Cuaderno III
Un cielo sin estrellas

Génova, 3 de abril de 1666

Durante cinco meses relaté a diario, o casi, las peripecias del viaje, y no me queda ni rastro de lo que escribí. El primer cuaderno se quedó en casa de Barinelli, en Constantinopla; y el segundo, en el convento de Quíos. Lo dejé al amanecer en mi cuarto, abierto todavía por la última página para que la tinta tuviera tiempo de secarse. Pensaba regresar antes de que anocheciera para dar cuenta de lo sucedido en aquella jornada decisiva. Pero nunca volví.

Sí que fue decisivo aquel día, Dios mío, mucho más de lo que yo esperaba y en un sentido bien distinto del esperado. Me encuentro separado de todos aquellos a quienes amo, de todos los míos, y además enfermo. A Dios gracias, la Fortuna me abandonó con una mano y me rescató con otra. Despojado, sí, pero como un recién nacido en el seno de su madre. Mi madre recuperada. Mi tierra madre. Mi orilla madre.

Génova, mi ciudad madre.

Desde que estoy aquí pienso todos los días en ponerme a escribir para narrar mi viaje, para dar cuenta de mis sentimientos, que vacilan siempre entre el desánimo y la exaltación. Si no he escrito nada hasta hoy es, sobre todo, porque he perdido mi cuaderno. No ignoro que mis palabras acabarán un día en el olvido, pues toda nuestra existencia camina hacia el olvido, pero necesitamos al menos un simulacro de pervivencia, una ilusión de permanencia, para emprender algo. ¿Cómo me iba a poner a ennegrecer estas páginas, a preocuparme otra vez de describir los acontecimientos y los sentimientos con los términos más precisos, si no voy a poder volver en diez años, en veinte años, a recuperar lo que fue mi vida? Aun así, escribo, escribo todavía y escribiré. El honor de los mortales se halla tal vez en su inconstancia.

Pero vuelvo a mi historia. Aquella mañana, en Quíos, tras una noche de espera, resolví ir en busca de Marta, costara lo que costara. Al escribir esto tengo la sensación de hablar de una vida anterior que hubiera derivado, después de marcharse la mujer que amo, hacia una especie de más allá adulterado. El vientre, imagino, ha debido de redondeársele un poco, y me pregunto si veré algún día al hijo que nacerá de mi simiente. Mas debería ya dejar de gemir, debería rehacerme, recuperarme. Las palabras que escribo tendrían que extinguir en mí la melancolía en lugar de reavivarla, para que de esa manera pudiera yo contarlo todo con serenidad, tal como me he prometido a mí mismo.

Así pues, tras adormecerme un rato en la posada-convento de los monjes de Katarraktis, me levanté sobresaltado, decidido a acudir a casa del marido de Marta. Hatem renunció a hacerme entrar en razón y no tuvo otra opción que seguirme.

Llamé a la puerta y nos abrió un guardia. Un gigante con la cabeza rapada, con grandes bigotes y barba, que nos preguntó qué queríamos sin invitarnos a pasar. Se dirigió a nosotros en un griego de piratas, sin la menor fórmula de cortesía, sin una sonrisa, dando golpecitos con la mano sobre un puñal curvo. Tras él, a unos pasos, había otros dos energúmenos de la misma ralea, de zancas menos largas pero con rostros igual de hostiles. Yo estaba a punto de estallar, mientras que mi asistente conservaba una flema de subalterno. Muy sonriente y zalamero, más de lo debido en mi opinión para aquellos patanes, les explicó que veníamos de Gibeleto, la tierra de su amo, y que éste estaría encantado de saber que pasábamos por la isla.

—No está aquí.

El hombre se dispuso a cerrar la puerta, pero Hatem no se desanimó.

—Si está ausente, podríamos saludar a su esposa, que es pariente nuestra…

—Cuando está ausente, su mujer no recibe a nadie.

Esta vez la puerta se cerró bruscamente, y tuvimos el tiempo justo para retirar cabezas, pies y dedos.

Un comportamiento de chacal, pero a los ojos de la ley era yo, el honesto comerciante, el que obraba mal, mientras que el canalla y sus esbirros estaban en su derecho. Marta se casó con ese hombre, y puesto que él no ha tenido el detalle de dejarla viuda, sigue siendo su mujer; nada me autoriza a llevármela, ni siquiera a volverla a ver si él no quiere enseñármela. Jamás debería haberla dejado entregarse así y colocarse bajo su bota. Por mucho que me repita a mí mismo que ha hecho lo que quería hacer, y que no tenía yo ningún argumento para impedírselo, mis remordimientos no menguan. Pagar mi culpa, sí, ¡pero a un precio razonable! No podíamos dejar que Marta se pudriera con aquel hombre el resto de sus días. Yo la había metido en este enredo, tenía que hallar el medio de librarla de él.

¿Pero qué medio? Por entre las brumas de mi espíritu, espesadas por una noche sin sueño, o casi, no percibía yo más que una grieta en la coraza del enemigo: su segundo casamiento. Esa había sido mi primera idea. Hacerle temer a Sayyaf que su poderoso y rico suegro local pudiera conocer la verdad; y arrancarle así un compromiso…

Podría escribir páginas enteras contando cómo habría deseado yo que se desarrollaran las cosas, y cómo se han desarrollado, pero aún estoy muy débil y temo volver a caer en la melancolía. Así que abreviaré, limitándome a contar en pocas palabras la continuación de aquella jornada angustiosa.

Al volver a la posada tras nuestra breve expedición, percibimos a lo lejos la verde camisa del tal Drago, que parecía aguardarnos a la sombra de una tapia. Pero cuando Hatem le indicó que se acercara, echó a correr a toda velocidad. Nos quedamos tan sorprendidos por su actitud que ni siquiera echamos a correr tras él. Por otra parte, en los dédalos del pueblo no le habríamos alcanzado.

En un instante lo comprendí todo con claridad: no hubo nunca una segunda esposa, ni suegro notable local, el marido de Marta se ha burlado constantemente de nosotros. Cuando se enteró de que le buscábamos, nos mandó a uno de sus acólitos, ese tal Drago, para hacernos morder el anzuelo. Nos tentó con un arreglo ventajoso para nosotros y adormeció de ese modo nuestra desconfianza. Fue así como dejé partir a mi amada, convencido de que iba a conseguir sin mayor discusión un compromiso de Sayyaf que estableciera que el matrimonio jamás se había consumado, lo que le habría permitido solicitar la anulación.

Uno de los monjes posaderos, a quien no habíamos contado nada hasta entonces para no airear demasiado nuestros proyectos, lanzó una sonora carcajada: su vecino, el de Gibeleto, vivía de manera notoria con una pelandusca que se trajo de un puerto de Candía y que no era de ninguna manera, pero de ninguna manera, la hija de un notable de Quíos.

¿Qué podía hacer yo entonces? Recuerdo que me pasé el resto de aquella maldita jornada y una parte de la noche sin moverme, sin comer, fingiendo que aún buscaba en los rincones de mi cabeza de comerciante genovés algún último amago contra la adversidad, cuando lo que hacía era languidecer y flagelarme.

En un momento dado, hacia el crepúsculo, mi asistente vino a decirme en un tono al mismo tiempo contrito y firme que había que admitir ya la evidencia, que no había nada que hacer, y que cualquier nueva gestión sólo conseguiría hacer que nuestra situación y la de Marta fuera más comprometida aún, y también más peligrosa.

Sin siquiera levantar la vista, le repliqué:

—Hatem, ¿hasta ahora te he pegado alguna vez?

—Mi amo siempre ha sido demasiado bueno.

—Pues si te atreves a aconsejarme una vez más que abandone a Marta y me vaya, te pegaré tan fuerte que te olvidarás para siempre de lo bueno que haya podido ser.

—Entonces, mi amo debería pegarme ahora mismo, pues mientras no renuncie a desafiar a la Providencia, yo no dejaré de ponerle en guardia.

—¡Vete de aquí! ¡Desaparece de mi vista!

Mas a veces la cólera es comadrona de las ideas, y mientras expulsaba a Hatem, le amenazaba y le hacía callar, un destello me iluminó el espíritu. Iba a confirmar las peores previsiones de mi asistente, pero en ese momento me pareció ingenioso.

Me proponía ir a ver al comandante de los jenízaros para presentarle determinadas quejas. La esposa de aquel hombre es prima mía, diría yo, y he oído rumores de que la han estrangulado. Era una apuesta fuerte, desde luego, pero hablar de asesinato era la única manera de que intervinieran las autoridades. Además, mis temores no eran fingidos. Realmente temía que le hubiera ocurrido una desgracia a Marta. Si no, me decía yo, ¿por qué nos han impedido entrar en aquella casa?

El oficial escuchó mis explicaciones, tanto más alambicadas cuanto que yo las expresaba en una mezcla de mal griego y mal turco, con algunas palabras italianas y árabes aquí y allá. Cuando le hablé de un asesinato, me preguntó si se trataba sólo de rumores o si estaba seguro de ello. Le dije que estaba seguro, y que de no ser así no habría ido a molestarle. Me preguntó entonces si estaba yo dispuesto a responder de aquello con mi cabeza. Lo cual me atemorizó, desde luego. Pero estaba dedicido a no echarme atrás. Entonces, más que responder a su peligrosa pregunta, desaté la bolsa, saqué de ella tres hermosas monedas y las coloqué en la mesa ante él. Las atrapó con el gesto de estar ya acostumbrado, enarboló su gorro con plumas y ordenó a dos de sus hombres que le acompañaran.

—¿Puedo ir yo también?

No hice aquella pregunta sin vacilar. Por una parte, no quería que Sayyaf supiera hasta qué punto estaba interesado en la suerte de su mujer, por temor a que descubriera lo que había habido entre nosotros. Mas, por otra, el oficial no conocía a Marta, y habrían podido mostrarle a cualquier otra mujer diciéndole que era ella y que gozaba de buena salud; y además, tampoco ella misma se atrevería a decir nada si no me veía.

—No debería llevaros conmigo; podríais causarme problemas si se supiera.

No decía que no, y en sus labios se dibujó una sonrisa de complicidad, mientras sus ojos miraban de soslayo el rincón de la mesa en el que había depositado las monedas decisivas. Desaté la bolsa para un regalo suplementario y esta vez se lo deposité directamente en la mano. Mientras, sus hombres observaban la maniobra, que no parecía sorprenderles ni perturbarles.

La escuadra se puso en marcha, tres militares y yo. Por el camino vi a Hatem tras una tapia haciéndome señas, y yo aparenté no haberle visto. Al pasar delante del convento-posada creí divisar en una ventana a dos monjes, y también a una vieja criada, a quienes parecía divertir el espectáculo aquel.

Penetramos en la casa del marido de Marta con autoridad. El oficial tamborileó en la puerta y aulló una orden, el gigante calvo le abrió y después se apartó sin decir nada para dejarle pasar. Al cabo de un rato acudió Sayyaf, solícito, sonriente, como si fueran sus amigos más queridos quienes hubieran venido a hacerle una visita inesperada. En lugar de preguntar qué veníamos a hacer a su casa, sólo tenía en la boca palabras de bienvenida. Primero para el otomano, luego para mí. Dijo que estaba encantado de volverme a ver, me llamó amigo, primo y hermano, sin dejar adivinar en absoluto la ira que sin ninguna duda alimentaba en aquel momento contra mí.

Desde los tiempos en que le veía por el pueblo había adquirido grosor, sin por ello resultar más digno; era sólo un puerco gordo y barbudo en babuchas, y nunca habría reconocido bajo aquella grasa reluciente, aquellas ropas y aquellos oros al pillastre que corría descalzo por las callejuelas de Gibeleto.

Por educación, y también para mostrarme hábil, fingí estar contento de volverle a ver, de modo que no rehuí sus abrazos y hasta le llamé ostentosamente «mi primo». Lo que me permitió, en cuanto nos sentamos en el salón, preguntarle por «nuestra prima, su esposa, Marta hanim». Hice el esfuerzo de expresarme en turco para que el oficial no se perdiera nada de nuestra charla. Sayyaf me dijo que se encontraba bien, a pesar del cansancio del viaje, y le explicó al otomano que era una esposa abnegada que había atravesado mares y montañas para reencontrarse con aquel que el Cielo le dio.

—Espero —dije— que no esté tan cansada como para saludar a su primo.

El marido pareció desorientado; en su mirada leía yo que era culpable de un acto abominable. Y cuando dijo: «Si se siente mejor, se levantará para saludaros; anoche era incapaz de alzar la cabeza», quedé convencido sin dudas de ningún género que le había ocurrido una desgracia. De rabia, de inquietud, de desesperación, salté de mi asiento, dispuesto a agarrar a aquel criminal por el cuello; sólo la presencia del representante del orden me impidió arrojarme sobre él. De modo que contuve mis ademanes pero no mis palabras, que arrojaron sobre aquel individuo y su ralea todo lo que llevaba desde hacía mucho tiempo en el corazón. Le llamé todo lo que se merecía: granuja y malhechor y bandido y pirata, salteador de caminos, cortagargantas, marido prófugo, marido indigno, que no merecía siquiera desatar los escarpines de aquella que se le había entregado, deseándole además que muriera empalado.

El hombre me dejó hablar. No respondió, no defendió su inocencia. Tan sólo, mientras me inflamaba más y más, le vi hacer una señal a uno de sus esbirros, que salió de allí. En aquel momento no presté apenas atención y proseguí mi diatriba alzando la voz, mezclando en ella todas las lenguas, hasta que el oficial, exasperado, me ordenó que me callara de una vez. Cuando le obedecí y volví a sentarme, le preguntó al otro:

—¿Dónde está tu mujer? Quiero verla. Ve a llamarla.

—Está ahí, precisamente.

Y entonces Marta hizo su aparición, seguida del esbirro que había salido. En ese momento comprendí que su marido se había burlado de mí una vez más. No quería que apareciera hasta el momento preciso, es decir, no antes de que yo mismo me hubiera desacreditado y puesto en evidencia.

De todos los errores que he cometido, es de éste del que más me arrepiento todavía hoy, y creo que lo lamentaré toda mi vida. A decir verdad, no sé hasta qué punto me puse en evidencia, la puse en evidencia a ella y puse en evidencia nuestro amor y nuestra maquinación. Y es que no sé lo que llegué a decir bajo el efecto de la ira. Estaba convencido de que aquel malhechor la había matado, todo parecía indicarlo así en su comportamiento, y ya no atendía a las palabras que salían por mi boca. Él, por el contrario, las escuchaba, plácido y altanero, como un juez que oye las confesiones de una mujer adúltera.

Marta, perdóname todo el mal que te haya podido hacer. Porque yo jamás me lo perdonaré. Todavía te veo allí, los ojos bajos, sin atreverte a mirar ni a tu marido ni al que fue tu amante. Contrita, lejana, resignada, sacrificada. Imagino que no pensabas más que en el hijo que llevas, que sólo deseabas que terminara aquella mascarada y que tu marido te condujera cuanto antes al lecho para poderle convencer en unos meses de que tu embarazo es suyo. No habré sido en tu existencia más que un momento de infortunio, un momento de ilusión, de quimera y de vergüenza, pero mujer, por Dios, yo te he amado y te amaré hasta el fin de mis días. Y no recuperaré la paz ni en este mundo ni en el otro hasta que no haya reparado las faltas cometidas. En aquel momento, en aquella casa en la que me esperaba una treta y a la que acudí como justiciero para salir de ella culpable, habría querido de algún modo rectificar mis palabras y evitar que fueras tú, Marta, quien pagara por mi charlatanería. Pero callé por miedo a que, al intentar disculparte, te acusara todavía más. Me levanté, aturdido, sonámbulo, y salí sin dirigirte una palabra, sin una mirada de adiós.

Al volver al convento vi a lo lejos el minarete del barrio turco y me asaltó la idea de caminar hasta allí, de trepar por aquellos escalones a toda velocidad y lanzarme al vacío. Pero la muerte no se procura por un impulso súbito de ese tipo, y como no soy ni soldado ni asesino y jamás me he dejado seducir por la idea de morir, nunca he alimentado ese coraje, y tuve miedo. Miedo a la muerte desconocida, miedo del miedo en el momento de dar el salto, miedo también del dolor cuando mi cabeza chocara contra el suelo y se me rompieran los huesos. Tampoco quise que mis allegados sufrieran una humillación mientras Sayyaf lo festejaba y bebía y danzaba, obligando a Marta a hacerle palmas.

No, no me mataré, murmuraba yo. Mi vida no termina aún, pero mi viaje sí que ha terminado. He perdido el libro del centésimo nombre, he perdido a Marta, ya no tengo motivos ni tampoco fuerzas para recorrer el mundo, así que me marcho a Esmirna en busca de mis sobrinos, y a continuación me iré sin pérdida de tiempo a Gibeleto, a mi tienda de comerciante de curiosidades, y allí aguardaré a que transcurra el año maldito.

A mi asistente, que me recibió ante la posada, le anuncié en el acto mis intenciones y le pedí que se dispusiera a partir antes de concluir el día. Pasaríamos la noche en la ciudad de Quíos, de donde saldríamos al día siguiente para Esmirna. Desde allí, tras despedirnos de Maimún, del pastor Coenen y de algunos otros, embarcaríamos en el primer navío que saliera rumbo a Trípoli.

Hatem debería haberse mostrado feliz, pero en vez de eso vi que en su rostro se dibujaban las señales de un terrible pánico. No tuve tiempo de preguntarle la razón, porque una voz gritó detrás de mí:

—¡Tú, el genovés!

Me volví y vi al oficial con sus hombres. Me indicó que me acercara a él, y así lo hice.

—¡De rodillas, ante mí!

¿Allí? ¿En medio de la calle? ¿Con toda aquella gente que se amontonaba ya tras las tapias, las ventanas, los troncos de los árboles para no perderse nada del espectáculo?

—¡Me has hecho quedar en ridículo, perro genovés, y ahora me toca humillarte a ti! ¡Me has mentido y te has valido de mí y de mis hombres!

—Juro a vuestra excelencia que estaba convencido de todo cuanto he dicho.

—¡Silencio! Tú y los tuyos creéis siempre que os está todo permitido, estáis convencidos de que no os sucederá nada porque en el último instante va a venir a salvaros vuestro cónsul. Pero esta vez no será así. Ningún cónsul te rescatará de entre mis manos. ¿Cuándo vais a comprender de una vez que esta isla ya no es vuestra, que le pertenece ahora y para siempre al sultán padichá, nuestro amo? ¡Quítate el calzado, cuélgatelo al hombro y camina detrás de mí!

De ambos lados del camino brotaban las risas de los desharrapados. Y cuando nuestro miserable cortejo se puso en marcha surgió una especie de atmósfera festiva con la que todo el mundo menos Hatem parecía regocijarse, empezando por los jenízaros. Pullas, chistes, y muchas más risas. Para tratar de consolarme me decía a mí mismo que era una suerte que me humillaran de aquel modo en un lugar donde nadie me conocía, y no en las calles de Gibeleto, pues en éste no iba a volver nunca a cruzar la mirada con las personas que me veían en aquella situación.

Al llegar al destacamento me ataron las manos a la espalda con un cordel, luego me hicieron descender a una especie de foso poco profundo, cavado en el suelo del edificio, tan estrecho que podrían haberse ahorrado atarme para impedir que me moviera.

Al cabo de una o dos horas me vinieron a buscar, me desataron las manos y me llevaron ante el oficial. Que parecía tranquilo ya, pero regocijado aún de la jugarreta que me había gastado. Y que en el acto me planteó tácitamente un intercambio.

—Dudo qué hacer contigo. Debería condenarte por falsa acusación de asesinato. El látigo, la cárcel, o peor aún si le añadimos el adulterio.

Guardó silencio. Yo me abstuve de responderle, puesto que mis protestas de inocencia no habrían convencido a nadie, ni siquiera a mi propia hermana. Era culpable de falsa acusación de asesinato, y también lo era de adulterio. Pero el hombre había dicho que dudaba entre ambas posibilidades. Le dejé proseguir.

—También podría dejarme enternecer, cerrar los ojos ante todas tus fechorías y contentarme con expulsarte de la isla.

—Yo sabría mostrarme agradecido.

Por «agradecido» yo entendía más bien «persuasivo». El oficial estaba en venta, pero tenía que comportarme como si fuera yo mismo la mercancía cuyo precio había que fijar. No puedo negar que cuando las cosas llegan a ese punto recupero el coraje. Frente a la ley, la de los hombres o la del Cielo, me siento en inferioridad. Pero recupero el habla cuando se empieza a fijar un precio. Dios me hizo rico en una tierra de injusticia y suscito la avidez de los poderosos, pero lo cierto es que tengo con qué apaciguarla.

Convinimos un precio. No sé si «convinimos» es la palabra adecuada. A decir verdad, el oficial me pidió simplemente que dejara la bolsa encima de la mesa. Así lo hice, sin rechistar, y también le tendí la mano como hacen los comerciantes cuando sellan un acuerdo. Dudó un momento, y luego aceptó darme la suya al tiempo que hacía ostensible una mueca de altanería. Un instante después abandonó la pieza y entraron en ella sus hombres, que me ataron de nuevo y me devolvieron al calabozo.

Al alba todavía no había conseguido dormir, y me taparon los ojos, me envolvieron en una tela de yute como si fuera un sudario y me tendieron en una carretilla que llevaron por senderos abruptos hasta un lugar en el que sin más miramientos mi tiraron al suelo. Adiviné que estaba en una playa porque el suelo no era duro, y porque oía el rumor de las olas. Luego, me izaron a bordo de un barco a las espaldas de alguien, como si yo fuera un baúl o un fardo atado.

Génova, 4 de abril

Me dispongo ya a retomar el hilo de mi historia, sentado en la azotea de una casa amiga, respirando los aromas primaverales, escuchando los suaves murmullos de la ciudad, en esa lengua de miel que es la lengua de mi sangre. Y sin embargo, en este paraíso, lloro al pensar aún en la que se encuentra allá, prisionera de vientre grávido, culpable de haber querido ser libre y de haberme amado.

Hasta mucho después de embarcarme no supe mi destino. Estaba tendido en el fondo de la cala y el capitán había recibido órdenes de que me mantuvieran puesta la venda hasta que Quíos no hubiera desaparecido del horizonte, orden que él respetó escrupulosamente. O casi, pues cuando me dejó subir al puente se adivinaban aún las crestas de las montañas; unos marineros hasta me señalaron, a lo lejos, la silueta de un castillo, al que llamaron Polienu o Apolienu. En cualquier caso, estábamos muy lejos de Katarraktis, y en ruta hacia poniente.

La manera en que me habían expulsado las autoridades me hizo ganar, curiosamente, la confianza del capitán, un calabrés de unos sesenta años y largo pelo blanco llamado Domenico, enjuto como un perro sin dueño y siempre con un reniego en los labios —«¡Ancestros míos!»—, siempre amenazando a sus marineros con colgarlos o con arrojarlos a los peces, pero que me tomó afecto hasta el punto de contarme sus rapiñas.

El barco —un bergantín— se llama Charybdos. Había echado el ancla en Katarraktis, cuya cala apenas frecuentan más que las barcas de pescadores, debido a que se dedicaba a un contrabando muy lucrativo. Comprendí enseguida que se trataba de la almáciga, que no se produce en ninguna otra parte del mundo más que en Quíos, y que las autoridades turcas reservan por completo para uso del harén del sultán, en el que está de moda que esas nobles damas la mastiquen mañana y tarde para que sus dientes se queden muy blancos y se les perfume el aliento. Los campesinos de la isla que cultivan ese arbusto preciadísimo llamado lentisco —y que se parece y hasta se confunde con el alfóncigo de Alepo— tienen obligación de entregarlo a las autoridades a cambio de una retribución que ellas mismas fijan; los que consiguen un excedente intentan venderlo para su propio beneficio, lo que puede costarles largos años de cárcel o galeras, y a veces la muerte. Pero a pesar de esa amenaza, el anzuelo de la ganancia sigue siendo más fuerte, de manera que el contrabando campa por sus respetos y en él se involucran a menudo los aduaneros y otros representantes de la ley.

El capitán Domenico se jacta ante mí de ser el más hábil y más temerario de los traficantes. En los últimos diez años, me jura, ha venido no menos de treinta veces a las costas de la isla para cargar mercancía prohibida, sin que jamás lo pillaran. Dice claramente que los jenízaros se benefician de su generosidad, lo que no me sorprende demasiado vista la manera en que me expulsaron.

Para el calabrés, un desafío así ante las mismas barbas del sultán en su propio reino y birlarle las golosinas que destina a sus favoritas no es sólo una manera de ganarse la vida, es también un acto de bravura y poco menos que de piedad. Durante nuestras largas veladas en el mar me contó con detalle sus aventuras, sobre todo aquellas en las que estuvo a punto de que le apresaran, de las que se reía con más fuerza que de las otras, y terminaba bebiendo tragos de aguardiente para recordar que había sentido miedo. Su manera de beber me divertía. Ponía los labios en el gollete de una cantimplora de piel de animal que siempre tenía al alcance de la mano, la alzaba muy alto y se quedaba un buen rato así, embocado, como si soplara un oboe y se dispusiera a extraerle notas musicales.

A veces, cuando se refería a las mil argucias a las que recurren los campesinos para burlar las leyes otomanas, el capitán me enseñaba cosas. Otras, no me enseñaba nada. No recuerdo haber dicho que nuestra familia, antes de instalarse en Gibeleto, había vivido en Quíos, y se había dedicado precisamente al comercio de la almáciga. Todo aquello se terminó en los tiempos de mi tatarabuelo, pero el recuerdo ha permanecido. Los Embriaci no olvidan nada y no reniegan de nada; hazañas de guerra o negocios, glorias o desdichas, sus vidas sucesivas se añaden unas a otras como los círculos aumentan cada año en el tronco de un roble; las hojas mueren en otoño y a veces las ramas se rompen, sin que por ello deje el roble de ser él mismo. Mi abuelo hablaba de la almáciga como hablaba de las cruzadas, explicaba cómo se recogían aquellas preciosas lágrimas haciendo una incisión en la corteza del lentisco, y reproducía ante mí, aunque jamás había visto aquel arbusto, las prácticas que su abuelo le enseñó.

Vuelvo ya al capitán contrabandista y al peligroso comercio al que se dedica para decir que sus mejores clientes son las damas de Génova. No porque a ellas les preocupe el aliento o la blancura de sus dientes más que a las venecianas, las pisanas o las parisienses. Pero es que Quíos ha sido genovesa durante mucho tiempo, y de ahí viene la costumbre. Y aunque los otomanos se apoderaron de la isla hace cien años, nuestras damas no quisieron nunca renunciar a su almáciga. Tampoco sus caballeros, que tienen a gala conseguir la irreemplazable rareza cual si fuera una revancha contra el destino y contra el sultán que lo encarna. Desplazar la mandíbula de arriba abajo, de abajo arriba, podría haberse convertido acaso en un acto de orgullo. Visto el precio que esas damas pagan por esa goma, ese movimiento de la boca muestra lo elevado de su rango con más evidencia que las joyas más costosas.

¡Ah, qué ingrato soy con mis chanzas! ¿No es merced a esas damas y a la almáciga por lo que me encuentro en estos momentos en esta azotea de Génova en lugar de pudrirme en una mazmorra otomana? ¡Mascad, damas, mascad!

El capitán no quiso hacer escala en ninguna de las islas griegas por temor a que a los aduaneros otomanos se les ocurriera subir a bordo. Ha puesto rumbo directamente a Calabria, a una cala cercana a Catanzaro, su ciudad natal, donde según me dice ha jurado hacer una ofrenda al santo patrón cada vez que regrese de Levante sano y salvo. Le acompañé a la iglesia de san Domenico, y la verdad es que yo tenía más razones que él para rezar. De rodillas, en una sala fría y poco iluminada, en medio de olores de incienso, murmuré sin gran convicción un juramento poco gravoso: si recuperaba a Marta y al hijo que lleva en sí, llamaría a éste Domenico si era niño, y Domenica si era niña.

Después de aquella escala hicimos otras tres mientras remontábamos a lo largo de la bota, para resguardarnos de las tempestades y también para avituallarnos de agua, vino y alimentos antes de alcanzar Génova.

5 de abril

Siempre me dije que lloraría un día ante Génova, pero las circunstancias del reencuentro no fueron las que yo había imaginado. Fue en esta ciudad donde nací mucho antes de mi nacimiento, y el no haberla contemplado jamás la hacía más cara a mi corazón, como si la hubiera abandonado y debiese amarla más para que ella me perdonase.

Nadie pertenece a Génova como le pertenecen los genoveses de Oriente. Nadie sabe amarla como ellos saben amarla. Si cae, la ven de pie; si se afea, la ven bella; si se arruina y se burlan de ella, la ven próspera y soberana. De su imperio no queda nada, más que Córcega, y esta débil república costera en la que cada barrio le vuelve la espalda al otro, en la que cada familia le desea la peste a la otra, en la que todos maldicen al rey católico al tiempo que se amontonan en la antecámara de sus representantes; mientras que en el cielo de los genoveses del exilio brillan todavía los nombres de Cafa, de Tana, de Yalta, de Mavocastro, de Famagusta, de Tenedos, de Focea, de Pera y Galata, de Samotracia y Kassandra, de Lesbos, de Lemnos, de Samos, de Ikaria, y también los de Quíos y Gibeleto: tantas estrellas, galaxias y caminos iluminados.

Mi padre me decía siempre que nuestra patria no era la Génova de hoy, era la Génova eterna. Pero añadía enseguida que en nombre de la Génova eterna tenía que amar a la Génova actual, por muy disminuida que estuviera, y que hasta debía quererla más en su desamparo, como a una madre impedida. Y me advertía sobre todo que, si no me reconocía mi ciudad en el momento de visitarla, que no se lo tuviera en cuenta. Yo era muy joven por entonces y no comprendía realmente lo que quería decirme. ¿Cómo podía Génova reconocerme o dejar de reconocerme? Sin embargo, en el momento en que al amanecer del último día en el mar percibí de lejos la ciudad en sus colinas, en las flechas tensas, en los tejados puntiagudos, en las ventanas estrechas, y antes que nada en las torres almenadas, cuadradas o redondas, una de las cuales sabía yo que llevaba todavía el nombre de los míos, no pude dejar de pensar que Génova me observaba también, y yo me preguntaba, precisamente, si me iba a reconocer.

El capitán Domenico, por su parte, no me había reconocido. Cuando le dije mi nombre, no reaccionó. Se ve que no había oído hablar de los Embriaci ni de su papel en las cruzadas, ni de su señoría en Gibeleto. Si se ha confiado a mí hasta el punto de contarme sus hazañas como contrabandista es porque soy genovés y me han expulsado de Quíos, donde, según dice, tendré que guardarme de volver a poner los pies. No fue así con su comanditario genovés, sieur Gregorio Mangiavacca, que vino a hacerse cargo de la mercancía, un gigante de barba rojiza, vestido de amarillo, de verde y con plumas, igual que un papagayo de las islas, y que al oír pronunciar mi nombre tuvo un gesto que nunca olvidaré. Un gesto muy enfático ante el que estuve a punto de sonreír, pero que al final me hizo llorar de emoción.

Todavía ahora, el rememorar aquella escena, me tiemblan las manos y se me empañan los ojos.

Aún no habíamos desembarcado, el comerciante subió a bordo con dos aduaneros, me presenté a él, «Baldassare Embriaco, de Gibeleto», dispuesto a explicarle en qué condiciones había llegado a aquel barco, cuando me interrumpió, me agarró de los hombros con ambas manos y me sacudió como si buscara pelea.

—Baldassare Embriaco… ¿hijo de quién?

—Hijo de Tommaso Embriaco.

—Tommaso Embriaco, ¿hijo de quién?

—Hijo de Bartolomeo —dije en voz baja, temiendo echarme a reír.

—Hijo de Bartolomeo Embriaco, hijo de Ugo, hijo de Bartolomeo, hijo de Ansaldo, hijo de Pietro, hijo de…

Y enumeró así, de memoria, toda mi genealogía hasta la novena generación, como yo mismo no habría sabido hacer.

—¿Cómo conoce vuestra merced a mis antepasados?

Por toda respuesta, el hombre me tomó del brazo y me preguntó:

—¿Me haría vuestra merced el honor de habitar bajo mi techo?

Yo no tenía ningún sitio adonde ir, y ni siquiera una moneda, fuera genovesa u otomana, así que no podía ver en aquella invitación sino la obra de la Providencia. Por lo demás, evité acudir a las fórmulas habituales de cortesía, a los «no querría…», a los «no debería…», a los «temo molestar a vuestra merced…»; era evidente que yo era bienvenido en la morada de sieur Gregorio, y hasta tuve la extraña sensación de que desde hacía tiempo esperaba mi regreso en aquel muelle del puerto de Génova.

Llamó a dos de sus hombres y me presentó pronunciando Embriaco con el mismo énfasis. Se descubrieron humildemente y se inclinaron hasta el suelo; después, se irguieron, y me rogaron que tuviera la bondad de mostrarles mi equipaje para que se encargaran de él. El capitán Domenico, que asistía a la escena desde el principio, orgulloso de haber escoltado a un personaje tan noble aunque algo confuso por no haber reaccionado de igual modo cuando le dije mi nombre, explicó en voz baja que no llevaba yo equipaje alguno, ya que había sido expulsado manu militari por los jenízaros otomanos.

Interpretando el episodio a su manera, sieur Gregorio ya sólo expresó admiración, pues por mis venas fluía, según él, la más noble sangre; informó a sus hombres —y a todos los que se hallaban a doscientos pasos de nosotros— que yo era un héroe que había desafiado las leyes del sultán infiel y forzado las pesadas puertas de sus prisiones. Los héroes como yo no surcan los mares con equipaje como vulgares comerciantes de curiosidades.

Conmovedor Gregorio, me avergüenza un poco burlarme así de su fervor. Ese hombre es todo memoria y fidelidad, y no querría lastimarle. Me ha instalado en su casa como si fuera la mía, y como si le debiera a mis antepasados todo lo que posee y aquello en lo que se ha convertido. Cuando desde luego no es así. Lo cierto es que los Mangiavacca formaban parte en tiempos del clan que dirigían mis antepasados. Una familia sujeta a clientelismo, aliada, tradicionalmente la más abnegada de todas. Después le sobrevinieron, por desgracia, algunos reveses de fortuna al clan de los Embriaci —mi padre y mi abuelo decían sencillamente l’albergo, como si se tratara de una vasta mansión común—. Empobrecidos, dispersos en los enclaves de ultramar, diezmados por las guerras, los naufragios y la peste, privados de descendencia, sobrepasados por familias más nuevas, los míos perdieron poco a poco su influencia: ya no se escuchaba su voz, ya no se veneraba su nombre, y todas las familias clientelares los abandonaron para seguir a otros señores, en especial los Doria. Casi todas, insiste mi anfitrión, ya que los Mangiavacca se transmitieron de padres a hijos, desde hacía generaciones, el recuerdo de la época feliz.

Hoy, sieur Gregorio es uno de los hombres más ricos de Génova. En parte gracias a la almáciga importada de Quíos, que él es el único en vender en toda la cristiandad. Posee el palacio en que me encuentro en este momento, junto a la iglesia de Santa Magdalena, en la parte alta que domina el puerto. Y uno más grande aún, según parece, a orillas del río Varenna, donde ahora se encuentran su esposa y sus tres hijas. Los navíos que fleta surcan todos los mares, tanto los más cercanos como los más peligrosos, hasta las costas de Malabar y hasta las Américas. No le debe nada de su fortuna a los Embriaci, pero se obstina en honrar la memoria de mis antepasados como si aún fueran sus benefactores. Me pregunto si al actuar así no obedece a una especie de superstición que le hace creer que perdería la protección del Cielo si se desviara del pasado.

Sea lo que sea, ahora las cosas son a la inversa, y es él quien nos colma con sus beneficios. He llegado a esta ciudad como el hijo pródigo, arruinado, perdido, desesperado, y es él quien me acoge como un padre y quien tira la casa por la ventana. Vivo en su casa como si fuera la mía, me paseo por su jardín, me siento en su azotea cubierta, me bebo su vino, doy órdenes a sus criados, mojo mi pluma en su tinta. Y todavía piensa que me comporto como un extraño porque ayer me vio acercarme a una rosa precoz y respirar su aroma sin cortarla. Tuve que jurarle que en mi propio jardín de Gibeleto tampoco la habría cortado.

Aunque la hospitalidad de Gregorio ha hecho más llevadera mi pesadumbre, no ha podido hacérmela olvidar. Desde aquella maldita noche que pasé en el calabozo de los jenízaros en Quíos, no pasa día en que no experimente de nuevo ese dolor en el pecho que antes sentí en Esmirna. Mas, de todos mis sufrimientos, ése es el más leve, y no me preocupo de él más que cuando se presenta, y lo olvido en cuanto me abandona. Mientras que el sufrimiento llamado Marta no me abandona nunca, ni de día ni de noche.

Emprendió ella el viaje para conseguir la prueba que la hiciese libre, y ahora es una prisionera. Se colocó bajo mi protección, y yo no he sabido protegerla.

Pero ¿y a mi hermana Piacenza?, que me encomendó sus dos hijos, prometiéndole yo que nunca me alejaría de ellos, ¿no la he traicionado también?

Y Hatem, mi asistente fidelísimo, ¿no puede decirse que a él también lo he abandonado? Es cierto que por él me preocupo menos, a veces lo imagino como esos peces ágiles que cuando se ven cogidos en la red del pescador sacan todavía más fuerza para escapar de la barca y saltar al mar. Tengo confianza en él, y su presencia en Quíos me tranquiliza. Aunque no pueda hacer nada por Marta, regresará a Esmirna y me esperará allí con mis sobrinos, o se los llevará a Gibeleto.

Pero ¿y Marta? Con ese niño en el vientre no podrá escapar jamás.

6 de abril

Hoy me he pasado el día escribiendo, pero no en este cuaderno nuevo. Ha sido una larga carta a mi hermana Piacenza y otra más breve a mis sobrinos y a Maimún, en caso de que aún se encuentren en Esmirna. Todavía no sé cómo hacer llegar esas misivas a sus destinatarios, pero Génova es una ciudad a la que sin cesar llegan comerciantes y viajeros, y ya encontraré la manera con la ayuda de Gregorio.

A mi hermana le pido que me escriba en cuanto pueda para tranquilizarme sobre la suerte de sus hijos y de Hatem; le he contado por encima mis desventuras, sin insistir demasiado en lo que se refiere a Marta. En cambio, le he dedicado más de la mitad de las hojas a Génova, a mi llegada, a la acogida de mi anfitrión y a todo lo que habla de la gloria de los nuestros.

A mis sobrinos les pido por encima de todo que regresen a Gibeleto cuanto antes, si es que no lo han hecho ya.

Les insisto a todos en que me escriban cartas detalladas. ¿Pero acaso estaré todavía aquí cuando lleguen sus respuestas?

7 de abril

Me encuentro en Génova desde hace diez días y es la primera vez que me paseo por la ciudad. Hasta el momento no había salido de la residencia de mi anfitrión y del jardín que la rodea, postrado, otras veces acostado, arrastrándome de manera penosa de una a otra silla, de uno a otro escaño. Al esforzarme en escribir es cuando he vuelto a la vida. Las palabras han vuelto a ser palabras, y rosas las rosas.

Sieur Mangiavacca, que tan enfático se mostró el primer día en el barco, demuestra ser ahora un delicado anfitrión. Comprende que después de los infortunios que he padecido me hace mucha falta una convalecencia, así que se guardó mucho de importunarme. Hoy me encontraba yo mejor y me ha propuesto por primera vez que le acompañe al puerto, donde va todos los días por sus negocios. Le ordenó al cochero que nos hiciera pasar por la plaza San Matteo, donde se encuentra el palacio Doria, luego por delante de la elevada torre cuadrada de los Embriaci, para tomar por fin el camino de la cornisa hasta los muelles, donde una multitud de empleados le aguardaban. Cuando me dejó para arreglar sus asuntos, le ordenó al cochero que me devolviera a casa pasando por determinados lugares que le enumeró. En especial la calle Balbi, en la que aún se adivina la munificencia de Génova. Ante cada monumento o lugar memorable el cochero se volvía hacia mí para hablarme y explicarme qué era aquello. Tiene la misma sonrisa que su amo y el mismo entusiasmo al hablar de nuestras glorias pasadas.

Yo meneaba la cabeza y le sonreía; en cierto modo, le envidio. Le envidio y envidio a su amo por mirar este paisaje con tanto orgullo. Mientras que yo no puedo sentir más que nostalgia. ¡Me habría gustado tanto vivir en la época en la que Génova era la ciudad más deslumbrante y mi familia la más deslumbrante de todas las familias! Me desconsuela el no haber venido al mundo hasta ahora. ¡Qué tarde, Dios mío! ¡Cuando esta tierra ya está marchita! Tengo la sensación de haber nacido en el crepúsculo de los tiempos, incapaz de imaginar cómo fue la luz del mediodía.

8 de abril

Mi anfitrión me ha prestado hoy trescientas libras de buena ley. No quería que le extendiera un reconocimiento de deuda, pero se lo he escrito a pesar de todo y le he puesto fecha y firma, como es debido. Cuando venza el plazo tendré que volver a pelearme con él para que acepte su devolución. Eso será en abril de 1667, habrá pasado el año de la Bestia y ya habremos tenido oportunidad de comprobar si sus horrendas promesas se han cumplido. ¿Qué será entonces de nuestras deudas? Sí, ¿qué será de las deudas cuando el mundo se extinga con sus hombres y sus riquezas? ¿Se olvidarán, o acaso serán tenidas en cuenta para fijar la suerte final de cada cual? ¿Serán castigados los malos pagadores? ¿Alcanzarán con más facilidad el paraíso los que pagan escrupulosamente cuando les vence el plazo? ¿Los malos pagadores que respeten la cuaresma serán juzgados con más clemencia que los buenos pagadores que no la respeten? ¡Vaya unas preocupaciones de mercader!, me dirán. Desde luego, desde luego. Pero tengo derecho a plantearme estas preguntas porque de lo que se trata es de mi destino. ¿Me procurará alguna clemencia del Cielo el haber sido toda mi vida un comerciante honrado? ¿Me juzgarán con más severidad que a ese otro, que siempre ha engañado a sus clientes pero que nunca codició la mujer de su prójimo?

Que el Altísimo me perdone si digo las cosas de este modo: me arrepiento de mis errores, de mis imprudencias, y en absoluto de mis pecados. No es haber poseído a Marta lo que me atormenta, sino haberla perdido.

¡Qué lejos me hallo de lo que pretendía decir! Había empezado a hablar de mi deuda, y por una asociación de ideas llego a Marta y a mis inflamadas pesadumbres. Es el olvido una gracia que no obtendré. Y que, además, tampoco pido. Pido reparación, sueño sin parar con la venganza que un día sabré tomarme. Pienso y repienso el lamentable episodio por el que me expulsaron de Quíos, intento imaginar qué debí hacer, cómo habría podido poner en marcha astucias y ardides. Lo mismo que un almirante al día siguiente de una derrota, no paro de desplazar en mi cabeza los navíos, las escuadras, las cañoneras, para hallar la conjunción que me habría llevado al triunfo.

No voy a decir nada de mis proyectos ahora, tan sólo que respiran en mi interior y me hacen vivir.

A última hora de la mañana llevé la libranza a la piazza Banchi, y la deposité en el establecimiento de los hermanos Baliani, de los que Gregorio me había hecho elogios. Abrí una cuenta en la que dejé casi toda la suma, y no me llevé en metálico más que veinte florines para hacer algunas compras y darles propinas a los criados de mi anfitrión, que me sirven con tanta buena voluntad.

Cuando regresaba a pie a la casa tenía la extraña sensación de que comenzaba una nueva vida. En otro país, rodeado de gente que no había conocido hasta entonces. Y con monedas nuevas en el bolsillo. Pero es una vida a crédito, en la que dispongo de todo sin que nada me pertenezca.

9 de abril

No alcanzaba a comprender por qué la familia de Gregorio no vive con él. Que posea dos palacios, o tres o cuatro, eso no me sorprende gran cosa, es una costumbre ya antigua entre los genoveses de fortuna. Pero que viviera separado de su mujer me intrigaba. Acaba de desvelarme la razón, no sin un tartamudeo de timidez aunque no sea de ese tipo de personas que se ruborizan por cualquier cosa. Su dama, me dice, que se llama Orietina y que es sumamente piadosa, se aleja de él todos los años durante la Cuaresma, por miedo a que sienta él la tentación de infringir con ella el precepto de la castidad.

Sospecho que, de todas maneras, lo infringe, pues a veces regresa de ciertas visitas diurnas o nocturnas con un brillo en la mirada que no engaña. Tampoco intenta negar el asunto. «La abstinencia no le conviene en modo alguno a mi temperamento, pero vale más que el pecado no se cometa bajo el techo de esta bendita casa».

No puedo dejar de admirar esa forma de arreglárselas con los rigores de la fe, sobre todo porque yo finjo ignorar los preceptos pero vacilo siempre en el umbral de las transgresiones mayores.

10 de abril

Hoy me han dado noticias sorprendentes sobre Sabbatai y su estancia en Constantinopla. Parecen fábulas pero, por mi parte, las creo por completo.

Me lo cuenta un religioso originario de Lerici, que ha pasado los dos últimos años en un convento de Galata, un primo carnal de mi anfitrión que le ha invitado a cenar para que nos conozcamos y me cuente la historia. «El muy venerable hermano Egidio, el más santo, el más erudito…», decía Gregorio, vehemente. «Hermanos», «padres» y «abades» los he conocido de todas clases, a veces santos y a veces pillos redomados, unas veces pozos de sabiduría y a menudo de profunda ignorancia, y desde hace tiempo he aprendido a no venerarlos más que por partes. Así pues, escuché a éste, le observé, le pregunté sin prejuicios y finalmente me inspiró confianza. No cuenta nada que no haya visto por sí mismo o que no le hayan contado testigos irreprochables. Se encontraba en Constantinopla el pasado mes de enero, cuando la población entera estaba conmocionada, y no sólo los judíos, sino también los turcos y los diversos cristianos, lo mismo extranjeros que súbditos otomanos, todos los cuales estaban a la espera de los más extraordinarios acontecimientos.

El relato que nos hizo el hermano Egidio podría resumirse como sigue. Cuando Sabbatai llegó al mar Propóntide a bordo del caique que le traía de Esmirna, los turcos le aprehendieron antes incluso de que atracara, y las gentes de su pueblo que se habían reunido allí para aclamarlo sufrieron la aflicción de ver que se lo llevaban dos oficiales como si fuera un malhechor. Pero él no parecía muy afectado y gritaba a los que se lamentaban que no tuvieran pena alguna, pues sus oídos iban a escuchar bien pronto lo que jamás habían escuchado.

Aquellas palabras devolvieron la confianza a los que vacilaban; olvidaron lo que veían sus ojos y se atuvieron sólo a su esperanza, que parecía tanto más insensata cuanto que el gran visir pretendía ocuparse en persona de aquel grave asunto. Le habían informado de lo que se decía entre los fieles de Sabbatai, esto es, que venía a Constantinopla con la intención de hacerse proclamar rey, y que el propio sultán iba a prosternarse ante él; le informaron también de que los judíos ya no trabajaban, que los estibadores celebraban el sabbat todos los días y que el comercio del Imperio padecía por ello un considerable perjuicio. Nadie dudaba de que en ausencia del soberano, que se encontraba en Adrianópolis, el gran visir iba a tomar las medidas más rigurosas, con lo que la cabeza del auto-proclamado mesías iba a verse muy pronto separada del tronco y expuesta en un pedestal elevado, para que nadie se aventurase jamás a desafiar a la dinastía otomana y para que se reanudasen las actividades.

Pero en Constantinopla sucedió lo que había sucedido en Esmirna, como yo mismo podía testimoniar. Conducido ante el personaje más poderoso del Imperio después del sultán, a Sabbatai no lo recibieron a golpes ni con amonestaciones o amenazas de castigo. No hay quien lo entienda: el gran visir le acogió muy bien, ordenó a los guardias que le desataran, le hizo sentarse, conversó pacientemente con él de unas cosas y de otras y algunos juran que los vieron reírse juntos y llamarse «mi respetado amigo».

Cuando llegó el momento de pronunciar la sentencia no resultó ser ni de muerte ni de látigo, sino una pena tan leve que pareció un homenaje: ahora Sabbatai se encuentra detenido en una ciudadela en la que está autorizado a recibir a sus fieles desde la mañana a la noche, a rezar y a cantar con ellos, a lanzarles sermones y recomendaciones, sin que los guardas se interpongan en modo alguno. Más increíble es todavía, dice el hermano Egidio, que el falso mesías les pida a veces a los soldados que le lleven a la orilla del mar para hacer sus abluciones rituales, y ellos le obedezcan como si estuvieran a sus órdenes, le lleven donde desea ir y esperen a que termine para regresar con él. El gran visir, según dicen, le ha concedido cincuenta aspros, que se le entregan a diario en prisión para que no le falte de nada.

¿Qué más puedo decir? ¿No es un considerable prodigio que desafía al buen juicio? ¿Una persona sensata no pondría en duda semejante fábula? Yo mismo habría echado pestes contra la credulidad de los hombres si no hubiera asistido el pasado diciembre en Esmirna a acontecimientos semejantes. Es cierto que se trata ahora del gran visir, no de un cadí de provincias, y la hazaña es todavía más increíble. Pero es el mismo prodigio, y no puedo ponerlo en cuestión.

Esta noche, en el sosiego de mi cuarto, escribiendo a la luz de un candelabro, pienso en Maimún y me pregunto cuál habría sido su reacción de haber oído este relato. ¿Habría terminado por darle la razón a su padre, uniéndose como él a los que se denominan «creyentes» y llaman «infieles» a los demás judíos? No, no lo creo. Él se considera un hombre juicioso, y para él un prodigio no sustituye a un buen argumento. Si hubiera estado con nosotros esta tarde, habría torcido el gesto, imagino, y habría desviado la mirada, como le he visto hacer en más de una ocasión cuando la conversación le incomodaba.

Con todo mi ser deseo que sea él quien lleve la razón y que sea yo quien se equivoque. ¡Ojalá que todos esos prodigios sean mentiras, que todas esas señales resulten engañosas, que este año acabe siendo un año como los demás, ni la conclusión de los tiempos revueltos ni la irrupción de los tiempos desconocidos! ¡Que el Cielo no confunda a los seres sensatos! ¡Que haga que la inteligencia triunfe sobre la superstición!

A veces me pregunto qué piensa el Creador de lo que dicen los hombres. Cuánto me gustaría saber de qué lado se inclina Su benevolencia. ¿Del lado de los que le predicen al mundo un final brusco o del lado de los que le predicen aún un largo trecho? ¿Del lado de los que se apoyan en la razón o del lado de los que la desprecian y la envilecen?

Antes de cerrar este cuaderno debo consignar que en la fecha de hoy le he entregado al hermano Egidio las dos cartas que he escrito. Regresa pronto a Oriente y ha prometido hacerlas llegar a sus destinatarios, si no por sus propias manos, al menos por intermedio de otro eclesiástico.

11 de abril

¿No estará pensando Gregorio, mi anfitrión y benefactor, que me case con su hija?

Es la mayor, tiene trece años y se llama Giacominetta. Esta tarde nos paseábamos por su jardín y me ha hablado de ella, dijo que es de gran belleza y que su alma es más blanca aún que su rostro. Y añadió de repente que si yo quería pedir su mano lo mejor era no esperar demasiado, puesto que las peticiones iban a llover muy pronto. Se reía fuerte, pero yo sé diferenciar lo que es risa de lo que no lo es. Estoy seguro de que ha reflexionado, y que, como hábil comerciante que es, ya tiene un plan en la cabeza. Yo no soy el joven buen partido con el que sueñan las jóvenes, y mi fortuna no puede compararse con la suya. Pero me llamo Embriaco, y no dudo que estaría encantado de conseguirle un patronímico así a su hija. Para él mismo sería, imagino, el apogeo de una laboriosa ascensión.

A mí una unión así también tendría que parecerme excelente, de no ser por Marta y por el hijo que ella lleva en sí.

¿De manera que voy a privarme de contraer matrimonio por fidelidad a una mujer de la que la vida me ha separado ya, y que sigue siendo, ante Dios y antes los hombres, la esposa de otro?

Expuesta así, mi actitud parece poco razonable, lo sé. Pero también sé que ésa es la inclinación de mi corazón y que menos razonable sería ir en su contra.

12 de abril

Gregorio se ha mostrado, a lo largo del día, sombrío, abrumado, poco locuaz, contrariamente a su costumbre, hasta el punto de que temí haberle ofendido por la manera poco entusiasta en que ayer respondí cuando me habló de su hija. Pero no se trataba de eso. Lo que le inquieta es algo muy distinto: se trata de unos rumores que han llegado de Marsella, según los cuales se prepara una batalla gigantesca entre las flotas francesa y holandesa, por un lado, y la inglesa por otro.

Al llegar a Génova me enteré de que el rey de Francia le había declarado la guerra a Inglaterra en enero, pero se decía que lo había hecho muy a su pesar, para hacer respetar formalmente las cláusulas de un pacto, y nadie aquí pensaba que se llegaría al enfrentamiento. En estos momentos los augurios ya no son los mismos y se habla de auténtica guerra, de decenas de navíos que se dirigen hacia el mar del Norte llevando miles de soldados, y nadie parece más inquieto que Gregorio. Cree que siete u ocho de sus naves se encuentran en aquellas aguas, algunas bastante más allá de Lisboa, camino de Brujas, Amberes, Amsterdam y Londres, todas las cuales podrían ser apresadas o destruidas. Por la noche se ha confiado a mí y le he visto garrapatear en una hoja unas fechas, unos nombres y unas cifras, tan desolado como en otras ocasiones se mostraba exuberante.

En un momento dado de la velada me preguntó sin alzar la vista:

—¿No será que el Cielo me está castigando porque no respeto la Cuaresma?

—¿Quieres decir que el rey de Francia manda su flota contra Inglaterra porque el signor Gregorio Mangiavacca no ha respetado la vigilia en Cuaresma? Sin duda que los grandes historiadores se plantearán mañana esa grave pregunta.

Por un momento se quedó desconcertado, antes de lanzar una gran risotada.

—Vosotros, los Embriaci, nunca fuisteis demasiado piadosos, pero el Cielo no os abandona.

Mi anfitrión se animó un poco, pero en modo alguno se había tranquilizado. Porque la pérdida de sus naves y su cargamento, si se producía, significaría precisamente que su buena estrella le abandonaba.

13 de abril

Los rumores y las noticias se mezclan, los rumores de guerra se asocian al fragor del esperado apocalipsis. Génova se afana y dormita sin alegría como en tiempos de peste. La primavera aguarda a las puertas de la ciudad el fin de la Cuaresma. Las flores son todavía escasas, las noches son húmedas, las risas suenan ahogadas. ¿Es mi propia angustia lo que contemplo en el espejo del mundo? ¿O es la angustia del mundo lo que se refleja en la superficie de mis ojos?

Gregorio me ha vuelto a hablar de su hija. Dice que quien se case con ella será para él mucho más que un yerno, será un hijo. El hijo que el Cielo no le quiso dar. Por otra parte, ese hijo, si existiera, no habría tenido sobre sus hermanas más ventaja que la musculatura y la temeridad. En sutileza de inteligencia, en coraje y reflexión, Giacominetta no deja nada que desear, eso sin hablar de su ternura filial o de su piedad. En resumidas cuentas, él se acomoda a los designios de la Providencia, a condición, al menos, de que la ausencia del hijo quede compensada el día en que sus hijas se casen.

Escuché su discurso como puede escucharlo un amigo, interviniendo en cada silencio mediante la expresión de buenos deseos, sin decir nada que pudiera comprometerme, pero que tampoco denotara reticencia o turbación. Y aunque no intentó indagar más sobre mi disposición, estoy seguro de que volverá una y otra vez a la carga.

¿Debería pensar en huir de aquí?

Sí, lo sé, este planteamiento es desconsiderado, y también ingrato. Este hombre es mi benefactor, ha aparecido en mi vida en el momento de la peor prueba para hacérmela llevadera, para transformar la humillación en audacia y el exilio en regreso. Por poco que crea en las señales de la Providencia, Gregorio es una señal. El Cielo lo ha colocado en mi camino para rescatarme de las garras del mundo y ante todo de mis malos hábitos. Sí, eso es lo que ha intentado y eso es lo que le reprocho. Quiere desviarme de un camino sin salida, de un anhelo sin objeto. En resumen, me propone que guarde mi vida estropeada e inicie otra: una casa nueva, una mujer ingenua, un país recuperado en el que nunca más volvería a ser el extranjero o el infiel… Es la proposición más sensata y generosa que se le pueda hacer a un hombre. Debería yo correr a la iglesia más cercana, arrodillarme y dar las gracias. Y murmurarle a mi padre, cuya alma nunca está lejos de mí, que por fin voy a casarme con una hija de Génova, como siempre me pidió. Y en vez de eso me resisto y considero que me están forzando, que estoy desorientado y que tendría que huir de aquí. ¿Para ir adónde? ¿Para ir a disputarle a un malhechor su esposa legítima?

¡Pero si yo sólo la amo a ella!

Que el Cielo y Gregorio y mi padre me perdonen, pero sólo la amo a ella.

Marta… Junto a ella quisiera tenderme en este momento, y abrazarla, y consolarla, y acariciar lentamente su vientre, en el que se encuentra mi hijo.

15 de abril

Mi anfitrión se vuelve cada día un poco más insistente, y esta estancia en su casa que había empezado con los mejores augurios empieza ahora a abrumarme.

Hoy, las noticias del Norte han sido malas, y Gregorio se lamentaba. Le han contado que los ingleses habían apresado unos navíos que iban a los puertos de Holanda o salían de ellos, y que los holandeses, a su vez, al igual que los franceses, apresan todos los navíos que frecuentaban los puertos de Inglaterra.

—Si eso es cierto, toda mi fortuna va a desaparecer allí. Nunca debí involucrarme en tantas empresas al mismo tiempo. No me lo perdonaré nunca, ya me habían advertido de los riesgos de la guerra y no quise saber nada.

Le dije que si se quejaba tanto por simples rumores no iba a tener suficientes lágrimas cuando llegaran realmente las malas noticias. Es mi manera de aliviar las cosas, y aquello le provocó una leve sonrisa, así como una observación admirativa sobre la flema de los Embriaci.

Pero volvió inmediatamente a sus jeremiadas.

—Si estuviera arruinado, completamente arruinado, ¿renunciarías a pedir la mano de Giacominetta?

Aquello era ir demasiado lejos. No sé si el extravío se lo producía la angustia o si se aprovechaba de su drama para arrancarme una promesa. Hablaba como si mi unión con su hija fuera una cosa ya convenida entre nosotros, de manera que cualquier vacilación que manifestara yo podría interpretarse como una renuncia, precisamente en el peor momento, como si abandonara la nave por temor al naufragio. Me sentía indignado. Me hervía la sangre, pero ¿qué podía hacer? Vivo bajo su techo, en muchos sentidos soy deudor suyo y él atraviesa ahora por un mal momento, ¿cómo voy a humillarle? Además, no me pide un favor, sino que me ofrece un regalo o cree ofrecérmelo, y el escaso entusiasmo que hasta el momento he manifestado es casi un insulto.

Le respondí de un modo que pudiera servirle de algún consuelo, sin comprometerme:

—Estoy convencido de que en tres días llegarán noticias tranquilizadoras que disiparán estos nubarrones.

Interpretó mis palabras como una manera de salirme por la tangente, de manera que, resoplando por sus rojizas ventanas nasales, consideró adecuado hacer una consideración que me pareció fuera de lugar:

—Me pregunto cuántos amigos me quedarán cuando me arruine…

Le repliqué entonces, también suspirando:

—¿Me permites que le pida al Cielo que me dé la oportunidad de probarte mi agradecimiento?

Reflexionó apenas un instante.

—No es necesario —dijo, con una tosecita a modo de excusa.

Luego me cogió del brazo y me llevó al jardín y allí volvimos a hablar como amigos.

Pero mi irritación no se ha apagado, y me digo que ya es momento de pensar en irme. ¿Hacia qué destino? ¿Esmirna, donde acaso sigan los míos aún? No, mejor Gibeleto. Aunque en Esmirna podría acaso, con ayuda del escribano Abdelatif, emprender alguna acción para ayudar a Marta. Pienso en ello a veces, y me vienen ciertas ideas…

Alimento ilusiones, sin duda. Dentro de mí hay algo que sabe que es demasiado tarde para salvarla. ¿Pero no será demasiado pronto para renunciar?

17 de abril

Me he informado esta mañana de los barcos que salen para Esmirna. He encontrado uno que leva anclas dentro de diez días, el martes de Pascua. La fecha me viene bien. Así podré conocer brevemente a la esposa de Gregorio y a sus hijas sin quedarme demasiado tiempo con la familia ya reunida.

Todavía no le he dicho nada a mi anfitrión. Lo haré mañana, o pasado mañana. No hay prisa, pero esperar a la víspera de mi «deserción» sería una grosería…

18 de abril

Es Domingo de Ramos, ya se festeja sin reconocerlo el final de la Cuaresma, y mi anfitrión se ha mostrado algo más tranquilo sobre la suerte de sus navíos y su cargamento. No es que haya recibido noticias frescas, sino que se ha levantado de mejor humor.

La ocasión era propicia y me agarré a ella. Antes de anunciarle mi marcha le conté con detalle las circunstancias de mi viaje, que hasta el momento había silenciado o enmascarado. Hay que tener en cuenta que lo que me ha sucedido no se le puede confiar más que a los más íntimos de los íntimos. Pero también es cierto que cuando estábamos juntos se apoderaba de la conversación y no la soltaba ya. Ahora ya lo sé todo de él, de sus antepasados y hasta de los míos, de su mujer y de sus hijas, así como de sus negocios; a veces su charla era jovial, y otras afligida, pero nunca callaba, hasta el punto de que cuando me planteaba una pregunta apenas tenía yo tiempo de dar comienzo a la respuesta cuando volvía a tomar la palabra. En ningún momento intenté disputársela, y mucho menos quejarme. Nunca he sido locuaz. Siempre he preferido escuchar, y reflexionar o más bien aparentarlo; pues, a decir verdad, soñaba más de lo que meditaba.

Hoy, sin embargo, he violentado mis costumbres y las suyas. Conseguí con mil ardides que no me interrumpiera y le conté todo, o al menos lo esencial y una buena parte de lo superfluo. El libro del centésimo nombre, el caballero de Marmontel y su naufragio, mis sobrinos tan opuestos, Marta o la falsa viuda, el hijo que está esperando —sí, también tenía que hablarle de eso—, así como mis deslucidas aventuras en Anatolia, en Constantinopla, en el mar, en Esmirna y luego en Quíos. Hasta mis actuales remordimientos y lo que me resta de esperanza.

Cuanto más avanzaba yo en mi relato, más abrumado parecía mi anfitrión, sin que sepa en verdad si lo que le afectaba tanto eran mis desdichas o sus consecuencias sobre sus proyectos. Porque en ese sentido no se engañó ni un momento. Todavía no le había dicho que pretendía marcharme, sólo había explicado las razones por las que no podía casarme con su hija ni eternizarme en Génova, cuando me preguntó, lacónico por una vez:

—¿Cuándo nos dejas?

Sin aparente irritación, sin grosería, no, él no me estaba echando. Si hubiera tenido la menor duda en ese sentido habría abandonado su casa de inmediato. No, aquella pregunta era una sencilla constatación, triste, amarga y afligida.

Murmuré mi vaga respuesta: «En unos días», y quise unir aquello a mis agradecimientos, mi gratitud, mi deuda con él. Pero me golpeó en el hombro y se fue a deambular solo por el jardín.

¿Estoy más aliviado que avergonzado? ¿Estoy más avergonzado que aliviado?

19 de abril

Amanece, y no he pegado ojo. Durante toda la noche he rumiado ideas inútiles que me han agotado sin hacerme avanzar en ningún sentido: debí decirle esto en vez de esto otro; o eso en lugar de aquello; además, me avergonzaba haberle herido. Ya se me han olvidado sus insistencias, sus maniobras de patán, y me encuentro muy sólo frente a mis remordimientos.

¿He traicionado su confianza? Pero ¡si yo no le había prometido nada! Sin embargo, ha llegado a convencerme de que he sido ingrato con él.

Le doy tantas vueltas a la reacción de Gregorio, al recuerdo que guardará de mí, que me olvido de plantear las únicas preguntas que cuentan: ¿He tomado la decisión adecuada? ¿Hago bien en marcharme en lugar de aceptar la nueva vida que me ofrece? ¿Qué voy a hacer yo en Esmirna? ¿Cómo puedo creer que voy a recuperar a Marta, recuperar a mi hijo? Si no me dirijo al precipicio, me dirijo hacia el borde del acantilado, donde se me acabará el camino.

Hoy sufro por haber ofendido a mi anfitrión. Mañana lloraré por no haberle obedecido.

20 de abril

Sufro el frenesí de las confidencias, como una jovenzuela en su primer amor. Yo, normalmente silencioso, calificado de taciturno, que habla con parquedad y que sólo se confía a estas páginas, ya he contado dos veces mi vida, el domingo a mi anfitrión para justificarme ante él y hoy a un perfecto desconocido.

Esta mañana me levanté con una idea fija: hacerle un regalo suntuoso a Gregorio que le haga olvidar nuestros sinsabores y nos permita separarnos como amigos. No tenía ninguna idea concreta, pero me había fijado en un inmenso almacén de curiosidades que había en una calleja cerca del puerto y me había propuesto visitarlo «como colega»; estaba convencido de que allí encontraría el objeto idóneo —tal vez una grande y bella escultura antigua que colocarían en el jardín de los Mangiavacca y les recordaría siempre mi paso por allí.

A primera vista, la tienda me resultó familiar. La disposición de las mercancías es más o menos la misma que en la mía: los viejos libros tendidos en las estanterías; en lo alto, los pájaros disecados; en el suelo y por los rincones, grandes vasijas desportilladas que no se resigna uno a tirar y que se guardan un año tras otro sabiendo que nadie las va a comprar… El propio dueño se me parece, es un genovés de unos cuarenta años, lampiño, más bien corpulento.

Me presenté y la acogida fue muy calurosa. Había oído hablar de mí —no ya de los Embriaci, sino concretamente de mí, pues algunos de sus clientes habían pasado por Gibeleto—. Ya antes de decirle lo que buscaba, me invitó a sentarme en el pequeño patio cubierto y fresco, y él mismo se sentó frente a mí. También los suyos, me dijo, vivieron mucho tiempo en ultramar, en diversas ciudades. Pero se habían repatriado hacía setenta años y él mismo nunca había salido de Génova.

Cuando le dije que había estado recientemente en Alepo, en Constantinopla, en Esmirna y en Quíos, le brotaron lágrimas de los ojos. Decía que me envidiaba por haber estado «en todas partes», mientras él se limita a soñar siempre con viajes cada vez más lejanos sin haber tenido nunca el valor de aventurarse a emprenderlos.

—Voy dos veces al día al puerto, observo los barcos que parten o que llegan, hablo con los marinos, con los armadores, me voy a echar un trago con ellos por las tabernas para oírles pronunciar los nombres de las ciudades en las que han estado. Ahora todos me conocen, y a mis espaldas deben de murmurar que estoy loco. Cierto que me embriagaban esos nombres extraños, pero nunca he sido bastante juicioso como para partir.

—Lo bastante loco, querrá decir vuestra merced.

—No, he dicho lo bastaste juicioso. Entre los ingredientes que componen la verdadera sensatez, olvidamos a menudo un destello de locura.

Al hablar le asomaban algunas lágrimas a los ojos, y entonces le dije:

—Vos habríais querido encontraros en mi lugar, y yo habría querido hallarme en el de vuestra merced.

Intentaba aliviar su pesar y por eso lo dije, pero ¡por todos los santos!, lo pensaba, y lo pienso. En aquel momento habría deseado encontrarme en mi tienda, con un refresco en la mano, sin soñar en ningún instante con emprender aquel viaje, sin haber encontrado nunca a la mujer a la que le he procurado la desdicha y me la ha procurado a mí, sin haber oído hablar nunca del centésimo nombre.

—¿Y eso por qué? —me preguntó para que le contara mis viajes.

Y entonces me puse a hablar. De lo que me condujo a los caminos, de mis breves alegrías, de mis desventuras, de mis penas. Tan sólo omití mi discrepancia con Gregorio, limitándome a decir que me había acogido generosamente a mi llegada y que antes de dejarle deseaba mostrarle mi reconocimiento con un regalo digno de su generosidad…

A esas alturas de nuestra conversación, mi colega —todavía no he dicho que se llamaba Melchione Baldi— tendría que haberme preguntado, como buen comerciante, en qué tipo de regalo pensaba yo. Pero nuestra charla parecía satisfacerle, y volvió al asunto de mis viajes haciéndome diversas preguntas sobre lo que había visto en tal lugar o en tal otro, interrogándome después sobre el libro de Mazandarani, del que él nunca había oído hablar. Tras dejar que me explicara durante un buen rato, me preguntó dónde pensaba ir ahora.

—No sé si debería volver directamente a Gibeleto o pasar antes por Esmirna.

—¿No dice vuestra merced que el libro que le ha llevado a emprender este viaje se encuentra ahora en Londres?

—¿Es que tendría que seguirlo hasta allí?

—No, no. Yo, que tengo los pies atados al suelo, ¿con qué derecho voy a aconsejarle a vuestra merced que emprenda un viaje así? Pero si un día os decidís a ir, volved por aquí para contarme lo que hayáis visto.

Nos levantamos a continuación y salimos a otro patio, al otro lado de la tienda, a ver unas cuantas esculturas, antiguas o recientes. Una de ellas, descubierta por la parte de Rávena, me pareció adecuada para el jardín de mi anfitrión. Representa a Baco, o tal vez a un emperador en el momento del ágape, con una copa en la mano, rodeado de los frutos de la tierra. Si no encuentro nada que me guste más, me la llevaré.

De regreso a pie al domicilio de Gregorio a paso ligero, me prometí volver de nuevo a casa de aquel colega tan acogedor. De todas maneras, deberé regresar a por la escultura.

¿Se la regalo tal cual está, o acaso debo encargarle un pedestal? Tengo que preguntárselo a Baldi, que debe de conocer lo que hay que hacer en tales casos.

21 de abril

Gregorio me hizo prometer que no abandonaría su casa sin advertírselo varios días antes. Quise conocer la razón, pero se puso misterioso.

Me preguntó luego si me había decidido por algún destino concreto. Le respondí que seguía vacilando entre Gibeleto y Esmirna; y que incluso me planteo la posibilidad de ir a Londres.

Le sorprendió aquel nuevo antojo, pero al cabo de unos minutos volvió y me dijo que no era mala idea. Le respondí que era una idea entre otras, y que todavía no había adoptado decisión alguna. A lo que replicó que no había prisa, que él mismo sería el hombre más feliz del mundo si mis dudas se prolongasen «hasta Navidad».

Ah, el buen Gregorio, creo que se ha pensado mucho cada palabra que me ha dicho.

Creo también que el día en que me marche de su casa echaré de menos esta etapa de sosiego. Sin embargo, debo partir por esos caminos, y mucho antes de Navidad.

22 de abril

Hoy han llegado la mujer de Gregorio y sus tres hijas, y han visitado de camino las siete iglesias que exige el Jueves Santo. La dama Orietina es enjuta y seca, y viste completamente de negro. No sé si es debido a la Cuaresma, aunque tengo la impresión de que para ella todo el año es Cuaresma.

No tenía que regresar hasta el sábado, víspera de Resurrección, pero ha decidido adelantar dos días el desafío a la intemperancia de su marido. Si fuera yo su marido, no lo quiera Dios, nada tendría que temer de mis ardores, ni en Cuaresma ni el resto del año.

¿Por qué me refiero a ella con semejante ferocidad? Sencillamente, porque desde el momento en que llegó, cuando me uní a su marido y a la gente de la casa para desearle la bienvenida, me lanzó una mirada que significaba que era yo quien no era bienvenido en su casa, y que ni siquiera tendría que haber cruzado el umbral.

¿Creerá que soy compañero de francachelas de Gregorio? ¿O acaso se ha enterado de los proyectos de éste hacia mí y hacia su hija, y pretende mostrar su desacuerdo con esa iniciativa o, por el contrario, su despecho por mi reacción tan poco entusiasta? Sea lo que sea, desde el momento mismo en que llegó me sentí extraño en esta casa. Incluso pensé en marcharme en el acto, pero me contuve. No quería infligirle una afrenta a quien me ha acogido como un hermano. He fingido creer que su mujer se comportaba así debido al cansancio, debido a la Cuaresma y las penas sufridas por Nuestro Señor durante esta semana, en la que están prohibidas las explosiones de alegría. Pero no voy a quedarme mucho tiempo. Esta noche, por ejemplo, no cené con ellos, con el pretexto de que iba a casa de un colega.

En cuanto a la famosa Giacominetta que tanto me ha alabado su padre, apenas la he visto, por decirlo así. Corrió a su cuarto sin saludar a nadie, y sospecho que su madre la ha ocultado deliberadamente.

Ya es hora, sin duda ninguna, de que me marche.

La noche se me ha hecho penosísima, cuando no tengo ningún sufrimiento. ¿Ninguno? Sí, sufro por no ser ya bienvenido en esta casa. No consigo dormirme, como si me hubieran robado hasta el sueño o dependiera de mis anfitriones. La mueca que aparecía en el rostro de la mujer de Gregorio se ha ampliado durante la noche y se ha hecho más fea aún. Ya no puedo quedarme aquí. Ni hasta Navidad ni hasta Pascua, que es sólo dentro de dos días. Ni siquiera hasta que amanezca. Voy a dejar una nota cortés y me voy a marchar de puntillas. Dormiré en una posada del puerto y en cuanto haya un barco me subiré a él.

¿Hacia Oriente o hacia Londres? Sigo con las mismas dudas. ¿Recuperar primero el libro? ¿O bien olvidarlo e intentar mejor salvar a Marta —aunque, de qué manera? ¿O acaso olvidarme de todas mis locuras y volver a Gibeleto, junto a los míos? Vacilo más que nunca.

23 de abril, Viernes Santo

Me encuentro en mi nuevo cuarto, en la posada llamada La Cruz de Malta. Desde mi ventana se ve la dársena del puerto, con numerosas embarcaciones con las velas plegadas. Tal vez se encuentra ante mí la nave que me sacará de aquí. Todavía estoy en Génova, pero ya me he alejado de ella. Tal vez por eso es porque ya la echo de menos y vuelvo a sentir la nostalgia del emigrado.

De modo que puse en ejecución mi amenaza y dejé la casa de Gregorio a pesar de los imprevistos que en el último momento se alzaron en mi camino. Temprano, muy temprano, recogí mi escaso equipaje, dejé una breve nota agradeciéndole su hospitalidad, una nota en la que he evitado cualquier sobrentendido malévolo o ambiguo, sólo agradecimientos, palabras de gratitud y de amistad. Sin siquiera una promesa de reembolsarle los mil florines que le debo, pues eso le habría ofendido. He dejado la carta bien a la vista, junto con algunas monedas para la gente de la casa; puse mi cuarto en orden como si nunca hubiera vivido en él; y salí.

En el exterior empezaba a amanecer, pero la casa permanecía en la oscuridad. Y en silencio. Si los criados estaban ya levantados, se cuidaban mucho de hacer ruido. El cuarto en que yo dormía se encuentra en el piso superior, en lo alto de una escalera de madera que pretendía yo bajar con precaución, por miedo a que crujiera demasiado.

Todavía me encontraba en el escalón superior, bien agarrado a la barandilla para no tropezar en la oscuridad, cuando surgió una luz. Salida de no se sabe dónde apareció una joven, que no podía ser otra que Giacominetta. Llevaba una palmatoria de dos brazos, que iluminó repentinamente los escalones y también su propio rostro. Sonreía. Una sonrisa divertida, cómplice. No podía batirme en retirada. Me había visto llevando encima el equipaje, y no tuve otra opción que proseguir mi camino. Sonreí como ella y le guiñé el ojo como para hacerla partícipe de mi secreto. Era tan radiante como su madre era mortecina, y no pude dejar de preguntarme si la hija era distinta por naturaleza, al heredar la jovialidad de su padre, o si tan sólo la edad explicaba el comportamiento de cada una.

Al llegar abajo, me limité a saludarla con la cabeza, sin una palabra, luego me dirigí hacia la puerta, que abrí y cerré suavemente detrás de mí. Me había seguido con la luz, pero sin decir nada, sin preguntar nada, sin intentar retenerme. Recorrí el sendero hasta la verja, y me abrió el jardinero. Le puse una moneda en la mano y me alejé.

Por temor a que Gregorio fuera advertido por su hija e intentara alcanzarme, me metí por las callejas más oscuras, caminando deprisa, todo derecho hacia el puerto. Hasta llegar a la mencionada pensión, en cuya enseña me había fijado la semana pasada.

Cuando termine estas líneas bajaré las cortinas, me descalzaré y me tenderé en esa cama. Dormir, aunque sólo sea unos minutos, me haría mucho bien. Reina aquí un aroma de lavanda seca, y las sábanas parecen limpias.

A mediodía había dormido mis dos o tres horas cuando me despertó un estrépito del demonio. Era Gregorio, que golpeaba la puerta. Según dice, había recorrido todas las pensiones de Génova para encontrarme. Lloraba. Según él, le había traicionado, le había apuñalado, le había humillado. Desde hace treinta generaciones los Mangiavacca están vinculados a los Embriaci como la mano está unida al brazo, y en un momento de irritación había sajado yo brutalmente los nervios, las venas y los huesos. Le dije que se calmara, que se sentara, que no había tal traición, ni amputación, ni nada por el estilo, ni siquiera amargura. Al principio me abstuve de desvelarle mis verdaderos sentimientos, pues la verdad hay que merecerla y, al comportarse así, él no la merecía. Aduje entonces que quería dejarle solo con la familia que volvía a él, y que me iba de su casa con el mejor de los recuerdos. Eso no es cierto, me dijo, era la frialdad de su mujer lo que me indujo a marcharme. Cansado de negarlo, terminé por admitir que sí, que era cierto, que la actitud de su esposa no me había animado a quedarme. Entonces se sentó en la cama y lloró como jamás había visto yo llorar a un hombre.

—Es así con todos mis amigos —dijo, por fin—, pero es pura apariencia. Cuando la conozcas mejor…

Insistió e insistió para que regresara. Pero yo me mantuve en mis trece. No me veía yo volviendo al redil avergonzado después de irme de aquel modo, me habría desacreditado ante todo el mundo. Prometí tan solo que iría a comer con ellos el Domingo de Resurrección, y ya era bastante compromiso.

24 de abril, Sábado Santo

He vuelto a ir hoy a casa de Melchione Baldi para confirmar la compra de la escultura de Baco y le he pedido que la entregue en casa de Gregorio. Me invitó a sentarme, pero había en la tienda una persona de alto rango —una dama Fieschi, me parece— con su abundante séquito; así que preferí desaparecer de allí, y prometí volver en otro momento, dejándole a mi colega el nombre de mi pensión, que se encuentra a dos pasos de su casa, por si quería hacerme una visita.

Me habría gustado que el regalo les llegara a mis anfitriones mañana por la tarde, a modo de agradecimiento tras el almuerzo de fiesta que habré pasado junto a ellos. Pero Baldi no está seguro de encontrar porteadores el Domingo de Resurrección, y me ha pedido que aguarde hasta el lunes.

25 de abril, Pascua de Resurrección

Melchione Baldi ha querido adelantarse a mis deseos y al final me ha colocado en una ridícula situación y en un compromiso.

Le había pedido que llevara la escultura a mis anfitriones durante la tarde del domingo. Esperaba así que en el momento en que abandonara su morada, tras haber compartido con ellos el almuerzo pascual, recibieran el regalo con el que les expresaba mi agradecimiento. Como la entrega parecía muy difícil en un día semejante, pensé que el gesto podría tener lugar perfectamente al día siguiente, y que incluso podía ser más delicado de ese modo. La cortesía se aviene bien con cierta morosidad.

Pero Baldi no quiere correr el riesgo de defraudarme. De modo que se las arregla para conseguir cuatro jóvenes porteadores que llegan y llaman a la puerta de mis anfitriones cuando todavía nos encontrábamos en pleno almuerzo. Todo el mundo se levanta, echa a correr en todas direcciones, y aquello resulta un zafarrancho y un escándalo… Yo no sabía ya dónde meterme, sobre todo cuando los porteadores, bastante inexpertos y creo que algo borrachos, tiran por el suelo un banco de piedra que se parte en dos y pisotean los parterres de flores como una manada de jabalíes.

¡Qué vergüenza!

Gregorio enrojeció de rabia contenida, su mujer resoplaba y las niñas reían. Lo que tenía que haber sido un gesto elegante se transformó en una ruidosa bufonada.

Aquel día me tenía reservadas otras sorpresas.

En cuanto a eso del mediodía franqueé —acaso por última vez— el umbral de la casa Mangiavacca, Gregorio me recibió como a un hermano, me cogió del brazo y me condujo a su gabinete, donde estuvimos charlando hasta que su mujer y las niñas estuvieron listas. Me preguntó si había tomado ya una decisión sobre mi viaje, y le respondí que seguía dispuesto a irme en los próximos días y que me inclinaba sobre todo por regresar a Gibeleto, aunque todavía tenía mis dudas.

Me insistió entonces en que mi marcha le provocaba sufrimiento, que siempre sería bienvenido en su casa, y que si a pesar de todo decidía quedarme en Génova, haría todo lo posible para que no me arrepintiera de ello nunca; después me preguntó si ya no pensaba ir a Londres. Le respondí que no lo excluía, pero que a pesar de la atracción que ejercía sobre mí el libro del centésimo nombre, la sensatez me imponía regresar a Oriente, tomar de nuevo las riendas de mi negocio, abandonado desde hacía mucho tiempo, y asegurarme de que mi hermana había recuperado a sus hijos.

Gregorio no parecía escucharme más que a medias y se puso a elogiar las ciudades por las que pasaría si pusiera rumbo a Inglaterra, ciudades como Niza o Marsella, Agde, Barcelona o Valencia, y sobre todo Lisboa.

A continuación me pidió, con su mano apoyada pesadamente sobre mi hombro:

—En caso de que cambiaras de opinión, ¿podrías hacerme un favor?

Le respondí con toda sinceridad que nada me haría más feliz que reintegrarle algo de mi deuda moral, después de todo lo que él había hecho por mí. Me explicó entonces que la situación que se le presentaba en estos últimos tiempos a causa de la guerra anglo-holandesa había perturbado un tanto sus negocios, y que tenía un mensaje importante que hacer llegar a su agente en Lisboa, un tal Cristoforo Gabbiano. Después sacó del cajón una carta ya escrita, cerrada y sellada.

—Tómala —me dijo—, y consérvala con gran cuidado. Si partes hacia Londres por mar, tendrás que pasar necesariamente por Lisboa. Entonces te estaré infinitamente agradecido si llevas esta carta a Gabbiano en propia mano. Me harás un enorme favor. Por el contrario, si decides otro rumbo y no puedes devolverme esta carta, prométeme que la quemarás sin abrirla.

Así se lo prometí.

Hubo otra sorpresa, en este caso más bien agradable, cuando poco antes de sentarnos a la mesa ordenó Gregorio a su hija mayor que me llevara a dar una vuelta por el jardín. Esos escasos minutos confirmaron mis mejores impresiones con respecto a esta muchacha. Siempre sonriente, caminando con gracia, conocía el nombre de todas las flores. Yo la oía hablar diciéndome que si mi vida hubiera tomado otro rumbo, si no hubiese conocido a Marta, si no tuviera mi casa, mi negocio y a mi hermana al otro lado del mar, habría podido ser feliz con la hija de Gregorio… Pero es demasiado tarde, y le deseo que sea feliz sin mí.

No sé si para terminar la enumeración de tan nimias peripecias de mi jornada pascual no debería señalar que la esposa de mi amigo, la virtuosa dama Orietina, me ha acogido hoy con una sonrisa y una cierta manifestación de alegría. Sin duda se debe a que sabe que estoy a punto de partir para no regresar nunca más.

Lunes, 26 de abril de 1666

Estaba sentado en mi cuarto, ante la ventana, la mirada fija en la lejanía, cuando se abrió bruscamente la puerta. Me volví. Bajo el dintel se hallaba un jovencísimo marinero que me preguntaba jadeante, sin soltar el picaporte, si me disponía a marcharme a Londres. Quedé anonadado en ese mismo instante por lo que me pareció una llamada del destino, y le dije que sí. Me suplicó entonces que me diera prisa, porque estaban a punto de retirar la escalerilla. Recogí inmediatamente mi escaso equipaje en dos bultos y se los llevó bajo unos brazos que parecían las alas de un ángel. Tenía el muchacho largas mechas rubias sujetas por un gorro que amenazaba con caérsele. Le seguí escaleras abajo, llegamos al vestíbulo y me detuve lo justo para lanzarle a la mujer del posadero unas monedas y una despedida.

A continuación corrimos por las callejas, luego por el muelle, hasta la pasarela, que remonté con la lengua fuera. «Vaya, por fin —me dijo el capitán—, ya nos íbamos sin vuestra merced». Yo estaba demasiado sofocado como para hacerle la menor pregunta, sólo se me dilataron los ojos de asombro, pero nadie se dio cuenta.

Escribo estas líneas a bordo del Sanctus Dionisius. Sí, ya estoy en alta mar.

Llegué a Génova sin pretenderlo, y la dejo un mes más tarde de la misma manera, o casi. Todavía estaba yo dándole vueltas a los inconvenientes y las ventajas de volver enseguida a Gibeleto pasando tal vez antes por Esmirna, por Quíos, o dando cualquier otro rodeo, cuando resulta que mi camino ya lo ha trazado la Providencia a mis espaldas.

Me desplomé en una silla para recuperar el aliento y no dejaba de preguntarme si a quien esperaban era a mí. ¿No sería a otro viajero a quien el pequeño marino tenía que haber localizado en la pensión de La Cruz de Malta? Me levanté y barrí con la mirada todo el muelle esperando ver un hombre que llegara gritando y agitando los brazos. Pero nadie corría. Sólo había unos cuantos cargadores doblados, unos aduaneros tranquilos, empleados, curiosos, paseantes endomingados.

Entre los últimos reconocí un rostro familiar: Baldi. Melchione Baldi. Al que ayer maldije cien veces en casa de Gregorio. Pegado a la pared, me hacía señas. El rostro le brillaba de sudor y de júbilo. Ya me había dicho que se pasaba los domingos, los días de fiesta y todas sus horas libres en el puerto, viendo llegar y partir navíos, hablando con los marineros. Comerciante y soñador, «ladrón» o más bien «acechador» de viajes… Después del apuro en que me metió ayer, me habría gustado dirigirle unos cuantos reproches en vez de unas sonrisas, y a punto estuve de desviar la vista para que no se cruzara la suya con la mía. Pero habría sido una mezquindad comportarme así al disponerme a abandonar Génova para siempre. El hombre creía que me hacía un favor, y todavía debe imaginarse que todo funcionó a la perfección con la escultura de Baco y que le estoy reconocido. Así que olvidé mi resentimiento y le dirigí un gesto amistoso, cálido y entusiasta como si acabara de reconocerlo allá a lo lejos. Entonces agitó todos sus miembros y manifestó su alegría por aquel encuentro final. Yo también sentí alivio —y es ésta una característica que me he reprochado siempre— por aquella muda reconciliación.

Con lentitud, el navío empezó a alejarse del muelle. Baldi seguía haciéndome señales con un pañuelo blanco, y de manera intermitente le hacía yo señas con la mano. Al mismo tiempo volvía la vista a todas partes alrededor, intentado comprender aún en virtud de qué prodigio me hallaba yo en aquel barco. No estaba, ni lo estoy en el momento en que escribo estas líneas, ni triste ni alegre. Tan sólo intrigado.

Tal vez lo más sensato sería escribir al final de esta página «¡Hágase Su voluntad!», porque en cualquier caso se hará…

En el mar, 27 de abril

Ayer hablaba yo de Providencia, porque así es como he visto que lo escriben los poetas y los grandes viajeros. Pero no puedo engañarme. Aparte de considerar que todos nosotros —poderosos o débiles, hábiles o ingenuos— somos instrumentos ciegos suyos, en este caso la Providencia nada tiene que ver. Sé perfectamente qué mano trazó esta ruta, qué mano me conduce hacia el mar, hacia Poniente, hacia Londres.

En su momento, en pleno sofoco, en medio de la sorpresa, en el barullo de la partida, no lo comprendí. Pero esta mañana todo me resulta evidente. Al decir todo, creo que exagero un poco. Sé quién me ha empujado así, y adivino mediante qué ardides me ha hecho aceptar Gregorio la idea de partir hacia Inglaterra, pero no consigo comprender aún todos sus cálculos. Supongo que intenta todavía que me case con su hija y que pretende evitar que regrese a Gibeleto, de donde acaso no habría vuelto jamás. Este otro viaje de algunos meses al otro lado del mundo le da tal vez la sensación de mantenerme aún en su regazo.

No le guardo rencor a Gregorio, ni a cualquier otro. Nadie me ha forzado a partir. Habría bastado con decirle que no al rubio emisario y todavía estaría yo en Génova, o tal vez en la derrota del Oriente. Pero el caso es que corrí para no perder este barco.

Si la culpa es de Gregorio, yo soy cómplice suyo, como lo son la Providencia, el año de la Bestia y El centésimo nombre.

En el mar, 28 de abril

Anoche, cuando acababa de escribir unas cuantas líneas resignadas, vi pasar por el puente al joven marinero rubio que me fue a buscar a la pensión. Le indiqué que se acercara con la intención de hacerle dos o tres apremiantes preguntas. Mas había en sus ojos un miedo infantil; así que me limité a ponerle en la mano una moneda de plata, sin decir palabra.

La mar está en calma desde que partimos, pero me encuentro enfermo. Es como si, en el mar, la contrariedad me afectara más que las olas.

En este momento la cabeza no me da vueltas y tampoco las entrañas. Pero no me atrevo a seguir mucho tiempo inclinado sobre el cuaderno. El olor de la tinta, que no suelo percibir normalmente, me incomoda hoy.

Así que lo dejo ahora mismo.