tal vez no lo encontraron. Aunque también es posible que Piacenza no lo mencione porque ignora la importancia que tiene para mí.
De Marta tampoco dice nada mi hermana. Cierto es que en mi carta le decía yo que había hecho un trecho del camino en nuestra compañía. Sin duda, sus hijos la habrán puesto al corriente de nuestro idilio, pero ella ha preferido no mencionarlo, y no me sorprende.
30 de diciembre
Fui a agradecerle al hermano Egidio sus diligencias, que han permitido que me llegara la carta de Piacenza. Me habló como si fuera cosa hecha el que fuera a casarme con Giacominetta, elogió su piedad, la de sus hermanas y su madre, pero no la de Gregorio, del que sólo encomió la simpatía y la generosidad. No traté de defenderme ni de negarlo, la suerte está echada, he franqueado el Rubicón y de nada serviría ya censurar las circunstancias. No soy yo quien ha decidido poner los pies donde los tengo puestos, ¿pero acaso decide uno realmente? Más vale hacerse cómplice del Cielo que transitar la vida entera sumido en el desengaño y la contrariedad. No resulta vergonzoso deponer las armas a los pies de la Providencia, cuando el combate era desigual y el honor se ha salvado. En cualquier caso, nunca ganas la última batalla.
Durante nuestra conversación, que duró más de dos horas, el hermano Egidio me informó de que según unos viajeros que acababan de llegar de Londres, habían conseguido dominar el fuego. Según parece, ha destruido la mayor parte del centro, pero el número de muertes no ha sido muy elevado.
—Si hubiera querido, el Altísimo habría aniquilado ese pueblo descreído. Se ha contentado con dirigirle una advertencia para que renuncie a sus errores y para que regrese al redil misericordioso de nuestra madre Iglesia.
Para el hermano Egidio ha sido la secreta devoción del rey Carlos y de la reina Catalina lo que ha inducido al Señor a mostrarse clemente esta vez. Pero la perfidia de ese pueblo terminará por acabar con la infinita paciencia de Dios…
Mientras hablaba, mil pensamientos atravesaron mi alma. Cuando me encontraba en mi escondite, en los desvanes, en el último piso del ale house, se rumoreaba que era debido al rey por lo que Dios castigaba a Londres, debido a su devoción secreta por «el anticristo» de Roma, debido a sus asuntos de cama.
¿Ha sido Dios demasiado severo con los ingleses? ¿Ha sido demasiado clemente?
Le adjudicamos la irritación, la ira, la impaciencia o el alborozo, pero ¿qué sabemos nosotros de sus verdaderos sentimientos?
Si yo me hallara en Su lugar, si yo reinara sobre el universo, desde siempre y para siempre, dueño del ayer y del mañana, dueño del nacimiento, de la vida, de la muerte, creo que no experimentaría ni impaciencia ni alborozo: ¿qué es la impaciencia para quien dispone de la eternidad, qué es el alborozo para quien lo posee todo?
No me lo imagino iracundo, no me lo imagino indignado ni escandalizado, ni prometiendo castigar a quienes se aparten del papa o del lecho conyugal.
Si yo fuera Dios, habría salvado Londres por Bess. Al verla correr, inquietarse, arriesgar la vida para salvar a un genovés, un desconocido que iba de paso, habría acariciado con una suave brisa sus rojos cabellos despeinados, habría secado su rostro sudoroso, habría apartado los escombros que le cortaban el camino, habría dispersado a la multitud exasperada, habría apagado el fuego que rodeaba su casa. La habría dejado subir a su cuarto, y echarse y dormirse, serenos los párpados…
¿Será que soy —yo, Baldassare, mísero pecador— más solícito que Él? ¿Será que mi corazón de comerciante es más generoso que el Suyo, y más rico en misericordia?
Releo lo que acabo de escribir, llevado por mi pluma, y no puedo dejar de sentir algo de temor. Pero no hay razón. El Dios que merece que me prosterne a Sus pies no puede dejarse llevar por pequeñeces ni susceptibilidades. Ha de estar por encima de todo eso, debe ser el más grande. Él es más grande, más grande, como gustan de repetir los musulmanes.
Así que persisto —sea mañana el último día antes del fin del mundo, o sea tan sólo el último del año en curso—, persisto en mi bravata de Embriaco, y no la retiro.
31 de diciembre de 1666
En el mundo entero deben de ser muchas las gentes que piensan que esta mañana van a vivir el último día del último año.
Aquí, en las calles de Génova, no advierto ningún temor, ni ningún fervor especial.
Pero Génova no ha rezado nunca excepto por su prosperidad y por el feliz regreso de los navíos; nunca ha tenido más fe que la que es razonable tener, bendita sea.
Gregorio ha decidido dar esta tarde una fiesta para agradecerle al Cielo, según dice, que le haya devuelto la salud a su esposa. La cual se levantó ayer de la cama y parece efectivamente restablecida. Sin embargo, imagino que lo que mi anfitrión celebra es otra cosa. Unos esponsales velados, velados como esta escritura.
Sin duda la dama Orietina ya no está enferma, pero cuando me mira su rostro parece dolorido.
Todavía no sé si me mira así porque no me quiere como yerno o bien porque habría deseado que yo solicitara humildemente la mano de su hija en lugar de recibirla con altivez, como un homenaje que correspondiera a mi nombre.
Gregorio contrató para la fiesta un cantante e instrumentista de viola de Cremona que va a interpretar las más deliciosas melodías; anoto de memoria los nombres de los compositores: Monteverdi, Luigi Rossi, Jacopo Peri, así como un tal Mazzochi o Marazzoli, cuyo sobrino se ha casado con una sobrina de Gregorio.
No quería estropear la felicidad de mi anfitrión confesándole que esa música, hasta la más alegre, me provoca melancolía. Pues la única vez que escuché a un instrumentista de viola fue cuando, tras mi casamiento, me fui con los míos a la isla de Chipre a visitar a los padres de Elvira. Vivía ya aquella unión indeseada como una prueba penosa, y cada vez que una melodía me conmovía, la herida se me hacía más desgarradora.
Sin embargo, hoy, cuando ese hombre de Cremona empezó a tocar, cuando la gran sala se llenó con su música, me sentí caer enseguida, como por distracción, en un dulce ensueño en el que no había lugar para Elvira ni para Orietina. Sólo pensé en las mujeres que he amado, en las que me han tenido en sus brazos durante mi infancia —mi madre y las mujeres de negro de Gibeleto— y las que he tenido yo entre los míos en la edad adulta.
De estas últimas ninguna me inspira tanta ternura como Bess. Desde luego, pienso algo en Marta, pero ella me provoca hoy tanta tristeza como Elvira, una herida que se cerrará muy lentamente. Mientras que mi furtivo paso por el jardín de Bess me dejará para siempre un sabor anticipado del paraíso.
¡Qué feliz me siento de que Londres no haya sido destruida!
La felicidad tendrá siempre para mí el sabor de la cerveza de mantequilla, el aroma de la violeta y hasta el sonido chirriante de los escalones de madera que me conducían hasta mi reino de los desvanes, en lo alto del ale house.
¿Es adecuado pensar así en Bess en la casa de mi futuro suegro, que es también mi benefactor? Los sueños están libres de cualquier cosa y de cualesquiera conveniencias, libres de juramentos, libres de todo tipo de gratitud.
Más tarde, cuando se hubo marchado con su viola el hombre de Cremona, que había cenado con nosotros, se desató una inesperada tormenta. Debía de ser a eso de la medianoche. Relámpagos, estruendo, ráfagas de lluvia; y sin embargo, el cielo parecía sereno. Después, el rayo. El sonido desgarrador de una roca que estalla. La más pequeña de las hijas de Gregorio, que dormitaba en sus brazos, se despertó llorando. Su padre la tranquilizó diciéndole que el rayo parecía siempre mucho más cerca de lo que en verdad está, y que éste había caído allá arriba, en el Castello, o en la dársena del puerto.
Mas en cuanto terminó de explicar aquello, cayó otro rayo, más cerca aún. Estalló al mismo tiempo que el relámpago, y esta vez fuimos muchos los que gritamos.
Y antes de que nos recuperáramos del susto, se produjo un extraño fenómeno. Del hogar alrededor del que nos encontrábamos surgió de pronto, sin razón aparente, una lengüeta de fuego que echó a correr por el suelo. Nos quedamos espantados, mudos, presas de temblores, y Orietina, que estaba sentada junto a mí pero que no me había dirigido hasta el momento ni una palabra ni una mirada, me agarró de repente del brazo y lo oprimió con tal fuerza que me hundió las uñas en la carne.
Y susurraba, aunque con un susurro dilatado que cualquiera podía oír:
—¡Es el día del Juicio! ¡No me habían engañado! ¡Es el día del Juicio! ¡Que el Señor se apiade de nosotros!
Luego se arrojó al suelo, se arrodilló, sacó del bolsillo un rosario y nos animó a hacer lo mismo. Sus tres hijas y los criados que allí estaban se pusieron a murmurar unas oraciones. Por mi parte, no conseguía apartar la vista de la lengüeta de fuego, que en su carrera alcanzó una piel de cordero que allí había, se apoderó de ella y la inflamó. Todos mis miembros temblaban, y confieso que en la confusión del momento me dije que debería salir corriendo y traer de mi cuarto El centésimo nombre.
Unos cuantos saltos, y ya me encontraba en la escalera, pero oí a Gregorio gritar:
—Baldassare, ¿adónde vas? ¡Ayúdame!
Se había levantado, había agarrado un gran cántaro de agua y vertía el contenido encima de la piel de cordero que ardía. El fuego se aplacó un poco sin apagarse, de modo que se puso a aplastarlo con los pies en una danza que en otras circunstancias nos habría hecho reír a todos hasta el llanto.
Volví hasta él corriendo y me puse a danzar de la misma manera, aplastando aquella lengüeta, ahogándola cuando se reactivaba, como si estuviéramos diezmando una colonia de escorpiones.
Mientras, otras personas se recuperaron de su pavor; primero una criada joven, luego el jardinero, luego Giacominetta; corrieron a traer diversos recipientes llenos de agua y los volcaron encima de lo que aún ardía, echaba chispas o echaba humo.
Aquel zafarrancho sólo duró unos pocos minutos, mas era alrededor de la medianoche, y creo que fue con esa broma como terminó «el año de la Bestia».
Enseguida se irguió la dama Orietina, que era la única que se había quedado de rodillas, y decretó que era ya hora de que nos fuéramos a dormir.
Al subir a mi cuarto me llevé un candelabro, lo dejé encima de la mesa al llegar y así pude escribir estas líneas.
Última superstición, voy a esperar el amanecer para consignar la nueva fecha.