3 de mayo

Esta mañana de lunes, cuando por vez primera en una semana caminaba yo por el puente con pie más o menos firme, se me acercó el médico del barco a preguntarme si era yo el futuro yerno de sieur Gregorio Mangiavacca. Me hizo gracia esa adscripción algo abusiva y un tanto prematura, y respondí que yo era en efecto un buen amigo suyo, pero no pariente, preguntándome cómo había podido enterarse de aquello. De repente se mostró confuso, arrepentido de haberlo dicho, y desapareció al momento pretextando que le llamaba el capitán.

Este incidente me revela que a mis espaldas deben murmurarse muchas cosas. Bien que se deben burlar de mí a la hora de comer. Tendría que enfadarme, pero me digo: qué importa, que se burlen. Nada cuesta mofarse del bueno y barrigudo Baldassare Embriaco, comerciante de curiosidades. Pero si es con el capitán, con ése se arriesga uno al látigo. Sin embargo, Dios sabe que él sí que se merece los sarcasmos, y más que eso.

Veamos, si no: en lugar de seguir la ruta habitual, parar en Niza y en Marsella, o al menos en uno de estos dos puertos, decide ir derecho a Valencia, en España, con el pretexto de que el viento del nordeste nos llevará allí en cinco días. Mas el viento ha resultado caprichoso. Después de empujarnos mar adentro, ha perdido vigor; y luego ha cambiado de dirección a diario. De manera que al cabo de ocho días de viaje no estamos en ninguna parte. No vemos ni la costa española ni la costa francesa, ni siquiera Córcega, Cerdeña o las islas Baleares. ¿Dónde estamos en estos momentos? Misterio. El capitán dice que lo sabe, y nadie a bordo se atreve a llevarle la contraria. Ya veremos. Algunos viajeros carecen ya de víveres, y la mayor parte está a punto de quedarse sin agua. Todavía no es el desastre, pero hacia él vamos, a toda vela.

5 de mayo

A bordo del Sanctus Dionisius, cuando dos personas murmuran aparte es que hablan del capitán. Algunos elevan entonces los ojos al cielo, y otros se atreven a reír. ¿Por cuánto tiempo su inconsciencia nos hará tan sólo reír y murmurar?

En cuanto a mí, estoy completamente restablecido, como en abundancia, discuto con unos y con otros y hasta observo con condescendencia a los que a mi alrededor sufren todavía de mareos.

Sobre mis comidas no había previsto nada, así que adquiero lo que se vende aquí. Lamento no haber contratado un cocinero ni comprado provisiones, pero todo sucedió con demasiada rapidez. Lamento sobre todo no tener a Hatem junto a mí. ¡Ojalá no le haya ocurrido nada malo y se encuentre sano y salvo en Gibeleto!…

… adonde, dicho sea de paso, tendría que haberme dirigido yo mismo. Hoy lo pienso; en tanto no había partido en dirección opuesta, no lo pensaba. Así es. Me encojo de hombros. Evito lamentarme. Musito frente al mar una canción genovesa. Consigno en el cuaderno, entre dos sentencias del destino, mis intensas tergiversaciones… Sí, así es, me amoldo. Puesto que en este mundo todo llega a su fin, qué importa el camino. ¿Por qué iba a tomar yo los atajos en vez de los rodeos?

6 de mayo

—Un buen capitán convierte el Atlántico en Mediterráneo; un mal capitán convierte el Mediterráneo en Atlántico —eso es lo que se ha atrevido a decir hoy en voz alta uno de los pasajeros del barco, un veneciano. No se dirigía a mí, sino a todos los que nos hallábamos junto a la borda. Aunque he evitado hablar con él, he decidido retener la frase y me he prometido reproducirla en estas páginas.

Es cierto que todos tenemos la sensación de encontrarnos perdidos en medio de la inmensidad marina y que aguardamos angustiados el momento en que alguien grite «tierra». Y eso que nos hallamos en las aguas más familiares, y en la mejor estación.

Según el último rumor deberíamos atracar esta noche entre Barcelona y Valencia. Si nos hubieran dicho: «Será en Marsella», o en «Aigues-Mortes», o en «Mahón», o en «Argel», nos lo habríamos creído, porque hemos perdido cualquier referencia.

En alguna parte del Mediterráneo, 7 de mayo de 1666

Hoy he intercambiado unas cuantas palabras con el capitán. Tiene cuarenta años, se llama Centurione y puedo escribir con todas las letras que es un loco.

No escribo «loco» queriendo decir temerario o imprudente, lunático o extravagante… Escribo «loco» queriendo decir loco. Cree que le persiguen unos demonios alados y pretende zafarse de ellos siguiendo rutas sinuosas.

Si un pasajero me hubiera dicho algo por el estilo, o un marinero, o el médico, o el carpintero, habría acudido enseguida al capitán para que le cargara de cadenas y le bajara a tierra en la próxima escala. ¿Pero qué se puede hacer cuando el que está loco es el capitán?

Si fuera un loco furioso, un loco de atar, un loco manifiesto, nos uniríamos para dominarlo y avisaríamos a las autoridades del puerto donde atracáramos.

Pero no es eso. El hombre es un loco pacífico, deambula con dignidad, discute, bromea y distribuye órdenes con el aplomo de un jefe.

Hasta hoy no le había dirigido apenas la palabra. Apenas dos frases en Génova cuando llegué corriendo y me dijo que el barco estaba a punto de zarpar sin mí. Pero esta mañana, cuando iba por el puente, pasó a mi lado; le saludé cortésmente y sus primeras palabras fueron de lo más convencional. Como corresponde entre genoveses respetuosos, primero hablamos de nuestras familias, y él expresó palabras muy sensatas al evocar el renombre de los Embriaci y el pasado de Génova.

Empezaba a pensar que todo aquel sarcasmo que circulaba acerca de él era injusto, cuando un pájaro voló muy bajo por encima de nuestras cabezas. Su graznido nos hizo alzar la vista y advertí que mi interlocutor se alarmaba.

—¿Qué pájaro es ése? —pregunté—. ¿Una gaviota? ¿Un albatros?

El capitán respondió, repentinamente agitado:

—¡Es un demonio!

Al principio creí que era una manera de maldecir al volátil por los daños que podía provocar. Y hasta me pregunté si no habría una especie de pájaros a los que llamaban así las gentes del mar.

Pero el hombre prosiguió, cada vez más trastornado:

—¡Me persiguen! ¡Vaya donde vayan, me encuentran! ¡No van a dejarme nunca en paz!

Había sido suficiente un simple batir de alas para que cayera en el delirio.

—Desde hace años me persiguen por todos los mares…

Ya no me hablaba a mí, sólo me consideraba testigo de su oscura charla consigo mismo o con sus demonios.

Al cabo de unos segundos me abandonó farfullando que tenía que ordenar que variaran el rumbo, pues así desorientaríamos a nuestros perseguidores.

Dios del Cielo, ¿adónde va a llevarnos este hombre?

He decidido no hablar con nadie de lo que ha sucedido, al menos por el momento. ¿Con quién podría hablar, por otra parte? ¿Y qué voy a decir o hacer? ¿Voy a fomentar una rebelión? ¿Voy a propagar por el buque el pánico, la sospecha, la sedición, voy a hacerme responsable de la sangre que pueda correr? Es demasiado grave. Y aunque el silencio no sea la solución más valerosa, creo que debo esperar, observar y reflexionar, conservar el espíritu alerta.

Por suerte, tengo este cuaderno y puedo confiarle las cosas que me veo obligado a callar.

8 de mayo

Esta mañana mantuve una charla con el pasajero veneciano. Se llama Girolamo Durrazzi. Fue breve, pero cortés. Si mi pobre padre pudiera leer estas líneas, habría escrito: «Fue cortés, pero breve»…

También viene con nosotros un persa al que la gente del barco llama a media voz «el príncipe». No sé si es un príncipe, pero tiene todo el aspecto, y le siguen de cerca dos hombres corpulentos que vigilan a derecha e izquierda como si temieran por su vida. Luce una barba corta y un turbante negro tan fino, tan liso, que parece una simple venda de seda. No habla con nadie, ni siquiera con sus dos guardianes, y se limita a caminar mirando directamente al frente, sin detenerse más que para contemplar el horizonte o el cielo.

Domingo, 9 de mayo de 1666

Por fin hemos echado el ancla. No en Barcelona, sin embargo, ni en Valencia, sino en la isla de Menorca, en las Baleares, en Mahón para ser exactos. Al releer estas últimas páginas constato que en realidad era uno de los numerosos destinos previstos por los rumores. Es como si ese nombre estuviera inscrito en una de las caras del dado que en nuestro lugar ha lanzado la Providencia.

En vez de buscar en medio de la locura una última señal de coherencia, ¿por qué no abandono esta nave demente? Debería exclamar: que se pierdan todos, pero sin mí. El capitán, el médico, el veneciano y el «príncipe» persa. Y, sin embargo, no me voy. Y, sin embargo, no huyo de aquí. ¿Es que me sigue importando la supervivencia de esos desconocidos? ¿O lo que me importa es mi propia supervivencia? ¿Valentía suprema o suprema resignación? No lo sé, pero me quedo.

En el último momento, al observar estrépito alrededor de las barcas, incluso decidí no bajar a tierra; llamé al joven marinero rubio y le encargué unas compras para mí. Se llama Maurizio y tiene la sensación de que me debe algo a causa de la jugarreta que me gastó. A decir verdad, no se lo tengo en cuenta; contemplar esas mechas rubias hasta me consuela un poco, pero será mejor que él no lo sepa.

Le escribí la lista de todo lo que quería; por su turbación, comprendí que no sabía leer. Así que se la hice aprender de memoria y recitarla, y le di monedas de sobra para pagar. Cuando volvió le dejé que se quedara con las vueltas, de lo que se mostró muy satisfecho. Me parece que de ahora en adelante va a venir todos los días a preguntarme si no necesito nada y a ponerse a mi disposición. No reemplazará a Hatem, pero, como él, tiene aspecto al mismo tiempo de sagaz y honrado. ¿Se le puede pedir más a un asistente?

Un día le sonsacaré a Maurizio el nombre de la persona que le mandó a buscarme a la pensión de La Cruz de Malta. ¿Acaso me hace falta, si sé de sobra lo que me va a decir? Pensándolo bien, sí me hace falta. Quiero escuchar, con mis propios oídos, que Gregorio Mangiavacca le pagó para que me llamara ese día y me condujera corriendo hasta el barco que en estos momentos me lleva a Inglaterra. A Inglaterra o hacia Dios sabe dónde…

Dicho lo cual, advertiré que no tengo ninguna prisa. Vamos a estar juntos en este barco todavía unas cuantas semanas, así que bastará con un poco de paciencia y habilidad para que este golfillo termine por confesar.

11 de mayo

Nunca habría creído que iba a hacerme amigo de un veneciano.

Es cierto que cuando dos comerciantes se encuentran durante una larga travesía por mar se ponen a charlar. Pero con éste las cosas han ido más allá, pues hemos encontrado ya en las primeras frases tantas preocupaciones comunes que me olvidé en el acto de todas las prevenciones que me había inculcado mi padre.

Sin duda alguna, nuestro contacto se ha visto facilitado por el hecho de que Girolamo Durrazzi, aunque nacido en Venecia, ha vivido desde su infancia en varios lugares de Oriente. Primero en Candía, luego en Tsaritsino, en el Volga. Y desde hacía poco en el propio Moscú, donde parece gozar de gran prestigio. Reside en el barrio de los extranjeros, que se ha convertido, según dice, en una ciudad dentro de la ciudad. Hay allí cantineros franceses, pasteleros vieneses, pintores italianos o polacos, militares daneses o escoceses y, por supuesto, comerciantes y aventureros de todo origen. Incluso han adecuado en el exterior de la ciudad un terreno en el que unos equipos de jugadores se enfrentan, con una pelota en los pies, a la manera inglesa. El conde de Carlisle, embajador del rey Carlos, a veces asiste a ellos personalmente.

12 de mayo

Mi amigo el veneciano me invitó anoche a cenar en su camarote. (Todavía vacilo y sonrío turbado cuando escribo «mi amigo el veneciano», pero tendré que seguir haciéndolo hasta que me acostumbre). Lleva un cocinero con él, un mayordomo y otro criado más. Así es como debería haberme equipado yo, en lugar de embarcarme solo, como un vagabundo, como un desterrado.

Durante la comida mi amigo me reveló las razones de su viaje a Londres. Su misión es contratar unos artesanos ingleses para que se instalen en Moscú. En rigor, no va enviado por el zar Alexis, pero éste le ha prestado protección y aliento. Cualquier hombre con habilidad será bienvenido, sea cual sea su oficio, con la única condición de que no se dediquen al proselitismo. El soberano, que es un sabio, no desea que su ciudad se convierta en guarida de fanáticos, adeptos de la república cristiana, de los que abundan en Inglaterra y que se ocultan y exilian desde el regreso del rey Carlos, hace seis años.

Girolamo intentó convencerme de que yo mismo me estableciera en Moscú. Me hizo una atrayente descripción de la vida en el barrio de los extranjeros. Le dije «tal vez» por cortesía y para animarle a que continuara su relato, pero su propuesta no me tentó gran cosa. Tengo cuarenta años, y soy demasiado viejo para volver a empezar mi vida en un país del que ignoro idioma y costumbres. Ya tengo dos patrias, Génova y Gibeleto, y si tengo que abandonar una será para instalarme en la otra.

Además, tengo la costumbre de contemplar el mar, y lo echaría de menos si un día tuviera que alejarme de él. Es cierto que no me siento a mis anchas en un barco, y que prefiero que mis dos pies pisen tierra firme. ¡Pero la cercanía del mar…! Necesito sus olores acres. Necesito esas olas que mueren y nacen y mueren. Necesito que la mirada se me pierda en su inmensidad.

Comprendo que se pueda uno acostumbrar a otra inmensidad, la de la arena del desierto, o la de las llanuras nevadas, pero no cuando has nacido en donde yo he nacido, y cuando llevas en las venas sangre genovesa.

A pesar de todo, comprendo muy bien a quienes abandonan un día su país y sus allegados, y hasta cambian de nombre, para comenzar una nueva vida en un país sin límites. Ya sea en las Américas, ya sea en Moscovia. ¿Acaso no hicieron lo mismo mis antepasados? Mis antepasados, pero también los ancestros de todos los humanos. Todas las ciudades han sido fundadas y pobladas por gente venida de otra parte, lo mismo que las aldeas, pues la tierra se ha llenado gracias a sucesivas migraciones. Si tuviera aún el corazón ágil y las piernas ligeras, quién sabe si no me hubiera desviado de mi mar natal para establecerme en ese barrio de los extranjeros cuyo solo nombre ya me tienta.

13 de mayo

¿Será cierto que el rey de Francia ha proyectado invadir las tierras del sultán otomano y que incluso les ha hecho preparar a sus ministros un detallado plan de ataque? Girolamo asegura que sí y cita en su apoyo diversos testimonios que nada me autoriza a poner en duda. Afirma incluso que el rey ha establecido acuerdos con el sofí de Persia, gran enemigo del sultán, para que provoque desórdenes en una fecha convenida a fin de atraer los ejércitos turcos hacia Georgia, Armenia y Atropatene. Entonces, con ayuda de los venecianos, el rey Luis se apoderaría de Candía, de las islas del Egeo, de los Estrechos, y acaso también de Tierra Santa.

Aunque el hecho no me parezca inverosímil, me sorprende que el veneciano hable de ello tan abiertamente a un hombre que conoce desde hace tan poco. Es un charlatán, probablemente, pero haría yo mal en censurarle por ello, ya que merced a él aprendo un buen montón de cosas, y puesto que la única razón de su indiscreción es su amistad hacia mí y la confianza que me expresa.

Le he dado vueltas durante toda la noche a los proyectos del rey de Francia, y lo cierto es que no me complacen demasiado. Desde luego, si la suerte de las armas le fuera favorable y lograra apoderarse de manera duradera de las islas, de los Estrechos y del conjunto del Levante, no sería para quejarse. Pero si se lanzara con los venecianos a una empresa temeraria y sin futuro sería sobre mí y sobre mis semejantes, sí, sobre nosotros, los comerciantes de Europa establecidos en las Escalas, sobre quienes se abatiría la venganza del sultán. Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que una guerra así sería desde el instante mismo de su declaración una calamidad para mí y para los míos. ¡Quiera el Cielo que nunca estalle!

Acabo de releer estas últimas líneas y las que preceden, y me pregunto si no será peligroso escribir cosas tales y formular deseos semejantes. Desde luego, escribo en mi propia jerigonza, y nadie más que yo la puede descifrar. Pero eso sólo es válido para mis escritos íntimos, y de ese modo se los disimulo a mis allegados y a posibles fisgones. Pero si las autoridades se ocuparan de ellos, si un valí cualquiera, un pachá, un cadí, se empeñara un día en descubrir lo que he escrito aquí y me amenazara con empalarme o me sometiera a tortura para que le confesara mis claves, ¿cómo iba a resistirme? Le desvelaría el secreto de mi código, y podría leer entonces que me muestro encantado de que el rey de Francia se apodere del Levante.

Tal vez debería arrancar esta página cuando vuelva a Oriente. Y hasta evitar en el futuro hablar de cosas parecidas. Quizás doy muestras de una prudencia excesiva, pues ningún valí ni ningún pachá va a ponerse a hurgar en mis notas. Pero cuando se halla uno en mi posición, cuando se mora en un país extranjero desde hace tantas generaciones, a la merced de cualquier ultraje, de cualquier denuncia, la prudencia no es sólo una actitud, es la arcilla de la que estoy hecho.

14 de mayo

Hoy he intercambiado unas palabras con el persa al que llaman el príncipe. Sigo sin saber si es príncipe o mercader, no me lo ha dicho.

Se paseaba, como de costumbre, y me crucé en su camino. Me sonrió, lo que interpreté como una invitación a abordarle. Cuando di un paso en su dirección, sus hombres se alarmaron, pero les conminó con un gesto a seguir quietos y me saludó con una ligera reverencia. Pronuncié entonces unas palabras de salutación en árabe y él me dirigió las respuestas oportunas.

Con excepción de las fórmulas consagradas que todo musulmán conoce, el hombre habla el árabe con dificultad. De todas maneras, conseguimos presentarnos el uno al otro y llegada la ocasión hasta creo que podremos mantener una conversación. Dice que se llama Alí Esfahani y que está en viaje de negocios. Dudo que sea ése su verdadero nombre. Alí es entre ellos el nombre más común, y su capital es Ispahan. A decir verdad, este «príncipe» no me ha revelado gran cosa de sí mismo. Pero ya nos hemos presentado mutuamente y volveremos a hablar.

En cuanto a Girolamo, mi amigo veneciano, sigue alabándome Moscú y al zar Alexis, al que tiene en gran estima. Le describe como un soberano preocupado por la suerte de sus súbditos y deseoso de atraer a su reino comerciantes, artesanos y gentes de saber. Pero no todo el mundo considera en Rusia a los extranjeros con tanta benevolencia. Aunque al zar le complazca lo que sucede en la capital, que no había sido hasta el presente más que un grande y triste poblachón, aunque pose complacido para los pintores, se ponga al corriente de las últimas excentricidades y pretenda tener su propia compañía de actores, como el rey de Francia, existen en el propio Moscú, y sobre todo en el resto del país, miles de popes montaraces que creen ver en cualquier novedad la marca del Anticristo. Lo que sucede en el barrio de los extranjeros no es para ellos sino desenfreno, corrupción, impiedad y blasfemia, señales todas ellas que anuncian el inminente reino de la Bestia.

Acerca de esto, Girolamo me ha contado un incidente muy revelador. El verano pasado acudió una compañía napolitana a ofrecer unas representaciones a casa de un primo del zar. Había actores, músicos, malabaristas, ventrílocuos… Un tal Percivale Grasso presentó un espectáculo bastante impresionante: un polichinela con cabeza de lobo está tendido en el suelo, luego se levanta, se pone a hablar, a cantar, a caminar pavoneándose, y por fin baila, todo ello sin que en ningún momento se perciba la mano del hombre que lo anima desde lo alto de una escalerilla, oculto por una cortina. Todo el mundo entre los asistentes está subyugado. Y de repente, un pope se levanta y empieza a gritar que lo que tienen delante es el demonio en persona; cita unas frases del Apocalipsis que dicen «y le fue concedido el poder de animar la imagen de la bestia, y hacer hablar a esa imagen». Entonces saca una piedra del bolsillo y la lanza contra el escenario. Otras cuantas personas que venían con él hacen lo mismo. Y se ponen todos a proferir maldiciones contra los napolitanos, contra los extranjeros y contra quienes se asocien de una u otra manera con lo que ellos consideran satanismos e impiedades. Y anuncian la inminencia del fin de los tiempos y del Juicio Final. Los espectadores huyen uno tras otro; ni siquiera el primo del zar se atreve a oponerse a aquellos exaltados; y la compañía tuvo que abandonar Moscú al amanecer del día siguiente.

Mientras mi amigo me contaba aquello con bastante detalle recordé a aquel visitante que llegó a mi tienda, en Gibeleto, hace unos cuantos años, llevando un libro en el que se anunciaba el fin del mundo precisamente en este año, en 1666. Se llamaba Evdokim. Le hablé a Girolamo de él. Su nombre no le dice nada, pero conoce bien El Libro de la Fe, una, verdadera y ortodoxa, y dice que no pasa día sin que alguien le hable de esa predicción. Él se la toma a la ligera, considera que se trata de redomada tontería, ignorancia y superstición, lo que me tranquiliza bastante; pero añade que allá la mayor parte de la gente cree firmemente en ello. Algunos incluso aventuran una fecha concreta. Pretenden, confiados en no sé qué cómputo, que el mundo no vivirá más allá del día de San Simeón, que cae el primero de septiembre y que para ellos es el día de año nuevo.

15 de mayo 66

Creo que hoy me he ganado la confianza del «príncipe» de Ispahan, o tal vez debería decir que he despertado su interés.

Nos cruzamos durante uno de nuestros paseos y caminamos juntos un rato, de modo que pude enumerarle las diversas ciudades que he visitado en los últimos meses. A cada nombre asentía cortésmente con la cabeza, pero cuando le mencioné Esmirna advertí mudanza en su mirada. Para animarme a hablar más de ella, repitió con tono evocador «Izmir, Izmir», que es el nombre turco de la ciudad.

Le dije que había pasado cuarenta días en ella y que había visto con mis propios ojos, en dos ocasiones, al judío que se proclama mesías. Mi interlocutor me tomó entonces del brazo, me llamó honorable amigo y me confesó que le habían contado demasiadas cosas contradictorias sobre ese «Sabbatai Leví».

Corregí:

—El nombre, tal como se lo he oído pronunciar a los judíos, es más bien Sabbatai Zevi o Tsevi.

Me agradeció que rectificara su error y me rogó que le relatara con exactitud todo lo que yo había visto con el fin de distinguir, entre lo que se dice del personaje, el hilo negro del hilo blanco.

Le conté algunas cosas y le prometí contarle más.

16 de mayo

Ayer indiqué que me había ganado la confianza del «príncipe» para rectificar seguidamente y señalar la curiosidad que he despertado en él. Fue correcta aquella distinción, pero hoy puedo recuperar la palabra «confianza». Pues si ayer él me hizo hablar a mí únicamente, hoy es él quien ha hablado.

No me ha hecho auténticas confidencias —¿por qué iba a hacérmelas?, digo yo—. Pero viniendo de él, quiero decir, de un personaje que se halla en país extranjero y que parece evidente que guarda un secreto, lo poco que me ha dicho es testimonio de estima y una prueba de confianza.

Sobre todo, me ha dicho que no viajaba por negocios en el sentido que suele entenderse, sino para observar el mundo y enterarse de las cosas extrañas que en él suceden. Estoy convencido, sin que me lo confirme, que se trata de un altísimo personaje, tal vez el propio hermano del gran sofí, o un primo.

Pensé presentárselo a Girolamo. Pero mi amigo veneciano es bastante locuaz y el otro podría echarse atrás, y en lugar de abrirse poco a poco como una rosa tímida, cerrarse del todo.

Trataré con ellos, pues, por separado, a menos que se conozcan por su cuenta, sin mediación mía.

17 de mayo

El príncipe me ha invitado hoy a su «palacio». La expresión no es excesiva si consideramos la relatividad de las cosas. Los marineros duermen en una granja, yo en una cabaña, Girolamo y su séquito en una casa, y Alí Esfahani, que ocupa toda una serie de camarotes, que ha cubierto de tapices y cojines según la costumbre persa, se encuentra en una especie de palacio. Entre su gente hay un mayordomo, un traductor, un cocinero con su pinche, un ayuda de cámara y cuatro hombres para todo, además de dos guardianes a los que llama «mis fieras».

El traductor es un eclesiástico francés originario de Toulouse que se hace llamar «padre Ángel». Su presencia junto a Alí no deja de sorprenderme; además, se hablan en persa. No he podido saber nada más, pues el hombre desapareció en cuanto su amo le dijo que nos entenderíamos en árabe.

Durante la velada mi anfitrión me contó una fábula bastante extraña, conforme a la cual cada noche, desde principios de este año, varias estrellas han desaparecido del cielo. Según él basta con observar la bóveda celeste en la oscuridad y examinar los puntos en los que hay una gran concentración de estrellas para advertir que algunas de ellas se extinguen de repente y no se vuelven a encender. Parece convencido de que el cielo se va a vaciar poco a poco a lo largo del año hasta quedar completamente negro.

Para comprobarlo, me he sentado en el puente de noche durante un buen rato, la cabeza hacia atrás, observando el cielo. He intentado mirar fijamente algunos puntos precisos, pero los ojos se me nublaban. Al cabo de una hora he sentido frío y me he marchado a la cama antes de verificar lo que quiera que sea.

18 de mayo

Le he contado la fábula de las estrellas a mi amigo el veneciano y se ha echado a reír sin dejarme terminar. Afortunadamente, no le he dicho a quién le había oído la historia. Y afortunadamente tampoco he hecho las presentaciones de ambos amigos.

Girolamo sigue burlándose de los rumores sobre el fin del mundo, pero me ha enseñado cosas que no dejan de inquietarme. En su compañía experimento el mismo malestar que al hablar con Maimún; por una parte, siento verdaderos deseos de compartir su serenidad, su desprecio hacia cualquier superstición, lo que me lleva a aprobar sus palabras de manera ostensible; pero al mismo tiempo no puedo impedir que esas supersticiones, incluso las más aberrantes, aniden en mi espíritu. «¿Y si esa gente tuviera razón?». «¿Y si sus predicciones se cumpliesen?». «¿Y si el mundo se hallara realmente a menos de cuatro meses de su extinción?». Estas preguntas me dan vueltas en el cerebro a mi pesar, y aunque estoy convencido de su necedad no consigo librarme de ellas. Y eso me aflige y me produce vergüenza, una vergüenza doble. Vergüenza de compartir los temores de los ignorantes, y vergüenza de adoptar ante mi amigo una actitud tan pérfida, asintiendo a cuanto dice con mi cabeza y negándolo con mi corazón.

Ayer experimenté una vez más esos mismos sentimientos mientras Girolamo me hablaba de ciertos moscovitas llamados los Capitones que anhelan la muerte, según dice, «porque están convencidos de que Cristo retornará pronto a este mundo para establecer en él su reino, y querrían hallarse entre los que lleguen con él, en su cortejo, y no en medio de la multitud de pecadores que padecerán sus rayos. Vive esa gente al margen de cualquier autoridad, en pequeños grupos dispersos por la inmensidad del territorio. Consideran que el mundo entero se halla hoy gobernado por el Anticristo, que la tierra entera está poblada de condenados, incluidos Moscovia y su Iglesia, cuyas plegarias y cuyos ritos ya no reconocen. Su jefe les recomienda que se dejen morir de hambre, pues así no serán culpables de suicidio. Pero otros, presionados por el tiempo, no vacilan en transgredir la ley divina de la peor manera. No transcurre una semana sin que de tal o cual región de ese inmenso país no lleguen los relatos más horripilantes. Grupos más o menos numerosos se reúnen en una iglesia, o en una simple granja, bloquean las puertas y le prenden fuego a todo, inmolándose así familias enteras en medio de las plegarias y de los aullidos de los niños».

Esas imágenes me acosan desde el momento mismo en que Girolamo las evocó ante mí. Pienso en ellas de noche y de día y no dejo de preguntarme cómo es posible que esa gente muera por nada. ¿Puede uno engañarse hasta ese punto y sacrificar la propia vida de manera tan cruel por un simple error de apreciación? Siento respeto por ellos, pero mi amigo el veneciano dice que él no siente ninguno. Los compara con bestias ignorantes y juzga ese comportamiento estúpido, criminal e impío al mismo tiempo. Como mucho, siente por ellos algo de piedad, pero esa clase de piedad que es tan sólo la costra del desprecio. Y cuando le confieso que considero cruel su actitud, me responde que nunca será tan cruel como lo son ellos consigo mismos, con sus mujeres y con sus hijos.

19 de mayo

La extinción de las estrellas me parece difícil de demostrar, pero lo que la fábula de mi amigo persa demuestra sin sombra de duda es que está tan preocupado como yo por todo lo que se dice sobre este año maldito.

Como yo, no, sino mucho más que yo. Continúo dividido entre mis amores, mis negocios, mis sueños triviales, mis preocupaciones ordinarias, y tengo que violentar mi temperamento apático a diario para no renunciar a la persecución de El centésimo nombre. Pienso en el Apocalipsis de manera intermitente, creo en las cosas sin creer demasiado, y el escéptico que forjó mi padre en mí me preserva de los desmedidos desbordamientos de fe, o quizás debería decir que impide en mí cualquier constancia, tanto al sostener la razón como al perseguir quimeras.

Pero volviendo a mi «príncipe» y amigo, hoy me ha enumerado las predicciones que ha reseñado sobre el año en curso. Proceden de todos los rincones del mundo y son numerosísimas. Algunas ya las conocía, otras no, o de manera inexacta. Conoce muchas más que yo, pero yo sé algunas cosas que él ignora.

Ante todo, desde luego, están las predicciones de los moscovitas y de los judíos. Las de los sectarios de Alepo y los fanáticos ingleses. Las recientísimas de los jesuitas portugueses. Y además —y éstas son para él las más inquietantes— las de los cuatro grandes astrólogos de Persia, que jamás están de acuerdo y siempre se disputan los favores del soberano y que ahora afirman al unísono que este año unos hombres llamarán a Dios por su nombre hebraico, como hizo Noé, y que ocurrirán cosas que no se habían producido desde Noé.

—¿Es que va a desencadenarse otro diluvio? —pregunté.

—Sí, pero en este caso será un diluvio de fuego.

La manera en que mi nuevo amigo pronunció esta última frase me recordó a mi sobrino Buméh. Ese tono triunfal para anunciar las peores calamidades. Como si el Creador, al hacerles partícipes de la confidencia, les hubiera prometido tácitamente la inmunidad.

20 de mayo

Esta noche he pensado en las palabras de los astrólogos persas. No tanto en la amenaza de un nuevo diluvio, que aparece en todas las predicciones sobre el fin del mundo, sino, sobre todo, en la alusión al nombre de Dios, y especialmente a su nombre hebraico. Supongo que es éste el tetragrama sagrado que nadie puede entonar —si no he leído mal la Biblia—, con la única excepción del gran sacerdote, y una sola vez al año, el día más sagrado, la fiesta de la Expiación. ¿Qué podría ocurrir cuando animados por Sabbatai miles de hombres en todo el mundo se pongan a articular en voz alta el nombre inefable? ¿No se encolerizará el Cielo hasta el punto de aniquilar la tierra y a quienes la pueblan?

Esfahani, con el que hoy he discutido bastante, no ve en modo alguno las cosas de la misma manera. Para él, si el nombre inefable lo pronuncian los hombres no es para desafiar los designios de Dios, sino al contrario, para acelerar su cumplimento, para acelerar el fin de los tiempos, para acelerar la liberación; y me ha parecido que no está en absoluto molesto por el hecho de que el autoproclamado mesías de Esmirna preconice esta universal transgresión.

Le pregunté entonces si, en su opinión, no podía ser el tetragrama revelado a Moisés el mismo centésimo nombre de Alá que buscan algunos exegetas del Corán. Le gustó mi pregunta, hasta el punto de que me rodeó los hombros con su brazo derecho y me indujo a dar unos cuantos pasos de aquel modo, empujándome casi, una familiaridad que, viniendo de él, me hizo sonrojarme.

—Es un placer —dijo por fin con cierta emoción en la voz—, es un placer viajar en compañía de un erudito.

Me guardé mucho de desengañarle, puesto que en mi opinión un erudito era el hombre capaz de responder a una pregunta así, en vez de plantearla.

—Venid, seguidme.

Me llevó a una diminuta pieza que denominó «mi gabinete de los secretos». Imagino que antes de que aquel personaje se embarcase en esta nave, este lugar carecía de nombre, ya fuera «gabinete», «habitación» o «camarote», y que no sería sino un rincón cualquiera para dejar olvidados algunos sacos rotos. Pero los tabiques de madera están ahora cubiertos de cortinajes, el suelo por un pequeño tapiz y el aire de incienso. Nos sentamos frente a frente en dos gruesos cojines. En el techo colgaba una lámpara de aceite. Nos trajeron café y dulces, que dejaron en un arcón junto a mí. Al otro lado, un amplio boquete irregular se abría al azul del horizonte. Sentía la dulce impresión de haber vuelto a mi cuarto infantil, allá en Gibeleto, frente al mar.

—¿Tiene Dios un centésimo nombre oculto que habría que añadir a los noventa y nueve que conocemos? ¿Y si es así, cuál es? ¿Es un nombre hebreo? ¿Un nombre sirio? ¿Un nombre árabe? ¿Cómo lo reconoceríamos si lo viéramos en un libro o si lo escucháramos? ¿Quién lo ha sabido en el pasado? ¿Qué poderes otorga ese nombre a quienes lo poseen?

Mi amigo se puso a alinear las preguntas sin prisa. A veces me miraba; pero casi siempre miraba al frente. Contemplaba yo entonces sin impedimentos su delgado perfil de águila y sus cejas pintadas.

—Desde el alba del Islam, los sabios debaten un versículo del Corán que se repite tres veces en términos similares y al que se le dan diversas interpretaciones.

Esfahani lo citó desgranando cuidadosamente las sílabas: fa sabbih bismi rabbika-l-azim; lo que se podría traducir a nuestro idioma como: «Glorifica el nombre de tu Señor, el grandioso».

La ambigüedad radica en que en la construcción de la frase árabe el epíteto l-azim, «el grandioso», se puede atribuir tanto al Señor como a su nombre. En el primer caso, el versículo no contendría sino una muy común exhortación a glorificar el nombre del Señor. Pero si la correcta es la segunda interpretación, el versículo podría entenderse en su acepción: «Glorifica a tu Señor por su nombre grandioso», lo que daría a entender que existe entre los diferentes nombres de Dios un nombre supremo, superior a los demás, y cuya invocación tendría virtudes singulares.

—El debate prosigue desde hace siglos, con los partidarios de cada interpretación encontrando o creyendo encontrar en el Corán o en las diversas palabras atribuidas al Profeta con qué apoyar su tesis y derribar la de los demás. Y entonces surgió un nuevo argumento, un argumento poderoso, y lo expuso un erudito de Bagdad al que se conocía por el nombre de Mazandarani. No digo que haya convencido a todo el mundo, pues la gente sigue teniendo hoy posiciones divergentes, y además ese hombre no era lo que se dice muy recomendable, pues afirman que se dedicaba a la alquimia, utilizaba alfabetos mágicos y cultivaba algunas ciencias ocultas. Pero a ese hombre lo escucharon, tenía numerosos discípulos, y su casa nunca estaba vacía, según dicen; y su argumentación sacudió las certidumbres y despertó el apetito tanto de sabios como de profanos.

Según «el príncipe», el argumento de Mazandarani podría resumirse de este modo: si el versículo en cuestión ha podido interpretarse de dos maneras distintas es que Dios —que para los musulmanes es el autor mismo del Corán— ha deseado semejante ambigüedad.

—En realidad —insistió Esfahani sin por ello indicar con claridad que aprobaba tal opinión—, si Dios escogió esa formulación y no otra, y si Él la repitió tres veces en términos más o menos idénticos, es manifiesto que no puede ser por error ni por torpeza, por inadvertencia o desconocimiento de la lengua, pues todas esas hipótesis son impensables tratándose de Él. Si lo hizo, fue forzosamente con intención.

»Al transformar así, de algún modo, la duda en certidumbre y la oscuridad en claridad, Mazandarani se preguntó: ¿por qué quiso Dios una ambigüedad así? ¿Por qué no manifestó claramente a Sus criaturas que el nombre supremo no existía? Y se respondió: si el Creador prefirió expresarse de manera ambigua sobre la cuestión del nombre supremo no fue, desde luego, para engañarnos, para burlarse de nosotros —designios tales, viniendo de Su parte, serían otra vez impensables—; no cabe que Él nos hiciera creer que el nombre supremo existe si es que no existe. En consecuencia, el nombre supremo existe, necesariamente; y si el Altísimo no nos lo dice de manera más explícita es porque Su infinita sabiduría Le lleva a mostrar el camino sólo a los hombres que lo merecen. Al leer ese versículo —“glorifica el nombre de tu Señor, el grandioso”—, igual que tantos otros versículos coránicos, la multitud quedará convencida de que ha entendido todo lo que debía entender; mientras que los elegidos, los iniciados, podrán atravesar la sutil puerta que Él habrá dejado entreabierta para ellos.

»Mazandarani estimó que establecía de ese modo, sin sombra de duda, que el centésimo nombre existe y que Dios no nos prohíbe tratar de conocerlo, y prometió por ello a sus discípulos que descifraría en un libro lo que no es y lo que sí es ese nombre.

—¿Pero se llegó a escribir ese libro? —pregunté, con voz un tanto azorada.

—También en eso divergen las opiniones. Algunos creen que nunca se escribió, otros afirman que lo escribió y que se titula El libro del centésimo nombre, o El tratado del centésimo nombre y hasta Desvelamiento del nombre oculto.

—Por mi tienda pasó un libro con ese título, pero nunca he sabido si era del propio Mazandarani —era esto lo menos falso que podía yo decir sin traicionarme.

—¿Lo tenéis todavía?

—No. Antes incluso de poder leerlo, un emisario del rey de Francia me lo pidió y tuve que dárselo.

—En vuestro lugar, yo no habría entregado ese libro, al menos sin leerlo. Pero no os lamentéis, sin duda era una falsificación…

Creo haber reproducido bastante fielmente las palabras de Esfahani, al menos lo esencial, pues hemos conversado durante tres largas horas.

Me ha hablado con sinceridad, o eso creo, y pretendo hablarle con igual sinceridad cuando volvamos a encontrarnos. Seguiré interrogándole, pues él sabe, estoy seguro, infinitamente más cosas de las que me ha enseñado.

21 de mayo

Qué día tan vacuo.

Si el día de ayer me reportó alegrías y conocimientos, éste no me reporta más que decepciones y motivos para encolerizarme.

Esta mañana me levanté ya de un humor de perros. Me ha vuelto el mareo a causa de las sacudidas del barco, o tal vez porque he abusado un poco anoche de los dulces persas, con sus piñones, pistachos, garbanzos y cardamomo.

No me sentía en forma ni con apetito, así que decidí ponerme a dieta y pasarme leyendo el día entero en la estrechez de mi cuarto.

Me habría gustado continuar la charla con «el príncipe», pero no estaba en condiciones de presentarme ante nadie; me digo para consolarme que es mejor no mostrarse pesado o demasiado curioso, no vaya a parecer que quiero tirarle de la lengua.

Cuando a primera hora de la tarde, mientras la gente duerme la siesta, decidí dar una vuelta, el puente estaba desierto. De repente vi a unos pasos de mí al capitán, apoyado en la borda, sumido en una meditación. No tenía ganas de hablar con él, pero tampoco quise que pensara que huía de él. De modo que proseguí el recorrido al mismo paso y al llegar a su altura le saludé cortésmente. Hizo lo mismo, pero con aire un tanto ausente. Para no prolongar demasiado el silencio, le pregunté cuándo atracaríamos, y en qué puerto.

A mi modo de ver, aquella era la pregunta más corriente, la más banal que puede hacerle un pasajero al capitán. Pero el llamado Centurione volvió hacia mí su mentón suspicaz.

—¿A qué viene esa pregunta? ¿Qué pretende vuestra merced saber?

¿Para qué demonios iba a querer saber un pasajero adónde va el navío en el que está embarcado? Pero mantuve la sonrisa y me expliqué, casi excusándome:

—Creo que no he comprado bastantes víveres en nuestra última escala, y hay cosas que empiezan a faltarme…

—Pues ha hecho mal vuestra merced. Un viajero tiene que ser previsor.

Por poco me reprende. Reuní toda la paciencia y buena cortesía que me quedaba, solté una fórmula de despedida y me alejé.

Una hora después me enviaba una sopa con Maurizio.

Aunque me hubiera encontrado en perfecto estado de salud, ni la habría olido; máxime hoy, que tengo las tripas frágiles.

Al tiempo que le pedía al joven marinero que le transmitiera mi agradecimiento, lancé contra el capitán algunos sarcasmos que me salían de dentro. Pero Maurizio se obstinó en comportarse como si nada hubiera oído y no tuve otra opción que aparentar que nada había dicho.

Tal ha sido el día, y ahora me encuentro delante del cuaderno, con la pluma en la mano y los ojos llenos de lágrimas. De repente, lo echo de menos todo. La tierra firme y Gibeleto, Esmirna y Génova, a Marta y hasta a Gregorio.

Qué día tan vacío.

24 de mayo

Hemos echado el ancla en el puerto de Tánger, que se encuentra más allá de Gibraltar y de las Columnas de Hércules, y que desde hace poco pertenece a la corona de Inglaterra; esto lo ignoraba, lo confieso, hasta esta mañana. Cierto es que perteneció durante dos siglos a Portugal, que la conquistó por derecho; pero cuando la infanta Catalina de Braganza se casó hace cuatro o cinco años con el rey Carlos, le aportó como dote dos plazas: una ésta, y la otra Bombay, en la India. Me dicen que los oficiales ingleses enviados aquí no se sienten a gusto y que se refieren con tosquedad a lo que consideran un regalo sin valor.

Sin embargo, la ciudad me parece bella, sus calles principales son rectas y amplias, y están rodeadas de casas sólidamente construidas. También he visto huertas de naranjos y limoneros que despiden un aroma que se sube a la cabeza. Reina aquí una delicadeza que va unida a la proximidad del Mediterráneo, del Atlántico, del desierto, que está ahí mismo, y de las montañas del Atlas. Ninguna otra tierra, creo yo, se extiende así en el cruce de estos cuatro climas. A mi juicio, es una tierra que cualquier rey sería feliz de poseer. Paseando, he conocido a un anciano burgués portugués que nació en esta ciudad y que se negó a abandonarla con los soldados de su rey. Se llama Sebastiao Magalhaes. (¿Será acaso descendiente del célebre navegante? No creo, seguramente me lo habría dicho…). Fue él quien me contó lo que se murmura, y está convencido de que las habladurías de los oficiales ingleses se deben únicamente al hecho de que la esposa de su soberano es «papista»; algunos de ellos piensan que el propio papa favoreció ese casamiento bajo cuerda para intentar que Inglaterra volviese a su regazo.

Mas, de creer a mi interlocutor, esa alianza tiene otra explicación: Portugal está en guerra permanente con España, que no renuncia a conquistarla de nuevo, y busca reforzar sus lazos con los enemigos de su enemigo.

Me había prometido que en la escala siguiente invitaría generosamente a mis dos amigos, el persa y el veneciano, al no poder hacerlo a bordo. Pensaba enterarme de las mejores mesas del lugar, y cuando tuve la suerte de conocer a sieur Magalhaes le pedí consejo. Me respondió en el acto que sería bienvenido en su casa; se lo agradecí y le expliqué con sinceridad que tenía que invitar a varias personas y que me sentiría a disgusto si regresara a bordo sin haber correspondido a mis amigos. Pero no quiso escucharme.

—¿Acaso si vuestra merced tuviera en esta ciudad a su hermano no les habría invitado a la mesa de éste? Considere que es lo mismo, y tenga la seguridad de que estaremos mucho mejor conversando entre amigos en mi biblioteca que en una taberna del puerto.

25 de mayo

Anoche no pude tomar la pluma. Al volver de casa de Magalhaes reinaba la más completa oscuridad, y había comido y bebido demasiado para ponerme a escribir.

Nuestro anfitrión insistió además en que pasáramos la noche en su casa, lo que no habría sido para negarse después de tantas noches pasadas en camas balanceantes. Pero temí que el capitán pudiera aparejar antes del alba, y preferí irme.

Ahora es mediodía y el barco sigue atracado en el muelle. Todo es sosiego a nuestro alrededor. No parece que vayamos a partir de inmediato.

La velada de ayer fue muy agradable, pero no contábamos con ningún idioma común, lo que privó a nuestra reunión de una parte de su interés. Desde luego, el padre Ángel acompañó a su amo para servirle de intérprete, pero cumplió con su tarea de manera perezosa. A veces estaba ocupado comiendo; otras, no había escuchado, y pedía que se lo repitieran; otras, en fin, traducía con dos palabras lapidarias una larga explicación, bien porque no lo había retenido todo, bien porque algunas de las cosas que se decían no le parecían bien.

Así, Esfahani mostró un gran interés por Moscovia y por lo que contaba el veneciano de sus gentes y costumbres y quiso preguntar las diferencias religiosas que existían entre ortodoxos y católicos. Girolamo se puso a explicarle todo lo que el patriarca de Moscú le reprochaba al Papa. El padre Ángel no parecía muy dispuesto a repetir cosas semejantes, y cuando Durrazzi añadió que los moscovitas, como los ingleses, tenían a gala llamar al santo padre «anticristo», nuestro eclesiástico se congestionó, dejó caer ruidosamente el cuchillo y le espetó agitado al veneciano:

—Mejor sería que vuestra merced aprendiera persa y dijera esas cosas por sí mismo, porque yo no deseo ensuciar ni mi boca ni el oído del príncipe.

La ira llevó al padre Ángel a hablar en francés, pero todos los presentes, cualquiera que fuera su lengua, comprendieron la palabra «príncipe». El eclesiástico intentó rectificar, pero el mal estaba hecho. Quién sabe si pensaba en un incidente similar a aquel que dijo un día: «Traduttore, tradittore», «traductor, traidor».

Sí, al cabo de un mes de navegación he sabido por fin que, en efecto, Esfahani es príncipe. Antes de desembarcar en Londres tal vez llegue a saber quién es exactamente y cuál es la razón de su viaje.

Anoche, en la mesa, cuando acabábamos de hablar de nuevo de la cesión de Tánger por los portugueses, se inclinó hacia mí y me pidió que le explicara algún día con detalle las afinidades y enemistades entre las diversas naciones cristianas. Le prometí contarle lo poco que sabía. Y a manera de prólogo le expliqué, medio en broma, que si uno quería comprender cualquier cosa que suceda a su alrededor, tenía que tener en cuenta que los ingleses detestan a los españoles, que los españoles detestan a los ingleses, que los holandeses detestan tanto a unos como a otros, que los franceses detestan enormemente a los tres…

De repente, Girolamo, que no sé cómo había captado lo que yo acababa de decir en un aparte, y en árabe, me soltó:

—Explícale también que los sieneses maldicen a los florentinos, y que los genoveses prefieren los turcos a los venecianos…

Traduje con fidelidad, y luego protesté con la más hipócrita de las vehemencias.

—La prueba de que ya no tenemos resentimiento alguno contra Venecia es que tú y yo hablamos como amigos.

—Ahora sí, ahora hablamos como amigos. Pero al principio, cada vez que me saludabas mirabas alrededor para asegurarte que no te veía ningún genovés.

Lo volví a negar. Pero tal vez no se equivoca. Salvo que no miraba a mi alrededor, sino al Cielo, donde se supone que se encuentran mis ancestros, que en paz descansen.

Le traduje nuestras palabras a «su alteza», pero ignoro si las entendió. Sí, probablemente las entendió. ¿Acaso no hay en Persia Génovas y Venecias, Florencias y Sienas, cismáticos, fanáticos, y también reinos y pueblos que se enfrentan como nuestros ingleses, nuestros españoles y nuestros portugueses?

Hasta que no empezó a anochecer no se puso a aparejar el Sanctus Dionisius. Habríamos podido pasar la noche anterior bajo las acogedoras sábanas que nos ofrecía Magalhaes. Y habría sido una noche verdaderamente reparadora. Pero hago mal en abandonar Tánger formulando quejas en lugar de bendecir al Cielo por el inesperado encuentro que iluminó esa escala. Espero que le hayamos procurado a nuestro anfitrión la misma felicidad que él nos ha dado. Y que nuestro paso por allí le haya atenuado un poco su melancolía. En tiempos de los portugueses era un personaje muy respetado; desde que los ingleses tomaron posesión de la plaza tiene la sensación de haber perdido aquella consideración. Pero ¿qué puedo hacer?, me dice. No le es posible, ahora que tiene más de sesenta años, abandonar su casa y sus tierras para empezar una nueva vida en otra parte. Además, los ingleses no son enemigos, sino aliados, y su reina se llama Catalina de Braganza.

—Me he convertido en un exiliado sin haber dejado mi país.

Son éstas unas palabras que un genovés de ultramar puede comprender, ¿no es cierto?

¡Bendito seas, Sebastiao Magalhaes, y que Dios te arme de paciencia!

26 de mayo

Puede que, después de todo, haya cierta coherencia en la locura del capitán.

Si he de creer a Girolamo, Centurione prefirió detenerse en Tánger y evitar los puertos de la costa española debido a que transporta a Inglaterra un importante cargamento y teme que se lo confisquen. Por esta razón se dirige ahora hacia Lisboa y no piensa detenerse ni en Cádiz ni en Sevilla.

Todavía no le he contado a Durrazzi —ni a nadie— el episodio de los demonios voladores, y prefiero creer que la locura del capitán sea simulada para encubrir su itinerario errático.

Aunque todavía no estoy convencido, me gustaría que fuera cierto. Prefiero creer que el navío está capitaneado por un hombre diabólicamente astuto en lugar de por un perfecto alienado.

El príncipe Alí nos invitó hoy a su mesa a Girolamo y a mí. Esperaba yo que el padre Ángel estuviera con nosotros, pero nuestro anfitrión nos explicó que su intérprete había hecho voto de ayuno y de silencio el día entero y que se dedicaba a la contemplación. Creo que debe tratarse más bien de evitar traducir palabras impías. Por ello, fui yo el encargado de convertir el italiano en árabe y el árabe en italiano. Desde luego, domino ambos idiomas, y no me incomoda gran cosa pasar del uno al otro, pero nunca había tenido que traducir así, durante un largo almuerzo, cada palabra que se decía, y me resultó agotador. De modo que no pude apreciar ni la cocina ni la charla.

Además de al esfuerzo de la propia traducción tuve que hacer frente, como el padre Ángel, al embarazo que le gusta provocar a Durrazzi.

Es de ese tipo de hombres incapaces de contener las palabras que le asoman a los labios. Por tanto, no pudo dejar de hablar de nuevo de los proyectos del rey de Francia relativos a la guerra contra el sultán, y sobre el supuesto compromiso del sofí de Persia de atacar a los otomanos por la espalda. Quería que nuestro anfitrión le confirmara si era cierto que se había firmado tal alianza. Intenté convencer a mi amigo de que no planteara una cuestión tan delicada, pero se empeñó de una manera que rayaba en la grosería en que tradujera palabra por palabra. Por exceso de cortesía, o por debilidad, así lo hice, y tal como me esperaba el príncipe se negó con sequedad a responder. Peor aún, de repente dijo que estaba cansado y que tenía sueño y tuvimos que levantarnos inmediatamente.

Tengo la sensación de que he recibido una humillación, y de que he perdido dos amigos de un solo tiro.

Esta noche me pregunto si mi padre no tenía después de todo razón al detestar a los venecianos, al considerarles arrogantes y trapaceros, a lo que añadía —sobre todo cuando había en casa otros visitantes italianos— que cuando llevan puesta la máscara es cuando lo disimulan menos.

27 de mayo

Esta mañana, cuando abrí los ojos, una de las «fieras» del príncipe Alí se encontraba de pie ante mí. Debí lanzar un grito de pánico, pero el hombre no se movió. Esperó a que me sentara y me frotara los ojos para tenderme una nota en la que su amo me rogaba que fuera a tomar café con él.

Esperaba que volviera a hablarme del centésimo nombre, pero enseguida comprendí que tan sólo pretendía borrar la impresión que me hubiera podido quedar de ayer cuando casi nos puso a la puerta.

Al invitarme sin Girolamo, pretendía también marcar las diferencias.

No volveré a intentar juntarlos.