En el mar, 9 de noviembre
El mar está permanentemente agitado, y yo permanentemente enfermo. Muchos viejos marineros lo están tanto como yo, si es que esto es un consuelo.
Todas las noches, entre náusea y náusea, rezo para que la naturaleza nos sea más clemente, pero resulta que Domenico me dice que él reza por lo contrario. Sus ruegos, es evidente, son escuchados, y no los míos. Y ahora que me ha explicado sus razones, creo que voy a imitarle.
—Mientras la mar esté encrespada —me dice— estamos a salvo. Pues si los guardacostas nos localizan, no se atreverán a lanzarse en nuestra persecución. Por eso prefiero navegar en invierno. Así sólo tengo un adversario, el mar, y no es ése el adversario que más temo. Aunque decidiera quedarse con mi vida, no sería tanta la desgracia, porque me haría escapar al suplicio del palo, que me espera el día en que me agarren. Morir en la mar es un destino de hombre, como morir en el combate. Mientras que el palo te hace maldecir a la que te ha traído al mundo.
Sus palabras me han reconciliado tanto con la marejada que me he apoyado en la borda, me he colocado de frente para que me salpique el agua y he recogido con la lengua las gotas saladas. Es el sabor de la vida, la cerveza de las tabernas de Londres y los labios de las mujeres.
Respiro a pleno pulmón, y las piernas ya no me flaquean.
En el mar, 17 de noviembre
En estos días he abierto varias veces el cuaderno y lo he vuelto a cerrar. A causa del vértigo que me debilita desde Génova, pero también debido a cierta fiebre que me impide poner en orden los pensamientos.
He intentado igualmente abrir el libro del centésimo nombre, diciéndome que tal vez conseguiría esta vez penetrar en él sin que me rechazara. Pero enseguida se me ensombrecieron los ojos, y lo volví a cerrar prometiéndome no intentar leerlo de nuevo a menos que él mismo no se abra ante mí.
Así que me paseo por el puente y charlo con Domenico y sus hombres, que me cuentan sus mejores historias de miedo y me instruyen como a un niño sobre mástiles, vergas y jarcias.
Comparto sus comidas, río sus bromas hasta cuando no las entiendo sino a medias, y cuando beben finjo beber; pero no bebo. Desde que Gregorio me emborrachó con el vino de sus barricas, me siento frágil, padezco náuseas de manera permanente y tengo la sensación de que el menor trago me va a tirar por el suelo.
Además, aquel vernaccia era puro elixir, mientras que el vino este es una especie de jarabe avinagrado rebajado con agua de mar.
En el mar, 27 de noviembre
Nos acercamos a las costas de Quíos cuerpo a tierra, como un cazador al acecho. Han recogido las velas, han desprendido el mástil de la base y lo han tumbado cuidadosamente; los marineros hablan más despacio, como si allá en la isla pudieran oírlos.
Lamentablemente, hace buen día. Un sol de cobre ha surgido por el lado del Asia Menor y ha amainado el viento. Sólo el aire fresco que permanece de la noche pasada nos recuerda que estamos a las puertas del invierno. Domenico ha decidido no moverse antes de que caiga la noche.
Me ha explicado cómo iba a proceder. Dos hombres partirán hacia la isla en chalupa, protegidos por la oscuridad, ambos griegos, pero griegos de Sicilia —Iannis y Demetrios—. Al llegar al pueblo de Katarraktis entrarán en contacto con el suministrador local, que ya tendrá la mercancía en su casa. Si todo se desarrolla como está previsto —la almáciga ya lista y embalada, los aduaneros «persuadidos» de cerrar los ojos— y si no hay sospechas de trampa alguna, los dos adelantados informarán a Domenico mediante la señal convenida: un trapo blanco desplegado en cierto lugar elevado, a mediodía. Entonces el barco se dispondrá a alcanzar la costa, pero sólo cuando caiga la noche y en una breve incursión; efectuará el cargamento y el pago y luego se alejará antes de las primeras luces del alba. Si por desgracia no aparece el trapo blanco, permaneceríamos en alta mar esperando el regreso de los griegos. Y si a las primeras luces del día siguiéramos sin verlos, nos alejaríamos rezando por la pérdida de sus almas. Así es como transcurren las cosas normalmente.
Sin embargo, por mi causa el plan no iba a ser esta vez exactamente el mismo. La modificación que Domenico ha previsto…
No, no debería hablar de ello, ni siquiera pensar en ello, antes de que mis esperanzas no se vean colmadas, y sin que mis amigos hayan tenido que sufrir las consecuencias. Hasta entonces me contentaré con cruzar los dedos, escupiendo al mar, como hace Domenico. Y farfullando, como él, «¡ancestros míos!».
28 de noviembre
No recuerdo ningún otro domingo en que haya rezado con tanto fervor.
De noche, se ha echado a la mar la barca de Iannis y Demetrios, y toda la tripulación la ha acompañado con la vista hasta que se han fundido en la oscuridad. Pero hemos seguido oyendo el chapoteo de los remos, y Domenico se ha mostrado preocupado por tanto silencio.
Esa noche, algo más tarde, cuando ya estaba yo acostado, ha relampagueado, docenas de relámpagos sucesivos que parecían venir del norte y que debían hallarse muy lejos, puesto que el fragor de los rayos no nos llegaba.
Todos los de a bordo se han pasado el día a la espera. Por la mañana esperando que apareciera el trapo blanco; luego, cuando lo hemos divisado, esperando a que se hiciera de noche para poder acercarnos a la costa. Yo participo de sus esperas, pero tengo las mías, que llenan mi alma a cada minuto y que no me atrevo a consignar en estas páginas.
Ojalá que…
29 de noviembre
Anoche, el barco atracó durante un rato en una cala cercana al pueblo de Katarraktis. Domenico me confirmó que fue allí precisamente —hace cerca de diez meses— donde se hizo cargo del saco en el que yo estaba encerrado. Aquella noche percibía todo tipo de ruido a mi alrededor, pero no veía nada; mientras en ésta distinguía formas que iban y venían, que se apresuraban y gesticulaban, tanto en la playa como en el puente. Y todos aquellos ruidos, que en enero habían sido ininteligibles para mí, cobraban ahora su sentido. Echan la pasarela, traen la almáciga, la comprueban, la cargan, sube a bordo el abastecedor, un tal Salih —un turco, o tal vez un renegado griego—, bebe un trago y le pagan. No sé si debería recordar aquí que Quíos es, más o menos, el único lugar del mundo donde se produce la almáciga, pero que las autoridades obligan a los campesinos a entregar toda la cosecha, de manera que se destine sólo a los harenes del sultán. El Estado fija los precios a su antojo, y sólo paga a su conveniencia, de modo que los campesinos tienen que esperar a veces varios años a que les liquiden las deudas, lo que les obliga a endeudarse mientras tanto. Domenico les compra la almáciga a dos, tres y a hasta cinco veces el precio oficial, y les liquida la cantidad íntegra en el instante mismo en que se hace cargo de la mercancía. Según él, contribuye a la prosperidad de la isla mucho más que el gobierno otomano.
¿Será necesario añadir que para las autoridades ese diablo de calabrés es el enemigo que hay que capturar, colgar o empalar? Mientras que para los campesinos de la isla y para quienes se enriquecen con este tráfico, Domenico es una bendición, el maná; noches como ésta las esperan ellos con más impaciencia que la Nochebuena, aunque también con terror, pues bastaría que el contrabandista o sus corresponsales fueran interceptados para que se perdiese la cosecha y familias enteras se viesen condenadas a la miseria.
Aquel zafarrancho no duró demasiado, dos o tres horas como mucho. Y cuando vi a Salih abrazar a Domenico y hacerse ayudar para franquear la pasarela, pensé que íbamos a aparejar, de modo que no pude resistirme y le pregunté a uno de los marineros si partíamos ya. Me respondió lacónico que Demetrios no había llegado aún y que le estábamos esperando.
No tardé en ver una luz en la playa, y tres hombres que se acercaban, caminando en fila. El primero era Demetrios; al segundo, que llevaba la luz y cuyo rostro estaba más iluminado, no lo conocía; el último era el marido de Marta.
Domenico me recomendó que permaneciera invisible y que no manifestara mi presencia hasta que él me llamara por mi nombre. Así lo hice; además, me ocultó detrás de un mamparo y no me perdí ni una palabra de su conversación, que tuvo lugar en una mezcla de italiano y de griego.
Como preámbulo de lo que voy a contar debo decir que era evidente desde las primeras palabras que Sayyaf sabía perfectamente quién era Domenico, y que se dirigía a él con respeto y temor. Como un cura de aldea se dirige a un obispo de paso. No debería recurrir a una comparación tan impía; sólo quiero decir que reina en el mundo de la sombra un sentido de la jerarquía digno de las instituciones más venerables. Cuando un bandido de aldea se encuentra con el contrabandista más temerario de todo el Mediterráneo, se guarda bien de comportarse irrespetuosamente. Y el otro se guarda mucho de tratarle como un igual.
El tono lo dio ya la primera réplica, cuando el marido de Marta, tras esperar en vano que el anfitrión le explicara para qué le habían citado, acabó por decir, con voz que me pareció vacilante:
—Tu hombre, Demetrios, me dice que tienes un cargamento de tejidos, café y pimienta, que podrías dejarme a buen precio…
Silencio de Domenico. Suspiro. Después, igual que se le echa a un mendigo una moneda doblada:
—Si él lo dice, será verdad.
La charla decayó inmediatamente. Y fue Sayyaf quien tuvo que rebajarse a remontarla.
—Me ha dicho Demetrios que podría pagar una tercera parte ahora y lo demás en Semana Santa.
Y Domenico respondió, al cabo de un rato:
—Si él lo dice, será verdad.
El otro insistió, con tono de urgencia:
—Me ha hablado de diez sacos de café, de dos barriles de pimienta; me los quedo todos. Pero en cuanto a los tejidos, tengo que verlos antes de decidirme.
Y Domenico:
—Está muy oscuro. Lo verás todo mañana, a la luz del día.
Y el otro:
—No podré volver mañana. Y para vosotros sería muy peligroso esperar aquí.
Domenico:
—¿Quién habla de esperar o de volver? Tú te vienes con nosotros mar adentro, y por la mañana podrás verificar la mercancía. Podrás tocarla, medirla, probarla…
Como no veía a Sayyaf distinguí los temblores que el miedo provocaba en su voz.
—No he pedido comprobar la mercancía. Tengo confianza. Sólo quiero ver el tejido para saber cuánto podría sacar por él. Pero no merece la pena, no quiero retrasaros, debéis de tener prisa por alejaros de la costa.
Domenico:
—Ya nos hemos alejado de la costa.
Sayyaf:
—¿Y cómo pensáis desembarcar la mercancía?
Domenico:
—Pregunta más bien cómo pensamos desembarcarte a ti.
—Sí, ¿cómo?
—Eso me pregunto yo.
—Puedo volver en un bote.
—No estoy tan seguro.
—¿No querrás retenerme aquí contra mi voluntad?
—Oh, no. No es eso. Pero tampoco vas a llevarte uno de mis botes contra mi voluntad. Tendrás que preguntarme si deseo prestarte uno.
—¿Quieres prestarme uno de tus botes?
—Debo pensarlo antes de darte una respuesta.
Percibí entonces los ruidos de un pequeño altercado; adiviné que Sayyaf y su esbirro habían pretendido escaparse y que los marineros que les rodeaban los habían dominado rápidamente.
En ese momento el marido de Marta casi me dio lástima. Mas fue una lástima pasajera.
—¿Por qué me has hecho venir? ¿Qué quieres de mí? —dijo con un resto de insolencia.
Domenico no respondió.
—Soy tu invitado, me has hecho venir a tu barco y ahora me retienes prisionero. ¡Caiga sobre ti la vergüenza!
Siguieron algunas imprecaciones en árabe. El calabrés continuaba callado. Luego dijo lentamente.
—No hemos hecho nada malo. No hemos hecho otra cosa que la que haría un pescador de caña. Lanza el anzuelo, y cuando muerde el pez tiene que decidir si se queda con él o lo vuelve a echar al mar. Nosotros hemos lanzado nuestro anzuelo y el pez grande ha mordido.
—¿Soy yo el pez grande?
—Sí, tú eres el pez grande. Todavía no sé si quedarme contigo en el barco o arrojarte al mar. Así que voy a dejarte elegir: ¿tú qué prefieres?
Sayyaf no contestó; ante tal alternativa, ¿qué iba a decir? Los marineros agrupados reían, pero Domenico les hizo callar.
—Espero tu respuesta. O me quedo contigo o te tiro al mar.
—El barco —refunfuñó el otro.
Era el tono de la resignación, de la capitulación. Y Domenico lo comprendió porque inmediatamente le dijo:
—Perfecto, ahora vamos a poder charlar tranquilamente. He conocido un genovés que me cuenta una extraña historia de ti. Según parece, tienes secuestrada una mujer en tu casa, a la que pegas y a cuyo hijo maltratas.
—¡Embriaco! ¡Ese embustero! ¡Ese escorpión! Lleva dando vueltas alrededor de Marta desde que ella cumplió los once años. Ya vino a mi casa, con un oficial turco, y no pudieron probar que la maltratara. Además, es mi mujer, y lo que sucede bajo mi techo sólo me concierne a mí.
En ese momento preciso me llamó Domenico.
—Signor Baldassare.
Salí de mi escondite y vi que Sayyaf y el esbirro estaban sentados en el suelo, contra las jarcias. No estaban atados, pero una docena de marineros los rodeaban, dispuestos a tumbarlos si intentaban levantarse. El marido de Marta me lanzó una mirada, según me pareció, más cargada de amenazas que de contrición.
—Marta es prima mía, y cuando la vi a principios de año me dijo que estaba embarazada. Si ella se encuentra bien y también el niño, no te haremos ningún mal.
—No es prima tuya, y se encuentra bien.
—¿Y el niño?
—¿Qué niño? Nunca hemos tenido hijos. ¿Estás seguro de que hablas de mi mujer?
—Está mintiendo —dije.
Quería yo proseguir, pero experimenté una especie de desmayo que me obligó a apoyarme en el tabique más cercano. De modo que quien continuó fue Domenico:
—¿Cómo vamos a saber que no mientes?
Sayyaf se volvió hacia su acólito, que confirmó sus palabras. Entonces el calabrés decretó:
—Si habéis dicho la verdad los dos, mañana estaréis en vuestra casa y no os molestaré. Pero tenemos que estar seguros. Así que os propongo lo siguiente. Tú, ¿cómo te llamas?
El acólito respondió: «Stavro», y miró hacia mí. Entonces le reconocí. Le había visto un instante cuando fui con los jenízaros a casa del marido de Marta. Fue a este hombre al que Sayyaf hizo una seña para que fuera a buscar a su mujer, mientras yo gritaba y gritaba. En esta ocasión me comporté de otra manera.
—Escúchame bien, Stavro —dijo Domenico en tono repentinamente menos altanero—. Vas a ir a buscar a la prima del signor Baldassare. Si ella confirma las palabras de su marido, podrán irse el uno y la otra. En cuanto a ti, Stavro, si haces lo que digo ni siquiera tendrás que volver a subir a bordo; vienes con ella hasta la playa mañana al anochecer y nosotros salimos a buscarla en bote; entonces podrás irte a tu casa sin nada que temer. Pero si por desgracia el diablo te metiera en la cabeza tratar de engañarme, has de saber que en esta isla hay seiscientas familias que viven del dinero que yo les pago, y que las más altas autoridades me están igualmente obligadas. Así que, si te muestras demasiado charlatán o desapareces sin traernos a la mujer, daré una orden y te harán pagar cara tu traición. Los golpes te llegarán de donde menos lo esperas.
—No te voy a engañar.
Cuando echaron el bote al agua, con Stavro y tres marineros encargados de escoltarle hasta la orilla, le pregunté a Domenico si creía que aquel hombre iba a hacer lo que le había ordenado. Se mostró confiado.
—Si desaparece por las buenas, nada puedo hacer contra él. Pero creo que le he metido miedo. Además lo que le pido no le exige un gran sacrificio. Así que es posible que obedezca. Ya veremos.
Ahora estamos de nuevo mar adentro, y tengo la sensación de que allá en la isla nada se ha movido. Sin embargo, en alguna parte, tras una de esas paredes blancuzcas, a la sombra de uno u otro de esos grandes árboles, se prepara Marta para venir hasta la playa. ¿Le habrán dicho que estaba yo aquí? ¿Le habrán dicho por qué razón la llaman? Se viste, se acicala, tal vez lía algunas cosas en un hatillo. ¿Está inquieta, atemorizada, o acaso llena de esperanza? ¿En quién piensa en estos momentos, en su marido o en mí? ¿Está su hijo con ella? ¿Lo ha perdido? ¿Se lo han quitado? Quiero saberlo. Voy a curarle las heridas. Voy a repararlo todo.
Empieza a caer la noche y sigo escribiendo sin luz. El barco avanza con prudencia hacia la isla, que sin embargo queda lejos. Domenico ha apostado en lo alto del mástil a un marinero de Alejandría llamado Ramadane, que tiene la mejor vista de toda la tripulación, con la orden de escrutar la playa y señalar cualquier movimiento sospechoso. Es culpa mía que todo el mundo aquí se enfrente a riesgos indebidos, pero ninguno de ellos me la hace sentir. Ni una sola vez he percibido mirada alguna de reproche, ni ningún bufido de irritación. ¿Cómo diablos podría pagar nunca una deuda semejante?
Seguimos acercándonos a la costa, pero las luces de la isla continúan pareciendo más débiles que las estrellas del fondo del cielo. Desde luego, aquí no se puede encender la más mínima vela, la menor lámpara. Ya casi no veo el papel, pero sigo escribiendo. Escribir, esta noche, no tiene el mismo sabor que de costumbre. Los demás días escribo para narrar o para justificarme, o para despejar el alma como podría uno aclararse la garganta, o para no olvidar, o sencillamente porque me he jurado seguir escribiendo. Mientras que esta noche me agarro al salvavidas de estos papeles. Nada tengo que decirles, pero necesito que estén cerca de mí.
La pluma conduce mi mano, y poco importa si no la mojo más que en la negrura de la noche.
Ante Katarraktis, 30 de noviembre de 1666
No imaginaba que nuestro reencuentro se produciría así.
Yo en el barco, los ojos entornados, ella, un vago resplandor de fanal a medianoche en una playa.
Cuando el fanal empezó a moverse de derecha a izquierda, como el péndulo de un reloj, Domenico ordenó a tres de sus hombres que echaran la lancha al agua. Sin luz y con recomendaciones de prudencia. Sus ojos debían barrer toda la costa para asegurarse que no hubiera ninguna celada.
El mar se agitaba y rugía, sin enfurecerse. El viento era del norte, ya de diciembre.
En mis fríos labios, sal y plegarias.
Marta.
Qué cerca estaba, y qué lejos aún. La lancha tardó una vida entera en alcanzar la playa y otra a la espera allí. ¿Qué hacían? ¿Qué discutían? Con lo sencillo que es trasladar a una persona a bordo y volver en sentido contrario. ¿Por qué no habré ido con ellos? No, Domenico no lo habría consentido. Y tenía razón. No tengo la habilidad de sus hombres, ni su serenidad.
Luego, la lancha regresó hacia nosotros, con el fanal a bordo.
Domenico farfulló:
—¡Desgraciado! Dije que ninguna luz.
Como si le hubieran oído desde tan lejos, apagaron la llama en ese mismo instante. Domenico suspiró ruidosamente y me golpeó en el brazo. «¡Ancestros míos!». Entonces ordenó a sus hombres que se prepararan para salir mar adentro en cuanto recuperáramos la lancha y a sus ocupantes.
Marta fue izada a bordo de la manera más delicada posible —mediante una gruesa cuerda en cuya base se había fijado una plancha para poner los pies, una especie de escala flexible con un solo peldaño. Cuando remontó lo suficiente, fui yo quien la ayudó a salvar el último obstáculo. Me dio la mano como a un extraño, pero en cuanto se sostuvo sobre los pies se puso a buscar con la mirada y a pesar de la oscuridad supo que era yo. Dije una palabra, su nombre, y ella me apretó entonces la mano de forma bien distinta. Era patente que sabía que yo estaba allí; no sé si fue el esbirro del marido quien se lo dijo o los marineros que fueron a buscarla a la playa. Ya lo sabré cuando tenga ocasión de hablar con ella. No, para qué, tendremos tantas cosas que decirnos…
Había imaginado que en el momento del reencuentro la tomaría en mis brazos y la estrecharía con fuerza, por tiempo ilimitado. Pero con todos aquellos valientes marineros que nos rodeaban, con su marido retenido a bordo en espera de ser juzgado por nuestro tribunal de corsarios, habría estado fuera de lugar manifestar una intimidad excesiva, una impaciencia tan grande, y aquella presión de su mano en la mía, furtiva en la oscuridad, fue el único gesto de connivencia entre nosotros.
Entonces ella se sintió mal. Para que no se desmayara, le aconsejé que expusiera el rostro al aire fresco, pero se puso a temblar y los marineros le aconsejaron que se tendiera en un colchón en la bodega y se tapara bien.
Domenico habría preferido convocarla allí mismo, que ella misma dijera lo que había pasado con el hijo que llevaba, pronunciar su veredicto y partir hacia su destino. Pero ella parecía a punto de rendir el alma y él se avino a dejarla descansar hasta la mañana siguiente.
En cuanto se echó, se adormeció, tan deprisa que creí que se había desmayado. La sacudí un poco para que abriera los ojos y dijese algo, pero luego, aturdido, me alejé.
Reclinado sobre unos sacos de almáciga, pasé la noche anhelando el sueño. Sin conseguirlo demasiado. Creo que sólo me he adormecido un rato al acercarse el alba…
Durante esta interminable noche, cuando no estaba ni totalmente despierto ni totalmente dormido, me vi asaltado por los más atroces pensamientos. Ni siquiera me atrevo a consignarlos aquí, hasta tal punto me aterran. Sin embargo, tienen su origen en mi mayor alegría…
Y es que me sorprendí a mí mismo preguntándome qué debería hacer con Sayyaf si descubría que le había hecho daño a Marta, y también, además, al niño que ella llevaba dentro.
¿Le voy a dejar que se vaya sin castigo? ¿No tendría que hacerle pagar su fechoría?
Igualmente, me decía una y otra vez que aunque el marido no tiene culpa alguna en la muerte del niño, ¿cómo iba a marcharme con ella, cómo íbamos a vivir juntos en Gibeleto, dejando a ese hombre atrás, urdiendo su venganza todos los días, esperando que apareciera un día a acosarnos?
¿Podré dormir tranquilo si le sé vivo?
¿Podré dormir tranquilo si le…?
¿Matarle?
Yo, ¿matar?
Yo, Baldassare, ¿matar? ¿Matar a un hombre, quienquiera que sea?
Además, ¿cómo se mata?
Me acerco a alguien, con un cuchillo en la mano, y se lo hundo hasta el corazón… Espero a que esté dormido, por temor a que me mire… ¡Señor, no!
O, si no, pagar a alguien para que…
¿Pero qué estoy pensando? ¿Qué estoy escribiendo? ¡Señor! ¡Aparta de mí este cáliz!
Tengo en este momento la sensación de que no voy a poder volver a dormir, ni esta noche ni ninguna de las que me restan.