Miércoles, 1 de septiembre de 1666

Esta mañana me he despertado con un sobresalto. Acababa de recordar lo que me había dicho mi amigo veneciano en el barco que nos traía de Génova, y que ya debo de haber referido en este mismo cuaderno. ¿No dijo acaso que los moscovitas esperaban que el fin del mundo tuviera lugar hoy, primero de septiembre, que para ellos es el comienzo del año nuevo? Pero hasta que no me rocié la cara con agua fría no recordé que tanto en Moscú como en Londres el día que acaba de comenzar es el del miércoles 22 de agosto. Es tan sólo una falsa alarma. Para el fin del mundo faltan diez días. Me da tiempo a descansar, a charlar con Bess y a visitar librerías.

Dentro de diez días espero seguir tomándome el asunto con el mismo humor.

Mas, baladronadas aparte, tendría que narrar ahora lo que me ha contado Bess, antes de olvidarlo. Pues tras un día y una noche ya hay frases que se enredan.

Primero me habló de la peste. Acababa de entrar en la taberna un hombre muy joven y me dijo señalándole que era el único superviviente de su familia. Y que ella misma había perdido tal y tal familiar. ¿Cuándo fue eso? El verano pasado. Bajó la voz y se inclinó para decirme al oído: «Sigue habiendo gente que muere de peste, pero te la juegas si lo dices en voz alta». El rey hasta ha hecho oficiar misas para agradecerle al Cielo que haya puesto fin a la epidemia. Quien se atreva a decir que no ha concluido, es como si acusara de mentirosos al rey y al Cielo. La verdad es que la peste sigue merodeando por la ciudad, y que aún mata. Unas veinte personas a la semana, cuando no es el doble o el triple. Es cierto que no es demasiado si pensamos que hace un año la peste mataba en Londres más de mil personas al día. Al principio, enterraban a las víctimas de noche para evitar el espanto de la población; cuando las cosas empeoraron ya no se podía siquiera tomar tal precaución. Así que se recogían los cadáveres tanto de día como de noche. Pasaban carretas por las calles y la gente echaba en ellas los cadáveres de sus padres, de sus hijos, de sus vecinos, como si fueran colchones descompuestos.

—Al principio teme uno por sus allegados —dice Bess—. Pero a medida que muere y muere gente, sólo tienes una idea en la cabeza: salvarte, sobrevivir, y que se muera el mundo entero. No lloré a mi hermana, ni a mis cinco sobrinos y sobrinas, ni a mi marido. ¡Que Dios me perdone! Ya no me quedaban lágrimas. Tengo la sensación de haber atravesado el período aquel con la mirada extraviada, como una sonámbula. Preguntándome tan sólo si aquello iba a acabarse algún día…

Los ricos y los poderosos habían abandonado la ciudad, empezando por el rey y los dirigentes eclesiásticos. Los pobres se quedaron, no tenían adonde ir; los que erraban por los caminos se morían de hambre. Pero también hubo algunos seres nobles que se obstinaron en combatir el mal, o al menos en aliviar los sufrimientos de los demás. Algunos médicos, algunos religiosos. Nuestro chaplain era uno de ellos. Habría podido marcharse también él, me explica. No es un menesteroso, y uno de sus hermanos posee una casa en Oxford, que de todas las ciudades del reino ha sido la mejor librada. Pero no quiso huir. Se quedó en el barrio y se empeñó en visitar a los enfermos y en reconfortarlos. Les decía que el mundo estaba a punto de extinguirse y que ellos tan sólo se iban un poco antes que los demás; en poco tiempo, cuando habitaran los jardines del paraíso, rodeados de los deliciosos frutos del Edén, verían llegar a los demás, y entonces serían ellos los que tendrían que reconfortarlos.

—Estaba a la cabecera de mi hermana, la cogía de la mano y conseguía sosegarla y hasta arrancarle una sonrisa beatífica. Se comportaba de igual manera con todos los que visitaba. Desoía los consejos de los amigos y hasta desafiaba la cuarentena. Había que verle en aquellos días miserables caminando por las calles cuando las gentes se escondían, era una inmensa silueta toda de blanco, ropas blancas, largo pelo blanco, larga barba blanca, parecía Dios Padre. Cuando la gente veía una cruz roja dibujada en una casa, se santiguaba y daba un rodeo para sortearla. Pero él iba derecho hacia la puerta, y Dios se lo recompensará algún día.

Mas las autoridades no le mostraron gratitud alguna por aquella abnegación, y el populacho todavía menos. A finales del verano pasado, cuando la peste empezaba a remitir, lo detuvo un alabardero que le acusó de contribuir a la propagación del mal con las visitas que hacía a los apestados; y cuando lo soltaron ocho días después, se encontró con que le habían quemado la casa hasta los cimientos. Se había extendido el rumor de que una poción secreta le permitía sobrevivir, y de que se negaba a facilitársela a los demás. Durante su arresto, una horda de indigentes entró en su casa en busca de la supuesta poción, lo saquearon todo, se llevaron lo que se pudieron llevar y después le prendieron fuego a lo demás, tanto para poner de manifiesto su ira como para disimular el desafuero.

Querían obligarle a abandonar la ciudad, asegura Bess. Pero ella le ofreció acomodo por agradecimiento, y está orgullosa de ello. ¿Por qué odian a este anciano? Debido a sus actividades pasadas. Me habló mucho de ellas, y citó innumerables nombres de los que yo no conocía ni la mitad, ni un tercio; así que no he podido retener gran cosa. Como mucho que el chaplain, que había sido capellán en el ejército de Cromwell, se había peleado luego con éste y había fomentado una rebelión en su contra. Por eso, a la restauración de la monarquía, hace ahora seis años, cuando los dignatarios de la revolución fueron perseguidos o condenados al exilio y se desenterró el propio cadáver de Cromwell para ahorcarlo y quemarlo en público, el chaplain no sufrió demasiadas molestias. Pero no recibió en absoluto el perdón, y nunca recibirá un perdón total quien se haya rebelado contra la monarquía ni quien, de cerca o de lejos, haya tenido que ver con la ejecución del rey Carlos. El chaplain forma parte, y según Bess siempre la formará, hasta su muerte y más allá, de esos malaventurados.

Antes de interrumpir mi crónica daré cuenta de una última cosa, que menciono de pasada por temor a que se me vaya de la memoria y sobre la que tengo la intención de volver: las desdichas de Inglaterra empezaron —también en este caso, tendría que añadir— en 1648. Esta fecha acude constantemente a mi pluma: el fin de las guerras en Alemania; el advenimiento del año judío de la Resurrección y el comienzo de las grandes persecuciones de las que me habló cumplidamente Maimún; la publicación del libro ruso de la fe, que fijaba la fecha del fin del mundo para el presente año; y en Inglaterra, la decapitación del rey, acontecimiento por el que el país entero lleva todavía la maldición y que según el calendario de aquí tuvo lugar a finales del año 1648; y hasta en mi caso, pues ése fue el año en que me visitó Evdokim, el peregrino de Moscovia, que se encuentra en el origen de mis desventuras, así como el año de la muerte de mi padre, que fue en julio…

Es de creer que una puerta se abrió ese año, una puerta maléfica por la que penetraron —tanto en el mundo como en mí— diversas calamidades. Recuerdo que Buméh habló de los tres últimos escalones, tres veces seis años, que conducirían del año prólogo al año epílogo.

La razón me vuelve a reconvenir que si alineamos cifras y cifras podemos sugerir cualquier cosa sin probar nada. Y por el momento, al menos por esta noche, lo que pretendo es escuchar lo que me dice la razón.

2 de septiembre

Anteayer calificaba mi larga conversación con Bess de comunión íntima y casta. Desde anoche es un poco más íntima, y menos casta.

Me pasé la noche entera escribiendo y avanzaba con lentitud. Con el procedimiento que he adoptado, nunca avanzo muy deprisa. Escribo en mi lengua, pero en caracteres árabes, y con mi propio código, lo que obliga a bastantes cálculos antes de consignar cada palabra. Cuando, además, intento recordar lo que me contó Bess en inglés, el ejercicio resulta agotador.

En dos ocasiones me trajo Bess de comer y de beber, y se entretuvo un rato mirándome trazar aquellas letras misteriosas, de derecha a izquierda. Ya no oculto el cuaderno cuando la oigo venir, conoce mis secretos y confío en ella. Pero le hago creer que escribo en árabe común; nunca le revelaré a ella —ni a nadie— que utilizo un lenguaje secreto propio.

Cuando se vació la sala de abajo a la hora de cerrar, Bess me propuso que cenáramos juntos y charláramos de nuevo como el día anterior. Le prometí que iría en su busca, a la misma mesa que ayer, en cuanto terminara el párrafo que estaba escribiendo.

Pero el párrafo se alargó y no quería yo ni interrumpirme ni abreviar, por temor a no recordar ya, tras una nueva conversación, las cosas que había oído anteriormente. Olvidé mi promesa, y seguí escribiendo sin pensar en otra cosa, de manera que mi cantinera tuvo tiempo de recogerlo todo en la sala de abajo y luego de subir sin que yo hubiera dejado la pluma.

Lejos de expresar irritación alguna, se marchó de puntillas y al cabo de unos minutos regresó con una bandeja y la dejó encima de la cama. Le aseguré que estaba terminando y que después cenaríamos juntos; me indicó que no tuviera prisa, y volvió a salir.

Mas de nuevo me sumí en mi relato, olvidando otra vez a la mujer y la cena, convencido de que también ella se había olvidado de mí. Sin embargo, cuando la llamé, entró enseguida, como si aguardara detrás de la puerta; seguía con la misma sonrisa y no manifestaba impaciencia. Tanta delicadeza me conmovía y me sorprendía. Se lo agradecí, y ella se ruborizó. Ella, que no se ruboriza por un buen azote en el culo, se ruborizaba por una palabra de gratitud.

En la bandeja que me había traído había carne seca cortada en lonchas finas, un queso, pan tierno y esa cerveza que ella llama «de mantequilla» y que sobre todo tiene bastantes especias. Le pregunté si quería comer conmigo, me dijo que había picado durante todo el día al servir a los clientes, como de costumbre, y que a la hora de comer ya no tenía hambre. Sólo se había servido una cerveza idéntica para que pudiéramos entrechocar las jarras. De modo que después de observarme escribiendo, me observó mientras comía. Un mirada comparable en todo a la de mi hermana Piacenza, o a la ya lejana de mi pobre madre, una mirada que envuelve por completo a quien come y a su comida, que acompaña con los ojos cada mordisco, que te retrotrae a la niñez. De repente, me encontraba en mi propia casa en la casa de aquella extranjera. No pude evitar pensar en las palabras de Jesús: «Tenía hambre, y tú me alimentaste». Pero yo no estaba amenazado por el hambre; de lo que he sufrido, sobre todo, a lo largo de mi vida es de glotonería más que de lo contrario, pero en la manera en que aquella mujer me alimentaba había un aroma de seno materno. En ese momento experimenté hacia ella, hacia su pan, hacia su cerveza de mantequilla, hacia su presencia, hacia su sonrisa atenta, su actitud paciente, su delantal manchado, sus torpes redondeces, un afecto ilimitado.

Estaba de pie, descalza, pegada a la pared, con la jarra en la mano. Me levanté y entrechoqué mi jarra con la suya, luego la así tiernamente por los hombros dándole de nuevo las gracias a media voz, antes de depositarle un ligero beso en la frente, entre las cejas.

Al apartarme vi que tenía los ojos anegados en lágrimas; que sus labios, al tiempo que esbozaban una sonrisa, temblaban anhelantes. Me agarró torpemente de los dedos con su mano regordeta, y apretó fuerte. La atraje entonces hacia mí y con la mano le alisé con lentitud el cabello y el vestido. Se dejó caer contra mí y se acurrucó como bajo una manta en época de mucho frío. La rodeé entonces por completo con mis manos, con mis brazos, sin apretar demasiado, más bien rozándola, como si con la punta de los dedos y las palmas midiera a tientas los límites de su cuerpo, de su rostro tembloroso, de sus párpados que ocultaban unos ojos mojados, y también sus caderas.

Entre visita y visita a mi cuarto se había cambiado de vestido, y el que ahora llevaba era verde oscuro, con reflejos tornasolados y un detalle de seda. Tentado estuve de tenderme sobre ella en la cama entonces mismo, pero preferí permanecer de pie. Apreciaba yo el ritmo de las cosas, y lo que no quería era acelerarlo. La noche no había caído aún, fuera era casi de día, y no había razón alguna para que acortáramos nuestros placeres de la manera que en otras ocasiones se abrevian los sufrimientos.

También cuando ella se quiso arrojar sobre la cama la retuve en pie; se sorprendió, creo, y debió de hacerse alguna pregunta, pero me dejó conducir la danza. Cuando los amantes se tienden demasiado pronto, pierden la mitad de las delicias. El primer tiempo del amor transcurre de pie, cuando navegan agarrados el uno al otro, aturdidos, cegados, vacilantes; ¿no es mejor que el paseo se prolongue, que se hablen el uno al otro al oído y que se rocen los labios de pie, que uno desnude al otro con lentitud de pie, que se suman en abrazos jubilosos después de quitarse cada prenda?

Permanecimos así durante un buen rato, a la deriva por la habitación, con murmullos lentos y con caricias lentas. Mis manos se dedicaron a desvestirla, luego a envolverla, y mis labios escogían en su cuerpo pacientemente dónde libar, dónde posarse, dónde libar de nuevo, en los párpados que le velaban los ojos, en las manos que ocultaban los senos, en las caderas amplias y blancas y desnudas. Un campo de flores la amante, un enjambre de abejas mis dedos y mis manos.

En Esmirna, cierto miércoles en el convento de los capuchinos, experimenté un momento de intenso gozo cuando Marta y yo nos amamos temiendo en cualquier momento la intrusión de mis sobrinos, de Hatem o de alguno de los monjes. Aquí, en Londres, este miércoles de amor tenía un sabor de embrujo semejante, pero de un modo inverso. Allá, la prisa y la urgencia le daban a cada instante una intensidad rabiosa; mientras que aquí, el tiempo ilimitado le confería a cada gesto una resonancia, una duración, unos ecos que lo enriquecían e intensificaban. Allá éramos animales acosados, acosados por los demás y por el sentimiento de desafiar lo prohibido. Aquí no había nada de aquello, la ciudad nos ignoraba, la gente nos ignoraba, y no nos sentíamos culpables, vivíamos al margen del mal y del bien, en la penumbra de lo prohibido. Al margen del tiempo, también. El sol cómplice se ocultaba con suave lentitud, y la noche cómplice prometía ser larga. Íbamos a poder consumirnos el uno al otro gota a gota, hasta el último deleite.

7 de septiembre

Ha vuelto el capellán, y también sus discípulos. Ya se encontraban en la casa cuando me he levantado. Nada me ha dicho de las razones de su ausencia, y yo nada le he preguntado. Apenas ha farfullado una excusa.

Lo mejor es que lo escriba ya desde el principio en esta página: algo se ha podrido hoy en mis relaciones con esta gente. Lo lamento y me hace sufrir, pero no creo que hubiera podido impedir lo que ha sucedido.

El capellán ha vuelto contrariado, irritable, y ha mostrado enseguida una gran impaciencia.

—Es preciso que avancemos hoy mismo con ese texto, y que le extraigamos la sustancia, si es que hay sustancia. Nos quedaremos aquí, noche y día, y quien se canse es que no es de los nuestros.

Sorprendido tanto por las palabras como por el tono, así como por los rostros adustos que me rodeaban, respondí que haría todo lo posible para llegar al final de la lectura, mas también precisé que no era culpable de los padecimientos que habían retrasado mi lectura. Creí descubrir aquí y allá unos rictus dubitativos que preferí no tener en cuenta, convencido de hallarme en entredicho. Desde luego, no había mentido en lo esencial, ya que no son culpa mía esos accesos de ceguera que retrasan la lectura; pero mentí en cuanto a los síntomas, y hasta simulé a veces los dolores de cabeza. Tal vez debería haber confesado desde el principio el mal que me afecta, por misterioso que sea. Ahora es demasiado tarde, y no haría sino confirmar sus peores sospechas si reconociera que he mentido y me sumiera en la descripción de unos síntomas tan inauditos. Así que decidí no desmentirme y me esforcé en leer lo mejor posible.

Pero en esta jornada el Cielo no se ha mostrado propicio conmigo. En lugar de facilitarme algo la tarea, la ha complicado. En cuanto abrí el libro surgieron las tinieblas. No se me ocultó únicamente el libro, sino que todo el cuarto, la gente, las paredes, la mesa y hasta la ventana eran en ese momento del color de la tinta.

Cerré el libro con precipitación y en ese mismo instante logré ver mejor. No la plena visión correspondiente al mediodía, sino la correspondiente al atardecer, cuando la habitación está iluminada por un candelabro. Se instaló un ligero velo, y ahí sigue aún cuando escribo estas líneas. Como si en el cielo hubiera una nube cuya sombra sólo percibo yo. Las páginas de este cuaderno se han oscurecido ante mi vista como si hubiera envejecido cien años en un día. Cuanto más hablo de ello, más me inquieta, y más difícil me resulta proseguir mi relato.

Pero tengo que continuar, a pesar de todo.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó el capellán cuando me vio cerrar el libro.

Y tuve la suficiente presencia de ánimo para responder:

—Tengo que hacer a vuestras mercedes una proposición. Voy a subir a mi cuarto, leeré el libro con tranquilidad y tomaré notas, volveré aquí mañana por la mañana con el texto en latín. Si ese procedimiento me permite evitar las jaquecas, lo haremos del mismo modo cada día, y de ese modo podremos avanzar regularmente en la lectura.

Resulté convincente y el anciano aceptó, sin gran entusiasmo, es cierto, y no sin hacerme prometer que volvería con veinte páginas traducidas, ni una menos.

Así que subí, creo que seguido por uno u otro de sus discípulos, al que oí montar guardia junto a la puerta. Pretendí ignorar aquella actitud desconfiada para no verme obligado a mostrarme ofendido.

Una vez sentado a mi mesa, coloqué El centésimo nombre delante, abierto por la mitad pero vuelto del revés, y me puse a hojear este cuaderno, en el que felizmente encontré, en el día 20 de mayo, la narración de las palabras de mi amigo persa. Basándome en lo que él me dijo acerca del debate sobre el nombre supremo y sobre la opinión de Mazandarani, redacté lo que mañana pretenderé que sea una traducción de lo que este último escribiera, inspirándome, para tratar de imitar su estilo, en lo poco que he podido leer del comienzo de ese maldito libro…

¿Por qué escribo «maldito»? ¿Acaso es maldito? ¿O bendito? ¿Está embrujado? Todavía no lo sé. Tan sólo sé que está protegido por un escudo. Al menos, protegido de mí.

8 de septiembre

Todo ha ido bien. Leí mi texto en latín, y Magnus lo copió palabra por palabra. El capellán dijo que así es como teníamos que haber procedido desde el principio. Pero me ha apremiado a ir más deprisa en mi lectura.

Espero que se trate tan sólo de una manifestación de su entusiasmo recuperado y que moderará sus expectativas. Si no, me temo lo peor. Pues el subterfugio al que he recurrido hoy no puede prolongarse de manera indefinida. Hoy he sacado ideas de lo que me contó Esfahani, y también algo de mis recuerdos. Todavía podría recordar algunas otras cosas que he oído sobre el centésimo nombre, pero no puedo proseguir la estratagema de manera indefinida. Un día u otro habrá que llegar al final del libro, y citar el nombre esperado, ya sea verdaderamente el nombre íntimo del Creador, ya sea sólo el supuesto por Mazandarani.

Tal vez tendría que hacer en los próximos días una nueva tentativa de lectura…

Había comenzado esta página pleno de esperanza, pero mi confianza en el futuro se ha reducido en unas cuantas líneas, como se reduce la luz cada vez que abro el volumen prohibido.

9 de septiembre

Me pasé la tarde de ayer y toda esta mañana emborronando páginas en latín que supuestamente interpretan el texto de Mazandarani. Por eso ya no tengo ni tiempo ni fuerza para volver a coger la pluma y retornar a mis propios escritos, de forma que me limitaré a unas notas breves.

El capellán me preguntó cuántas páginas había conseguido traducir hasta el momento, y le dije que cuarenta y tres, como podía haberle respondido diecisiete o sesenta y seis. Me preguntó cuántas páginas quedaban y respondí que ciento treinta. Entonces me dijo que esperaba que terminara yo la lectura en unos cuantos días y, desde luego, antes de finales de la próxima semana.

Así se lo he prometido, pero veo que la trampa se cierra. Tal vez debería escaparme de aquí…

10 de septiembre

Por la noche vino Bess. Estaba oscuro y se deslizó a mi lado. No había vuelto desde el regreso del capellán. Se fue antes de amanecer.

Si decido huir, ¿tendría que decírselo?

Por la mañana terminé el texto del día. Mi imaginación ha tomado el relevo de mis conocimientos, que están agotados. Sin embargo, los otros me han escuchado con mayor atención aún. Cierto es que le he hecho decir a Mazandarani que el nombre supremo de Dios, cuando sea revelado, llenará de estupor y de espanto a quienes creían conocerlo.

Sin duda alguna he ganado tiempo y crédito ante mis tres oyentes. Pero aumentar la apuesta no garantiza tener la suerte de tu lado.

11 de septiembre

Hoy comienza el nuevo año ruso, y no he dejado de pensar en ello durante la noche. Hasta he visto en sueños al peregrino Evdokim, que me amenazaba con sus iras y me exhortaba al arrepentimiento.

Cuando nos reunimos hacia el mediodía en la habitación del capellán, empecé recordando la fecha con la esperanza de crear una digresión. Sin exagerar gran cosa conté lo que mi amigo Girolamo me había dicho en el Sanctus Dionisius, esto es, que en Moscovia mucha gente está convencida de que el día de hoy, el de San Simeón, que para ellos supone el comienzo de un nuevo año, será el último. Y que el mundo será destruido por un diluvio de fuego.

Pese a las miradas insistentes que le dirigían sus discípulos, el capellán permaneció en silencio. Me escuchaba de manera distraída, casi con indiferencia. Y aunque evitó poner en duda lo que yo decía, aprovechó un momento de silencio para que volviera a lo mío. Con desgana alisé mis hojas y empecé a leer mis mentiras del día…

Domingo, 12 de septiembre de 1666

¡Señor, Señor, Señor!

¿Qué otra cosa puedo decir?

¡Señor, Señor!

¿Será posible que haya sucedido?

En mitad de la noche, Londres ha empezado a arder. Y en este momento dicen que los barrios se queman uno detrás de otro. Desde mi ventana veo el apocalipsis rojo, de las calles ascienden los aullidos de las criaturas aterrorizadas y el cielo carece de estrellas.

¡Señor! ¿Será posible que el fin del mundo sea así? ¿No por la irrupción repentina de la nada, sino mediante un fuego que se extiende poco a poco, un fuego que veré ascender como el agua del diluvio y en el que me veré sumergido?

¿Es mi propio fin lo que contemplo a través de la ventana, lo que veo aproximarse y que inclinado sobre esta página me dedico a describir?

Avanza el fuego, que va a devorarlo todo, y yo estoy sentado en esta mesa de madera, en esta habitación de madera, confiando mis últimos pensamientos a un montón de papel inflamable. ¡Qué locura, qué locura! ¿Mas acaso no es esta locura un atajo de mi condición de mortal? Pienso en la eternidad cuando mi tumba ya está abierta, confiando piadosamente mi alma al que se dispone a arrancármela. Al nacer, varios años me separaban de la muerte, y hoy me separan tal vez unas horas; pero ante la eternidad, ¿qué es un año?, ¿qué es un día?, ¿qué es una hora?, ¿qué es un segundo? Esas medidas sólo tienen sentido para un corazón que late.

Bess vino a dormir conmigo. Estábamos abrazados uno contra el uno cuando se elevaron gritos en la vecindad. Por la ventana se veía a lo lejos, aunque no demasiado, hacia el Támesis, el rojo y monstruoso resplandor, y a veces unas lenguas de fuego que brotaban y volvían a caer.

Peor que las llamas y el resplandor es ese siniestro crujido, como si la gigantesca bocaza de un animal mordiera la madera de las casas, triturara, mascara, volviera a mascar y escupiera después.

Bess corrió a su cuarto para cubrirse, pues había venido al mío a medio vestir, y volvió inmediatamente, seguida por el capellán y los dos discípulos, que dormían en la casa. Todos estaban al amanecer en mi cuarto, pues desde mi ventana, la más elevada de la casa, es desde donde el incendio se divisa mejor.

En medio de las interjecciones, los llantos y las oraciones, uno u otro mencionaba una calle o un edificio elevado que había sido alcanzado o evitado por el fuego. Al no conocer yo aquellos lugares, no sabía en qué momento tenía que conmoverme, inquietarme o tranquilizarme un poco. Y no quería yo acosarles con mis preguntas de extranjero. Así que me coloqué detrás de ellos, apartado de la ventana, que dejé a sus miradas acostumbradas, limitándome a registrar en mi rincón sus comentarios, sus terrores, sus gestos.

Al cabo de unos minutos descendimos juntos uno tras otro por los frágiles escalones de madera hacia la sala de abajo, donde no se oía ya el clamor del fuego, sino el de la multitud, que aumentaba sin parar y que parecía loca de ira.

Si vivo lo bastante para cultivar recuerdos, conservaré en la memoria algunas escenas triviales. Magnus salió un momento a la calle y regresó para anunciar, anegado en llanto, que su iglesia, la de su protector, san Magnus, junto al puente de Londres, estaba ardiendo. Durante esta jornada de desdicha iban a producirse mil noticias de ese tipo, pero nunca olvidaré la infinita angustia de aquel joven tan devoto de su fe, acusando sin palabras al Cielo de haberle traicionado.

La puerta del ale house no se abrió en toda la mañana. Cuando Magnus, o Calvin, o Bess iban en busca de noticias, la entreabríamos para dejarlos salir, y luego para hacerlos entrar. El capellán no se levantó ni una sola vez del sillón donde había echado el ancla fatigosamente. En cuanto a mí, me guardaba mucho de aparecer por la calle debido a los rumores que se han extendido desde el amanecer, según los cuales el incendio lo han provocado los que aquí son llamados «papistas».

Acabo de escribir «desde el amanecer», lo que no es exacto. Quisiera ser riguroso hasta mi último aliento, y no es así como han pasado las cosas. Por la mañana temprano el rumor decía que el fuego había empezado en una panadería del centro, por causa de un horno mal apagado, o de una criada que se había dormido, con lo que las llamas se propagaron primero por esa calle, que se llama Pudding Lane, y que está muy cerca de la pensión en la que pasé mis dos primeras noches en Londres.

Unas horas después alguien de nuestra calle le dijo a Calvin que se había producido un asalto de las flotas holandesa y francesa, que habían prendido fuego a la ciudad para crear confusión y poder lanzar así varios ataques, con lo que había que esperar lo peor.

Una hora más tarde ya no eran las flotas las causantes, sino los agentes del papa, del «anticristo», que intentaban «una vez más» arruinar este país de buenos cristianos. Hasta me dicen que algunas personas han sido asaltadas por la multitud por la única razón de no ser de aquí. No es bueno ser extranjero cuando la ciudad se quema, así que me he ocultado prudentemente durante todo el día. Primero en la gran sala de abajo; luego, cuando llegaron unos vecinos a los que no se les podía cerrar la puerta en las narices, tuve que eclipsarme un poco más dentro, más arriba, en mi cuarto, en mi «observatorio» de madera.

Para engañar a la angustia, entre una y otra de mis prolongadas miradas desde la ventana, me puse a escribir estos párrafos en el cuaderno.

Se ha puesto el sol y el incendio sigue causando estragos. La noche está roja y el cielo parece vacío.

¿Será acaso que todas las demás ciudades están ardiendo como Londres? ¿Y que cada una de ellas imagina, como Londres, que es la única Gomorra?

¿Será acaso que, en este mismo día, Génova también esté ardiendo? ¿Y Constantinopla? ¿Y Esmirna? ¿Y Trípoli? ¿Y la propia Gibeleto?

Mengua la luz, esta noche no encenderé ningún cirio. Me echaré en la oscuridad, respiraré los aromas invernales de madera quemada y le rogaré a Dios que me dé valor para adormecerme una vez más.

Lunes, 13 de septiembre de 1666

El apocalipsis no se ha consumado, el apocalipsis continúa. Y, para mí, la ordalía.

Londres no para de quemarse y yo me oculto del fuego en un nido de madera seca.

Al despertarme, sin embargo, bajé a la sala grande y encontré allí a Bess, al capellán y a sus discípulos, repantigados cada uno en su silla; no se habían movido en toda la noche. Mi amiga abrió los ojos sólo para suplicarme que regresara a mi escondite, no fuera que me vieran o me oyeran. Parece que durante la noche han asaltado a varios extranjeros, entre ellos dos genoveses. No le han dicho los nombres, pero la noticia es segura. Prometió llevarme de comer y vi en su mirada la promesa de un abrazo. Mas ¿cómo vamos a amarnos en una ciudad que se quema?

En el momento en que prudentemente iba a subir por la escalera, el capellán me retuvo por una manga.

—La predicción de vuestra merced parece que se confirma de veras —dijo con forzada sonrisa.

A lo que respondí con vehemencia que no era una predicción mía, sino de los moscovitas, que un amigo veneciano me había contado en alta mar y de la que yo sólo les había hecho partícipes. En los tiempos que corren no quiero en modo alguno aparecer como un profeta de desgracias, ya han quemado a charlatanes inofensivos por menos que eso. El hombre entendió mi inquietud y se excusó, admitiendo que hacía mal al hablar así.

Cuando Bess vino a verme poco después me repitió aquellas excusas, y me juró que el capellán no había hablado con nadie de la predicción aquella y que era consciente del peligro que me haría correr si difundiera tales rumores.

Di el incidente por terminado y le pedí noticias del incendio. Tras una corta mengua, había seguido propagándose, alimentado por el viento de levante; me ha citado unas diez calles que hoy son presa de las llamas, pero no he podido retener los nombres. La única noticia tranquilizadora es que en nuestra calle, que sin embargo se llama Wood Street, el fuego avanza muy lentamente. Por ello no se ha planteado todavía la evacuación. Al contrario, unos primos de Bess han venido a dejar sus muebles en su casa por temor a que la suya, más cercana al Támesis, arda de un momento a otro.

Pero no es más que un respiro. Aunque esta casa esté protegida hoy, no lo estará mañana, y desde luego ya no lo estará pasado mañana. Y bastará con que sople un poco el viento del sur para que nos alcance antes incluso de que podamos escaparnos. Eso lo consigno aquí, en estas páginas, pero no se lo digo a Bess, no quiero aparecer a sus ojos como una siniestra Casandra.

Martes, 14 de septiembre de 1666

He tenido que refugiarme en el desván. Es un aplazamiento, como le sucede a esta casa, a esta ciudad, a este mundo.

Ante el espectáculo de la ciudad quemándose tendría yo que ser capaz de escribir lo mismo que Nerón era capaz de cantar, pero la voz ya no me sale más que en frases inarticuladas.

Bess me dice que espere, que no haga ningún ruido, que no tenga miedo.

Espero. No me muevo, ya no intento contemplar las llamas, y hasta voy a dejar de escribir.

Para escribir necesito cierto apremio y un poco de serenidad. Demasiada serenidad le confiere pereza a mis dedos, demasiado apremio los hace indomables.

Parece que el populacho registra ahora las casas en busca de los culpables ocultos.

Fuera donde fuera este año, me he sentido culpable. Incluso en Amsterdam. Sí, Maimún, amigo mío, hermano mío, ¿me oyes? Incluso en Amsterdam.

¿De qué manera voy a perecer? ¿Por el fuego? ¿Por la multitud?

No escribo más. Aguardo.