2 de julio

La pasada noche, después de apagar la lámpara, sentí frío de pronto, a pesar de que estaba tan tapado como el día anterior y el precedente y que la jornada había sido más bien suave. Tal vez fuera, más que frío, miedo… Además, he tenido un sueño en el que los marineros holandeses me agarraban y me tiraban al suelo, después me desnudaban y me azotaban hasta sangrar. Debo haber gritado de dolor, y ha sido ese grito el que me ha despertado. No me he podido volver a dormir. Y eso que intenté conciliar el sueño, mas tenía la cabeza como una fruta que se niega a madurar y los ojos no se me cerraban.

4 de julio

Un marinero holandés empujó hoy la puerta de mi camarote e inspeccionó los rincones con una mirada circular; luego se marchó sin decir palabra. Un cuarto de hora después, uno de sus colegas hizo exactamente los mismos gestos, pero éste farfulló una palabra que debe de querer decir «buenos días». Me pareció que buscaban a alguien, o más bien algo.

No debemos estar lejos de nuestro destino, y no dejo de preguntarme qué actitud adoptar cuando lleguemos. Sobre todo, qué hacer con el dinero que me entregaron en Lisboa, y con mi propio dinero, y con este cuaderno.

La verdad es que puedo elegir entre dos posibilidades.

O bien me tratan como a un comerciante extranjero, con miramientos, y hasta me autorizan a entrar en las Provincias Unidas, en cuyo caso debería llevar todo mi «tesoro» conmigo cuando baje a tierra.

O bien el Sanctus Dionisius es considerado botín de guerra, confiscan su cargamento y detienen a los hombres que se hallan a bordo, incluido yo mismo, para expulsarlos después con su navío, en cuyo caso lo mejor es que deje mi «tesoro» bien oculto, rogándole al Cielo que nadie llegue a descubrirlo, con lo que podría recuperarlo al final de este lance.

Después de dos horas de vacilación, me inclino por la segunda posibilidad. Ojalá no tenga que lamentarlo.

Voy a ocultar ahora mismo el cuaderno y el recado de escribir en el escondite en que ya se encuentra el dinero de Gregorio, en la pared, detrás de una tabla mal sellada. Dejaré allí también la mitad del dinero que me queda: tienen que encontrarme encima una cantidad razonable, si no, sospecharán mi triquiñuela y me obligarán a revelarlo todo.

Tengo la tentación de quedarme con el cuaderno. El dinero se gana o se pierde, pero estas páginas son la carne de mis días y por encima de todo son mi último compañero. Me duele mucho separarme de él. Aunque seguramente tenga que hacerlo…

14 de agosto de 1666

Hace cuarenta días que no he escrito una línea. Me encontraba en tierra, secuestrado, y el cuaderno estaba en el mar, oculto en el escondite. Alabado sea Dios, que estamos indemnes tanto el uno como el otro, y volvemos a encontrarnos.

Hoy estoy demasiado afectado todavía para ponerme a escribir. Mañana habré dominado la alegría y podré detallar los pormenores.

No. Si me es difícil escribir en el estado en que me encuentro, más difícil aún me resulta negarme a escribir. Así que voy a narrar esta desventura que termina bien. Sin demasiados detalles, simplemente como atraviesa un arroyo saltando de piedra en piedra.

El miércoles 8 de julio el Sanctus Dionisius entró en el puerto de Amsterdam con la cabeza gacha, como un animal cautivo al que tiran de la cuerda que lleva al cuello. Yo estaba en el puente, con mi saco de tela al hombro, las manos apoyadas en la borda, los ojos clavados en las paredes rosáceas, los tejados parduscos, los gorros negros del muelle; mientras, mis pensamientos estaban en otra parte.

Cuando atracamos nos ordenaron, sin violencia pero sin miramientos, que abandonáramos la nave y camináramos hasta un edificio al extremo del muelle, en el que nos encerraron. En rigor, no era una prisión, sino un cercado con techo, con hombres de guardia ante las dos puertas para impedirnos salir. Nos dividieron en dos grupos, o tal vez en tres. Conmigo estaban los pocos pasajeros que quedaban y una parte de la tripulación, pero no Maurizio ni el capitán.

El tercer día, un dignatario de la ciudad vino a inspeccionar el lugar y pronunció palabras tranquilizadoras mientras me miraba; en cualquier caso, su rostro era severo y no formuló ninguna promesa concreta.

Una semana más tarde vi llegar al capitán, acompañado por varias personas que yo no conocía. Llamó por su nombre a los marineros más vigorosos y comprendí que era para descargar la mercancía que estaba a bordo. Los trajeron de nuevo al «cercado» al terminar el día y volvieron por ellos al día siguiente, y de nuevo al otro.

Una pregunta me quemaba los labios: en el momento de vaciar el navío, ¿habían registrado también los camarotes de los pasajeros? Durante bastante tiempo busqué la manera de plantearla para satisfacer mi curiosidad sin despertar sospechas; pero al final renuncié. En la situación en que me hallaba, la impaciencia era la peor consejera.

Durante aquellos largos días de angustia y de espera, cuántas veces pensé en Maimún, en todo lo que me decía sobre Amsterdam y que yo mismo acostumbraba a decir también. Esta ciudad entonces lejana se había convertido para nosotros en un lugar de cómplice ensoñación, y en un horizonte de esperanza. Nos prometíamos a veces venir juntos, vivir aquí algún tiempo, y quién sabe si Maimún no estará aquí, tal como proyectaba. En cuanto a mí, lo que ahora lamento es haber puesto los pies en ella. Lamento haber llegado preso al país de los hombres libres. Lamento haber pasado en Amsterdam tantas noches y tantos días sin haber visto otra cosa que el reverso de sus paredes.

Dos semanas transcurrieron todavía hasta que nos dejaron subir de nuevo al Sanctus Dionisius. Sin autorizarnos aún a levar anclas. Seguíamos privados de libertad, pero a bordo de nuestro navío, en el que a todas horas patrullaban destacamentos de soldados.

Para vigilarnos mejor nos confinaron a todos en una parte del navío. Mi camarote estaba al otro lado, y por prudencia me impuse no acercarme a fin de no traicionar mi secreto.

Y hasta incluso cuando el navío aparejó por fin me contuve todavía cierto tiempo antes de regresar a mi viejo cuarto, pues un destacamento holandés se quedó a bordo hasta que dejamos el Zuiderzee, que es una especie de mar interior, y alcanzamos el mar del Norte.

Ha sido hoy cuando he podido comprobar que mi tesoro, en efecto, estaba sin tocar en su escondite. Lo he dejado allí y me he limitado a recuperar el escritorio y el cuaderno.

15 de agosto

A bordo, los marineros se emborrachan, e incluso yo mismo he bebido un poco.

Es curioso, no me ha dado el mareo esta vez al dejar el puerto. Y a pesar de todo lo que he bebido, camino por el puente con paso firme.

Maurizio, que está tan achispado como los mayores, me ha informado de que el capitán, cuando inspeccionaron el barco, dijo que sólo un tercio de la carga tenía como destino Londres, y que los otros dos tercios eran para un comerciante de Amsterdam. Al llegar a esta ciudad hizo llamar a aquel hombre, al que conocía muy bien. Pero como no se encontraba en ella, hubo que aguardar su regreso. Después, las cosas se desarrollaron bastante deprisa. El comerciante comprendió lo que pasaba y calculó que aquél era un buen negocio, así que confirmó la declaración de Centurione y se quedó con la mercancía. Las autoridades se limitaron a confiscar el otro tercio y luego soltaron a los hombres y el barco.

Un loco —no rectifico, no—, pero aparentemente hábil, eso es nuestro capitán. A menos que en ese hombre no haya dos almas superpuestas que, cada una en su momento, se turnan una a la otra.

17 de agosto

Según Maurizio, el capitán, una vez más, ha engañado a los holandeses haciéndoles creer que partía hacia Génova, cuando ha puesto rumbo directo hacia Londres.

19 de agosto

Remontamos ahora el estuario del Támesis y ya no cuento con ningún compañero a bordo, esto es, con ninguna persona con quien mantener una conversación de personas razonables. No tengo otra cosa que hacer, así que debería escribir, pero tengo el alma vacía y mi mano no se me templa.

Londres, llego a él sin habérmelo propuesto nunca.

Lunes, 23 de agosto de 1666

Recalamos en el embarcadero del puente de Londres con las primeras luces del día, después de que nos interceptaran tres veces mientras remontábamos el estuario, pues los ingleses están al acecho tras sus últimos enfrentamientos con los holandeses.

Apenas llegué, deposité mis escasas pertenencias en una posada a orillas del Támesis, junto a los docks, y salí en busca de Cornelius Wheeler. Sabía por el pastor Coenen que su tienda estaba cerca de la catedral de San Pablo, y me bastó con hacer unas cuantas preguntas a los demás comerciantes para que me condujeran hasta él.

Al entrar pregunté por sieur Wheeler y un joven empleado me llevó al piso superior, donde se encontraba un anciano de rostro enjuto y triste, que resultó ser el padre de Cornelius. Él se halla en Bristol, me dijo, y no volverá hasta dentro de dos o tres semanas; pero si tengo necesidad, entretanto, de alguna información o algún libro, estaría encantado por su parte en servirme.

Yo ya me había presentado, pero como mi nombre no parecía decirle nada, le expliqué que era el genovés al que Cornelius le había confiado su casa de Esmirna.

—Espero que no haya sucedido nada malo —dijo el hombre, inquieto.

No, le tranquilicé, la casa está perfectamente, no he hecho este viaje para comunicarle un siniestro, me encuentro en Londres a causa de mis propios negocios. Le expliqué brevemente en qué consistían, pues debían interesarle por cuanto se parecen a los suyos. Hablé de las obras que se venden y las que no me piden nunca.

En un momento de la charla deslicé una palabra sobre el libro del centésimo nombre, dando a entender que no ignoraba que Cornelius se lo había traído de Esmirna. Mi interlocutor no pareció sobresaltarse, pero creí adivinar en su mirada un brillo de viva curiosidad. O tal vez de desconfianza.

—Lamentablemente, no comprendo el árabe. Si fuera italiano, francés, latín o griego podría decirle a vuestra merced con exactitud los libros que hay en esos anaqueles. Pero para el árabe y el turco tendrá que esperar a Cornelius.

Le describí con insistencia el aspecto de la obra, su tamaño, los dorados en forma de rombos concéntricos sobre la encuadernación en cuero verde… Entonces, el joven empleado, que husmeaba por allí, creyó necesario intervenir.

—¿No será ese libro que vino a recoger el chaplain?

El anciano Wheeler le atravesó con la mirada, pero el mal, si se puede decir, ya estaba hecho. Ya no valía la pena disimular.

—En efecto, debe de ser ese libro, lo hemos vendido hace unos días, pero mire usted por ahí, estoy seguro de que encontrará algo interesante.

Le ordenó al empleado que trajera tales y tales obras de las que ni siquiera quise retener los nombres; no iba a soltar la presa así como así.

—He hecho un largo trayecto para adquirir ese libro, y estaría muy reconocido a vuestra merced si me indicara dónde podría encontrar a ese chaplain, ya que quiero intentar comprárselo a mi vez.

—Excúseme vuestra merced, pero no tengo por qué decirle quién ha comprado qué, ni menos aún darle la dirección de nuestros clientes.

—Si el hijo de vuestra merced ha tenido la suficiente confianza en mí como para confiarme su casa con todo lo que contiene…

No necesité proseguir.

—Está bien, Jonás le conducirá.

Por el camino, el joven aquel, sin duda engañado por las escasas palabras en inglés que escuchó de mis labios, derramó sobre mí una lluvia de confidencias de las que apenas capté nada. Me contentaba con asentir con la cabeza contemplando el barullo de las callejas. Me enteré apenas de que el hombre al que íbamos a ver había sido en tiempos capellán del ejército de Cromwell. Jonás no me supo decir su verdadero nombre, hasta parecía no entender mi pregunta, pues no había escuchado nunca otro apelativo que el de chaplain.

Puesto que el comprador de mi libro era un hombre de iglesia estaba convencido de que nos dirigíamos hacia la catedral cercana, o a alguna capilla o presbiterio. Cuál no sería mi sorpresa cuando el empleado se detuvo ante la puerta de una bodega de cerveza —ale house, decía la enseña—. Cuando entramos, doce pares de ojos sombríos nos observaron fijamente durante un buen rato. Estaba oscuro como al crepúsculo, aunque todavía no era mediodía. Las conversaciones se convirtieron en murmullos de los que yo era indiscutiblemente el único sujeto. No se deben de ver a menudo en semejante lugar atavíos genoveses. Saludé con la cabeza y Jonás le preguntó a la patrona —una mujer grande y regordeta de pelo tornasolado y senos semicubiertos— si el chaplain estaba allí. Ella hizo un simple gesto con el dedo, señalando el piso de arriba. Nos metimos por un pasillo al final del cual había una escalera de peldaños chirriantes. Luego, arriba, una puerta cerrada a la que llamó el empleado, quien a continuación giró el picaporte y llamó a media voz:

¡Chaplain!

El referido capellán no tenía, según me pareció, nada de hombre de iglesia. Al decir «nada», creo que exagero. Sin duda alguna tenía una especie de solemnidad natural. Su elevada estatura, por lo pronto, y además aquella abundante barba que le hacía parecerse a un pope ortodoxo, ya que no a un eclesiástico inglés. Una mitra, una casulla sobre sus hombros, una cruz en la mano, y se habría convertido en obispo de toda una grey. Pero no emanaba a su alrededor ni piedad, ni olor de castidad, ni temperancia de ningún género. Todo lo contrario, me pareció a primera vista un juerguista pagano. En la mesa baja, frente a él, había tres jarras de cerveza, dos vacías y una llena en sus tres cuartos. Sin duda acababa de echar un trago, pues se le habían prendido en el bigote unas cuantas burbujas blancas de espuma.

Con una amplia sonrisa nos invitó a sentarnos. Pero Jonás se disculpó, tenía que regresar con su amo. Le puse una moneda en la mano y el capellán le pidió que nos encargara dos pintas al salir. La patrona misma subió enseguida las dos cervezas, muy solícita y respetuosa, y el hombre de Dios se lo agradeció con un buen azote en el trasero; no un azote discreto, sino tan ostensible que parecía sólo destinado a impresionarme. De manera que no traté de disimular mi embarazo, tanto el uno como la otra se habrían sentido bastante contrariados si aquello me hubiera parecido natural.

Antes de que ella subiera, me había dado tiempo a presentarme y a decirle que acababa de llegar a Londres. Intenté hablar inglés, aunque pésimamente. Para ahorrarme mayores sufrimientos, el hombre me respondió en latín. Un latín erudito que sonaba extraño en aquel lugar. Y supongo que hasta pretendió parafrasear a Virgilio o algún otro poeta antiguo cuando me espetó:

—Así que vuestra merced abandona un país rociado por la Gracia y se viene a esta comarca labrada por la Maldición.

—Lo poco que he visto hasta ahora no me ha dado esa impresión. Creo advertir desde que he llegado una cierta libertad de costumbres, y una innegable jovialidad…

—Es precisamente por eso un país maldito. Hay que encerrarse en el piso de arriba y beber desde por la mañana para creerse libre. Si un vecino envidioso pretende que habéis blasfemado, se os azota en público. Y si parecéis demasiado saludable para vuestra edad, se sospecha que os dedicáis a la brujería. Preferiría estar preso con los turcos…

—Vuestra merced dice eso porque nunca ha probado las mazmorras del sultán.

—Tal vez —admitió.

Después de haber pasado por allí la patrona, y a pesar del embarazo que mostré al principio, ya se había calmado el ambiente y hasta me confié lo bastante como para contarle sin rodeos a aquel personaje las razones de mi visita. En cuanto mencioné El centésimo nombre se le iluminó el rostro y sus labios temblaron. Pensé que se disponía a decirme algo sobre el libro, y callé con el corazón acelerado, pero con un ademán de su jarra de madera me invitó a proseguir, cada vez más sonriente. Entonces le dije con toda franqueza por qué precisa razón me interesaba el libro. Con ello, corría un riesgo. Si esa obra incluye verdaderamente el nombre salvador, ¿cómo le iba a pedir a aquel santo hombre que me la cediera? ¿Y a qué precio? Un comerciante más hábil habría hablado del libro y de su contenido en términos más mesurados, pero el instinto me decía que habría sido una torpeza pasarse de listo. Si yo buscaba el libro de la salvación, ¿cómo iba a pretender, ante los ojos de Dios, conseguirlo mediante engaño? ¿Iba a resultar yo más astuto que la Providencia?

Así que me pareció que lo mejor era revelar claramente al chaplain el valor de aquel texto. Le conté todo lo que sobre él se cuenta entre los libreros, las dudas que despierta su autenticidad y las diversas especulaciones sobre sus supuestas virtudes.

—Y vuestra merced —preguntó él—, ¿qué piensa de todo eso?

Mantenía invariable la misma sonrisa, que no conseguía yo descifrar y que empezaba a encontrar irritante. Pero me esforcé en no dejarlo traslucir.

—Nunca he tenido una opinión tajante. Un día me digo que ese libro es la cosa más valiosa del mundo y al día siguiente me da vergüenza haber sido tan crédulo y supersticioso.

Se le borró la sonrisa del rostro. Elevó la jarra y la tendió hacia mí como si fuera un incensario, y después la vació de un trago. Con aquel brindis, dijo, quería rendir homenaje a mi sinceridad, que no esperaba.

—Creí que me iba a salir vuestra merced con la palabrería de los comerciantes, que me iba a contar que buscabais ese libro para un coleccionista o acaso que os lo había recomendado vuestro padre en su lecho de muerte. No sé si habéis sido honrado por naturaleza o por suprema habilidad, no os conozco lo bastante para juzgarlo, pero vuestra actitud me gusta.

Guardó silencio. Empuñó la jarra vacía y la dejó enseguida encima de la mesa baja; entonces dijo con brusquedad:

—Aparte vuestra merced esa cortina de atrás. Ahí está el libro.

Por un momento me quedé alelado, preguntándome si había entendido bien. Estaba ya tan acostumbrado a tretas, decepciones y simulaciones que me desarmó oír que el libro estaba sencillamente allí. Y hasta me pregunté si no sería efecto de la cerveza, que había engullido de un trago por la sed que tenía.

Pero me levanté. Aparté ceremoniosamente la cortina sombría y polvorienta que me había indicado. Sí, el libro estaba allí. El centésimo nombre. Habría esperado hallarlo en una especie de estuche, escoltado por dos cirios, o acaso abierto encima de un atril. Pero no, nada de eso, estaba tendido en una estantería, junto con otras obras, al lado de plumas, tinteros, una resma de hojas blancas, un acerico y algunos objetos más en desorden. Lo cogí con mano vacilante, lo abrí por la primera página y comprobé que realmente era el mismo libro que me regaló el anciano Idriss el año pasado y que llegué a creer irremediablemente tragado por el mar.

¿Asombrado? Sí, asombrado. Y legítimamente agitado. Todo aquello era milagroso. Es mi primer día en Londres, apenas se han acostumbrado mis piernas a la tierra firme y ya tengo entre las manos el libro que persigo desde hace un año. Mi anfitrión me concedió tiempo para la emoción. Esperó que volviera en mí, que me sentara, con el libro estrechado contra los latidos de mi corazón. Luego me dijo, sin entonación interrogativa alguna:

—Es ése el que busca vuestra merced…

Dije que sí. A decir verdad, no podía distinguir gran cosa, no había claridad bastante en aquel cuarto. Pero había visto el título, y antes ya había reconocido el libro por fuera. No me cabía ninguna duda.

—Supongo que vos leéis perfectamente el árabe.

Le volví a decir que sí.

—Entonces, os propongo un trueque.

Alcé los ojos, aún agarrado al tesoro recobrado. El capellán parecía meditar intensamente, y su cabeza me pareció todavía más imponente, aún más voluminosa, incluso descontando la barba y la cabellera blanquecina.

—Le propongo un trueque —repitió, como para concederse todavía unos cuantos segundos de reflexión—. Vos queréis ese Libro, y yo quiero tan sólo averiguar lo que contiene. Léamelo, de principio a fin, y luego puede llevárselo vuestra merced.

También entonces dije que sí, sin sombra de vacilación.

¡Qué bien he hecho en venir a Londres! Aquí me esperaba mi buena estrella. La tozudez recompensada. La cabezonería heredada de mis antepasados me ha servido de mucho. Estoy orgulloso de llevar su sangre y de no haberla defraudado.

Londres, martes 24 de agosto de 1666

La tarea no me resultará sencilla, ya lo sé.

Necesitaré unas cuantas sesiones para leer esas doscientas páginas, para traducirlas del árabe al latín y sobre todo para hacerlas explícitas, cuando el autor no quiso ser explícito nunca. Pero enseguida vi en el ofrecimiento inesperado del capellán una oportunidad, por no decir una señal. Lo que me brinda es no sólo que recupere el libro de Mazandarani, sino además sumirme en él como un estudioso, algo que no habría hecho por mí mismo. Tener que leer ese texto frase tras frase, tener que traducir palabra por palabra para hacerlo inteligible a un público exigente, es seguramente la única manera de saber de una vez por todas si vive oculta en esas páginas una gran verdad secreta.

Cuanto más lo pienso, más perplejo y a la vez exaltado me siento. De modo que ha resultado ser indispensable la persecución de ese libro desde Gibeleto hasta Constantinopla, luego de Génova a Londres, hasta esta taberna, hasta la madriguera de este curioso capellán, para consagrarme por fin a la tarea más importante. Casi tengo la impresión de que todo lo que he vivido desde hace un año no era más que un preludio, una serie de pruebas a las que el Creador me ha querido someter antes de ser digno de conocer Su nombre íntimo.

En el último párrafo he escrito «desde hace un año». No es una aproximación, hace exactamente un año ya, día por día, que empezó mi viaje, pues fue el lunes 24 de agosto del pasado año cuando salí de Gibeleto. Ya no tengo conmigo el texto que escribí en aquella ocasión, y espero que Barinelli lo haya recuperado y conservado, de manera que pueda hacérmelo llegar un día.

Pero estoy divagando… Decía que si tuviera a la vista las páginas que escribí al comienzo de este viaje no habría hallado demasiado en común entre mi proyecto inicial y el itinerario que he acabado por seguir. No pensaba ir más allá de Constantinopla, y desde luego no tenía intención de llegar a Inglaterra. Tampoco pensaba que me iba a ver solo, sin ninguno de los que salieron conmigo, ignorando incluso qué les ha sucedido. Durante este año todo ha cambiado a mi alrededor y dentro de mí. Lo único que no ha cambiado, creo yo, es mi deseo de retornar a mi casa de Gibeleto. Aunque, pensándolo mejor, no estoy tan seguro. Desde mi paso por Génova, a veces pienso que es allí donde debería regresar. En cierto sentido, es de allí de donde procedo. Si no yo mismo, sí mi familia. A pesar del desaliento experimentado por mi antepasado Bartolomeo cuando quiso regresar, tengo la sensación de que es ése el único lugar en el que puede sentirse en casa un Embriaco. En Gibeleto, siempre seré un extranjero… Sin embargo, es en el Levante donde vive mi hermana, allí es donde están enterrados mis padres, allí está mi casa, allí se encuentra el negocio que garantiza mi relativa prosperidad. A punto he estado de escribir que es allí donde vive la mujer que ahora amo. Mi alma se desconcierta, sin duda. Marta ya no está en Gibeleto, y no sé si podrá regresar un día, ni siquiera sé si vive aún.

Tal vez debería cesar de escribir, por hoy…

25 de agosto

Nada más despertar, vuelvo al cuaderno para referirme a las fechas. Iba a hacerlo ayer, pero el recuerdo de Marta me lo hizo olvidar. Debo decir que en Londres reina una confusión que yo no sospechaba antes de llegar. Hoy estamos a 25 de agosto, pero para la gente de aquí todavía es día 15. Por odio al papa, al que aquí cualquiera se permite llamar «el anticristo», los ingleses —lo mismo que los moscovitas— se niegan a admitir el calendario gregoriano que prevalece entre nosotros desde hace más de ochenta años.

Tendría que decir aún varias cosas sobre esta cuestión, pero me esperan en la cervecería. Allí tendrán lugar nuestras sesiones de lectura, y allí viviré desde ahora. He prometido trasladar mi equipaje esta misma mañana.

El mismo lunes, tanto el capellán como Bess, la encargada, me invitaron a hospedarme allí para evitar las idas y venidas, que la policía del rey podría encontrar sospechosas. Al principio me negué, pues quería mantener las distancias con aquellas personas que, aunque acogedoras, conocía demasiado recientemente como para compartir con ellas todos los días con sus noches. Hasta anoche, en que salí después de cenar en dirección a mi hospedería y tuve la sensación de que me vigilaban. Era más que una sensación, era una certidumbre. ¿Eran ladrones? ¿Eran agentes del gobierno? Tanto en un caso como en otro, no tenía ganas de pasar por lo mismo cada noche.

Ya sé que no es prudente tratar tan de cerca a un hombre como el capellán, que en tiempos fue un personaje influyente y del que las autoridades siguen desconfiando. Si sólo hubiera pensado en mi seguridad habría tenido que mantener las distancias, desde luego. Pero mi preocupación mayor no es la prudencia, pues de ser así no habría venido a Londres en busca del centésimo nombre, y habría evitado hacer un buen montón de cosas. No, mi preocupación es recuperar ese libro y marcharme de aquí en cuanto sea posible llevándomelo bajo el brazo. Y viviendo cerca de este hombre y cumpliendo mi trato con él podré alcanzar mi objetivo de manera más rápida.

Después de instalarme en un cuarto del último piso, exactamente encima del capellán y lejos del bullicio de la sala grande, Bess subió la escalera tres veces para asegurarse de que no me faltaba nada.

Estas gentes son de trato agradable, acogedoras, generosas, les gusta la risa y la buena mesa. Creo que la estancia aquí será bastante agradable, pero no tengo la intención de eternizarme.

26 de agosto

Debería haber comenzado hoy la lectura en voz alta del centésimo nombre. Pero tuve que interrumpirme enseguida por una razón extraña que me inquieta y me perturba sobremanera.

Éramos cuatro en el cuarto en que vive el capellán; había invitado éste a dos jóvenes que parecen ser discípulos suyos y que cumplen la función de escribanos. Uno de ellos, llamado Magnus, tiene que ocuparse de transcribir con cuidado la traducción latina del texto; el otro, que se llama Calvin, tiene que tomar nota de los comentarios.

He escrito «debería» porque las cosas no sucedieron como habíamos previsto. Empecé leyendo y traduciendo el título; el subtítulo: Desvelamiento del nombre oculto del Señor de las criaturas; después, el nombre completo de Mazandarani, Abu-Maher Abbas, hijo de tal y tal y tal… Pero apenas volví la primera página se ensombreció el cuarto como si una nube de hollín hubiera velado el sol e impidiera que los rayos llegaran hasta nosotros. Hasta mí, tendría que decir, pues las demás personas del cuarto no parecían darse cuenta de lo que acababa de ocurrir.

En ese mismo instante, Bess empujó la puerta y nos trajo unas cervezas, lo que me concedió un breve respiro. Pero inmediatamente se volvieron las miradas hacia mí, y el capellán, intrigado por mi silencio, me preguntó qué me pasaba y por qué no proseguía la lectura. Respondí que sentía un fuerte dolor de cabeza, que tenía la sensación de que mi cabeza estaba atrapada en un torno que la trituraba y que mis ojos se empañaban. Me aconsejó que me fuera a descansar y que al día siguiente reemprenderíamos la lectura.

En cuanto pronunció aquellas palabras, cerré el libro y al momento tuve la sensación de que volvía la luz. Experimenté un inmenso bienestar, que disimulé lo mejor que pude por temor a que mis anfitriones creyeran que mi malestar era fingido.

Y cuando escribo estas líneas en mi cuaderno tengo la impresión de que el referido oscurecimiento no ha tenido nunca lugar, que sólo lo he soñado. Pero yo sé, sin sombra de duda, que no es así. Algo me ha sucedido y no sé qué pensar ni qué decir de ello; por eso no le he confesado la verdad al capellán cuando me preguntó por qué me interrumpía. Algo cuya naturaleza se me escapa, pero que me trae a la memoria un incidente de hace algo más de un año que, en su momento, no me pareció portador de misterio alguno. Al volver de casa del anciano Idriss con el libro que me había regalado, lo hojeé en mi tienda; me pareció entonces que la luz era suficiente, y sin embargo no conseguí leer. Además, el día anterior se había producido el mismo fenómeno, y me había alarmado aún menos. Fue precisamente cuando me encontraba en la casucha de Idriss. Desde luego, era muy sombría, pero no lo suficiente para hacer totalmente indescifrables las páginas interiores del libro, cuando además había leído sin problema la portada, cuyos caracteres no eran sensiblemente más gruesos.

Es un fenómeno que no consigo explicarme, que me inquieta, me perturba y me atemoriza.

¿Será una maldición encadenada a ese texto?

¿Será mi propio terror a ver dibujarse ante mí los caracteres del nombre supremo?

Me pregunto si todos los que han abordado El centésimo nombre han experimentado igual sensación, igual ceguera. Acaso ese texto se encuentre bajo el influjo de un hechizo protector, de un amuleto anudado, de un talismán, qué sé yo.

Si es así, nunca conseguiré leerlo. A menos que la maldición, de una u otra manera, no sea deshecha, «desanudada».

Mas la presencia de semejantes anudamientos, de semejante maldición, ¿no es en sí misma la prueba de que no se trata de un libro cualquiera, y que en efecto contiene las verdades más valiosas, las más inefables, las más temibles, las más proscritas?

27 de agosto de 1666

Anoche, mientras escribía el diario de viaje a la luz del día, que aquí dura hasta muy tarde, me quedé sorprendido al ver entrar a Bess en mi cuarto. Estaba entreabierta la puerta y llamó y empujó casi al mismo tiempo. Recogí el cuaderno y lo puse bajo la cama, sin precipitarme, dispuesto a volver a él en cuanto se hubiese marchado. Pero se quedó un buen rato, y después ya no sabía qué es lo que me disponía a escribir.

Se mostró preocupada por mi jaqueca, de la que estaba empeñada en librarme. Dijo que me iba a «desanudar» cualquier cosa que tuviera en los hombros o en la nuca, y esa expresión despertó mi curiosidad. Me hizo sentarme en una silla baja, y ella detrás de mí me daba masajes con los dedos y las manos, pacientemente, sobre la carne y los huesos. Al no tener yo el mal que pretendía, sino otro más solapado e inconfesable, no pude juzgar la virtud de su método. En cualquier caso, lo aplicaba de manera conmovedora, y para no defraudarla le dije que me sentía súbitamente revigorizado. Me propuso entonces repetir la ejecución de aquel arte igualmente cuando estuviera sumido en la lectura. Me apresuré a negarme. Y cuando salió del cuarto, me sorprendió comprobar que me estaba riendo solo. Me imaginaba estar leyendo, traduciendo, rodeado por el capellán y sus dos discípulos, mientras que una buena mujer me trabajaba los hombros, la espalda y la nuca con sus manos reconfortantes. La serenidad del auditorio, supongo, se resentiría con ello…

De todas maneras, será preciso encontrar un remedio a mi dolencia, pues de otro modo tendré que interrumpir la lectura. Hoy hubo un breve intervalo de claridad y pude leer unas cuantas líneas de la presentación de Mazandarani, pero después volvió la oscuridad. Me acerqué un poco a la ventana y me pareció que las páginas resultaban así más legibles, pero aquello apenas duró, la luz no tardó en debilitarse y enseguida dejé de ver claro. Mis ojos y yo estábamos rodeados de espesas tinieblas. El capellán y sus discípulos se mostraron defraudados e irritados, pero nada me reprocharon y aceptaron aplazar la lectura hasta mañana.

En estos momentos tengo la certidumbre de que una voluntad poderosa protege ese texto de miradas ávidas. La mía es de ésas. No soy ningún santo, no tengo mayor mérito que cualquiera, y si yo estuviera en el lugar del Altísimo no sería a un individuo como yo al que revelaría el secreto más preciado. A mí, Baldassare Embriaco, comerciante de curiosidades, lo suficientemente honesto pero no muy piadoso, sin santidad ninguna, sin sufrimientos, sacrificios o pobreza que hacer valer, por qué demonios se me iba a conceder el privilegio de ser elegido por Dios como custodio de Su nombre supremo. ¿Por qué iba a admitirme en Su intimidad al modo de Noé, Abraham, Moisés o Job? Tendría que tener demasiado orgullo y excesiva ceguera para imaginar un solo instante que Dios podría ver en mí un ser excepcional. Algunas de sus criaturas son notables por su belleza, por su inteligencia, por su piedad, por su abnegación, por su temperamento, y Él podría jactarse, me atrevería a decir, de ser su autor. Pero de haberme creado a mí no puede Él ni jactarse ni lamentarse. Debe de contemplarme desde lo alto de Su trono celestial, si no con desdén, sí al menos con indiferencia…

Y sin embargo, aquí estoy, en Londres, después de atravesar medio mundo en busca de ese libro, habiéndolo hallado contra todo pronóstico. ¿Será locura pensar que pese a todo lo que acabo de decir me sigue el Altísimo con la mirada y me guía por determinados senderos que sin Él no habría conocido nunca? Cada día tomo en mis manos El centésimo nombre, ya he desbrozado unas cuantas páginas y avanzado paso a paso por su laberinto. Tan sólo esta extraña ceguera retrasa mi avance, pero quizás no sea sino un obstáculo entre otros, una prueba entre otras que acaso consiga superar. Gracias a mi perseverancia y a mi tenacidad, o merced a la insondable voluntad del Dueño de las criaturas…

28 de agosto de 1666

Hoy se ha producido otro intervalo, algo menos breve que el de ayer. Parece como si la perseverancia diera sus frutos. Había en mis ojos y en el libro un velo de sombra que oscurecía las palabras. Pude por consiguiente leer tres páginas seguidas y después la sombra se espesó y las líneas se emborronaron.

En esas páginas se esfuerza Mazandarani en refutar la opinión tan extendida según la cual el nombre supremo, si existe, no debería ser pronunciado por los hombres, ya que los seres y objetos que pueden ser nombrados son aquellos sobre los que es posible ejercer cierta autoridad, mientras que Dios, como es evidente, no puede sufrir ningún género de dominación. A fin de rebatir tal objeción, el autor compara el islamismo y el judaísmo. Si la religión de Moisés sanciona a quienes pronuncian el nombre inefable y se las arregla para encontrar los medios de evitar cualquier mención directa del Creador, la religión de Mahoma se opuso resueltamente a esta actitud, exhortando a los creyentes a pronunciar día y noche el nombre de Dios.

Así es, confirmé yo mismo al capellán y a sus discípulos; en cualquier país del Islam no hay conversación en la que no aparezca diez veces el nombre de Alá, no hay negocio en el que ambas partes no juren sin parar por Él, walah, bilah, bismilah, ninguna fórmula de bienvenida o de despedida o de amenaza o de exhortación, o hasta de cansancio, en la que no se le invoque de forma explícita.

Ese estímulo a repetir sin cesar el nombre de Dios no se aplica sólo a Alá, sino a los noventa y nueve nombres que se le atribuyen, y también al centésimo, para quienes lo conozcan. Mazandarani cita además el versículo que se halla en el origen de todos los debates habidos sobre el nombre supremo —«glorifica el nombre de tu Señor, el grandioso»— y advierte que el Corán no se limita a enseñarnos que existe un nombre «grandioso», sino que nos anima claramente a glorificar a Dios mediante ese nombre…

Al leer este pasaje recordé las palabras pronunciadas en el mar por el príncipe Alí Esfahani, y me dije que no obstante sus desmentidos, estoy convencido de que ya ha tenido ocasión de leer la obra de Mazandarani. Y me pregunté entonces si mientras lo hojeaba sintió como yo esa ceguera pasajera. Y en el momento en que aquel interrogante atravesó mi espíritu, regresó la oscuridad y no pude continuar la lectura… Me cogí la cabeza entre las manos, disimulando una fuerte jaqueca, y mis amigos empezaron a compadecerme, a tranquilizarme y a sugerirme remedios. El más eficaz, me dijo Magnus, que a veces padece dolores semejantes, sería sumirme… en la oscuridad más absoluta. ¡Ah, si supiera…!

Aunque la sesión resultó breve, mis amigos están hoy menos defraudados. Les leí, les traduje, les expliqué, y si pudiera hacer lo mismo día tras día, el libro pronto carecería de secreto para ellos; y para mí.

Mañana no habrá lectura, continuaremos el lunes. ¡Ojalá pueda «oficiar» en iguales condiciones que hoy! No le pido al Cielo que desgarre de una vez para siempre este velo que me oscurece la vista; le pido sólo que lo alce un poco cada día. ¿Es pedir demasiado?

Domingo, 29 de agosto

Esta mañana se fueron todos muy temprano a misa, que aquí es obligatoria, hasta el punto de que los recalcitrantes, a menudo denunciados por sus vecinos, son castigados con la cárcel, a veces con el látigo y con todo tipo de molestias. Por mi parte, como extranjero y como «papista», estoy exento. Pero, según me dicen, me conviene no pavonearme demasiado por esas calles con mi cara de impío. Así que me quedé en mi cuarto descansando, leyendo y escribiendo, a cubierto de miradas. Casi nunca tengo oportunidad de holgazanear, y por eso lo aprecio mucho.

Mi cuarto es como una torreta que domina la ciudad, da por la derecha a una línea de tejados y por la izquierda a la catedral de San Pablo, que debido a sus dimensiones parece estar muy cerca. El espacio alrededor de mi cama es reducido, pero con pasar por encima de unas cuantas cajas y deslizarse entre las vigas se encuentra uno con unos amplios desvanes en los que reina el fresco. Me senté allí en la penumbra durante un buen rato. Tal vez había por allá ratas y chinches, pero no las vi. Durante toda la mañana estuve con ánimo sosegado, contento de que se hubieran olvidado de mí y deseando que me olvidaran todavía durante mucho, mucho tiempo más, aunque no probara bocado hasta el anochecer.

30 de agosto

Tendríamos que haber vuelto a la lectura, pero el chaplain se ausentó esta mañana sin advertirme. Sus jóvenes discípulos hicieron lo mismo. Bess me dijo que volverían al cabo de tres o cuatro días. Aunque parece inquieta, no me ha hecho confidencia alguna.

Un día de ocio más, no voy a quejarme. Sólo que en lugar de holgazanear en mi cuarto o en las dependencias, he decidido pasearme por Londres.

¡Qué extranjero me siento en esta ciudad! Tengo permanentemente la sensación de que atraigo las miradas, unas miradas nada amables, y creo que en ninguna parte espían a los viajeros con tanta hostilidad. ¿Será a causa de la guerra que continúa contra holandeses y franceses? ¿O debido a las antiguas guerras intestinas que alzaron al hermano contra el hermano, al hijo contra el padre y que instalaron en las almas de manera duradera la mortificación y la sospecha? ¿Será por los fanáticos, que todavía son legión, y a los que se apresuran a ahorcar en cuanto los localizan? Tal vez sea todo eso al mismo tiempo, de manera que aquí los enemigos, reales o imaginarios, son innumerables.

Tenía ganas de visitar la catedral de San Pablo, pero renuncié a ello por miedo a que un sacristán se molestase y me denunciase. Cualquier «papista» es sospechoso, sobre todo si proviene de Italia; al menos esa impresión me dio durante el paseo. A cada instante tenía que luchar conmigo mismo para superar el sentimiento de malestar que me acompañaba en todo momento.

El único lugar en el que sentí alivio fue entre los libreros que abren sus tiendas en las cercanías del cementerio de San Pablo. Con ellos ya no era yo un extranjero, ya no era un «papista», era un cofrade y un cliente.

Siempre lo he pensado, pero hoy lo pienso aún más: el comercio es la única actividad respetable y los mercaderes son los únicos seres civilizados. ¡Jesús no tendría que haber expulsado del templo a los mercaderes, sino a los soldados y a los curas!

31 de agosto

Me disponía a salir para dar otra vuelta por las librerías cuando Bess me invitó a beber una cerveza en su compañía, de modo que nos instalamos en la mesa en un rincón de la taberna como si fuéramos clientes ambos. Se levantó varias veces para servir bebidas o intercambiar unas palabras con los parroquianos. Pero en conjunto hubo poco ir y venir, y el ruido era exactamente el preciso, ni demasiado poco para obligarnos a susurrar ni demasiado intenso para que tuviéramos que desgañitarnos.

Se me han escapado algunas palabras de Bess, pero me parece que se lo he entendido casi todo, y ella también a mí. Incluso cuando, arrebatado por mi historia, ponía yo en mis frases más palabras italianas que inglesas, asentía ella repetidamente con la cabeza para indicarme que había entendido. Yo la creía complacido. Cualquier ser dotado de razón y de buena voluntad ha de entender un poco de italiano.

Nos bebimos dos o tres pintas cada uno; ella tal vez algo más, pero no nos inducía a ello la embriaguez. Ni tampoco el tedio, ni la pura curiosidad, ni las ganas de charla. Uno y otra necesitábamos encontrar un oído amigo, una mano amiga. Lo afirmo con admiración, pues descubro ahora, después de cuarenta años de existencia, qué sentimiento de plenitud pueden procurarnos unas cuantas horas pasadas en íntima y casta comunión con una desconocida.

Al comienzo de nuestra larga charla, se produjo una especie de juego de niños. Estábamos sentados, con nuestras jarras en la mano después de entrechocarlas pronunciando una fórmula; ella sonreía, y yo me estaba preguntando si íbamos a tener algo más que decirnos cuando sacó del bolsillo del delantal un cortaplumas y marcó con él un rectángulo en la madera.

—Es nuestra mesa —dijo.

Dibujó un circulito a mi lado, y otro al suyo.

—Ésta soy yo, éste eres tú.

Yo lo había adivinado y esperaba la continuación.

Tendió la mano hasta la otra punta de la mesa y trazó sin consideración un surco tortuoso que llevaba hasta el circulito que me representaba; luego, desde el extremo opuesto, un surco más tortuoso aún que conducía hasta el de ella.

—Yo vengo de aquí y tú de ahí. Hoy estamos sentados a la misma mesa. Yo te cuento mi camino, tú me cuentas el tuyo.

Nunca podré recordar con bastante exactitud lo que Bess me ha contado hoy sobre ella, sobre Londres y sobre la Inglaterra de estos últimos años: las guerras, las revoluciones, las ejecuciones, las masacres, los fanáticos, la gran peste… Antes de oírla, creía saber algo sobre este país; ahora sé que no sabía nada.

¿Qué es lo que debería consignar de todo ello en estas páginas? En primer lugar, lo que se refiere a los personajes que trato desde mi llegada. Y también lo que tiene relación con el objeto de mi viaje, los rumores y creencias que predicen el fin de los tiempos. Nada más.

Lo que pienso contar no voy a escribirlo hoy. De pronto, me pesa la cabeza y ya no me siento capaz de alinear palabras e ideas de manera coherente. Me voy a meter en la cama sin esperar a que se haga de noche. Mañana me levantaré temprano y me pondré a escribir con mayor claridad de espíritu.