Viernes, 1 de enero de 1666
El año de la Bestia ha empezado, y es una mañana como cualquier otra. La misma luz tras los postigos, los mismos ruidos ahí fuera; y en la vecindad he oído cantar un gallo.
Buméh no se deja vencer por eso. Nunca dijo, asegura él, que el mundo fuera a desaparecer así, de la noche a la mañana. Es cierto, nunca lo afirmó claramente, pero ayer se comportaba como si las puertas del Infierno estuvieran a punto de abrirse. Mejor sería que abandonase ese aire desdeñoso y se confesara tan ignorante como todos nosotros. No le vendría mal a su alma. Todavía se empeña en profetizar a su manera.
—Los nuevos tiempos llegarán con su propio compás —proclama mi sobrino el oráculo.
Tardarán un día, o una semana, o un mes, o tal vez todo el año, pero lo que es seguro, afirma, es que el impulso se ha dado, que la metamorfosis del mundo está en curso y que todo quedará sellado antes de que termine 1666. Él y su hermano quieren hacernos creer ahora que nunca tuvieron miedo, y que el único aterrorizado era yo, su tío. Cuando ayer, desde la mañana a la noche, respiraban con dificultad y rondaban con miradas de presas acorraladas.
Maimún pasó la noche de ayer y el día de hoy en el barrio judío y me informa de que su comunidad de Constantinopla estaba atónita estas últimas semanas con las noticias que llegaban de Esmirna, y que todos, ricos y pobres, doctos e ignorantes, santos y granujas, todos, con la excepción de unos pocos sabios, esperan la llegada de Sabbatai con desmedida esperanza. Limpian las casas y las calles, las ornamentan como para una boda, y crece el rumor, lo mismo que en Esmirna y en otros muchos lugares, al parecer, de que el sultán se dispone a depositar su turbante y su diadema a los pies del rey mesías a cambio de salvar la vida y de un lugar en el reino venidero, el Reino de Dios en la tierra.
Domingo, 3 de enero de 1666
En la iglesia de los capuchinos se ensaña el predicador con los que anuncian el fin del mundo, con quienes sacan deducciones de los números y en especial con quienes se dejan embaucar. Afirma que el año que empieza será un año como los demás, y se burla del mesías de Esmirna. Los fieles sonríen ante sus sarcasmos, pero se santiguan con terror cuando menciona la Bestia o el Apocalipsis.
4 de enero
A mediodía se produjo por mi culpa un incidente que habría podido tener las peores consecuencias. Pero gracias a Dios tuve bastante presencia de ánimo para enderezar la barca que empezaba a zozobrar.
Fui a dar un paseo con Marta y Hatem, y nuestros pasos nos condujeron hacia la zona de la mezquita nueva, donde hay numerosos libreros. Al ver los libros apilados me entraron de pronto ganas de preguntarles por El centésimo nombre. Mis anteriores desventuras, primero en Trípoli y después en Constantinopla, deberían haberme aconsejado prudencia, pero mis deseos de poseer aquel libro fueron más fuertes, y yo mismo me daba de manera insensata las mejores razones para prescindir de toda prudencia. Me dije que en la atmósfera que reinaba en Esmirna, y aunque la efervescencia hubiera decaído desde la marcha de Sabbatai, ciertas cosas que en un momento dado habrían sido sospechosas o prohibidas serían ahora toleradas. Me convencí de que mi aprensión era en cualquier caso excesiva, y hasta injustificada.
Ahora sé que no lo era. Apenas pronuncié el nombre de Mazandarani y el título del libro, la mayor parte de las miradas se tornaron huidizas, otras recelosas, y algunas hasta amenazadoras. Nada concreto me dijeron, y nada hicieron contra mí; todo sucedió de manera amortiguada, inaprensible, indemostrable; pero hoy tengo la convicción de que las autoridades han advertido a los libreros tajantemente contra ese libro y contra cualquiera que lo busque. En Esmirna y en Constantinopla, y también en Trípoli o en Alepo y en todas las ciudades del Imperio.
Por miedo a que me acusaran de pertenecer a alguna cofradía secreta que pretende remover el trono del sultán, cambié inmediatamente de discurso y me lancé a una descripción minuciosa y fantástica de la encuadernación del libro, «tal como lo han descrito», buscando hacerles creer que era eso lo único que me interesaba en mi calidad de comerciante. Dudo mucho que mi cambio de discurso haya engañado a mis interlocutores. Tal vez por eso uno de ellos, hábil comerciante, se apresuró a traerme de su tienda una obra cuya encuadernación se parecía un poco a la que yo describía —toda ella en madera damasquinada, con título incrustado en nácar y con finas bisagras como las de un cofrecillo—. Ya había tenido yo en mi tienda una obra encuadernada de aquella manera tan poco habitual, pero no era evidentemente El centésimo nombre…
La obra que me trajo el librero habla del poeta turco Yunus Emre, muerto en el siglo VIII de la Hégira, el XIV de nuestra era. Lo hojeé un poco y comprobé que no era una simple recopilación, sino una mezcla de poemas, comentarios y anécdotas biográficas. Comprobé sobre todo la encuadernación, pasé varias veces los dedos por encima para comprobar que estaba correctamente damasquinada, sin aspereza alguna. Y, desde luego, lo compré. Con toda aquella gente que me observaba no iba a desmentir las palabras que acababa de pronunciar. El librero me lo vendió por seis piastras, con lo que ha hecho un buen negocio. Pero yo también. Por seis piastras he aprendido una lección que vale mi peso en oro: no volveré a hablar nunca más del centésimo nombre en tierra otomana.
Martes, 5 de enero de 1666
Anoche, antes de acostarme, leí algunos pasajes del libro que me vendieron ayer. Algo había oído hablar de Yunus Emre, pero no había leído nada suyo hasta ahora. Hace muchísimos años que leo a poetas de todos los países, a veces me aprendo de memoria algunos versos, y nunca había leído nada igual. No me atrevo a decir que sea el más grande, mas para mí es el más sorprendente.
Una mosca hizo tambalearse a un águila
Y le hizo morder el polvo
Ésa es la pura verdad
Yo mismo he visto el polvo.
El pez saltó hasta el álamo
Para comer alquitrán en vinagre
La cigüeña parió un borriquillo
¿En qué idioma hablará?
Al despertarme me sentía feliz de haber descubierto aquel libro, pero la noche me aconsejó que no lo retuviera, sino que se lo regalara a un hombre que lo mereciese y que supiese apreciar su lengua mejor que yo: Abdelatif, el escribano íntegro. Tenía una deuda con él y había que saldarla, y hasta ese momento no sabía cuál era la manera más adecuada. Ni una joya, ni una tela valiosa, que sus principios le habrían obligado a rechazar, ni un Corán iluminado, que un musulmán no puede aceptar así como así de manos de un genovés. Nada mejor, me dije, que un libro profano, de agradable lectura, que repasaría de vez en cuando con placer recordándole mi gratitud.
Así que por la mañana me fui a la ciudadela con el regalo bajo el brazo. Al principio, el hombre se quedó sorprendido. Incluso me pareció algo desconfiado, como si temiera que a cambio le fuera a pedir algún favor que ofendiera sus escrúpulos. Me ponderó lentamente con la mirada, hasta el punto de que comencé a arrepentirme de mi gesto. Pero enseguida se distendió su rostro y me dio un abrazo, me llamó amigo y le ordenó a un buen hombre que había junto a la puerta que nos trajera café.
Cuando al cabo de un rato me levanté para marcharme, me acompañó fuera llevándome del brazo. Todavía parecía conmovido por mi gesto, que no esperaba en modo alguno. Antes de irme me preguntó por primera vez dónde residía yo normalmente, dónde me alojaba en Esmirna y por qué razón me interesaba por la suerte del marido de Marta. Le expliqué sin rodeos que aquel individuo la había abandonado años antes, que ella no tenía noticias de él y que, por lo tanto, no sabía si estaba todavía casada o no. Abdelatif se mostró muy desolado por no haber podido hacer nada para disipar la incertidumbre.
Ya de regreso, empecé a pensar en la sugerencia de Hatem de unas semanas antes, la de conseguirle a Marta un falso certificado de la muerte de su marido. Si un día hubiera que acudir a medios tales, me dije, no es a este nuevo amigo, a este hombre tan recto, a quien podría pedir ayuda.
Hasta el momento, he querido explorar caminos menos peligrosos. ¿Pero cuánto tiempo habrá que aguardar aún? ¿Cuántos escribanos, cuántos jueces, cuántos jenízaros tendré aún que interrogar y untar sin conseguir nunca el menor resultado? No es el gasto lo que me inquieta, pues Dios me ha retribuido con largueza. Pero habrá que regresar a Gibeleto sin más tardanza y será necesario entonces poseer algún tipo de documento que le devuelva su libertad a «la viuda». Lo que no puede ser es que vuelva a encontrarse a merced de su familia política.
Al llegar «a casa», con la cabeza todavía zumbándome, encontré a todos los míos esperándome para sentarse a la mesa, y tuve por un momento la tentación de preguntarle a cada uno de ellos si no pensaban que había llegado ya el momento de regresar. Pero paseé la mirada alrededor y me impuse enseguida silencio. A mi derecha estaba sentado Maimún, y a mi izquierda Marta. A ella, si le hubiera sugerido que volviéramos al pueblo, habría sido como si la abandonase, o peor, como si la entregase atada de pies y manos a sus perseguidores; y a él, que vivía ahora en mi casa, ¿cómo decirle que había llegado el momento de abandonar Esmirna? Sería como decirle que estaba harto de alojarlo, como si lo echara.
Estaba yo pensando que había hecho bien en callarme, y que si hubiera abierto la boca sin pensarlo lo habría lamentado hasta el fin de mis días, cuando Buméh, volviéndose hacia mí, dijo bruscamente:
—Es a Londres donde debemos ir, allí es donde se encuentra el libro que buscamos.
Tuve un sobresalto. Por dos razones. La primera, por la manera en que me miró mi sobrino al hablar, como si hubiera escuchado la pregunta que había silenciado y me respondiera. Sólo es una impresión, ya lo sé, una falsa impresión, una impresión insensata. Es imposible que ese iluminado me adivine los pensamientos. Sin embargo había en su mirada, en el tono de su voz, una mezcla de aplomo y de ironía que me hizo sentir molesto. La segunda razón de mi sorpresa es que le había hecho prometer a todos que no le dirían nada a Buméh de la estatuilla recuperada, ni que Wheeler podía estar en posesión de libro del Mazandarani. ¿Quién ha podido revelar el secreto? Habib, desde luego. Le miré, él me miró a su vez, a los ojos, con descaro, con desafío. Era de esperar. Después de lo que pasó al día siguiente de Navidad, la bofetada que recibió y la expulsión de la criada, era de esperar esa venganza.
Me volví hacia Buméh y le respondí con irritación que no tenía intención alguna de seguir otra vez sus consejos, y que el día en que me fuera de Esmirna sería para retornar a casa, a Gibeleto, y a ninguna otra parte. «¡Ni Londres, ni Venecia, ni el Perú, ni la China, ni el país de los búlgaros!», grité.
Nadie en la mesa se atrevió a contradecirme. Todos, incluido Habib, bajaron la vista en señal de sumisión. Pero me equivocaría si pensara que se ha acabado la discusión. Ahora que sabe dónde se halla el libro, Buméh va a acosarme como él sabe hacerlo.
7 de enero
Ha llovido durante todo el día, con gotillas frías y finas, que pinchan como puntas de alfileres. Me he pasado el día sin asomar la nariz fuera ni una sola vez, y sin alejarme mucho del brasero. Siento un dolor en el pecho, tal vez por el frío, que se me ha pasado al entrar en calor. No se lo he dicho a nadie, ni siquiera a Marta, ¿para qué la voy a inquietar?
Desde el martes no habíamos hablado de nuestro regreso, ni de nuestro próximo destino, pero Buméh ha puesto las cartas sobre la mesa esta noche. Dice que puesto que hemos emprendido este viaje para conseguir el libro del centésimo nombre, no sería razonable volver a Gibeleto sin haberlo conseguido y pasarnos el resto del año languideciendo y temblando. A punto he estado de responderle en igual tono que ayer, pero la atmósfera se había serenado y no se prestaba mucho a palabras autoritarias, así que preferí interrogar a unos y otros sobre la actitud a adoptar.
Empecé por Maimún, que primero dijo no querer inmiscuirse en un asunto que afectaba a nuestra familia; luego, cuando le insistí, les aconsejó educadamente a mis sobrinos que confiaran en mi edad y en mi criterio. ¿Acaso podía responder de otro modo un invitado respetuoso? Pero consiguió por parte de Buméh la siguiente réplica: «A veces, en una familia, el hijo se comporta con más sensatez que el padre». Maimún se quedó desconcertado durante un breve instante, pero al final estalló en sonoras carcajadas. Incluso le golpeó en el hombro a mi sobrino, como para decirle que si le hacía ilusión apreciaba su capacidad de respuesta, pero que no se la tenía en cuenta. No volvió sin embargo a decir ni una palabra en toda la velada.
En cuanto a mí, aproveché aquello y también las risas para no caer en una nueva discusión con Buméh sobre Inglaterra. Además, volvía a sentir el dolor en el pecho y prefería no irritarme. Tampoco Marta expresó opinión alguna. Pero cuando Habib le contestó a su hermano: «Si hay algo que encontrar, es aquí en Esmirna donde lo encontraremos. No sabría deciros por qué, pero es así, y así lo siento. Bastará con tener paciencia», ella asintió con una gran sonrisa y un «¡Dios te guarde, has dicho cuanto había que decir!».
Yo soy cada vez más desconfiado y me digo a mí mismo que la actitud de Habib se debe, como siempre, a razones sentimentales. Hoy ha estado fuera todo el día, y ayer también. Se le pasó el enfado, y ya debe de estar otra vez detrás de alguna de esas bellezas.
8 de enero
Hoy me he enterado de algo que va a desviar el curso de mi existencia. Dirán algunos que cuando se desvía una existencia retorna al cauce que, en rigor, debía ser el suyo. Sin duda…
Todavía no se lo he dicho a nadie, ni siquiera a Marta, la más interesada. Terminaré por decírselo, desde luego, pero no antes de reflexionar bastante, yo solo, sin dejarme influenciar por nadie, hasta decidir el camino que tengo que seguir.
Por la tarde, cuando me levantaba de la siesta, vino Hatem a decirme que un joven quería verme. Traía una nota del escribano Abdelatif, quien me solicitaba tuviera a bien honrarle visitando su domicilio, cuyo camino me indicaría su hijo.
Vive no lejos de la Ciudadela, en una casa menos modesta de lo que habría yo imaginado, pero que comparte, según creí entender, con tres hermanos suyos y sus familias. Reina allí un continuo ir y venir de niños que se pelean, de mujeres descalzas que los persiguen y de hombres que levantan la voz para que se les obedezca.
Una vez intercambiados los saludos de rigor, Abdelatif me condujo a una habitación más tranquila en el piso superior, y allí me senté en el suelo, junto a él.
—Creo saber dónde se encuentra el hombre que vos buscáis.
Una de sus sobrinas nos trajo unos refrescos. Esperó para continuar a que se hubiera marchado y hubiera cerrado la puerta tras ella.
Me informó entonces de que el llamado Sayyaf había sido detenido, en efecto, en Esmirna, cinco o seis años antes, por hurto, pero sólo había permanecido un año en prisión. Después, se supone que se marchó a las islas, a Quíos concretamente, donde parece que halló manera de prosperar Dios sabe con qué medios.
—Si no han vuelto a molestarle es porque goza de cierta protección… Parece incluso que los habitantes de allí le temen.
Mi amigo se calló unos instantes, como para recuperar el aliento.
—He dudado un tanto antes de hacer venir a vuestra excelencia, se supone que yo no debería aportar detalles de este tipo a un comerciante genovés. Pero me reprocharía a mí mismo si dejara que un hombre de bien malgastara su tiempo y su dinero buscando a un indeseable.
Le expresé mi gratitud en todas las fórmulas árabes y turcas que se me vinieron a la boca, le di un fuerte abrazo y le besé en la barba, como a un hermano. Después me marché, sin dejarle entender en ningún momento en qué desconcierto acababa de precipitarme.
¿Qué debería yo hacer ahora? ¿Y qué debería hacer Marta? Había emprendido ella este viaje con el único fin de conseguir pruebas de que su marido estaba muerto. Pero lo que ahora se constata es lo contrario. El hombre está vivo y bien vivo, y ella ya no es una viuda. ¿Podremos seguir viviendo juntos bajo el mismo techo? ¿Podremos volver alguna vez juntos a Gibeleto? Todo esto me da vértigo.
He vuelto de la casa de Abdelatif hace apenas dos horas, y les he dicho a los míos, que me esperaban inquietos, que tan sólo quería mostrarme un antiguo aguamanil de oro que poseía su familia. Marta no parece haberme creído, pero no me siento preparado aún para contarle la verdad. Lo haré mañana, sin duda, o pasado mañana como muy tarde. Pues querrá ella seguramente saber mi opinión sobre la conducta a seguir, cuando en este momento me siento incapaz de dar consejo alguno. Si estuviera tentada de presentarse en Quíos, ¿debería disuadirla? Y si se empeñara, ¿debería ir con ella?
Me habría gustado que Maimún estuviera aquí esta noche, le habría preguntado su opinión como lo hice en Tarso y en otras ocasiones. Pero se comprometió a pasar el sabbat con el rabino que ha llegado de Constantinopla y no volverá hasta el sábado por la noche o hasta el domingo.
También Hatem es un hombre de buen criterio, y de buen sentido. Le veo atareado al fondo del cuarto, esperando que termine de escribir para venir a hablar conmigo. Pero él es mi asistente y yo soy el patrón, y me resisto a mostrarme ante él indeciso o desamparado hasta ese extremo.
9 de enero
Finalmente, se lo conté todo a Marta mucho antes de lo que había previsto.
Nos echamos en la cama anoche y la tomé en los brazos. Cuando se ovilló con la cabeza, el pecho y las piernas contra mí, tuve de repente la sensación de que abusaba de ella. Así que me repuse, me pegué a la pared, le pedí que se sentara a mi lado y tomé calurosamente sus manos entre las mías.
—Me he enterado de algo hoy en casa del escribano, y esperaba a que estuviéramos solos tú y yo para hablarte de ello.
Me esforcé en adoptar el tono más neutro, ni el de las buenas noticias ni el de los pésames. No habría estado bien, creo yo, anunciar con voz contrita que determinada persona no estaba muerta. Una persona a la que sin duda ella ha aprendido a detestar, pero no que deja de ser su marido, que fue su gran amor y quien mucho antes que yo la había rodeado con sus brazos.
Marta no mostró ni sorpresa, ni alegría, ni decepción, ni desconcierto. Nada. Tan sólo dejó de moverse. Inmóvil, como una estatua de sal. Silenciosa. Sin respirar apenas. Sus manos estaban aún en las mías, que las había olvidado allí.
Yo me quedé también inmóvil y mudo. La observaba. Hasta que dijo, sin salir de su letargo:
—¿Qué le podría decir?
En lugar de responder a lo que no era una auténtica pregunta, le aconsejé que dejara pasar una noche antes de tomar la menor decisión. No parece que me oyera, me volvió la espalda y no dijo nada hasta por la mañana.
Cuando me desperté, ya no estaba en la cama. Sentí inquietud de pronto, pero cuando salí de la habitación la vi en el salón, limpiando los pomos de las puertas y quitándole el polvo a las estanterías. Algunas personas, cuando la angustia se apodera de ellas, no consiguen mantenerse de pie, mientras que otras, por el contrario, se agitan y gesticulan hasta el agotamiento. La pasada noche creí que Marta pertenecía a la primera categoría. Desde luego, me equivoqué. El sopor ha sido sólo pasajero.
¿Ha tomado ya una decisión? Cuando escribo estas líneas, lo ignoro. Ni siquiera le he planteado la cuestión, por miedo a que se sienta obligada por lo que me dijo durante la noche. Creo que si realmente estuviera decidida a marcharse, lo primero que habría hecho es recoger sus cosas. Debe dudar aún.
Yo no la apremio, dejo que dude.
10 de enero
Cuán dulces eran aquellas primeras noches, tendidos uno junto al otro aparentando obedecer los caprichos de la Providencia, jugando ella a ser mía y fingiendo yo que la creía. Ahora que nos amamos, ya no jugamos y las sábanas están tristes.
Si me muestro desilusionado es porque Marta ha tomado ya una decisión y no encuentro ningún argumento para oponerme. ¿Qué le voy a decir? ¿Que se equivoca yendo a ver a su marido, cuando resulta que vive muy cerca de aquí y ella emprendió el viaje precisamente para arreglar el asunto y disipar cualquier duda? Al mismo tiempo estoy convencido de que nada bueno puede salir de ese reencuentro. Si ese individuo decidiera hacer uso de sus derechos sobre su esposa legítima, nadie podría oponerse a ello, ni ella, ni mucho menos yo.
—¿Qué piensas decirle?
—Le preguntaré por qué se marchó, por qué no volvió a dar noticias suyas, y si piensa volver al pueblo.
—¿Y si te obligara a quedarte con él?
—Si me quisiera tanto, no me habría abandonado.
Esa respuesta no significa decir nada. Me encogí de hombros y me desplacé hasta el borde de la cama, me puse de espaldas y me callé.
¡Hágase Su voluntad! Lo repito sin parar: ¡Hágase Su voluntad! Aunque rezo también para que Su voluntad no sea demasiado cruel, como otras veces.
13 de enero
Deambulo por las calles y las playas, a veces solo, a menudo con Maimún. Conversamos de esto y aquello, de Sabbatai, del Papa, de Amsterdam, de Génova, de Venecia y los otomanos; de todo, menos de ella. Pero en cuanto vuelvo a casa me olvido de nuestras hermosas palabras y no las registro aquí. Hace tres días que no escribo una línea. Para mantener un cuaderno de viaje hay que cultivar múltiples preocupaciones, y yo no tengo más que una. Me preparo en mi recogimiento para aceptar la idea de que voy a perder a Marta.
Desde que me anunció su decisión de presentarse en casa de su marido, no ha vuelto a decir nada. No mencionó fecha alguna y no se ha preocupado de la manera de viajar hasta Quíos. ¿Será indecisión? Para que no se apresure, no le hago pregunta alguna. Le hablo a veces de su padre, de Gibeleto y de algunos recuerdos agradables, como nuestro encuentro inesperado al salir de Trípoli, o nuestra noche en casa del sastre Abbas, al que Dios guarde.
Por la noche ya no la tomo en mis brazos. No porque a mis ojos vuelva a ser la mujer de otro, sino porque no quiero que se sienta culpable. Hasta he pensado no volver a dormir en su cuarto, y regresar al mío, que he usado poco en los últimos tiempos. Tras un día de vacilación, cambié de opinión. Habría cometido una imperdonable falta de tacto. Mi gesto no habría sido el de un amante caballeresco, dispuesto a sacrificarse para no agobiar a su amada, sino una deserción, un abandono, y Marta habría visto en ello una invitación a regresar cuanto antes a su «hogar».
Así que sigo durmiendo con ella. Le doy un beso en la frente y a veces le cojo la mano sin acercarme demasiado. La deseo más que antes, pero no pienso hacer nada que pueda asustarla. Que quiera hablar con su marido y hacerle las preguntas que desde hace años tiene en la cabeza, eso lo comprendo. Pero nada la obliga a ir inmediatamente. El hombre está viviendo en Quíos desde hace años, y no va a desaparecer mañana mismo. Ni pasado mañana. Ni en una semana. Ni en un mes. No, no hay ninguna prisa. Todavía podemos aprovechar unas migajas antes de que quiten la mesa.
17 de enero
Marta se pasó la tarde en su cuarto, llorando sin parar. Fui varias veces a acariciarle la frente, el pelo, las manos. No me dijo nada ni me sonrió, pero tampoco se opuso a mis ternuras.
Cuando nos metimos en la cama, todavía estaba llorando. Me sentía impotente. Para no permanecer mudo, pronuncié unas frases banales para consolarla: «Todo se arreglará, ya lo verás». ¿Qué otra cosa podía decir?
Cuando de repente se volvió hacia mí y me espetó, iracunda y lastimosa al mismo tiempo:
—¿Es que no me vas a preguntar qué es lo que tengo?
No, no tenía razón alguna para preguntárselo. Sabía muy bien por qué lloraba, o al menos creía saberlo.
—He tenido una falta.
Tenía las mejillas color cera, y los ojos dilatados por el espanto.
Necesité un buen rato para entender lo que intentaba decirme.
—¿Estás embarazada?
En aquel momento debía yo tener una tez tan cadavérica como la suya.
—Eso creo. El retraso es de una semana.
—Con sólo una semana no se puede tener seguridad.
Puso la mano sobre su vientre, tan liso.
—Yo estoy segura. El niño está aquí.
—Pero tú me habías dicho que no te podías quedar embarazada.
—Eso me han dicho siempre.
Dejó de llorar, pero se quedó embobada, con la mano en el vientre, palpándolo. Le limpié los ojos con un pañuelo, después me senté pegado a ella, al borde de la cama, y la estreché por el hombro.
Me esforzaba en consolarla, no me sentía menos afectado que ella. Ni menos culpable. Habíamos transgredido las leyes de Dios y las de los hombres al vivir como marido y mujer, convencidos de que nuestros jugueteos no iban a tener consecuencias. A causa de la supuesta esterilidad de Marta, que hubiera debido parecernos una maldición y en la que por el contrario veíamos un favor del Cielo, una promesa de impunidad.
La promesa no se ha cumplido, y el niño está ahí.
El niño. Mi hijo. Nuestro hijo.
A mí, que sueño con tener un heredero, resulta que el Cielo me da uno, concebido además en el seno de la mujer que amo.
Y Marta, que tanto ha sufrido por ser o por creerse estéril, resulta que lleva un hijo dentro de sí, concebido no en el lecho del granuja con el que se extravió en su juventud, sino bajo el techo de un hombre de bien que la ama y al que ella ama.
Uno y otro deberíamos sentir la mayor alegría, éste tendría que ser el momento más bello de nuestra existencia, ¿no es así? Mas no es así como el mundo nos obliga a reaccionar. Estamos obligados a considerar al hijo como una maldición, como un castigo. Tenemos que acogerlo con luto y echar de menos el bendito tiempo de la esterilidad.
Si así es el mundo, yo me digo: ¡que perezca! Que lo barra un diluvio de agua o fuego, o que el soplo de la Bestia lo aniquile y se lo trague, y ¡que perezca!
Cuando el verano pasado me dijo Marta, cabalgando a mi lado por las montañas de Anatolia, que no temía el fin del mundo, sino que por el contrario lo esperaba y la esperanzaba, no entendí gran cosa de su furor. Ahora la comprendo y lo comparto.
Y quien flaquea ahora es ella.
—Tengo que ver a mi marido en esa isla, cuanto antes.
—¿Para que crea que el niño es suyo?
Asintió con la cabeza y me acarició la frente y el rostro con aire lastimero.
—Pero ese niño es mío.
—¿Te gustaría acaso que le llamaran bastardo?
—¿Y a ti te gustaría que le llamaran vástago de golfo?
—Sabes muy bien que tiene que ser así. No podemos hacer otra cosa.
Yo admiraba a Marta porque se había atrevido a rebelarse contra la suerte, así que no pude disimular mi decepción.
—Dicen que cuando una mujer lleva un hijo en su seno, éste le presta valentía, pero a ti el niño que llevas te vuelve medrosa.
Se apartó de mí.
—¿Que me falta valor, dices? Voy a ponerme en manos de un hombre que no me quiere, que me insultará y me pegará y me encerrará hasta el fin de mis días. Todo eso para impedir que a mi hijo le llamen un día bastardo. ¿A una madre así la llamas cobarde?
Tal vez no tendría que haberle hecho reproches, pero pienso cada palabra que le dije. ¿Quiere decir que está dispuesta al sacrificio? El sacrificio de sí misma revela tanta valentía como cobardía. La valentía verdadera consiste en enfrentarse al mundo, defenderse de sus asaltos a pie firme y morir de pie. Entregarse a los golpes es, en el mejor de los casos, una honrosa huida.
¿Por qué iba yo a aceptar que la mujer que amo se fuera a vivir con un malhechor llevándose al hijo que juntos hemos concebido, que ella no esperaba tener y que le he dado yo? ¿Por qué? ¿Porque un cura borracho de Gibeleto les colocó un día las manos sobre la cabeza y farfulló tres frases rituales?
¡Malditas sean las leyes de los hombres, sus remilgos, sus casullas, sus ceremonias!
Lunes, 18 de enero de 1666
Me acabo de confiar a Maimún, y le da la razón a Marta, no a mí. Atiende a mis argumentos sin escucharlos, y sólo tiene una respuesta en los labios: «El mundo es así».
Dice que sería una locura permitirle que diera a luz a su hijo fuera de la morada de su esposo y que podría morir de angustia y de vergüenza. Cada día que pase la hallará más febril, dice, y que yo no debería intentar retenerla por más tiempo.
Para atenuar mi dolor, añade que está convencido de que un día, sin tardar mucho, ella volverá a mí. «El Cielo dispensa a menudo las desgracias a quienes no las merecen, pero a veces también a quienes las merecen», me promete, entornando los ojos como para discernir el fondo de las cosas. Quiere decir con ello que el esposo de Marta podría sufrir la suerte que merecen los bandidos, que la realidad podría enmendar el rumor, y que la futura madre de mi hijo se convertiría entonces en viuda… Eso, ya lo sé. Todo puede suceder, claro está. ¿Pero no sería lastimoso vivir a la espera de la muerte de un rival, rogándole todos los días al Cielo que se ahogue o que lo ahorquen? Un hombre más joven que yo, además. No, no es así como me planteo el resto de mi existencia.
Argumento y debato conmigo mismo, aun sabiendo que tengo la batalla perdida. Puesto que Marta no va a permitir que el vientre se le abombe bajo mi techo, puesto que no piensa más que en ir a disimular su culpa en el lecho de un esposo al que detesta, no puedo retenerla contra su voluntad. Las lágrimas no se le secan, y parece que adelgaza y se marchita de hora en hora.
De modo que, ¿qué puedo esperar? Que en cuanto vuelva a ver a su marido decida por alguna razón no quedarse en su casa, o que él mismo la eche. O tal vez podría yo pagarle a ese individuo determinada cantidad para que pida la anulación del matrimonio aduciendo que nunca se consumó. Ese hombre es sensible al dinero; si le pongo precio, podríamos irnos juntos de su casa, Marta, nuestro hijo y yo.
Ya estoy tejiendo un cuento de hadas. Pero necesito conservar algunas razones para vivir, aunque sean ilusorias. Mentirse a uno mismo es a veces la pasarela irreemplazable para aceptar las desgracias…
19 de enero
Marta me anunció anoche que al día siguiente salía para Quíos. Le dije que la acompañaría, y prometí al instante que no me interpondría en modo alguno entre ella y su marido, que me contentaría con merodear por aquellos parajes para que pudiera apelar a mí en caso de necesidad. Ha aceptado, no sin hacerme jurar dos veces que no haré nada que no me solicite expresamente, y asegurándome que su marido le rebanaría el pescuezo en el umbral mismo si sospechara lo que ha sucedido entre nosotros.
Hay dos maneras de llegar a la isla saliendo de Esmirna. Por la carretera, hasta el extremo de la península, atravesando después, en poco más de una hora en pontón, el estrecho para alcanzar la ciudad llamada Quíos. O bien bordeando la costa, de un puerto a otro. Ésta es la solución que me ha aconsejado Hatem, quien a petición de Marta se ha informado debidamente. Hay que contar con un día de viaje si el viento es propicio, y con dos si no lo es.
Mi asistente nos acompañará, y hasta pensé en llevarme a mis sobrinos. ¿No le prometí a mi hermana Piacenza que no me separaría de ellos? Mas tras sopesar los pros y los contras, he preferido dejarlos en Esmirna. Tenemos que arreglar en Quíos un asunto delicado, y temo que uno u otro puedan cometer alguna torpeza. Tal vez habría cambiado de opinión si ellos hubieran insistido en acompañarnos. Pero no, ninguno de los dos me lo pidió. Le rogué a Maimún que velara por ellos como un padre hasta mi vuelta.
¿Cuánto tiempo voy a quedarme en la isla? No lo sé. ¿Unos días? ¿Dos o tres semanas? Ya veremos. ¿Volverá Marta conmigo? Eso espero aún. Volver en su compañía a «nuestra» casa de Esmirna me parece ahora lo más bello que podría sucederme, cuando todavía estoy aquí, cuando todavía puedo contemplar sus paredes, sus puertas, sus alfombras y sus muebles mientras escribo estas líneas.
Maimún me dice que a mi regreso piensa emprender un largo viaje que le llevará a Roma, a París, a Amsterdam también, desde luego, así como a otros lugares. Promete hablarme de ello cuando tenga el espíritu más sosegado para escucharle. Pero ¿tendré ciertamente el espíritu más sosegado cuando regrese de Quíos?
Desea que le acompañe en su periplo. Ya veré. Por el momento, el menor proyecto me agota. Mis sueños son muy concretos: llegar a Quíos en compañía de Marta, volver de Quíos en su compañía.
22 de enero
Aproximarse en barco a Quíos, ver dibujarse poco a poco la línea de la costa, con las montañas al fondo e innumerables molinos cerca del mar, tendría que alegrar el corazón del viajero como una lenta recompensa. La isla se hace desear como una tierra prometida, antecámara del Cielo. Pero el viajero forzoso que yo soy no ansía más que el momento de volver a partir.
A lo largo de toda la travesía Marta ha permanecido en silencio, evitando con cuidado que su mirada se cruzara con la mía. Mientras, Hatem intentaba tranquilizarme contándome una fábula que oyó anteayer en el puerto de Esmirna y según la cual debe de haber en Quíos, hacia el interior de la isla, un convento en el que viven unas monjas bastante curiosas; como en algunos monasterios, acogen allí viajeros, pero de una manera bien distinta, ya que durante la noche aquellas santas mujeres, según dicen, acuden en busca de los visitantes y les prodigan atenciones que van mucho más allá de lo que exige el amor al prójimo.
Me apresuré a destruir secamente las ilusiones de mi asistente, asegurándole que había leído y oído fábulas similares relativas a otros muchos lugares. Pero cuando vi que me creía, y que en sus ojos se había apagado cierto resplandor, lamenté un tanto haberle roto así su sueño. Tal vez me habría mostrado más complaciente si conservara aún mi propia alegría.
En la isla de Quíos, 23 de enero de 1666
Desde que hemos llegado, Hatem se pasa el tiempo en las tiendas, en las tabernas y en las callejas del puerto viejo interrogando a la gente sobre el hombre que buscamos. Sorprendentemente, nadie parece conocerle.
¿Me habrá engañado Abdelatif? No veo por qué iba a hacerlo. ¿Le habrán engañado a él sus informadores? Acaso éstos se hayan equivocado simplemente de isla, confundiendo Quíos con Patmos, o con Samos, o con Castro, llamada en tiempos Mitilene.
En cualquier caso, el giro de los acontecimientos no me disgusta en absoluto. Todavía unos cuantos días de búsqueda, y regresaremos a Esmirna. Marta protestará y llorará, pero terminará por decidirse a ello.
Y me saltará al cuello el día en que le traiga, adquirido a precio de oro —¡aunque tenga que enterrar en ello un tercio de mi fortuna!—, un firmán que certifique que su marido está realmente muerto. Entonces nos casaremos, y si el Cielo no se ensaña con nosotros, su marido tendrá la bondad de no volver a poner los pies en Gibeleto.
Cuando seamos viejos, rodeados de nuestros hijos y nietos, recordaremos con horror aquella expedición a Quíos, agradeciéndole al Cielo que fuera tan infructuosa.
24 de enero
Cuánta belleza habría descubierto en esta isla si hubiera venido en otras circunstancias. Mi corazón se siente seducido cuando consigo olvidar por un instante lo que me ha traído aquí. Las casas son bellas, las calles están limpias y bien enlosadas, las mujeres deambulan con elegancia y sus ojos sonríen a los extranjeros. Aquí todo me recuerda el pasado esplendor de Génova: la ciudadela es genovesa, las ropas son genovesas, y también los más bellos recuerdos. Hasta los griegos, cuando oyen mi nombre y descubren mis orígenes, me estrechan contra su corazón maldiciendo a Venecia. Ya sé que también maldicen a los turcos, pero nunca en voz alta. Desde que se marcharon los genoveses, hace cien años, esta isla no ha conocido ningún gobierno clemente, y la gente que he conocido en estos días así lo manifestaba, cada uno a su manera.
Esta mañana he acompañado a Marta a misa. Una vez más —¡y ojalá no sea la última!— traspasó de mi brazo el umbral de la iglesia; llevaba yo erguida la cabeza y el corazón maltrecho. Fuimos a San Antonio, que pertenece a los padres jesuitas. Aquí, las campanas de las iglesias suenan como en tierra de cristianos y se organizan procesiones por las calles durante las fiestas, con las capas, los palios, los fanales y los dorados del Santísimo Sacramento. El rey de Francia logró en tiempos del Gran Turco que el culto latino se pudiera practicar así, públicamente, y la Puerta respeta aún ese privilegio. Incluso en un domingo tan corriente como éste, las familias más prósperas acuden a misa con un gran cortejo. A mi lado, la gente modesta murmuraba con más orgullo que envidia los nombres ilustres: Giustiniani, Burghesi, Castelli. Podría creerme en Italia, a no ser porque a dos pasos de la iglesia, bien a la vista en lo alto del cerro, formaban dos jenízaros.
Acabada la misa, Marta fue a hablar un buen rato con un cura. La esperé fuera, y cuando salió nada le pregunté, y ella nada me dijo. Tal vez fuera sólo a confesarse. Examinamos de extraña manera a quienes se confiesan cuando es uno mismo el pecado.
25 de enero
Hatem sigue empeñado en la búsqueda de nuestro hombre, Marta le suplica que escudriñe cada piedra, mientras que yo ruego a todos los santos que no encuentre nada.
Por la noche mi asistente me dice que tal vez tenga una pista. Mientras se hallaba en una taberna del barrio griego llegó un marino y le dijo que conocía a Sayyaf, que según él no vive en la ciudad de Quíos, sino más al sur, junto a un pueblo llamado Katarraktis, en el camino que lleva a la península de Cabo Mastico. Para conducirnos hasta allí, el informante exige un sultaní de oro. La cantidad me parece excesiva, pero me he mostrado de acuerdo. No querría que Marta pudiera reprocharme más tarde no haber hecho todo lo posible por satisfacerla. Ahora dice que está segura de su embarazo, y que querría encontrar a su marido lo antes posible, sea cual sea la vida que después vaya a llevar con él. «Entonces, ya dispondrá Dios de nuestras existencias a Su voluntad».
Así que acepté pagar al intermediario, que se llama Drago, la cantidad exigida, y le he pedido a Hatem que me lo traiga mañana para poder inspeccionarle con mis propios ojos, oírle y calibrarle.
En lo más hondo aún espero que se trate de un vulgar estafador y que se limite a embolsarse su zafia moneda y a desaparecer como ha surgido. Debe de ser la primera vez que yo, todo un negociante, le suplico al Cielo que me roben, que me engañen y me timen.
Por la noche quise estrechar a Marta entre mis brazos, pues aquélla podía ser la última vez. Pero me apartó llorando y ni una sola vez me dirigió la palabra. Acaso pretenda acostumbrarme a no tenerla más junto a mí, y acostumbrarse ella misma a no dormir más hundida en mi hombro.
Su ausencia ha comenzado ya.
26 de enero
En este momento siento la tentación de escribir que soy el hombre más feliz de Ultramar y de Génova, como decía mi difunto padre. Pero aún sería prematuro. Diré tan sólo que tengo una gran esperanza. Sí, gran esperanza, gran esperanza. De recuperar a Marta, y de llevármela a Esmirna y luego a mi casa de Gibeleto, donde nacerá nuestro hijo. Quiera el Cielo que mi entusiasmo no me abandone de manera tan repentina a como ha llegado a mí.
Si me muestro tan jovial es porque el hombre que debe conducirnos hasta el marido de Marta pasó a vernos con excelentes noticias. Aunque deseaba que se perdiera en los bosques, no lamento haberle conocido, haberle hablado y escuchado. No, no me hago la menor ilusión sobre el personaje, una rata de baja estofa, y no dejo de advertir que me cuenta todo lo que me cuenta con el solo fin de sacarme otra moneda de oro, animado sin duda por la facilidad con la que he desembolsado la primera.
Pero vayamos a los hechos que tanto me alegran: el tal Drago me informa que Sayyaf se ha vuelto a casar el año pasado, y que muy pronto va a tener un hijo; su nueva esposa es, al parecer, hija de un rico y poderoso notable de la isla, quien ignora, por supuesto, que su yerno ya esté casado. Supongo que los suegros descubrirán un día muchas otras facetas ocultas de este bandido y se arrepentirán de semejante parentesco, pero —¡y que Dios me perdone!— no seré yo quien les abra los ojos. Que cada cual pague por sus propios errores, que cada cual lleve su cruz, que a mí ya me tiene muy hundido el peso de la mía. Que alguien me libere de este peso y me marcharé de esta isla sin mirar hacia atrás.
Si estas noticias me seducen tanto es porque podrían transformar por completo el comportamiento del marido de Marta. En lugar de intentar recuperarla, como habría hecho de no haber estado casado, Sayyaf deberá considerar su llegada como una amenaza para la nueva existencia que ha logrado. Drago, que le conoce bien, está convencido de que estará dispuesto a llegar a cualquier acuerdo para preservar su situación; podría llegar hasta a firmar en presencia de testigos un documento que certificara que su primer matrimonio no se consumó nunca y que, por lo tanto, es susceptible de nulidad. Si las cosas discurren así, Marta será libre muy pronto. Libre de volverse a casar, libre de casarse conmigo, libre de darle un apellido paterno a su hijo.
Todavía no hemos llegado tan lejos, ya lo sé. El marido de «la viuda» no ha dado todavía señal alguna, ni ha prometido nada. Pero lo que dice Drago es muy, pero que muy sensato. Siento una gran esperanza, sí, y Marta, en medio de su llanto, sus náuseas y sus rezos, se aventura a sonreír.
27 de enero
Mañana nos llevará Drago a casa de Sayyaf. Digo «nos» porque tal es mi deseo, aunque Marta prefiere acudir sola. Considera que ella podrá conseguir con más facilidad lo que pretende si discute cara a cara con su marido; teme que él se exalte si la ve rodeada de hombres y que sospeche su historia conmigo. Desde luego, tiene razón, pero me inquieta la idea de que vaya a ponerse —aunque sólo sea durante una hora— a merced de ese granuja.
Finalmente, llegamos a un compromiso que me pareció razonable: haremos juntos el camino hasta el pueblo de Katarraktis. Allí hay, según me dicen, un pequeño convento griego en el que hacen alto muchos viajeros, y donde te ofrecen un buen vino de Phyta y los platos más apetitosos; que, además, tiene la ventaja de hallarse a unos pasos de la casa de nuestro hombre. Allí buscaremos acomodo mientras aguardamos el regreso de Marta.
28 de enero
Ahora estamos en el convento, y me apresto a escribir para que el tiempo me parezca menos largo. Mojo la punta de mi pluma en la tinta como otros suspiran, o protestan, o rezan. Luego trazo sobre la hoja unas palabras holgadas, igual que en mi juventud caminaba a grandes zancadas.
Marta se marchó hace más de una hora. La vi meterse por una callejuela. El corazón me dio un vuelco, retuve el aliento, murmuré su nombre, mas no se volvió hacia mí. Avanzaba con paso firme, como un condenado sumiso. Drago iba delante de ella y le señaló una puerta. Traspasó el umbral y la puerta se cerró. Apenas he podido entrever la casa del bandido, oculta por una muralla y unos árboles muy altos.
Vino a avisarme un monje para comer, pero prefiero esperar a que vuelva Marta para que almorcemos juntos. De todas maneras, tengo un nudo en la garganta y el estómago en un puño, así que no voy a poder tragar ni digerir nada hasta que no esté ella conmigo. Estoy impaciente. Me digo una y otra vez que no tendría que haberla dejado ir, aunque hubiera tenido que emplear la fuerza. Pero ¿qué iba a hacer entonces, secuestrarla? Quiera el Cielo que mis escrúpulos se esfumen, que vuelva sana y salva, pues de lo contrario me pasaré el resto de mi vida entre remordimientos.
¿Cuánto tiempo hace que se ha ido? Tengo el alma tan sombría que me siento incapaz de distinguir el minuto de la hora. Sin embargo, siempre he sido un hombre paciente; como todos los comerciantes de curiosidades, a veces espero semanas enteras al cliente rico que prometió volver y que no volverá. Pero hoy carezco de paciencia. Comenzó a hacérseme larga la espera en cuanto ella desapareció. Ella, portando al niño en su seno.
He ido a dar una vuelta por las calles con Hatem a pesar de la fina lluvia que ha empezado a caer. Penetramos por la callejuela hasta la misma puerta de la casa de Sayyaf. No oímos ningún ruido, ni vimos otra cosa que restos de los muros amarillentos tras las ramas de los pinos. La calleja no tiene salida y hemos vuelto sobre nuestros pasos.
Tentado estuve de llamar a la puerta, pero le juré a Marta no hacer nada por el estilo y dejarla arreglar aquel problema a su manera. No la defraudaré.
Se acerca el crepúsculo, Marta no ha regresado y no he vuelto a ver a Drago. Me niego otra vez a introducir cualquier cosa en la boca mientras ella no esté conmigo. Vuelvo a leer las líneas anteriores, donde escribí «no la defraudaré», y me pregunto si es interviniendo como podría defraudarla o por no intervenir.
Empieza a anochecer, de modo que he aceptado un tazón de sopa en la que echan un poco de vino tinto. Unas gotas que le dan a la sopa color de remolacha y un sabor a sirope adulterado, para que se me sosieguen las angustias, dejen de temblarme los dedos y no siga repiqueteando con los pies en el suelo. Me veo rodeado, cuidado y tratado como un gran enfermo o como un viudo inconsolable.
Soy el viudo que nunca fue esposo. Soy el padre desconocido. Soy el amante engañado. De cobardía en escrúpulo he dejado que caiga la pálida noche, mas al alba volverá a irrigarme mi sangre genovesa, al alba seré un rebelde.