En el puerto, domingo 29 de noviembre de 1665
Aún me quedaban en el cuaderno bastantes páginas en blanco, pero con estas líneas estreno otro, que acabo de comprar en el puerto. El primero ya no está en mi poder. Si resulta que no lo vuelvo a ver después de todo lo que he escrito en él desde agosto, creo que perderé todo interés por escribir y hasta un poco de interés por vivir. Mas no es que se haya extraviado, simplemente me he visto obligado a dejarlo en el domicilio de Barinelli cuando salí de allí esta mañana a toda prisa, y tengo esperanzas de recuperarlo, esta misma noche, si Dios quiere. Hatem ha ido a recogerlo, junto con otros objetos. Confío en su habilidad…
Por el momento vuelvo a las peripecias de esta larga jornada, en la que he sufrido varias afrentas. Algunas me las esperaba, otras no.
Así pues, esta mañana, cuando me disponía a acudir a la iglesia de Pera con todos los míos, llegó un dignatario turco con un gran séquito. Sin echar pie a tierra, mandó a uno de los suyos en mi busca. Los habitantes del barrio le saludaban con deferencia, algunos de ellos se descubrían y luego se esfumaban por la primera calleja que podían.
Cuando me presenté, me saludó en árabe desde lo alto de su montura guarnecida, y yo le devolví el saludo. Me habló como si nos conociéramos desde hacía mucho tiempo y me llamó amigo y hermano. Pero sus ojos fruncidos indicaban claramente otra cosa. Me invitó a que un día le hiciera el honor de visitarle en su casa, yo respondí que el honor sería mío, mientras me preguntaba quién sería el personaje aquel y qué podía querer de mí. Me señaló entonces a uno de sus hombres y dijo que lo enviaría el jueves próximo para que me escoltara hasta su casa. Desconfiado tras lo que me ha sucedido en los últimos días, no tenía yo ganas de acudir así como así a casa de un desconocido, y respondí que debía marcharme de la ciudad antes del jueves para un asunto urgente, pero que aceptaba de buen grado su generosa invitación para una próxima estancia mía en esta bendita capital. En tanto murmuraba para mí: No tan próxima.
De repente, el hombre sacó del bolsillo el documento que mi carcelero me había hecho firmar con engaño y coerción. Lo desplegó, aseguró que su nombre aparecía allí y dijo que le sorprendía muchísimo que yo me ausentara antes de haber satisfecho mi deuda. Así que es el hermano del juez, me dije. Pero podía ser cualquier otro personaje poderoso, cómplice de mi carcelero, al que éste habrá puesto como beneficiario de mi deuda fingiendo poner allí el nombre de un hermano del juez. Juez que sin duda alguna no existía más que en los embustes de Morshed Agá. «Ah, vuestra merced es el hermano del cadí», dije yo, a pesar de todo, para tener tiempo de reflexionar y para hacer comprender a quienes me escuchaban que no sabía muy bien quién era aquel hombre.
Su tono se endureció entonces:
—Soy hermano de quien me parece. Pero no de un perro genovés. ¿Cuándo me vas a pagar lo que me debes?
Aparentemente, la cordialidad se había acabado.
—¿Me permite vuestra merced que vea ese documento?
—Sabes muy bien lo que pone —respondió, fingiendo impaciencia.
Pero me lo tendió, sin soltarlo, y me acerqué a leerlo.
—Este dinero —dije— no deberá ser pagadero hasta dentro de cinco días.
—El jueves, el jueves próximo. Vendrás a verme con la cantidad, ni un aspro menos. Y si intentas largarte de aquí, haré que pases el resto de tu vida en la cárcel. Mi gente te vigilará desde ahora tanto de día como de noche. ¿Dónde ibas ahora?
—Es domingo, iba a la iglesia.
—Haces bien, vete a la iglesia. Reza por tu vida. Reza por tu alma. Y, sobre todo, date prisa en encontrar un prestamista.
Ordenó a dos de sus hombres que se quedaran vigilando la puerta de la casa y se marchó con el resto de su séquito con un saludo bastante menos cortés que a su llegada.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Marta.
Reflexioné apenas un momento.
—Lo que nos disponíamos a hacer antes de que llegara ese hombre. Ir a misa.
En la iglesia no rezo a menudo. Cuando voy es para dejarme mecer por las voces que cantan, por el incienso, por las imágenes, por las estatuas, por los arcos, por las vidrieras, por los dorados, y perderme en interminables meditaciones que son más bien ensoñaciones, unas ensoñaciones profanas y a veces hasta libertinas.
Dejé de rezar, lo recuerdo muy bien, a la edad de trece años. Se me extinguió el fervor el día en que dejé de creer en los milagros. Tendría que contar en qué circunstancias se produjo aquello; lo haré, pero más tarde. Hoy han sucedido demasiadas cosas que me preocupan, y no tengo humor para largas digresiones. Quería tan sólo señalar que hoy he rezado y que le he pedido al Cielo un milagro. Lo esperaba con confianza, y hasta albergaba —¡que Dios me perdone!— el sentimiento de haberlo merecido. Siempre he sido un comerciante honrado, y más que eso, un hombre de bien. Cuántas veces no le he echado una mano a pobre gente que Él mismo —y que me perdone otra vez— había abandonado. Nunca me apoderé de los bienes de los más débiles, ni humillé a quienes dependen de mí para su subsistencia. ¿Por qué razón iba Él a permitir que se ensañaran conmigo de aquella manera, que me arruinaran y que me amenazaran la libertad y la vida?
De pie en la iglesia de Pera, escruté sin avergonzarme la imagen del Creador sobre el altar, sentado en su trono cual Zeus antiguo entre rayos de oro, y le pedí un milagro. Cuando escribo estas líneas no sé todavía si se ha producido el milagro. No lo sabré antes de mañana, no antes de que amanezca. Pero se ha producido, a lo que creo, una primera señal.
Escuché distraídamente el sermón del padre Thomas dedicado al período de Adviento y a los sacrificios que hemos de hacer para agradecerle al Cielo que nos haya enviado al Mesías. Hasta el momento en que, ya en las últimas frases, pidió a los fieles que dedicaran una plegaria ferviente por quienes se encontraban allí y tenían que navegar al día siguiente, para que el viaje transcurriera sin peligro y los elementos no se desencadenaran. Algunas miradas se volvieron hacia un hidalgo de la primera fila que tenía bajo el brazo un sombrero de capitán y que le dirigía al oficiante una ligera inclinación de gratitud.
En ese mismo instante se impuso en mí la solución que buscaba: marcharnos inmediatamente, sin pasar siquiera por casa de sieur Barinelli. Irnos derechos al barco, embarcarnos y pasar allí la noche para estar lo más lejos posible de quienes nos persiguen. Triste época en la que el inocente no tiene otro recurso que huir. Pero Hatem tiene razón, si cometo el error de poner el caso en manos de las autoridades, me arriesgo a dejarme la fortuna y la vida. Esos malhechores parecen demasiado seguros de sí mismos, y no se pavonearían tanto si no tuvieran cómplices en las más altas esferas. Yo, el extranjero, «el infiel», «el perro genovés», nunca conseguiré justicia frente a ellos. Y si me empeñara en ello, pondría en peligro mi vida y la de mis allegados.
Al salir de la iglesia fui a ver al capitán del navío, que se llama Beauvoisin, y le pregunté si por casualidad pensaba hacer escala por la parte de Esmirna. A decir verdad, en el estado de ánimo en que me había sumido desde por la mañana la visita de mi perseguidor, estaba yo dispuesto a marcharme a cualquier lugar. Pero habría atemorizado a mi interlocutor si le hubiese dado a entender que lo que yo buscaba era huir. Me alegró saber que el navío, en efecto, iba a hacer escala en Esmirna, a fin de cargar algunas mercancías y para dejar allí a sieur Roboly, el comerciante francés a quien conocí a la vez que al padre Thomas y que cumple funciones de embajador interino. Acordamos un precio, tanto por el pasaje como por el alimento, de diez escudos franceses, que hacen trescientos cincuenta maidines, pagaderos la mitad al embarcar y la otra mitad al llegar. El capitán me encareció que no nos retrasáramos y que la hora de partida tendría lugar con las primeras claras del día, así que le respondí que para no correr riesgos nos embarcaríamos esa misma tarde.
Y así lo hemos hecho. Vendí las mulas que me quedaban y mandé a Hatem a casa de Barinelli para que le explicara nuestra precipitada salida y para que me trajera el cuaderno y alguna ropa. Luego subí con Marta y mis sobrinos al navío. En el que nos encontramos en estos momentos. Mi asistente no ha vuelto aún. Le espero de un momento a otro. Tiene previsto penetrar en la casa por una puerta falsa de la parte de atrás, y burlar así la vigilancia de nuestros perseguidores. Confío en su habilidad, pero no me abandona la inquietud. He comido poco, pan, unos dátiles, frutos secos. Según parece, es lo mejor para evitar el mareo.
Pero no es el mareo lo que temo en este momento. Sin duda alguna, he hecho bien en embarcarme tan deprisa, sin volver por la casa de Barinelli, pero no dejo de pensar que desde hace unas cuantas horas hay gente en esta ciudad que anda buscándonos. A poco largo que tengan el brazo, y si vienen a husmear por el puerto, nos pueden atrapar como a malhechores. Tal vez tendría que haberle confesado al capitán las razones de mi premura, aunque sólo sea para que se muestre discreto sobre nuestra presencia a bordo y sepa qué contestar si algún dudoso personaje preguntara por nosotros. Pero no me he atrevido a ponerle al corriente de mis desdichas por miedo a que se niegue a transportarnos.
Esta noche será larga. Hasta que hayamos abandonado el puerto mañana por la mañana cualquier ruido me turbará. Señor, ¿cómo he podido caer, sin haber cometido la menor fechoría, desde mi posición de honesto y respetado comerciante a la del fuera de la ley?
Además, cuando hablaba ante la iglesia con el capitán Beauvoisin, me oí a mí mismo decir que viajaba con mi asistente, mis sobrinos y «mi mujer». Sí, mientras que al llegar a Constantinopla había puesto fin a ese equívoco, ahora resulta que la víspera de mi partida vuelvo a poner en circulación esa falsa moneda, digámoslo así. Y de la manera más irreflexiva posible: estas gentes con las que me dispongo a viajar no son las personas anónimas de la caravana de Alepo, hay aquí hidalgos que conocen mi nombre y con los que un día tal vez tenga tratos.
A estas alturas el capitán puede haberle dicho al padre Thomas que me va a transportar con mi mujer. Me imagino perfectamente la cara de este último. Obligado por el secreto de confesión, no habrá podido refutarme, pero puedo adivinar lo que pensará.
¿Qué es lo que me empuja a actuar así? Los espíritus simples dirán que es el amor, que se supone le vuelve a uno bastante insensato. Sin duda, pero en este caso no es sólo el amor. También hay que tener en cuenta que se acerca el año fatídico, con esa sensación de que nuestros actos ya no van a tener continuidad, que el hilo de los acontecimientos va a romperse, que el tiempo del castigo cesará, que el bien y el mal, lo aceptable y lo inaceptable se confundirán muy pronto bajo un mismo diluvio y que los cazadores morirán al mismo tiempo que sus presas.
Ya es hora de que cierre el cuaderno… Son la espera y la angustia las que me han hecho escribir esta noche todo esto. Mañana tal vez escriba sobre otra cosa.
Lunes, 30 de noviembre de 1665
Si me había hecho ilusiones de que el amanecer me traería la salvación, me he llevado un buen desengaño, y no consigo disimular mi angustia a mis compañeros.
Nos hemos pasado el día entero esperando, y no consigo explicar a quienes me preguntan por qué me quedo a bordo cuando los demás pasajeros y miembros de la tripulación aprovechan la espera para patear el mercado. La única explicación que se me ocurrió fue que durante mi estancia había hecho más gastos de los previstos, y que al encontrarme falto de dinero no quería darles oportunidad ni a mis sobrinos ni a «mi mujer» de gastar todavía más.
La razón de nuestro retraso es que el capitán se ha enterado por la noche de que el embajador de Francia, Monsieur de la Haye, había llegado por fin a Constantinopla para tomar posesión de su cargo, cinco años después de ser nombrado sucesor de su padre. Para todos los franceses de la región es un acontecimiento memorable, del que se espera restablezca unas mejores relaciones entre la corona de Francia y su grandeza el sultán. Se habla ya de revisar las Capitulaciones, firmadas el siglo pasado por Francisco I y Solimán el Magnífico. Nuestro capitán, el armador y también sieur Roboly se han visto obligados a acudir ante el embajador para desearle la bienvenida y presentarle sus respetos.
Me ha parecido entender esta tarde que debido a ciertas complicaciones el embajador no ha puesto todavía pie a tierra, que las conversaciones ante las autoridades del sultanato no han concluido aún y que su navío, Le Grand César, fondea a la entrada del puerto. Lo que hace temer que no partiremos hasta mañana por la tarde, como muy pronto, y tal vez pasado mañana.
¿Será posible que nuestros perseguidores no se aventuren a buscarnos en el puerto? Lo mejor que puede pasarnos es que crean que hemos vuelto a Gibeleto por tierra y que nos busquen por Scutari y hacia el camino de Izmit.
También es posible que esos siniestros personajes hayan fanfarroneado con el fin de intimidarme y obligarme a pagarles, pero que teman tanto como yo las complicaciones que podrían derivarse de un incidente en el puerto con súbditos extranjeros a los que no iban a dejar de proteger sus embajadores y cónsules.
Hatem ha vuelto sano y salvo, pero con las manos vacías. No ha podido penetrar en casa de Barinelli, pues la casa estaba vigilada por delante y por detrás. Lo máximo que ha conseguido es hacerle llegar a nuestro anfitrión un mensaje en el que le pide que guarde bien nuestras cosas en su casa en espera de que podamos recuperarlas.
Siento muchísimo no disponer de mi cuaderno, e imagino unos ojos groseros que pudieran desnudar mi prosa íntima. ¿Podrá protegerla el velo con el que la he cubierto? No debería pensar demasiado en ello, ni envenenarme la sangre, ni tampoco remover la pesadumbre. Vale más confiar en el Cielo, en mi buena estrella y sobre todo en Barinelli, por el que ya siento un gran afecto y al que considero incapaz de cualquier indiscreción.
En el mar, primero de diciembre de 1665
Al despertarme, recibo la más tranquilizadora de las sorpresas: ya no estábamos en el puerto. He pasado una noche con náuseas e insomnio, y no pude conciliar el sueño casi hasta el alba; ahora me despierto en medio de la mañana cuando nos hallamos ya en pleno Propóntide.
La razón de la partida ha sido que sieur Roboly renunció finalmente a viajar para quedarse algún tiempo junto al embajador y ponerle al corriente de lo que se ha producido en su ausencia mientras él cubría la interinidad. Por otra parte, nuestro armador no consideró necesario retrasarse más al no tener obligación alguna de presentarse ante Monsieur de la Haye, pues sólo pensaba hacerlo para acompañar a sieur Roboly.
Cuando me di cuenta de que habíamos aparejado se me acabó el mareo, cuando lo corriente es que se agrave al irse alejando del puerto.
Si los vientos nos son favorables y el mar continúa en calma, me dicen que llegaremos a Esmirna en menos de una semana. Pero estamos en diciembre y sería sorprendente que el mar siguiera como una balsa de aceite.
Ya que ahora me encuentro más sereno, consignaré aquí, tal como me había prometido a mí mismo, el incidente que me hizo tomar distancias con respecto a la religión y que sobre todo me hizo dudar de los milagros.
Dejé de creer, decía yo, a la edad de trece años. Hasta ese momento estaba permanentemente de rodillas, con un rosario en la mano, en medio de mujeres vestidas de negro, y me sabía de memoria las virtudes de todos los santos. Más de una vez acudí a la capilla de Efrén, una humilde celda en una roca en la que en tiempos vivió un anacoreta piadosísimo, cuyos innumerables prodigios se ensalzan hoy en los contornos de Gibeleto.
Así que un día, más o menos a los trece años, al volver de una de esas peregrinaciones, cuando en mis oídos resonaba aún una letanía de milagros, no pude por menos que contarle a mi padre la historia del paralítico que consiguió descender de la montaña a pie, y de la loca del villorrio de Ibrin que recuperó la razón en el momento mismo en que tocó con la frente la fría piedra en que vivió el santo. Me afligía la tibieza que mostraba mi padre por las cosas de la fe, sobre todo desde que una pía dama de Gibeleto me diera a entender que si mi madre había muerto prematuramente —yo tenía entonces sólo cuatro años y ella poco más de veinte— era porque a su cabecera nadie había rezado con suficiente fervor. Yo culpaba a mi padre, y deseaba arrastrarlo al buen camino.
Escuchó él mis historias edificantes sin manifestar ni escepticismo ni estupor. Un rostro impasible y una cabeza que se meneaba incansable. Cuando me desahogué, se levantó golpeándome ligeramente en el hombro para que no me moviera, y se fue a su cuarto a coger un libro que ya había visto más de una vez en sus manos.
Lo colocó encima de la mesa, junto a la lámpara, y se puso a leerme en griego algunas historias, todas las cuales contaban curaciones milagrosas. Omitió precisar qué santo había llevado a cabo aquellos milagros; prefería, según dijo, que lo adivinara yo. Aquel juego me gustó. Me veía lo bastante competente para reconocer el estilo del que hacía los milagros. ¿Tal vez san Arsenio? ¿O Bartolomé? ¿O Simeón el Estilita? ¿O acaso Proserpina? Yo lo iba a adivinar.
El relato más fascinante, el que me hacía lanzar aleluyas, se refería a un hombre que tenía un pulmón traspasado por una flecha que llevaba clavada; pasó una noche con el santo, soñó que éste le tocaba y por la mañana estaba curado; tenía cerrada la mano derecha, y cuando la abrió encontró allí la punta de la flecha que se le había alojado en el cuerpo. Aquella historia de flechas me llevó a creer que podía tratarse de san Sebastián. No, dijo mi padre. Le pedí entonces que me dejara adivinarlo otra vez. Pero no quiso prolongar el juego y me anunció llanamente que el autor de aquellas curaciones era… Asclepios. Sí, Asclepios, el dios griego de la medicina, en su santuario de Epidauro, al que acudieron innumerables peregrinos durante siglos. El libro que contenía aquellos relatos era la célebre Héllados periégesis, o Descripción de Grecia, escrita por Pausanias en el siglo segundo de nuestra era.
Cuando mi padre me desveló lo que era aquello, me vi sacudido hasta las entrañas de mi piedad.
—¿Son mentiras, no?
—No lo sé. Tal vez sean mentiras. Pero la gente creía en ellas lo suficiente como para volver año tras año a buscar la curación al templo de Asclepios.
—Pero las falsas divinidades no pueden producir milagros.
—Sin duda. Debes de llevar razón.
—¿Y tú, qué crees?
—Yo no tengo ni la menor idea.
Se levantó y se fue a dejar el libro de Pausanias en su sitio.
Desde aquel día no volví en peregrinación a la capilla de Efrén. Ni he vuelto a rezar apenas. Sin por ello convertirme en un verdadero descreído. Hoy día contemplo a todo el que reza y se arrodilla y se prosterna lo mismo que mi padre, desengañado, distante, ni respetuoso ni despectivo, a veces intrigado, pero libre de cualquier certidumbre. Y me gusta creer que el Creador prefiere, entre todas sus criaturas, precisamente a las que han sabido hacerse libres. ¿Acaso no se siente satisfecho un padre al ver a sus hijos salir de la infancia y convertirse en hombres, aunque sus garras incipientes le arañen un poco? ¿Por qué iba a ser Dios un padre menos benevolente?
En el mar, miércoles 2 de diciembre
Hemos pasado los Dardanelos y navegamos hacia el sur. La mar está en calma y me paseo por el puente con Marta cogida de mi brazo, cual una dama de Francia. Los hombres de la tripulación le lanzan miradas furtivas, lo suficiente para darme cuenta de que me envidian, pero continúan siendo muy respetuosos, de manera que su actitud me enorgullece y al tiempo no me pone celoso.
Día tras día, de manera imperceptible, me he acostumbrado a su presencia, hasta el punto de que casi nunca la llamo ya «la viuda», como si ese apelativo no fuera ahora digno de ella; y sin embargo vamos a Esmirna precisamente a conseguir la prueba de su viudedad. Está convencida de que obtendrá satisfacción; por mi parte, soy escéptico. Temo que podamos caer en manos de funcionarios venales que nos saquen todo el dinero que nos queda, una piastra tras otra. En ese caso valdría más seguir el consejo que me dio Hatem y obtener un falso certificado de defunción. Sigue sin gustarme esta solución, pero no la excluyo como último recurso si se me ciegan todas las vías legales. Además, no procede que me vuelva a Gibeleto y abandone a la mujer que amo, y es evidente que no podemos volver juntos al pueblo sin un papel, real o imaginario, que nos permita vivir bajo el mismo techo.
Me parece que no lo he dicho con total claridad todavía: en estos momentos estoy enamorado como no lo estuve nunca en mi juventud. No es que quiera reavivar las antiguas heridas, que sé profundas y todavía no cerradas a pesar de los años, sólo quiero decir que mi primer casamiento era de conveniencia, mientras que el que proyecto con Marta es fruto de la pasión. ¿Un matrimonio de conveniencia a los diecinueve años y otro apasionado a los cuarenta? Mi vida es así, yo no me quejo, siento demasiada veneración hacia aquel del que debería quejarme, y no puedo reprocharle que quisiera verme casado con una genovesa. Dado que mis antepasados se casaron siempre con mujeres genovesas, pudieron preservar su lengua, sus costumbres y su apego hacia la tierra primigenia. Y en eso acertaba mi padre, y por nada del mundo habría planteado yo lo contrario. Pero tuvimos la mala suerte de topar con Elvira.
Era hija de un comerciante genovés de Chipre, tenía dieciséis años y tanto su padre como el mío estaban convencidos de que su destino era convertirse en mi mujer. En cierto sentido era yo el único genovés de esta parte del mundo, y nuestra unión se presentaba dentro del orden de las cosas. Pero Elvira se había prometido por su cuenta a un joven de Chipre, un griego al que amaba con locura y del que sus padres pretendían alejarla por cualquier medio. En mí vio ella desde el primer día un perseguidor, o por lo menos un cómplice de sus perseguidores, cuando yo me veía tan obligado como ella al casamiento aquel. Más dócil, más ingenuo, curioso por descubrir los placeres inauditos, divertido también por el ritual de las fiestas, pero obediente a semejantes órdenes paternas.
Era demasiado orgullosa para someterse, y estaba demasiado enamorada de aquel otro para escucharme, para mirarme o para sonreírme, de manera que Elvira fue en mi vida un triste episodio que sólo su precoz muerte acortó. No me atrevo a decir que me sentí aliviado. El caso es que no recuerdo de ella nada que signifique alivio, paz o serenidad. Aquella fatalidad no me dejó más que una tenaz prevención contra el matrimonio y sus ceremonias, y también contra las mujeres. Soy viudo desde los veinte años, y me había resignado a seguir siéndolo. Si hubiera sido más dado al rezo, me habría ido a vivir a un convento. Tan sólo las circunstancias de este viaje me hacen poner en entredicho mis arraigados recelos. Mas aunque sepa imitar los gestos de los creyentes, sigo siendo también en este campo un hombre que duda…
¡Qué dolor me provoca recordar esa vieja historia! Cada vez que vuelvo a pensar en ella, revivo mi sufrimiento. El tiempo no ha reparado nada, o muy poco…
Domingo, 6 de diciembre
Desde hace tres días, el temporal, la niebla, el estruendo, los vientos de lluvia, la náusea, el vértigo. Me flaquean las piernas como si fueran las de un ahogado. Intento apoyarme en las paredes de madera, en los fantasmas que pasan. Tropiezo con un cubo, dos brazos extraños me vuelven a poner en pie, e inmediatamente vuelvo a caerme en el mismo sitio. ¿Por qué no me habré quedado en casa, en la quietud de mi tienda, trazando con toda tranquilidad unas columnas rectas en mi libro de registro? ¿Qué locura me ha movido a emprender este viaje? ¿Y qué locura, sobre todo, me ha lanzado al mar?
No fue al morder la fruta prohibida cuando el hombre irritó al Creador, sino cuando se echó al mar. Qué presunción la suya al comprometer así su cuerpo y sus bienes en la inmensidad burbujeante, al trazar rutas por encima del abismo, al rascar con la punta de unos remos serviles el lomo de los monstruos fugitivos, Behemot, Ráhab, Leviatán, Abaddon, serpientes, animales, dragones. Ahí radica el insaciable orgullo de los hombres, un pecado que se comete una y otra vez a despecho de los castigos.
Un día, dice el Apocalipsis, mucho después del fin del mundo, cuando el Mal haya vencido por fin, el mar dejará de ser líquido y no será más que un continente vítreo por el que se podrá andar a pie. Se acabaron las galernas, los ahogados y las náuseas. Tan sólo un gigantesco cristal azul.
Mientras tanto, el mar sigue siendo el mar. Este domingo por la mañana vivimos un momento de respiro. Me he puesto ropa limpia y he podido escribir estas pocas líneas. Pero el sol se vela otra vez y se oscurece, las horas se mezclan, y sobre nuestra orgullosa carraca se agitan marinos y pasajeros.
Ayer, en lo más duro del temporal, vino Marta a acurrucarse contra mí. Con la cabeza en mi pecho y la cadera pegada a la mía. El miedo se convirtió en cómplice, en amigo. Y la niebla en un anfitrión complaciente. Nos hemos abrazado y deseado, hemos unido los labios mientras la gente merodeaba a nuestro alrededor sin vernos.
Martes 8
Tras la mejora del domingo, hemos vuelto a la plena inclemencia. No sé si inclemencia es la palabra adecuada, porque el fenómeno es muy extraño… El capitán dice que en veintiséis años de navegación por todos los mares no ha visto nunca esto. Desde luego, nunca en el mar Egeo. Esta especie de niebla pegajosa que se estanca pesadamente y que el viento no consigue empujar. El aire es espeso y tiene color ceniza.
El navío recibe constantes sacudidas, golpes y empujones, pero no avanza. Como si se encontrara atrapado entre los dientes de una horca. De repente tengo la sensación de no estar en ninguna parte y de no ir a ninguna parte. A mi alrededor, la gente no para de santiguarse, con labios temblorosos. Yo no debería tener miedo, pero lo tengo como el niño por la noche en una casa de madera, cuando la última vela se apaga y cruje el suelo. Busco a Marta con la mirada. Está sentada, de espaldas al mar, y espera que yo termine de escribir. Tengo que darme prisa, recoger el escritorio y cogerle la mano, guardándola durante un buen rato en la mía como aquella noche en el villorrio del sastre, cuando dormimos en la misma cama. Entonces era una intrusa en mi viaje y ahora es su brújula. El amor es siempre intrusión. El azar se hace carne, la pasión se hace razón.
La niebla se espesa aún más, y siento que la sangre me golpea las sienes.
Miércoles 9
Es el crepúsculo a mediodía, pero el mar ya no nos sacude. Todo está tranquilo en el barco, la gente no se interpela, y cuando hablan lo hacen en voz baja y temerosa, como si estuvieran cerca de un rey. Unos albatros vuelan por encima de nuestras cabezas, y lo mismo hacen otros pájaros de negro plumaje cuyo nombre ignoro y que lanzan gritos desapacibles.
He sorprendido a Marta llorando. No quería decirme el motivo y se disculpaba diciendo que era tan sólo el cansancio y las penalidades del viaje. Pero insistí y confesó por fin:
—Desde que estamos en el mar, algo me dice que nunca llegaremos a Esmirna.
¿Una premonición? ¿El eco de su pesadumbre y de todas sus desdichas?
Hice que se callara enseguida, le puse la mano en la boca como si pudiera impedir a aquella frase que recorriera el éter hacia los oídos del Cielo. Le supliqué que no volviera a pronunciar nada parecido en el barco. No debería haber insistido en que hablara. Pero, Señor, ¿cómo iba a sospechar que era tan poco supersticiosa? No sé si debo admirarla por eso o más bien asustarme por ello.
Hatem y Habib murmuran sin parar, unas veces serios, otras divertidos, y se callan cuando paso a su lado.
En cuanto a Buméh, se pasea por el puente de la mañana a la noche, sumido en insondables meditaciones. Silencioso, absorto, con esa sonrisa distante que no es tal en la comisura de los labios. Tiene todavía lampiño el vello de la barba, mientras que su hermano pequeño se afeita desde hace tres años. Tal vez sea que no mira lo bastante a las mujeres. Pero es que no mira nada, ni hombres, ni caballos, ni aderezos. No conoce más piel que la de los libros. Ha pasado varias veces a mi lado sin verme siquiera.
Sin embargo de noche vino a plantearme una adivinanza:
—¿Cuáles son las siete iglesias del Apocalipsis?
—Sí, recuerdo sus nombres, son Éfeso, Filadelfia, Pérgamo, creo, y Sardes, y Tiatira…
—Eso, Tiatira, se me había olvidado ésa.
—Pero aguarda, sólo hacen cinco.
Mas sin esperar en absoluto, mi sobrino se puso a recitar como para sí mismo:
—Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la paciencia en Jesús, hallándome en la isla llamada Patmos, por la palabra de Dios y por el testimonio de Jesús, fui arrebatado en espíritu el día del Señor, y oí tras de mí una voz fuerte, como de trompeta, que decía: «Lo que vieres escríbelo en un libro y envíalo a las siete iglesias: a Éfeso, a Esmirna, a Pérgamo, a Tiatira, a Sardes, a Filadelfia y a Laodicea».
¡Señor! ¿Por qué me habré olvidado de Esmirna?
Viernes 11
El presentimiento de Marta era erróneo, hemos llegado a Esmirna.
Ahora que tengo los pies en tierra firme puedo por fin escribir esto sin que me tiemble la mano: a lo largo de la travesía sentí la misma sensación que ella. Más que una sensación era una convicción atroz. Y una angustia en las entrañas que me esforzaba valerosamente en disimular ante los demás. Tenía, sí, el sentimiento de haberme embarcado en mi último viaje. Puede que sea mi último viaje, pero al menos no habrá concluido antes de llegar a Esmirna. Me preguntaba tan sólo cómo llegaría el final. Al principio, cuando se desencadenó el temporal, estaba convencido de que íbamos a perecer en un naufragio. Luego, a medida que se calmaban el mar y el cielo, al tiempo que se ensombrecían, mis temores se hacían más ambiguos, menos confesables. No tenía ya los miedos ordinarios de quienes se embarcan, no recorría el horizonte a ver si aparecían los piratas o la borrasca, o los monstruos de que se habla, no temía yo el fuego, la epidemia, las vías de agua, ni que zozobráramos. Ya no había horizonte, ya no había orilla. Sólo ese crepúsculo sin fin, sólo esa niebla pegajosa, esa nube baja del fin del mundo.
Estaba convencido de que todos mis compañeros de travesía tenían la misma sensación. Lo adivinaba en sus miradas de condenados incrédulos, y en sus susurros. También advertí la prisa que se dieron en desembarcar.
Alabado sea Dios, ahora nos encontramos en la tierra de Esmirna. Todavía es el crepúsculo, es cierto, pero el crepúsculo a la hora que es debido. Al entrar en la bahía el cielo se aclara. Mañana veremos el sol.
Esmirna, sábado 12 de diciembre de 1665
Hemos dormido en el convento de los capuchinos y he soñado con un naufragio. Mientras me hallaba en el mar me pasaba el día asaltado por el temor, pero cuando me dormía soñaba con tierra firme, con mi casa de Gibeleto.
Los religiosos nos han acogido cortésmente, pero sin entusiasmo. Y eso que les dije que venía recomendado por el padre Thomas de París, aunque algo abusivamente, es cierto. Si le hubiera pedido una carta de recomendación, la habría escrito. Pero todo sucedió tan deprisa que ni siquiera le pude advertir de mi marcha inminente. No quería yo que mis perseguidores de Constantinopla pudieran saber por su boca dónde había ido si se les ocurría aparecer por la iglesia. Desde luego, podría haberle rogado que no dijera nada, pero entonces habría sido necesario explicarle por qué me perseguían, e incitarle a mentir para protegerme… En fin, que he venido sin recomendación alguna, pero he hecho como si la tuviera. Incluso he llamado al padre Thomas «mi confesor», lo que no es por completo una mentira, aunque sí una exageración y en cierto modo una jactancia.
Pero no es de eso de lo que querría hablar principalmente hoy. He querido seguir la cronología de mis notas, y hablar primero de la pasada noche, de mi sueño. Antes de llegar a lo esencial. A las extrañas cosas que ocurren en esta ciudad, y que me llegan por todas partes. Mis fuentes son numerosas. La principal es un capuchino muy anciano, el padre Jean-Baptiste de Douai, que vive en el Levante desde hace veinte años y que anteriormente residió quince años en Génova, de la que conserva una gran nostalgia y a la que venera como si fuera su ciudad natal; dice que se siente muy honrado de conversar así con un descendiente de los gloriosos Embriaci, y me abre su corazón como si me hubiera conocido desde la infancia. Pero también me dan testimonio de lo que voy a contar otros extranjeros que he conocido hoy, así como algunas gentes de aquí.
Afirman todos que un hombre de esta ciudad, un judío llamado Sabbatai, o Shabtai, o acaso Shabethai, se ha proclamado Mesías y anuncia el fin del mundo para el año 1666, y da una fecha concreta, creo que en el mes de junio. Lo más curioso es que la mayor parte de la gente de Esmirna, incluso cristianos y turcos, y hasta quienes se burlan del personaje, parecen convencidos de que esa predicción se cumplirá. Hasta el padre Jean-Baptiste mismo, que sostiene que la aparición de falsos mesías constituye precisamente la señal que confirma la inminencia del fin de los tiempos.
Dicen que los judíos ya no quieren trabajar, que se pasan días enteros con rezos y ayunos rituales. Sus tiendas están cerradas y los viajeros tienen dificultades para encontrar un cambista. No he podido comprobarlo hoy ni ayer por la tarde, ya que es el sabbat, pero ya lo confirmaré mañana, que es el día del Señor para nosotros mas no para los judíos ni los turcos. Iré a su barrio, que está en la falda de la colina, en dirección al viejo castillo; los extranjeros, que aquí son sobre todo ingleses y holandeses, residen a la orilla del mar, a ambos lados del paseo que bordea el puerto. Podré entonces comprobar con mis propios ojos si me han dicho la verdad.
13 de diciembre
Los judíos claman que es un prodigio, y para mí, que he vivido siempre en país otomano, hay desde luego uno: su supuesto mesías está sano y salvo, le he visto con mis propios ojos caminar libre por la calle, y hasta cantar a voz en cuello. Esta mañana, sin embargo, todo el mundo lo daba por muerto.
Había sido citado por el cadí que hace la ley en Esmirna y que tiene por costumbre castigar con el mayor rigor cualquier amenaza contra el orden público. Sin embargo, lo que pasa en Esmirna es para las autoridades más que una amenaza, es un desafío inaudito, por no decir un insulto. Nadie trabaja ya. No sólo los judíos. En esta ciudad, que es una de las que albergan más comerciantes extranjeros, ya nada se compra ni nada se vende. Los estibadores del puerto ya no quieren cargar o descargar mercancías. Las tiendas y los talleres están cerrados y la gente se amontona en las plazas para divagar sobre el fin de los tiempos y la aniquilación de los imperios. Se dice que empiezan a llegar delegaciones de los países más lejanos para prosternarse a los pies del llamado Sabbatai, al que sus partidarios no llaman sólo mesías sino también rey de reyes.
Y digo «sus partidarios» y no «los judíos» porque éstos se hallan muy divididos. La mayor parte cree que se trata verdaderamente del Esperado que anunciaron los profetas, pero algunos rabinos le consideran un impostor y un profanador, pues se permite pronunciar a las claras el nombre de Dios, cosa prohibida entre los judíos. Sus partidarios dicen que nada está prohibido para el Mesías, y que tal transgresión es clara señal de que este Sabbatai no es un fiel como cualquier otro. Los conflictos entre ambas facciones, según parece, vienen de meses atrás, sin que el asunto se divulgase fuera de su comunidad. Pero desde hace unos días la controversia ha dado un giro. Estallaron unos incidentes en las calles, unos judíos acusaron a otros de infieles ante una multitud de cristianos y de turcos que no entendían nada.
Y ayer se produjo un grave incidente a la hora de la plegaria en una sinagoga que aquí llaman la sinagoga portuguesa. Los adversarios de Sabbatai se habían reunido allí y no querían dejarle entrar. Pero cuando llegó, rodeado por sus partidarios, se puso a derribar a hachazos la puerta del edificio. Después de este incidente, el cadí decidió llamarlo. Me he enterado esta mañana muy temprano por boca del padre Jean-Baptiste, que está muy interesado en estos acontecimientos. Fue él quien me animó a apostarme ante la residencia del cadí para ver llegar a Sabbatai e informarle de lo que viera. No me he hecho de rogar, mi curiosidad es cada día mayor, y hasta me siento privilegiado por ser de este modo testigo de tan temibles conmociones. Un privilegio, y también —¿para qué seguir temiendo la palabra?— una señal. Sí, una señal. ¿Cómo llamar, si no, a lo que está pasando? Salí de Gibeleto a causa de los rumores sobre el año de la Bestia, y por el camino me veo atrapado por una mujer a la que siempre le hablaron de Esmirna porque precisamente allí vieron a su marido por última vez. Por amor a ella me encuentro en esta ciudad, y resulta que descubro que precisamente aquí y ahora se anuncia el fin del mundo. Faltan escasos días para 1666 y yo pierdo mis dudas como otros pierden la fe. ¿Debido a un falso mesías?, se me preguntará. No, debido a lo que he visto hoy, y que mi razón no me permite ya comprender.
La residencia del cadí no puede apenas compararse con los palacios de Constantinopla, pero es con mucho la más imponente de Esmirna. Tres pisos con finas arcadas, un pórtico ante el que no se pasa más que con la cabeza gacha y un amplio jardín en el que pastan los caballos de la guardia. Pues el cadí no es sólo juez, sino que también cumple funciones de gobernador. Y si el sultán es la sombra de Dios en la tierra, el cadí es la sombra del sultán en la ciudad. A él le corresponde que los súbditos se mantengan en el temor, sean turcos, armenios, judíos o griegos, sean los propios extranjeros. No pasa ni una semana sin que ejecuten a un hombre, ahorcado, empalado, decapitado o, si el personaje es de elevado rango y la Puerta lo ha decidido así, respetuosamente estrangulado. De manera que la gente no suele ir a pasearse por las cercanías de su residencia.
Pero esta mañana los curiosos eran multitud en los alrededores y estaban diseminados por las callejas del barrio, curioseando y prestos a dispersarse a la primera señal de alarma. Había entre ellos numerosos judíos con gorros rojos que conversaban febrilmente en voz baja, pero también muchos comerciantes extranjeros que habían acudido como yo para ver aquello.
De repente, un clamor. «Míralo», me dijo Hatem señalándome un hombre de barba rojiza, vestido con un largo manto y un cubrecabezas adornado con pedrerías. Le seguían unos quince de los suyos, mientras otro centenar lo hacía a distancia. Caminaba con paso lento pero decidido, como le corresponde a un dignatario, y de pronto se puso a cantar en voz alta, agitando las manos como si arengase a la multitud. Tras él, algunos de sus adeptos aparentaban cantar también, pero la voz no les salía de las gargantas, sólo se oía la suya. A nuestro alrededor otros judíos sonreían de contento, sin perder de vista un pequeño grupo de jenízaros que montaba la guardia. Sabbatai pasó junto a ellos sin mirarlos, entonando sus cantos con mayor ahínco. Estaba yo convencido de que iban a apoderarse de él y lo iban a maltratar, pero se limitaron a lanzar amplias sonrisas divertidas, como diciéndole: «Ahora veremos con qué garganta cantas cuando el cadí haya pronunciado sentencia».
La espera fue larga. Muchos judíos rezaban sacudiendo el busto, algunos lloraban ya. En cuando a los comerciantes europeos, varios se mostraban preocupados, otros se mostraban burlones o despectivos, cada cual según su ánimo. Ni siquiera en nuestro pequeño grupo teníamos todos la misma actitud. Buméh estaba radiante, orgullosísimo de constatar que el giro de los acontecimientos confirmaba sus previsiones para el año próximo; como si por haberse mostrado perspicaz tuviera derecho a un trato de favor en el momento del Apocalipsis. Su hermano, a estas alturas, se ha olvidado ya del falso mesías y del Apocalipsis y no tiene más preocupación que acechar a una joven judía que se apoya distraídamente en la pared, a unos pasos de nosotros, con un pie descalzo y doblado hacia atrás; de vez en cuando le lanza una mirada a mi sobrino y sonríe ocultándose la parte inferior del rostro. Delante de ella hay un hombre que podría ser su marido o su padre, que se vuelve a veces, el ceño fruncido como si sospechara algo, pero que no ve nada. Sólo Hatem sigue, igual que yo, esas galantes maniobras que todos sabemos que no llevarán a ninguna parte, pero es de creer que el corazón se alimenta a menudo de sus propios deseos, y que hasta se vacía cuando los satisface.
En cuanto a Marta, manifestó mucha compasión por el hombre al que iban a condenar, y luego se inclinó hacia mí y me preguntó si no sería ante ese mismo juez de Esmirna, y en ese edificio, donde llevaron a su propio marido unos años antes para ahorcarlo después. Y añadió, en un susurro: «¡Que Dios haya sido misericordioso con él!». Cuando lo que debía pensar, igual que yo, por otra parte, era: «¡Ojalá podamos conseguir la prueba de ello!».
De repente, un nuevo clamor: ¡salía el condenado! En absoluto condenado, por lo demás, porque salía libre, seguido de todos los suyos, y cuando los que le esperaban le vieron que sonreía y les hacía señas se pusieron a gritar: «La mano derecha del Eterno ha mostrado su poder». Sabbatai les respondió con una frase parecida y de nuevo comenzó a cantar, como al llegar, pero esta vez muchas otras voces se atrevieron a alzarse sin por ello cubrir la suya. Porque él gritaba hasta desgañitarse, y la cara se le ponía roja.
Los jenízaros de la guardia no sabían qué decir. En tiempos normales ya habrían intervenido, sable en mano. Pero aquel hombre salía libre del juez, ¿cómo iban ellos a detenerle? Se harían ellos mismos reos de desobediencia. Así que decidieron no intervenir. Y ante una orden que gritó el comandante se retiraron al jardín del palacio. Aquel movimiento de repliegue tuvo en la multitud un efecto inmediato. Se pusieron a gritar, en hebreo y en español: «¡Viva el rey Sabbatai!». Después marcharon, en cortejo y cantando cada vez más fuerte, en dirección al barrio judío. Desde entonces, la ciudad entera se encuentra en plena ebullición.
¿Decía yo que era un prodigio? Desde luego que sí, ¿de qué otra manera voy a llamarlo? En este país se han cortado cabezas por treinta veces menos de lo que he visto hoy. Hasta después de caída la noche, desfilaron cortejos en todos los sentidos llamando a los habitantes de cualquier obediencia lo mismo al regocijo que a la penitencia y al ayuno. Y anunciando la venida de los nuevos tiempos, los de la Resurrección. Al año próximo lo llaman no «el año de la Bestia», sino «el año del Jubileo». ¿Por qué razón? Eso lo ignoro. Lo que resulta indudable, por el contrario, es que parecen felices al ver que se acaban estos tiempos que no les han traído, según dicen, más que humillaciones, persecuciones y sufrimientos. Mas ¿qué serán los tiempos venideros? ¿A qué se parecerá el mundo después del fin del mundo? ¿Será necesario que todos muramos antes en algún cataclismo para que sobrevenga la Resurrección? ¿O será tan sólo el comienzo de una era nueva, de un nuevo reino, el reino de Dios restablecido en la tierra, después de que todos los gobiernos humanos hayan demostrado siglo tras siglo su injusticia y su corrupción?
Esta tarde en Esmirna tiene todo el mundo la sensación de que ese reino lo tenemos a las puertas, y que los otros, incluido el del sultán, serán barridos. ¿Es por eso por lo que el cadí dejó que Sabbatai saliera libre? ¿Se trata de los miramientos que se tienen hacia el soberano de mañana, esos que despliegan los altos dignatarios cuando advierten que el viento va a soplar de otro lado? Un comerciante inglés me ha dicho hoy con gran autoridad que los judíos le han pagado una fuerte cantidad al juez para que dejara salir a «su rey» sano y salvo. No consigo creerlo. Cuando la Sublime Puerta se entere de lo que ha pasado hoy en Esmirna, la que caerá será la cabeza del cadí. Ningún hombre prudente se arriesgaría tanto. Habrá que creerse entonces lo que ha contado un comerciante judío recién llegado de Ancona, esto es, que el juez turco, al encontrarse en presencia de Sabbatai, se ha visto deslumbrado por una luz misteriosa y le ha dado un temblor; le había recibido sin levantarse y se había dirigido a él en tono despectivo, pero luego le acompañó hasta la salida rindiéndole sus respetos y suplicándole que le perdonara su comportamiento del principio. Tampoco eso consigo creerlo. Estoy confuso, y nada de lo que oigo me resulta satisfactorio.
Acaso lo vea todo más claro mañana.
Lunes, 14 de diciembre de 1665
Hoy sí que me siento tentado de gritar que esto es un prodigio, pero no quisiera manchar esa palabra empleándola en su acepción vulgar. Así que prefiero hablar de inesperada, de imprevista y de feliz coincidencia: acabo de encontrar en una calle de Esmirna al hombre con el que más deseos tenía de conversar.
He dormido poco esta noche. Lo que está pasando me perturba muchísimo, de manera permanente doy vueltas sobre mí mismo tanto en mi cama como en mi propia cabeza, y no paro de preguntarme qué es lo que tengo que creer, a quién tengo que creer y cómo he de prepararme para las conmociones que se anuncian.
Recuerdo que la víspera de mi partida escribí que me vacilaba la razón. ¿Y cómo demonios no me iba a vacilar? Sin embargo, me esfuerzo sin parar en desenmarañar el hilo del misterio, con serenidad, con tanta serenidad como me es posible. Pero no puedo encerrarme día y noche en la ciudadela de la razón, con los ojos cerrados y las manos apretadas sobre los oídos, repitiéndome que todo eso es falso, que se engaña el mundo entero y que las señales sólo son señales porque las acechamos.
Desde que deje Gibeleto, y hasta el final de mi estancia en Constantinopla, he de admitir que no me ha pasado nada extraordinario, nada que no pueda explicarse mediante las peripecias de la vida. ¿La muerte de Marmontel después de la del anciano Idriss? En su momento, aquellas desapariciones me produjeron un trastorno, pero no deja de figurar en el orden de las cosas que un anciano fallezca y que un barco naufrague. Lo mismo puede decirse del incendio en el palacio del noble coleccionista valaco. En una gran ciudad en la que tantas construcciones son de madera, siniestros así son cosa corriente. Es cierto que en cada uno de estos casos rondaba por allí el libro de Mazandarani. En tiempos normales aquello me habría producido un cosquilleo, me habría intrigado; habría soltado unos cuantos refranes de circunstancias; y luego habría vuelto a mis preocupaciones de comerciante.
Fue durante el viaje por mar cuando la ciudadela de la razón se estremeció, y lo digo con toda lucidez. Y con toda lucidez reconozco también que no ha sobrevenido ningún incidente notable que lo justifique. Tan sólo impresiones, y bastante vagas: estos días anormalmente oscuros; ese temporal que se desencadenó repentinamente y que repentinamente se aplacó; y toda esa gente que se movía en silencio en medio de la niebla como si no fueran ya más que almas en pena.
Luego puse los pies en el puerto de Esmirna. Con paso inseguro, pero esperando recuperar poco a poco mi natural y convertirme de nuevo, en aquella ciudad en la que gustan tanto de quedarse los comerciantes de Europa, en el comerciante genovés que soy, que siempre he sido.
Lamentablemente, los acontecimientos que tienen lugar desde mi llegada apenas me dejan tiempo para recobrar mi natural. No puedo hablar ya de circunstancias fortuitas y hacer como si, al cabo de este viaje provocado por el miedo al año venidero, fuera el puro azar quien me llevara al lugar mismo en el que se proclama el final de los tiempos. A Esmirna, aunque en el momento de salir de Gibeleto no tenía la menor intención de llegar a esta ciudad. He tenido que cambiar el itinerario a causa de una mujer que ni siquiera tendría que estar en este viaje. Como si Marta se hubiera encargado de conducirme allí donde me esperaba el destino. Allí donde, de repente, todas las peripecias del camino adquirían por fin su sentido.
En estos momentos, cada uno de los acontecimientos que me han traído hasta aquí aparece no como una señal, mas sí al menos como un hito en el itinerario sinuoso que para mí ha trazado la Providencia, y que he seguido de una a otra etapa creyendo que iba porque me guiaba mi propia decisión. ¿Tendré que seguir fingiendo que soy yo quien toma las decisiones? ¿En el nombre de la razón y del libre albedrío he de pretender que he llegado a Esmirna por propia voluntad y que fue el azar quien me hizo desembarcar en el preciso momento en que se anunciaba el fin de los tiempos? ¿No estaría llamando lucidez a lo que no es sino ceguera? Ya me he planteado esa pregunta, y me parece que debería planteármela más de una vez aún, sin aguardar respuesta…
¿Por qué digo ahora todo esto, por qué debato así conmigo mismo? Sin duda porque el amigo que he recuperado hoy mantenía el discurso que yo mismo sostenía hace unos meses, pero me ha dado vergüenza contradecirle mirándole a los ojos, pues habría puesto de manifiesto mi debilidad de espíritu.
Pero antes de evocar más ampliamente este encuentro, tal vez deba relatar los acontecimientos de esta jornada.
Como ayer y como anteayer, la mayor parte de la gente de Esmirna apenas ha trabajado. Desde por la mañana corrió el rumor de que Sabbatai había proclamado que este lunes era un nuevo sabbat que tenía que ser observado como el otro. No supieron decirme si se trataba solamente del día de hoy o bien de todos los lunes en adelante. Un comerciante inglés observó que entre el viernes de los turcos, el sábado de los judíos, el domingo nuestro, y ahora el lunes de Sabbatai, las semanas de trabajo van a encoger bastante. Por el momento, en cualquier caso, tal como he dicho más arriba, nadie piensa en trabajar, con excepción desde luego de los vendedores de dulces, para los que estos inesperados días de regocijo son un regalo del cielo. La gente deambula sin parar, no sólo los judíos, aunque sobre todo ellos, que van de fiesta en fiesta, de procesión en procesión, y que discuten con fervor.
Me paseaba a primera hora de la tarde por las cercanías de la sinagoga portuguesa cuando asistí en una placita a una curiosa escena. La multitud amontonada alrededor de una joven caída en el suelo ante la puerta de una casa y que parecía presa de convulsiones. Pronunciaba palabras entrecortadas que yo no entendía, salvo algunas aisladas como «el Eterno», «los cautivos», «tu reino», pero la gente parecía atenta a cada suspiro, y alguien detrás de mí le explicó en pocas palabras a su vecino: «Es la hija de Eliakim Haber. Es profetisa. Ve al rey Sabbatai sentado en su trono». Me alejé, y la joven seguía allí, profetizando. Me sentía a disgusto. Como si hubiera entrado en la casa de un recién fallecido sin ser de la familia ni tampoco del barrio. Y es de creer que el destino me esperaba en otra parte. Al dejar la plaza me sumí con paso decidido en una cadena de callejuelas, como si supiera sin sombra de duda dónde iba y con quién tenía cita.
Desemboqué en una calle más amplia, y allí se congregaba un montón de gente mirando en la misma dirección. Llegaba un cortejo. A la cabeza, Sabbatai, al que veía ya por segunda vez en dos días. También ahora cantaba en voz alta. No un salmo, ni una plegaria, ni un aleluya, sino, curiosamente, una canción de amor, un viejo romance español. «Yo conocí a Melisenda, la hermosa hija del rey…». El hombre tenía la cara rojiza, como la barba, y le brillaba la mirada como la de un joven enamorado.
De todas las casas de la calle sacó la gente las alfombras más valiosas para colocarlas en la calzada a sus pies, de manera que ni una sola vez ha tenido que pisar la arena o la grava. Aunque estemos en diciembre, no hace demasiado frío, ni tampoco llueve, sino que luce un sol un poco brumoso que baña la ciudad y a su gente en una claridad primaveral. La escena a la que he asistido no habría podido tener lugar bajo la lluvia. Las alfombras se habrían empapado en el barro y el romance español sólo habría inspirado lágrimas y nostalgia. Mas, por el contrario, en esta suave jornada invernal, el fin del mundo no viene acompañado por tristeza alguna, por ningún pesar. Por un momento, el fin del mundo se me apareció como el inicio de una larga eternidad de fiesta. Sí, ya me preguntaba yo, el intruso —aunque hoy había en el barrio judío bastantes más intrusos junto a mí—, si no me había equivocado al temer la cercanía del año fatídico. Me decía también que ese período, que me he habituado a colocar bajo el signo del temor, es el que me ha hecho conocer el amor, el que me ha hecho vivir con mayor intensidad que en cualquier otra época. Y hasta me decía que me sentía hoy más joven que a los veinte años, hasta el punto de convencerme de que esta juventud no me va a abandonar nunca. Y en ésas apareció un amigo, que de nuevo me hizo pelearme con el apocalipsis.
Maimún. Maldito sea, bendito sea.
Último cómplice de mi razón en fuga, sepulturero de mis ilusiones.
Caímos el uno en brazos del otro. Yo, feliz de apretar en mis brazos a mi mejor amigo judío, y él, feliz de escaparse de todos los judíos de la tierra para refugiarse en los brazos de un «gentil».
Caminaba a la cola del cortejo, con aire ausente, abrumado. Cuando me vio salió de la fila, sin dudarlo un instante, y me arrastró lejos de allí.
—Vámonos de este barrio. Tengo que hablarte.
Bajamos rápidamente la colina en dirección a la gran cornisa, donde residen los comerciante extranjeros.
—Hay un francés que lleva una casa de comidas recién instalada junto a la aduana —me dijo Maimún—, vamos a cenar allí y a bebernos ese vino que tiene.
Por el camino empezó a contarme sus desdichas. Su padre, presa de un fervor repentino, decidió vender por unas migajas todo cuanto poseía para venirse a Esmirna.
—Perdóname, Baldassare, amigo mío, hay cosas que te he ocultado en aquellas largas charlas nuestras. Todavía eran secretas, y no quería traicionar la confianza de los míos. Ahora todo es de dominio público, para nuestra desgracia. Tú, antes de llegar a Esmirna, nunca habías oído el nombre de Sabbatai Tsevi. Salvo tal vez en Constantinopla…
—No —reconocí—, ni siquiera eso. Tan sólo cuando llegué a Esmirna.
—Yo lo conocí en Alepo el verano pasado. Se quedó allí varias semanas, y mi padre hasta le invitó a nuestra casa. Era muy distinto del personaje que ves hoy. Era discreto, hablaba con modestia, no se decía rey ni mesías y no se pavoneaba por las calles cantando. Por eso su visita a Alepo no provocó conmoción alguna fuera de nuestra comunidad. Pero entre nosotros fue el principio de un debate que prosigue todavía. Pues, en el entorno de Sabbatai, se murmuraba ya que era él el Mesías esperado, que un profeta de Gaza llamado Nathan Ashkenazi lo había reconocido como tal, y que se manifestaría no tardando mucho. La gente estaba y sigue estando dividida. Hemos recibido tres cartas de Egipto que afirmaban que ese hombre era indudablemente el Mesías, mientras que un hajam de Jerusalén de los más respetados nos escribió para decirnos que ese hombre era un impostor y que había que desconfiar tanto de sus palabras como de cada uno de sus gestos. Todas las familias estaban divididas, la nuestra más que cualquier otra. Mi padre, desde el momento mismo en que le hablaron por primera vez de Sabbatai, sólo vivió para esperar su llegada. Mientras que yo, su único hijo, carne de su carne, no creí en él en ningún momento. Todo esto va a acabar muy mal. Nuestra gente, que desde hace siglos vive en la discreción y en la reserva sin levantar la voz, se pone a gritar de repente que su rey gobernará muy pronto el mundo entero, y que el sultán otomano se arrodillará ante él y le ofrecerá su propio trono. Sí, dicen en voz alta cosas así de insensatas, y no piensan ni por un momento que la ira del sultán podría abatirse sobre nosotros. No temas al sultán, me dice mi padre, y sin embargo él se ha pasado la vida temiéndole a la sombra del menor de los funcionarios enviado por la Sublime Puerta. ¿Qué razón hay para temer al sultán? Su reino está patas arriba, la era de la Resurrección es inminente.
»Mi padre no pensaba más que en marcharse a Constantinopla, como ya te conté, y soy yo quien se halla en su puesto, por temor de que no pudiera sufrir las penalidades del camino. Él prometió esperarme, y yo le prometí que volvería con la opinión de los más grandes hajam, los respetados de manera unánime por los nuestros.
»Yo he mantenido mi promesa, pero mi padre no. Al llegar a la capital me puse a visitar uno tras otro a los hombres más eruditos, con cuidado de anotar cada una de sus palabras. Pero mi padre estaba demasiado impaciente y no esperó. Un día me enteré de que había salido de Alepo con dos rabinos y unos cuantos notables. Su caravana pasó por Tarso dos semanas después que la nuestra, y luego siguió la ruta costera hasta Esmirna.
»Antes de dejar la casa liquidó todo lo que poseíamos. “¿Por qué has hecho eso?”, le pregunté. Y me respondió: “¿De qué nos pueden servir todavía unas cuantas piedras en Alepo si la era de la Resurrección ha empezado ya?”. “¿Pero, y si ese hombre no fuera el Mesías? ¿Y si el tiempo de la Resurrección no hubiera llegado aún?” Mi padre me contestó: “Si te niegas a compartir mi júbilo es que ya no eres mi hijo”.
»Sí, lo vendió todo, y entonces se apresuró a echar el dinero a los pies de Sabbatai. Que, para mostrarle su agradecimiento, acaba de nombrarle rey. Sí, Baldassare. Mi padre ha sido nombrado rey, y tenemos que celebrar su advenimiento. Ya no soy el hijo de Isaac, el joyero, sino hijo del rey Asa. Me debes veneración —dijo finalmente Maimún, arreándose un buen trago de vino de Francia.
Yo me encontraba algo confuso, y no sabía hasta qué punto tenía que adherirme a sus sarcasmos.
—Tal vez debería precisar —añadió mi amigo— que Sabbatai ha nombrado hoy no menos de siete reyes, y ayer unos diez. Ninguna ciudad ha albergado tantos reyes al mismo tiempo.
Presentados así, los acontecimientos tan extraños a los que yo acababa de asistir parecían en realidad una penosa bufonada. ¿Debo creer lo que me dice Maimún? ¿O por el contrario debería contradecirle y explicarle por qué yo mismo me siento sacudido?; yo, que desde hace tiempo tampoco creía en los milagros y que durante tanto tiempo he desdeñado en silencio a quienes creían en ellos.
No, no presenté argumentos en contra, no me enfrenté a él. Me habría avergonzado confesarle que yo mismo, sin ser judío ni esperar lo que ellos esperan, me veo sacudido por tantas coincidencias inexplicables, por tantas señales. Me habría avergonzado leer en sus ojos la decepción, el desdén por el «espíritu débil» en que me he convertido. Pero como tampoco deseaba decir lo contrario de lo que pienso, me limité a escucharle.
Anhelo que lleve razón. Con todo mi ser espero que el año 1666 sea un año corriente, con alegrías corrientes, con penas corrientes, y que yo y los míos lo crucemos de Año Nuevo a Año Nuevo como ya he cruzado otros cuarenta. Pero no consigo convencerme. Ninguno de esos años se había anunciado así. Ninguno se había visto precedido por una estela de señales como ahora. Cuanto más se acerca, más se deshace la textura del mundo, como si sus hilos fueran a servir para un nuevo tejido.
Perdóname, Maimún, mi razonable amigo, si soy yo quien se extravía, como yo te perdono si el extraviado eres tú. Perdóname también por haber aparentado aprobar lo que decías mientras estábamos sentados en la casa de comidas de aquel francés, y por venir a responderte por la noche en estas páginas, a tus espaldas. ¿Qué otra cosa podía hacer? Las palabras que pronunciamos dejan marcas en los corazones, mientras que las que escribimos se entierran y enfrían bajo una cubierta de cuero muerto. Sobre todo las mías, que nadie va a leer.
15 de diciembre de 1665
Diecisiete días le quedan al año y el vendaval de rumores barre Esmirna desde la aduana hasta la ciudadela vieja. Algunos son alarmistas: que el sultán ha ordenado personalmente que encadenen a Sabbatai y le manden bien custodiado a Constantinopla; a pesar de lo cual el autoproclamado Mesías aún se halla en su casa, honrado por los suyos, y según parece ha nombrado siete nuevos reyes, entre los que se encuentra un mendigo de la ciudad llamado Abraham el Pelirrojo. Otros rumores se refieren a un personaje misterioso aparecido ante la puerta de una sinagoga, un anciano de barba larga y sedosa al que nadie había visto nunca; al preguntarle por su identidad se supone que respondió que era el profeta Elias, e instó a los judíos a que se congregaran en torno a Sabbatai.
Éste tiene todavía, según Maimún, numerosos detractores entre los rabinos, y también entre los comerciantes ricos de la comunidad, pero ya no se atreven a atacarle en público y prefieren encerrarse en sus casas por miedo a que la multitud los tache de infieles y paganos. Algunos de ellos, se dice, hasta han abandonado Esmirna por el camino que lleva a Magnesia.
A mediodía he invitado a Maimún a que cenemos en donde el mismo francés. Ayer por la noche fue él quien pagó todo. Y puesto que su padre ha dilapidado su fortuna debe de encontrarse en la penuria, o se encontrará en ella muy pronto, mas por no ofenderle disimulé y acepté su convite. En ese lugar sirven la mejor cocina de todo el imperio, y estoy contento de haberlo descubierto. Hay otras dos casas de comidas francesas en la ciudad, instaladas desde hace mucho tiempo, pero ésta es la más concurrida. El cantinero no vacila en alabar su vino, y los turcos no vacilan en bebérselo. Sin embargo, evita servir jamón, y afirma que a él no le gusta demasiado. No lamento haber acudido a su mesa, y mientras siga en Esmirna volveré por allí.
Una cosa he hecho mal: contarle mi descubrimiento al padre Jean-Baptiste, que me ha echado en cara que ponga los pies bajo el techo de un hugonote y me beba el vino de la herejía. Pero no estábamos solos cuando pronunció aquellas ridículas palabras, así que sospecho que dijo lo que su auditorio quería oír. Ha vivido lo bastante en el Levante como para saber que un buen vino no tiene más color que el suyo, ni más espíritu que el suyo.
16 de diciembre
Hoy he convidado a Marta al establecimiento del sieur Moineau Ézéchiel, que así se llama el cantinero hugonote. No estoy seguro de que haya apreciado la cocina, pero ha apreciado la invitación y se ha excedido un poco con el vino. He conseguido detenerla a mitad de camino entre la alegría y la embriaguez.
De vuelta al convento, nos hemos encontrado solos a la hora de la siesta. Teníamos prisa por ceñirnos el uno al otro, y sin prudencia alguna lo hemos hecho. Yo tenía el oído permanentemente al acecho, por miedo a que mis sobrinos o alguno de los padres capuchinos llegaran y nos sorprendieran. De mi asistente nada temo, sabe no ver ni oír nada cuando hace falta. Pero esa inquietud no menguó apenas nuestra felicidad, todo lo contrario. Era como si cada segundo reclamase su parte de placer, mayor que del segundo anterior, como si fuese el último, de manera que nuestro abrazo era cada vez más vigoroso, apasionado, violento, jadeante. Nuestros cuerpos despedían el aroma cálido del vino y nos prometimos años de felicidad, tanto si permanecía como si perecía el mundo.
Estábamos agotados mucho antes de que alguien llegara. Ella se adormeció. Yo tenía ganas de hacer lo mismo, pero hubiera sido demasiada imprudencia. Le ajusté suavemente el vestido y luego la tapé con una púdica manta. Y entonces tracé estas líneas en mi cuaderno.
Mis sobrinos no volvieron hasta entrada la noche. No he vuelto a ver al padre Jean-Baptiste, que recibió visitas ayer y que se debió de pasar el día con ellas. Mejor para ellos. Han debido de recoger una nueva hornada de rumores. Yo sin embargo no he recogido más que el rocío del vino de la boca radiante de una mujer. ¡Ojalá el mundo pudiera ignorarnos como nos ha ignorado hoy! ¡Ojalá pudiéramos vivir y amarnos así en la penumbra, día tras día, olvidándonos de todas las profecías! Y embriagarnos con vino herético y amores condenados.
Señor, sólo Tú puedes hacer que no se haga Tu voluntad.
17 de diciembre
Hoy he dejado el convento de los capuchinos y me he mudado a la casa de un comerciante inglés que he conocido hoy mismo. De nuevo una de esas cosas inauditas que llegan como para impedirme olvidar que vivimos tiempos poco corrientes. Heme aquí instalado en esta casa extranjera como si fuera la mía, escribiendo al anochecer estas líneas en una mesa de madera de cerezo de brillante y reciente lacado, a la luz de un candelabro de plata maciza. Marta me espera. Aquí tiene su propio cuarto, que se comunica con el mío, pero será con ella, en su cama y no en ninguna otra parte, donde me acostaré esta noche, y también las noches próximas.
Ha sucedido todo con enorme rapidez, como si el asunto lo hubiera preparado la Providencia desde mucho antes, de manera que nosotros, aquí abajo, tan sólo tuviéramos que sellarlo con una firmita. Desde luego, el punto de reunión fue la mesa del cantinero hugonote, adonde acudo ya todos los días, y a veces más de una vez en el mismo día. Esta mañana me había pasado por allí sólo para tomar un vaso de vino y unas aceitunas antes de irme a comer al convento. Había dos hombres sentados y el patrón me los presentó. Uno de ellos era inglés, el otro holandés, pero parecían buenos amigos, pese a que sus naciones, como es sabido, no se entienden demasiado bien. Había tenido ya ocasión de decirle a sieur Moineau a qué asuntos me dedicaba, y resulta que mi inglés, que se llama Cornelius Wheeler, es también comerciante de curiosidades. El otro, el holandés, es pastor protestante; se llama Coenen y es un tipo de elevada estatura, bastante enjuto, cabeza calva y huesuda como la de los muy ancianos.
Me enteré en el acto de que mi colega se disponía a dejar Esmirna al final de ese mismo día con rumbo a Inglaterra y que su barco ya estaba en el muelle. Había tomado precipitadamente la decisión de partir por razones familiares que no me especificó, de modo que no había podido tomar medidas respecto a su casa. Llevábamos en la mesa apenas un cuarto de hora, yo conversaba educadamente con el pastor sobre el pasado de los Embriaci, sobre Gibeleto, sobre Sabbatai y los acontecimientos que se estaban produciendo, pero Wheeler no decía gran cosa, y apenas parecía escuchar lo que contábamos, sin duda sumido en sus cavilaciones. De repente, emergió de su sopor y me preguntó, a bocajarro, si aceptaría instalarme durante algún tiempo en su casa.
—En caso de que lleguemos pronto al reino del caos —dijo con cierto énfasis— me gustaría saber que un alma noble cuida de mi casa.
No quería aceptar con demasiada precipitación y le advertí que me hallaba en Esmirna sólo por un breve período para arreglar un asunto urgente, de modo que quizás debiera también yo hacer el equipaje de un día para otro. Pero no debí de oponerme con bastante convicción y el hombre consideró innecesario responder a mi argumento, así que se limitó a preguntarme si me molestaría dar un paseo con el pastor y con él para mostrarme «mi nueva morada».
Creo que ya he indicado que el barrio de los extranjeros estaba formado por una sola calle que bordea la playa. A uno y otro extremo y a ambos lados se alinean almacenes, naves, talleres, un centenar largo de mansiones, algunas casas de comidas de gran reputación y cuatro iglesias, entre ellas la de los capuchinos. Las residencias que miran al mar son más apreciadas que las que dan a la colina, a la ciudadela vieja y los barrios en que viven las gentes del país: turcos, griegos, armenios o judíos. La casa de Wheeler no es ni la más grande ni la más segura, ya que se halla situada en un extremo del paseo, y el mar, por decirlo así, llama a su puerta. Hasta cuando está en calma, como hoy, se oye el fragor. En tiempo de marejada debe de ser ensordecedor.
Lo más hermoso de esta casa es la amplia habitación en que me encuentro en este instante, a cuyo alrededor se alinean los otros cuartos y que está decorada con multitud de esculturas, estatuillas, fragmentos de columnatas antiguas, y también con mosaicos, todo ello desenterrado por el propio Wheeler, que lleva a cabo sus propias excavaciones y comercia bastante con este tipo de objetos.
Lo que contemplo a mi alrededor, y me produce la sensación de habitar en el emplazamiento de un santuario griego o de una villa antigua, no es sin duda más que el desecho del desecho, sólo piezas resquebrajadas, rotas, amputadas, o de las que hay tres o cuatro copias. Los hallazgos más bellos deben de haber salido camino de Londres, donde mi anfitrión los habrá vendido a precio de oro. Mejor para él. Sé por experiencia que la gente de aquí nunca compra esas viejas esculturas; quienes tienen los medios carecen del gusto, y la mayor parte de los turcos las desdeñan, cuando no se ensañan con ellas y las desfiguran pretextando piedad.
Al embarcarse hoy, y eso que era un viaje precipitado, Wheeler llevaba gran número de cajas, la mayor y más pesada de las cuales contenía, según él mismo me ha dicho, un magnífico sarcófago adornado con bajorrelieves que ha hallado en Filadelfia. Tras aceptar su invitación no podía yo dejarle marchar al puerto en la sola compañía del pastor. Muy felizmente para él, pues al llegar al muelle descubrimos que los estibadores se negaban a cargar, fuera cual fuera la remuneración que se les ofreciera. ¿Por qué razón? No he podido saberlo, pero esa terquedad participa de manera evidente de la atmósfera general, formada por la confusión en los espíritus, el desorden en las actitudes, la universal irritación y también la impunidad. Recurrí a Hatem y a mis sobrinos, y así, con catorce brazos —contando los del pastor y los del asistente de Wheeler—, se pudieron embarcar las cajas. Sólo el sarcófago se resistió a nuestros esfuerzos, y hubo que untar a los marineros para que echaran una mano y, mediante unas cuerdas, lo izaran por fin a bordo.
Después de agradecerle a los capuchinos su hospitalidad y hacer un generoso donativo para las obras de la iglesia, cuyos muros, según me han dicho, se han visto afectados por el último temblor de tierra, vine a instalarme aquí con los míos.
Wheeler nos ha dejado en la casa una joven criada de mirada huidiza, de la que me ha dicho que está a su servicio desde hace poco y de la que sospecha que roba platos y alimentos. Acaso también dinero y ropa, pero no lo sabe seguro. Dijo que si me daban ganas de echarla, que no lo dudara un instante. Entonces, ¿por qué no lo hizo él mismo? No se lo pregunté. Todavía no la he visto mucho. Ha atravesado la casa en dos ocasiones, descalza, con la cabeza gacha y envuelta en un chal a cuadros rojos y negros.
Nos repartimos las habitaciones. Hay seis, sin contar la de la criada, construida en el tejado y a la que se accede por una sencilla escala. Hatem se ha quedado con la del asistente de nuestro anfitrión; mis sobrinos tienen cada uno la suya, lo mismo que Marta y yo, por eso de guardar las apariencias, pero no tengo la intención de dormir lejos de ella.
Así que me voy a buscarla sin más tardar.
18 de diciembre
Queda en casa de Wheeler una sexta habitación, y se la he ofrecido esta mañana a Maimún.
Desde su llegada a Esmirna vive con su padre en casa de un tal Issac Laniado, también originario de Alepo, ferviente adepto de Sabbatai y vecino inmediato de la familia del supuesto mesías, lo que obliga a mi amigo a un disimulo permanente. Se me confió preguntándose con fuertes suspiros si podría soportar un largo sabbat más en su compañía.
Sin embargo, ha rechazado mi invitación. «Cuando los allegados se extravían es cuando tenemos que quedarnos junto a ellos», me dijo. Y no insistí.
En la ciudad continúa el dulce caos. Se pierde el miedo a la ley como si el reino venidero fuera a ser el de la misericordia y el perdón, no el del orden. Pero esta impunidad no provoca ningún desencadenamiento de pasiones, ni motines, derramamiento de sangre o pillaje. El lobo vigila a la oveja sin pretender devorarla, tal como se dice en alguna parte de las Escrituras. Al anochecer, una veintena de judíos, hombres y mujeres, han bajado en procesión desde su barrio hasta el puerto, cantando «Melisenda, hija del rey» y blandiendo teas; con ello desafiaban al mismo tiempo su propia ley, que les prohíbe encender fuego el viernes por la noche, y la ley de la ciudad, que reserva exclusivamente a los comerciantes extranjeros el derecho a salir por la noche alumbrándose con teas. Cuando llegaron no lejos de mi casa, se cruzaron con un escuadrón de jenízaros que marchaban tras su oficial. Los cantos aminoraron durante unos instantes, pero luego arreciaron con mayor fuerza, ya que cada grupo siguió su camino sin preocuparse del otro.
¿Cuánto va a durar todavía tamaña embriaguez? ¿Un día? ¿Tres días? ¿Cuarenta días? Quienes creen en Sabbatai afirman: por los siglos de los siglos. Muy pronto empezará una era, dicen, que nunca nada cerrará ya. La Resurrección, una vez comenzada, no se detendrá nunca. La Resurrección no será seguida de muerte. Lo que se terminará es la humillación, la sumisión, la cautividad, el exilio, la dispersión.
¿Y yo, en todo esto, dónde me encuentro y qué tendría que desear? Maimún le reprocha a su padre que lo haya abandonado todo para seguir a su rey mesías. ¿Acaso no he hecho yo algo peor? ¿No he abandonado mi ciudad, mi comercio, mi vida apacible a causa de los rumores del apocalipsis, y sin siquiera esperanza de salvación?
Esas gentes, esos extraviados que atraviesan la noche del sabbat blandiendo teas: ¿no estoy yo tan loco como ellos, desafiando como desafío las leyes de la religión y las del príncipe, introduciéndome a la vista de los míos en la cama de una mujer que no es la mía y que tal vez sigue siendo la de otro? ¿Cuánto tiempo podré vivir todavía en esta mentira? Y, sobre todo, ¿cuánto tiempo voy a permanecer sin castigo?
Aunque la perspectiva del castigo se me aparece en determinados momentos, no me desvía gran cosa de mis deseos. La mirada de Dios me inquieta menos que la mirada de los hombres. La pasada noche, por primera vez, tomé a Marta en los brazos sin cuidarme de ventanas ni puertas, sin que mis oídos acecharan rumor de pasos. La desnudé lentamente, lentamente le desaté las cintas, le desabroché los botones, la despojé de toda su ropa y la arrastré hasta el suelo antes de soplar la vela. Con el brazo levantado y doblado ocultaba ella los ojos, sólo los ojos. La conduje de la mano hasta el lecho, donde la tendí, y luego me tendí yo a su lado. Olía su cuerpo al perfume que compramos juntos a aquel genovés en Constantinopla. Le susurré que la amaba y la amaría siempre. Al recibir su oído el aliento de mis palabras, me rodeó con sus brazos y me atrajo hacia su cuerpo tibio murmurando palabras de alegría, de premura, de consentimiento, de abandono.
La abracé con la fogosidad de un amante y la serenidad de un esposo. ¿Habría podido amarla así si no reinara a nuestro alrededor, en esta ciudad y en el mundo, una soberana embriaguez?
19 de diciembre
El pastor holandés vino a visitarme esta mañana muy temprano, según él sólo para asegurarse de que me encontraba a gusto en la casa de su amigo. Cuando le respondí con cierto entusiasmo que ya vivía en ella como si fuera la mía, consideró necesario hacerme notar que no debía olvidar que no me pertenecía. Observación innecesaria, que me ha ofendido, hasta el punto de responderle con sequedad que sólo pretendía subrayar mi gratitud y que sólo me había mudado a esta casa para hacer un favor, que me encontraba perfectamente en el convento de los capuchinos y que podría volver allí sin dificultad. Creía que iba a tomar el sombrero para marcharse, o tal vez ordenarme que me marchara yo con toda mi tribu, pero tras un momento de vacilación emitió una risita, se excusó, tosió y pretextó que aquello era un malentendido imputable a lo mal que hablaba italiano —cuando la verdad es que lo habla tan bien como yo—; en una palabra, se desdijo sin rodeos, de manera que cuando iba a levantarse, cinco minutos después, le puse la mano en el hombro rogándole que no lo hiciera y esperase a tomar amistosamente el café que «mi esposa» nos estaba preparando.
Después de aquel preludio algo brusco nos enredamos en una charla en un tono bien distinto, y no tardé en darme cuenta de que me las había con un erudito y un sabio. Por él me enteré de que desde hacía meses circulaban por varias ciudades de Europa rumores relativos a las tribus perdidas de Israel, que podrían haber aparecido en Persia, y que habrían alzado un ejército numerosísimo. Pretenden que se han apoderado de Arabia, deshecho a las fuerzas otomanas e incluso avanzado hasta Marruecos; se dice que en Túnez este año la caravana de peregrinos renunció a ir a La Meca por temor a encontrárselos por el camino. Según Coenen, que no da mucho crédito a tales rumores, éstos se habrían propagado primero en Viena, sitiada por las fuerzas del sultán, luego en Venecia, que desde hace treinta años está en guerra con la Sublime Puerta, y que así se da ánimos imaginando que unos inesperados aliados se disponen a atacar a los musulmanes por la espalda.
Dice el pastor que los viajeros que se detienen en Esmirna le traen todos los meses cartas en ese sentido, procedentes de Holanda, de Francia, de Suecia y sobre todo de Inglaterra, donde mucha gente está al acecho de cualquier acontecimiento extraordinario que anuncie el fin de los tiempos y el segundo advenimiento de Cristo. A este respecto, lo que sucede en esta ciudad debe aguijonear considerablemente su ansiedad.
Cuando le dije que yo mismo seguía esos acontecimientos con gran curiosidad, que ya había tenido la oportunidad de ver con mis propios ojos en dos ocasiones al llamado mesías, que esos fenómenos no dejaban de preocuparme, pero que un judío amigo mío se había mostrado muy escéptico respecto a él, Coenen expresó el vivo deseo de conocerle. Prometí transmitir a Maimún su invitación lo antes posible.
Recordando las cosas que más me habían turbado en el curso de los últimos días me referí al hecho, inexplicable en mi opinión, de que el cadí dejara en libertad a Sabbatai el pasado domingo y que aún no se hubiera tomado medida alguna para terminar con los excesos y hacer que la gente volviera al trabajo. El pastor respondió que según informadores dignos de fe el juez había recibido una considerable suma de manos de ciertos ricos comerciantes judíos fieles a Sabbatai para que no le hiciera a éste ningún mal.
—No ignoro —dije yo— hasta qué punto pueden estar corrompidos los dignatarios otomanos ni hasta dónde puede llevarles la avidez. Pero en este caso lo que reina es el caos. Cuando se conozcan en Constantinopla estos hechos, van a rodar cabezas. ¿Cree vuestra merced que el cadí estaría dispuesto a arriesgar la suya por unas cuantas monedas de oro?
—Mi joven amigo, no entenderemos nada de la marcha del mundo si imaginamos que los hombres actúan siempre con sensatez. El desatino es el principio masculino de la Historia.
Añadió que en su opinión si el cadí dejó en libertad a Sabbatai no fue sólo porque le hubieran untado, sino además porque habría considerado que aquel hombre que llegaba a su casa cantando salmos era un loco, tal vez peligroso para su propia comunidad, pero que no amenazaba en lo más mínimo el poder del sultán. Se supone que algo así le dijo al pastor un jenízaro destinado a la protección de los comerciantes holandeses. Y eso es con toda probabilidad lo que les da a entender el cadí a los jenízaros para justificar su tolerancia.
En otro orden de cosas, hoy me he dado cuenta de que mi sobrino Buméh se ha dejado crecer la barba y el pelo. No me habría percatado si no se hubiera ataviado con una camisa blanca de vuelo que le da cierto parecido con algunos derviches. Está fuera todo el día, y cuando vuelve por la noche apenas habla. Tal vez tendría que preguntarle por qué se viste así.
20 de diciembre
Maimún ha venido a buscar refugio en casa. Le he acogido con los brazos abiertos y le he instalado en la última habitación vacía, que de todas formas le tenía destinada. Hasta el momento había rechazado mi invitación, pero un incidente acaecido esta mañana le ha hecho cambiar de actitud. Todavía está bajo la conmoción.
Le pidió su padre que le acompañara hasta la casa de Sabbatai. No era la primera vez que iba, pero se las arreglaba siempre para quedarse al margen, apartado, perdido entre la multitud de los fieles, observando de lejos los testimonios de fidelidad y las manifestaciones de alegría. Pero esta vez, su padre, investido de «rey», le exigió que se aproximara a su benefactor y le pidiera la bendición. Mi amigo obedeció, avanzó con la mirada baja, besó furtivamente la mano del «mesías» e inmediatamente dio un paso atrás para dejar sitio a los demás. Pero Sabbatai le retuvo por la manga, le hizo alzar la vista y le planteó dos o tres preguntas en tono amable. Después, de repente, elevando la voz, le pidió, y también a su padre y a dos rabinos de Alepo que se encontraban con ellos, que pronunciara el Nombre Inefable de Dios. Los otros lo hicieron inmediatamente, pero Maimún vaciló, pese a ser el menos devoto de todos. No sigue a menudo al pie de la letra los preceptos de la fe y farfulla las plegarias en la sinagoga sin el menor fervor, como si su corazón se desvinculara de lo que admitieran sus labios. Pero de eso a cometer una transgresión así, ¡jamás! Se negó entonces a pronunciar el Nombre, pensando que Sabbatai se contentaría con que le obedecieran los otros tres. Poco le conocía. Seguía el pretendido «mesías» reteniendo a Maimún por la manga y se puso a explicarle a la asamblea que en aquellos nuevos tiempos lo que había estado prohibido ya no lo estaba, que quienes creían en el surgimiento de una nueva era no tenían que temer la transgresión y que quienes tenían fe en él debían saber que no les pediría nada que no fuera conforme con la voluntad real del Altísimo, sobre todo si ello parecía ir contra Su voluntad aparente.
En ese momento todas las miradas se volvieron hacia mi amigo, incluida la de su propio padre, que le pedía que tuviera confianza «en nuestro rey y mesías» y que hiciera lo que le estaba pidiendo.
—Nunca habría creído —me dijo Maimún— que llegaría el día en que mi padre, que me educó en el respeto a nuestra ley, me pidiera transgredirla de la peor manera. Si tal cosa ha podido suceder, si la piedad se confunde de ese modo con la impiedad, es que el fin de los tiempos tiene que estar efectivamente muy cerca.
Se perdió en la contemplación y la melancolía. Tuve que sacudirle para que continuara su historia.
—¿Y qué hiciste?
—Le dije a Sabbatai que lo que me pedía era grave, y que necesitaba rezar unas oraciones antes de satisfacerle. Entonces, sin pedirle permiso, me retiré. Y en cuanto me vi fuera, caminé derecho hasta aquí.
Me juró que mientras «aquella locura» no cediera no volvería a poner los pies en el barrio judío. Aprobé su actitud y le dije que estaba encantado de acogerle bajo mi techo.
Le hablé entonces de la visita del pastor holandés y le comuniqué su deseo de conocerle. No se negó, pero me rogó que no fuera hasta después de unos días, pues por el momento no tenía ningún ánimo para hablar con un extranjero de lo que acababa de suceder.
—Todavía siento una gran agitación en el alma, me encuentro sumido en la confusión y no querría decir cosas que lamentaría mañana.
Le respondí que no había prisa y que tanto para él como para mí lo mejor era permanecer al margen de aquel guirigay.
Lunes, 21 de diciembre de 1665
¿De manera que en tierra otomana hay funcionarios íntegros? No me atrevo a afirmarlo todavía, porque ya es bastante incongruente que me plantee siquiera la pregunta.
Desde hace unos días Marta insiste en que continuemos las gestiones que hemos iniciado en Constantinopla, esperando que resulten menos infructuosas. Así que fui a ver al escribano de la prisión de Esmirna, un tal Abdelatif, del que me han dicho que lleva un registro de todas las condenas dictadas en esta parte de Asia Menor y en las islas del Egeo. El hombre me dejó formular la petición, tomó notas, pidió algunos detalles y entonces me dijo que haría falta una semana de pesquisas antes de poder darme una respuesta satisfactoria. Lo que a mí me hizo recordar, desde luego, la desagradable historia con aquel otro escribano, el de la armería del palacio del sultán, que nos sacó cantidad tras cantidad con el pretexto de consultar diversos registros. Pero yo estaba dispuesto a pagar sin grandes protestas, aunque sólo fuera para demostrarle a Marta que no iba a retroceder ante ningún sacrificio. Así que le pregunté al hombre, según la fórmula habitual, «con cuánto habría que compensar a sus informadores». Me había llevado ya la mano a la bolsa. El hombre, con un gesto explícito, me indicó que la retirara de ella.
—¿Por qué iba a pagar su señoría si todavía no ha recibido nada?
Temí irritarle si insistía y me retiré prometiendo que volvería en una semana, y rogándole al Altísimo que le retribuyera según sus méritos, fórmula por la que ninguna persona honrada puede ofenderse.
Marta y Hatem me esperaban fuera bajo un nogal y les conté la escena tal como acabo de hacerlo, palabra por palabra. Ella dijo que tenía confianza, que acaso el Cielo se disponía por fin a inclinarse en su favor. Mi asistente se mostró escéptico; para él, la indulgencia de los poderosos no promete sino nuevas calamidades para el futuro.
Ya veremos. En tiempos normales habría estado de acuerdo con él, pero hoy tengo cierta esperanza. Pasan tantas cosas inauditas. Un viento de extrañeza barre el mundo… Nada debería sorprendernos ya, nada.
23 de diciembre de 1665
Tiemblo y hasta tartamudeo.
¿Voy a ser capaz de contar los hechos como si le hubieran sucedido a otro, sin lanzar alaridos en cada línea, sin gritar constantemente que se trata de un prodigio?
Acaso tendría que haber esperado a que las emociones se depositaran dentro de mí, en el fondo de mi alma, como los posos de una taza de café. Dejar pasar dos días, una semana. Mas para cuando los hechos de este día se hayan enfriado, otros habrán sucedido y estarán todavía abrasando…
Así que me atendré, mientras me sea posible, a lo que había decidido. Escribir las pesadumbres de cada día. Una reseña, una fecha. Sin releer, volver la página para que se halle dispuesta a acoger las sorpresas que han de venir. Hasta el día en que se quede en blanco —cuando llegue el fin, mi propio fin, o bien el del mundo.
Pero será mejor empezar por el principio…
Así pues, a primera hora de la tarde, una vez que conseguí vencer las reticencias de Maimún, me fui con él al domicilio del pastor Coenen. Quien nos recibió con los brazos abiertos, nos dio café y deliciosos dulces turcos y luego se puso a hablar de Sabbatai en términos mesurados, intentado apreciar con el rabillo del ojo las reacciones de mi amigo. Citó en primer lugar unas palabras muy elogiosas pronunciadas por el auto-proclamado «mesías» en relación con Jesús, cuya alma, decía él, estaba indisociablemente unida a la suya. «Haré que en adelante tenga el lugar que le corresponde entre los profetas», parece que dijo ante testigos. Maimún confirmó que Sabbatai siempre hablaba de Jesús en términos deferentes y afectuosos, y que a menudo se refería con tristeza a los sufrimientos que se le habían infligido.
El pastor dijo que tales palabras le sorprendían y le encantaban, y lamentó que Sabbatai no diera pruebas de igual sensatez al hablar de las mujeres.
—¿Es cierto que ha prometido hacerlas iguales a sus esposos y librarlas de la maldición de Eva? Eso me cuentan, de fuente fiable. Según él, las mujeres deberían vivir en el futuro totalmente a su albedrío, sin obedecer a ningún hombre.
Interrogado con la mirada, Maimún afirmó sin gran entusiasmo.
Prosiguió el pastor:
—Según parece, Sabbatai dice que hombres y mujeres no deberían estar separados ni en las casas ni siquiera en las sinagogas, y que mañana, en el reino que quiere construir, cada cual podrá ir con quien desee, sin restricción ni deshonor de ningún tipo.
—Eso no se lo he oído nunca —dijo con firmeza Maimún—. Ni nada semejante.
Y me dirigió una mirada que significaba: Baldassare, amigo mío, ¿por qué me has hecho venir a este horrible lugar?
Entonces me levanté con brusquedad.
—Tiene vuestra merced muchas cosas bellas en esta casa. ¿Permitís a este negociante echar un vistazo?
—Desde luego que sí.
Esperaba yo que mi amigo se levantara también, y que aprovechara aquella maniobra de diversión mía para alejarse de un tipo tan molesto, interrumpiendo lo que se estaba convirtiendo en un interrogatorio. Pero permaneció en su sitio, por miedo a ofender a nuestro anfitrión. Cierto que si ambos hubiéramos saltado al unísono la espantada habría sido manifiesta y un tanto grosera. Así que la charla siguió sin mí, que de todas maneras no me perdía una palabra y que contemplaba los muebles, libros y cacharros con mirada vacía.
Detrás de mí, Maimún explicaba a Coenen que la mayor parte de los rabinos no creían en Sabbatai, pero que no se atrevían a expresarse con claridad porque el populacho le era totalmente adicto. Quienes se niegan a reconocerle como rey mesías tienen que ocultarse, o incluso abandonar la ciudad, por miedo a que los maltraten por las calles.
—¿Y es cierto que Sabbatai ha dicho que iba a presentarse dentro de unos días en Constantinopla para tomar posesión de la corona del sultán y sentarse en el trono en su lugar?
Maimún pareció horrorizado por aquello, y elevó el tono:
—¿Acaso las cosas que le digo a vuestra merced tienen algún valor para vos?
—Claro —respondió el pastor, algo desconcertado—. Vuestra merced es, de todos los hombres de bien a los que he interrogado, el más preciso, el más sensato, el más perspicaz…
—En tal caso créame si le digo que Sabbatai nunca, en ningún momento, ha manifestado tales pretensiones.
—Sin embargo, quien me ha contado esas palabras es uno de sus allegados.
Bajó la voz y pronunció un nombre que no logré entender. Tan sólo oí la voz de Maimún que se inflamaba:
—Ese rabino es un loco. Todos los que pronuncian palabras así están locos. Lo mismo si son partidarios de Sabbatai, que ya imaginan que el mundo les pertenece, que sus adversarios, que quieren su perdición a cualquier precio. Si tales sandeces llegaran mañana a oídos del sultán, todos los judíos serían masacrados, y también todos los habitantes de Esmirna.
Coenen le dio la razón, antes de pasar a otro asunto:
—¿Es cierto que ha llegado una carta de Egipto…?
No escuché la continuación de la pregunta. Mi mirada se había quedado clavada. Ante mí, en una estantería baja, medio disimulada detrás de un velador de Zelanda, había una estatuilla. Una estatuilla que yo conocía. ¡Mi estatuilla! Mi estatuilla de los dos amantes, milagrosamente salvada. Me agaché, me acuclillé para cogerla, para acariciarla y volverla de todos lados. No, no había duda. Aquellas dos cabezas cónicas recubiertas por una capa de oro, aquella extraña herrumbre que unió ambas manos, que las soldó más allá de la muerte… En ninguna otra parte del mundo existe un objeto tan idéntico.
Esperé algunos segundos, y tragué saliva dos o tres veces para que la voz no me traicionara.
—Reverendo, ¿dónde ha conseguido esto vuestra merced?
—¿Las estatuillas? Me las regaló Wheeler.
—¿Dijo si fue él mismo quien las desenterró? —pregunté, inocentemente.
—No. Yo estaba de visita en su casa cuando un hombre llamó a la puerta y le vendió algunos objetos que llevaba en un carro. Cornelius le compró casi todo lo que llevaba, y como me interesé por esas estatuillas votivas, que probablemente proceden de una época muy antigua, insistió en regalármelas. Para vuestra merced, que es un gran comerciante de curiosidades, objetos así deben de ser moneda corriente.
—En efecto, a veces pasan algunas por mis manos. Pero ésta no se parece a ninguna otra.
—Vuestra merced debe de tener mucho mejor ojo que yo para esos objetos. ¿Qué tiene éste de particular?
El pastor no parecía especialmente interesado en lo que yo decía. Me escuchaba y me preguntaba justo lo necesario, por educación, para no parecer indiferente, diciéndose sin duda que la mía era una reacción normal en un hombre apasionado por su negocio, y esperando que reanudara en silencio mi ronda de inspección para volver al único asunto que hoy le interesaba: Sabbatai. Entonces me acerqué a él, sosteniendo con precaución a «los dos amantes».
—Lo que esta estatuilla tiene de especial es que está formada, como puede ver vuestra merced, por dos personajes unidos por el azar del óxido. Es un fenómeno extraño, y reconocería este objeto entre otros mil. Por esta razón puedo afirmar a vuestra merced con certidumbre que la estatuilla que tengo delante se encontraba hace cuatro meses en mi propia tienda, en Gibeleto. Se la di graciosamente al caballero de Marmontel, emisario del rey de Francia, que vino a comprarme a muy alto precio un libro raro. Se echó a la mar en Trípoli, acompañado de este objeto. Naufragó antes de alcanzar Constantinopla. Y he aquí que vuelvo a encontrar mi estatuilla en este anaquel.
Coenen se levantó, sus piernas ya no soportaban seguir dobladas. Estaba pálido, como si le hubiera acusado de robo, o de asesinato.
—Ya le advertí a Cornelius Wheeler contra esos bandidos vestidos de mendigos que vienen a venderte objetos de valor de buenas a primeras. Son todos malhechores sin fe ni ley. Y ahora tengo la sensación de ser cómplice de sus delitos, y también un encubridor. Mi casa ha sido mancillada. ¡Que Dios te castigue, Wheeler!
Me apresuré a tranquilizarle, diciéndole que ni él ni el inglés tenían nada que reprocharse, puesto que no conocían el origen de la mercancía. Al mismo tiempo, le pregunté con delicadeza qué era lo que transportaba el vendedor, además de mis «amantes». Desde luego, lo que yo pretendía saber es si El centésimo nombre había sobrevivido también. Después de todo, había salido en el mismo navío, en el mismo equipaje. Un libro, ya lo sé, es más perecedero que una estatuilla de metal, y los causantes del naufragio que ocasionaron la pérdida del navío y masacraron a los hombres para apoderarse de las riquezas transportadas bien podían haber conservado unas estatuillas cubiertas por una capa de oro y sin embargo arrojar un libro por la borda.
—Cornelius compró bastantes cosas a ese hombre.
—¿Unos libros?
—Un libro, sí.
No me esperaba yo una respuesta tan clara.
—Un libro en lengua árabe ante el que parecía maravillado.
Mientras el vendedor seguía allí, me dijo Coenen, su amigo no pareció concederle gran importancia. Pero en cuanto el hombre se marchó, muy contento por haberse librado de tanta mercancía, el inglés no se contuvo más; se puso a darles vueltas y más revueltas al libro, leyendo y releyendo la primera página.
—Parecía tan feliz de su adquisición que cuando le pregunté sobre la época de las estatuillas me las regaló al momento. Yo protesté, pero él no quiso escucharme y le ordenó a su asistente que envolviera el regalo y lo llevara a mi casa.
—¿No le dijo a vuestra merced nada sobre el libro?
—Poca cosa. Que es un libro raro y que numerosos clientes se lo piden desde hace años, porque imaginan que les procurará no sé qué poderes y protecciones divinas. Un talismán, en cierto modo. Recuerdo que le dije que un verdadero creyente no necesitaba de artificios tales, y que para ganarse los favores del Cielo bastaba con hacer el bien y repetir las oraciones que Nuestro Salvador nos enseñó. Wheeler se mostró de acuerdo y me aseguró que él no creía en esas pamplinas, pero que como comerciante se sentía feliz de haber adquirido un objeto codiciado que podría vender a un buen precio.
Tras decir aquello, Coenen volvió a sus jeremiadas, preguntándose si el Cielo iba a perdonarle por haber aceptado, en un momento de descuido, un regalo del que ya sospechaba lo dudoso de su procedencia. En cuanto a mí, me encontré —y continúo así en estos momentos— sumido en dilemas que ya creía lejanos. Si el libro de El centésimo nombre no había desaparecido, ¿no debería lanzarme en su persecución? Ese libro es una sirena, quienes han oído su canto no pueden olvidarlo nunca. Yo he logrado algo más que escuchar su canto, yo he tenido la sirena en mis brazos, la he acariciado, la he poseído breves momentos antes de que se me escapara de entre las manos. Se hundió, y la creí sumergida para siempre, pero una sirena no se ahoga en el mar. Apenas comenzaba a olvidarme de ella cuando reaparece de pronto, cerca de mí, para hacerme una señal, para recordarme mis obligaciones de pretendiente embrujado.
—¿Dónde se encuentra ahora ese libro?
—Wheeler no me lo ha dicho. No sé si se lo llevó consigo a Inglaterra o lo dejó en Esmirna, en su casa.
¿En Esmirna? ¿En su casa? Es decir, en la mía.
¿Quién sería capaz de reprocharme que tiemble y que tartamudee mientras escribo estas líneas?
24 de diciembre
Nada de lo que he hecho hoy constituye un crimen merecedor de castigo; pero no obstante ha sido un abuso de hospitalidad. ¡Registrar! de arriba abajo la casa que me han confiado como si fuera el antro de un alcahuete. Que mi buen inglés me perdone, pero tenía que hacerlo, tenía que intentar hallar el libro que me ha lanzado a los caminos. Sin ilusión, por otra parte. Me habría sorprendido muchísimo que mi colega, después de comprender la importancia de aquella obra, la hubiera dejado abandonada aquí. No voy a suponer que fue a causa de El centésimo nombre por lo que decidió marcharse de repente, dejándome guardián de su casa y sus bienes aun siendo un desconocido. Pero no puedo excluir de entrada tal hipótesis.
Me dijo Coenen que Cornelius Wheeler pertenece a una familia de libreros que regenta una tienda desde hace mucho tiempo en el viejo mercado de Saint Paul de Londres. No he visitado nunca ese mercado ni esa ciudad, mas para quienes como yo se dedican al comercio de libros antiguos esos lugares resultan familiares. Lo mismo que debe resultarles familiar a algunos libreros y coleccionistas de Londres o de Oxford el nombre de la casa Embriaco de Gibeleto —o al menos eso me complace creer—. Como si un hilo invisible uniera más allá de los mares a quienes se apasionan por las mismas cosas; mi alma de comerciante me dice que el mundo sería un lugar mucho más cálido si los hilos fueran innumerables y el tejido se hiciera más tupido, más apretado.
Por el momento, en cualquier caso, no me conforta saber que alguien, al otro lado del mundo, aspira a poseer el mismo libro que yo, y que ese libro se encuentra en estos momentos en un barco cuyo destino es Inglaterra. ¿Naufragará, como el desdichado Marmontel? No se lo deseo, Dios es testigo. Tan sólo hubiese querido que por algún inexplicable sortilegio se encontrara el libro todavía en esta casa. No lo he encontrado, y aunque no puedo decir que haya registrado en todos los rincones, estoy convencido de que no lo encontraré.
Todos los míos han tomado parte en la búsqueda del tesoro, con excepción de Buméh, que ha estado fuera todo el día. Está fuera muy a menudo en estos últimos tiempos, pero me he guardado mucho de reprochárselo hoy. Me alegraba mucho que no supiera que buscábamos el libro de Mazandarani y que tampoco supiera dónde se encuentra en estos momentos el objeto que él codicia más que todos nosotros. Porque podría arrastrarnos hasta Inglaterra en su busca. Así que les he hecho prometer a todos los de la casa que no se les escapará ni una palabra de todo esto. Hasta les he amenazado con los peores castigos si me desobedecían.
A primera hora de la tarde, cuando estábamos todos repantigados en el salón, tan agotados por la decepción como por el cansancio, dijo Habib: «Bueno, no hemos conseguido ese regalo de Navidad». Nos reímos, y yo pensé que, efectivamente, en esta Nochebuena habría sido un buen regalo para todos.
Todavía nos reíamos cuando llamaron a la puerta. Era el criado de Coenen, que nos traía, envuelta en una bufanda de color púrpura, la estatuilla de los dos amantes. «Después de lo que supe ayer, no podría conservar este objeto bajo mi techo», decía la nota que la acompañaba.
El pastor no consideraba en modo alguno que nos estuviera haciendo un regalo de Navidad, o eso creo, pero fue así como consideramos aquel envío. Nada, con excepción del libro del centésimo nombre, me habría producido tanto placer.
Pero tengo que ocultar inmediatamente la estatuilla, y obligar a todos a que guarden silencio. Si no, mi sobrino lo adivinaría todo al verla.
¿Durante cuánto tiempo podré ocultarle la verdad? ¿No habría sido mejor aprender a decirle no? Eso es lo que habría debido decirle la primera vez que me pidió que emprendiéramos este viaje. En lugar de lanzarme por esta pendiente resbaladiza, sin nada que me sostenga, Salvo, tal vez, el tope de las fechas. En una semana, el año…
27 de diciembre
Hace un rato se ha producido una peripecia escasamente gloriosa. La consigno en este cuaderno con el único objetivo de calmarme, y no volveré a ella.
Me había retirado a mi cuarto temprano para hacer unas cuentas, y en un momento dado me levanté a ver si ya había vuelto Buméh, pues sus ausencias son demasiado frecuentes en los últimos tiempos y resultan inquietantes dados su estado de ánimo y el de la ciudad.
No lo encontré en su habitación y pensé que tal vez había bajado al jardín por alguna necesidad nocturna, así que salí a mi vez y me puse a rondar por el umbral. La noche era suave, sorprendentemente suave para un mes de diciembre, y había que aguzar el oído para oír las olas, que sin embargo están ahí mismo.
De repente, un curioso sonido, como un estertor o un grito ahogado. Venía del tejado, donde se halla el cuarto de la criada. Me acerqué sin hacer ruido y subí lentamente la escala. Los estertores proseguían.
Pregunto: «¿Quién está ahí?». Nadie responde, y los ruidos se detienen. Entonces llamo a la criada por su nombre: «Nasmé, Nasmé». Pero lo que oigo es la voz de mi sobrino Habid: «Soy yo, tío. No pasa nada. Puedes irte a la cama».
¿Irme a la cama? Si hubiera dicho cualquier otra cosa tal vez me habría mostrado indulgente, habría cerrado los ojos, al no comportarme yo tampoco de manera irreprochable en los últimos tiempos. ¡Pero hablarme así, como a un vejestorio o un pobre de espíritu…!
Penetro como un loco en el cuarto. Es minúsculo y está a oscuras, pero adivino las dos siluetas, y poco a poco las distingo. «A mí me dices tú que me vaya a la cama…». Le suelto una ristra de palabrotas genovesas y le arreo un bofetón. ¡El muy insolente! En cuanto a la criada, le doy de plazo hasta por la mañana para que recoja sus cosas y se marche.
Ahora que ha disminuido un tanto en mí la ira, me digo que quien merecía castigo era mi sobrino, más que esa infeliz. No ignoro que es un seductor. Pero no castigamos nunca como debemos, sino como podemos. Echar a la criada y sermonear a mi sobrino es injusto, ya lo sé. Pero ¿qué hacer, si no? ¿Abofetear a la criada y echar a mi sobrino?
En mi casa suceden cosas que no sucederían si yo me comportara de otra manera. Sufro al escribir esto, pero tal vez sufriría más de no escribirlo. Si no me hubiera consentido a mí mismo vivir a mi antojo con una mujer que no es la mía, si no me hubiera tomado tantas libertades con las leyes del Cielo y con las de los hombres, mi sobrino no se habría comportado como lo ha hecho, y yo no habría tenido que castigar así.
Lo que acabo de escribir es cierto. Pero también es cierto que si las citadas leyes no fueran tan crueles, ni Marta ni yo habríamos tenido necesidad de esquivarlas. En un mundo en el que todo es gobernado por lo arbitrario, ¿por qué iba a ser yo el único en sentirme culpable de transgresión? Y por qué iba a ser el único en tener remordimientos.
Algún día tendré que aprender a ser injusto sin conmoverme.
Lunes, 28 de diciembre de 1665
Hoy he vuelto a ver a aquel funcionario otomano, Abdelatif, el escribano de la cárcel de Esmirna, y me parece que no me equivoqué al considerarlo íntegro. Incluso lo es más de lo que yo habría creído. ¡Ojalá no me desmientan los días venideros!
Fui a verle en compañía de Marta y de Hatem, con una bolsa lo bastante repleta como para responder a las exigencias habituales. Me recibió con cortesía en la oscura oficina que comparte con otros tres funcionarios, que en ese mismo momento recibían sus propios «clientes»; me hizo señal de que me acercara y me dijo en voz baja que había buscado en todos los registros disponibles sin hallar nada sobre el hombre que nos interesa. Le agradecí sus esfuerzos y le pregunté, tocando la bolsa, cuánto le habían costado sus indagaciones. Y me respondió, elevando repentinamente la voz: «Serán doscientos aspros». Encontré un poco elevada aquella cantidad, sin que tampoco pareciera exagerada ni insólita. De todas maneras, no tenía yo intención de discutir y le deposité las monedas en la palma de la mano. Me lo agradeció con una fórmula habitual y se levantó para acompañarme, lo que no dejó de sorprenderme. ¿Por qué aquel hombre, que me había recibido sin dignarse ponerse en pie, y sin invitarme a que me sentara, se levantaba ahora y me tomaba por el brazo así, como si fuera yo un amigo de hacía tiempo, o un benefactor?
Una vez fuera, tomó mi mano, dejó caer todas las monedas que le acababa de dar y me cerró los dedos sobre ellas diciendo: «Vuestra merced no me debe ese dinero, sólo he tenido que consultar un registro, y eso forma parte del trabajo por el que me pagan. Id con Dios y que Él os haga encontrar lo que andáis buscando».
Me quedé desconcertado. Me pregunté si se trataba de un auténtico remordimiento o de una astucia otomana suplementaria con la que pretendía sacar más dinero aún, y si debía insistir o tal vez marcharme, según me indicaba, con una simple palabra de gratitud. Pero Marta y Hatem, que habían observado la sorprendente maniobra, se pusieron a salmodiar a grito pelado como si hubieran presenciado un milagro: «¡Bendito seas! ¡El mejor de los hombres! ¡El más meritorio de los servidores del sultán nuestro dueño! ¡Que el Altísimo vele por ti y por tus allegados!».
—Basta —gritó el hombre—. ¿Es que queréis mi perdición? Marchaos, y que no os vuelva a ver nunca más.
Así que nos alejamos, llevándonos con nosotros nuestros interrogantes.
29 de diciembre de 1665
A pesar de la reprobación de aquel hombre, hoy he ido a verle otra vez. En esta ocasión, solo. Necesitaba entender por qué razón se había comportado así. No sabía cómo iba a recibirme, y a lo largo del camino que conduce del barrio de los comerciantes extranjeros hasta la ciudadela, hasta tuve el presentimiento de que iba a encontrar su puesto vacío. Normalmente, no se acuerda uno de sus presentimientos y no habla de ellos más que cuando se cumplen. En aquel caso, mi presentimiento era engañoso, pues Abdelatif estaba allí. Una mujer de cierta edad estaba hablando con él, y me hizo señas de que aguardara un momento hasta que terminara con ella. Cuando se marchó la mujer, garrapateó unas palabras en su cuaderno y luego se levantó y me condujo fuera.
—Si su excelencia vuelve para darme otra vez esos doscientos aspros, sepa que se ha molestado inútilmente.
—No —le respondí—, venía tan sólo para agradecer a vuecencia su solicitud. Ayer, mis amigos se pusieron a ulular, y no pude mostrar a vuecencia toda mi gratitud. Hace meses que hago gestiones y cada vez, perdonadme, he salido echando pestes. Merced a vos salí de aquí dando gracias al Cielo y a la Puerta, aunque no estaba más cerca que antes de mi objetivo. Es tan raro en nuestros días encontrar un hombre íntegro. Comprendo que mis amigos hayan reaccionado así. Pero vuestra modestia sufrió con su énfasis, y por ello les hizo callar.
No había planteado yo con claridad la cuestión que me cosquilleaba en los labios. El hombre sonrió, suspiró y me puso una mano en el hombro.
—Desengáñese, excelencia, no fue por modestia por lo que hice callar a vuestros amigos, sino por sensatez y por prudencia.
Vaciló un momento, como si buscara las palabras. Luego paseó la mirada alrededor para asegurarse de que nadie le observaba.
—En un lugar en el que la mayoría acepta dinero sucio, el que se obstina en rechazarlo aparece como una amenaza para los demás, como un posible delator, y hacen lo imposible para librarse de él. No han tardado mucho en decírmelo: si quieres conservar la cabeza unida a los hombros tienes que hacer lo mismo que nosotros, no puedes mostrarte ni peor ni mejor. Y como no tengo ganas de morir, y como tampoco tengo ganas de ensuciarme ni de condenarme, prefiero actuar como lo he hecho con vos. En el interior del edificio, me vendo, y en el exterior me redimo.
Curiosa época la nuestra, en la que el bien se ve obligado a disfrazarse con los oropeles del mal.
Acaso sea ya el tiempo de que los tiempos se acaben…
30 de diciembre de 1665
Esta mañana Sabbatai ha salido camino de Constantinopla sin que se sepa qué destino le espera. Se embarcó en un caique en compañía de tres rabinos, uno de Alepo, uno de Jerusalén y otro venido de Polonia, según me dicen. Otras personas emprendieron viaje con él, entre ellas el padre de Maimún. Mi amigo habría querido ir con ellos para estar cerca de su padre, pero el autoproclamado mesías se opuso.
La mar aparece encrespada y unas nubes oscuras cortan el horizonte, pero todos aquellos hombres subieron a bordo cantando, como si la presencia de su jefe junto a ellos aboliera tempestades y marejadas.
Antes de partir hubo abundantes rumores, que Maimún me traía de manera permanente de la ciudad alta para hacerme partícipe de sus inquietudes y su perplejidad. Los fieles de Sabbatai pretenden que va a Constantinopla para verse con el sultán y hacerle comprender que los nuevos tiempos han llegado, los de la redención y la liberación, e instarle a que se someta a ellos sin resistencia; añaden que durante esa entrevista el Altísimo iba a manifestar Su voluntad mediante un prodigio rotundo, de manera que el sultán, aterrorizado, sólo pueda caer de rodillas y entregar la corona a aquel llamado a convertirse, en su lugar, en sombra de Dios en la tierra.
Los adversarios de Sabbatai pretenden, por el contrario, que no se marcha como conquistador, sino que son las propias autoridades otomanas, a través del cadí, quienes le habrían ordenado abandonar Esmirna en tres días y presentarse en Constantinopla, donde iban a detenerle al llegar. El hecho es plausible, en efecto, incluso es la única tesis plausible. ¿Qué persona cuerda podría creer en esa entrevista milagrosa, al final de la cual el monarca más poderoso del mundo iba a depositar su corona a los pies de un pelirrojo cantarín? No, yo no creo en ella, y Maimún menos todavía. Pero esta tarde en el barrio judío la mayor parte de la gente la consideraba cosa hecha. Quienes tienen dudas las disimulan, y ponen cara de prepararse para el regocijo.
Buméh parece creer también que el mundo está a punto de dar un vuelco. Lo contrario me habría sorprendido. Cuando hay una alternativa, mi sobrino opta siempre por su cariz más necio. Necio, insisto, pero capaz siempre de argumentar y de hacernos reflexionar, cuando no de confundirnos.
—Si las autoridades —dice— pretenden detenerle cuando desembarque, ¿por qué le dejan marcharse así, libre, en el navío que él mismo ha elegido, en lugar de mandarlo a prisión con una buena escolta? ¿Cómo van a saber el punto en que va a desembarcar?
—¿Qué pretendes decirnos, Buméh? ¿Que el sultán va a someterse sin más ceremonia en cuanto se lo ordene ese hombre? Desde luego, se ve que tú también has perdido la razón.
—A la razón no le queda más que un día de vida. Va a empezar el nuevo año, va a empezar la nueva era, lo que parecía razonable parecerá muy pronto ridículo, lo que parecía insensato se impondrá como la evidencia misma. Quienes hayan esperado al último momento para abrir los ojos quedarán cegados por la luz.
Habib rio burlonamente y yo me encogí de hombros y me volví a Maimún para buscar su aprobación. Pero mi amigo estaba como ausente. Sin duda pensaba en su padre, en su anciano padre enfermo y extraviado, le veía embarcado en aquel caique sin un gesto de despedida para él, sin una mirada, y se preguntaba si de aquella manera no se dirigía hacia la humillación o la muerte. Ya no sabía qué creer, ni sobre todo qué desear. Y si lo sabía, tampoco le consolaba gran cosa.
He discutido con él lo bastante desde que vivimos juntos como para saber con exactitud cómo se plantea el dilema. Si su padre tuviera razón, si Sabbatai fuera el rey mesías, si el milagro esperado se produjera, si el sultán cayera de rodillas y reconociera que habían concluido los viejos tiempos, que los reinos de este mundo habían periclitado para siempre, que los poderosos ya no serían poderosos, que los humildes no volverían a ser humillados, si todo ese enloquecido sueño pudiera convertirse en realidad por la voluntad del Cielo, ¿cómo no iba Maimún a llorar de alegría ante ello? Pero no es eso lo que va a suceder, me repetía. Sabbatai no le inspira ninguna confianza, ninguna veneración, ni tampoco alegría alguna.
—Aún estamos lejos del Amsterdam esperado —me dijo. Riendo, por no llorar.
31 de diciembre de 1665
¡Ah, Señor, el último día!
Desde esta mañana no hago más que dar vueltas, sin poder comer, hablar o reflexionar. Estoy rumiando y dándole vueltas a mi temor. Creamos o no en Sabbatai, no hay duda de que su aparición en este momento preciso, en vísperas del año fatídico y en esta ciudad designada por el apóstol Juan de manera destacada como una de las siete iglesias en el mensaje del Apocalipsis, no puede deberse sólo a un cúmulo de coincidencias. Lo que me ha sucedido en los últimos meses tampoco puede explicarse sin hacer referencia a la cercanía de los nuevos tiempos, sean los de la Bestia o los de la Redención, y a las señales que las anuncian. ¿Es que voy a tener que enumerarlas una vez más?
Mientras que los míos se echaban la siesta, me instalé en la mesa para escribir lo que me inspira este día. Pensaba escribir todo un testamento, y luego me detuve en esas líneas que terminan en una interrogación, dejé la mano un buen rato suspensa en el aire sin resolverme a proseguir esta enumeración de señales que han jalonado los últimos meses de mi vida y la de los míos. Terminé por recoger el recado de escribir preguntándome si volvería a tener ocasión de mojar la pluma en el tintero. Salí a caminar por las calles casi desiertas, y después por la playa, también vacía, donde el rumor de las olas y del viento tuvo la virtud de sosegarme y aturdirme.
Al volver a casa me eché unos minutos en la cama casi sentado, pues mantenía la cabeza bastante alta entre los cojines amontonados. Después me levanté con excelente humor, resuelto a no dejar que mi último día —si era efectivamente el último— se lo tragara la melancolía.
Había proyectado llevar a toda mi familia a cenar donde el cantinero francés. Pero Maimún se excusó, diciendo que tenía que ir al barrio judío a ver a un rabino que acababa de llegar de Constantinopla y que tal vez le informara de lo que les esperaba allí a Sabbatai y a los suyos. Buméh dijo que se quedaría encerrado en su cuarto, meditando hasta el alba, como deberíamos hacer todos nosotros. Y Habib, restañando aún sus heridas o tal vez enfadado, tampoco quería salir. Sin desanimarme por ello, exhorté a Marta a que viniera conmigo, y no dijo que no. Incluso se mostró encantada, como si la fecha de hoy no le impresionara en modo alguno.
Le pedí a sieur Moineau que nos sirviera sencillamente lo mejor que tuviera. El plato del que se sintiera más orgulloso como cocinero, con el mejor vino de su bodega. Como si fuera nuestra última cena, pensé yo sin decirlo y sin que tal perspectiva me perturbara en exceso. Creo que ya sé de qué lado estoy.
De vuelta a casa, y puesto que todo el mundo parecía estar durmiendo, me fui a la habitación de Marta y la cerré por dentro. Luego nos prometimos dormir abrazados el uno al otro hasta por la mañana; o, al menos, pensaba yo medio en broma, medio aterrado, hasta aquello que iba a tener lugar la mañana del año de la Bestia. Pero después del abrazo mi compañera se adormeció y yo perdí el sueño. La mantuve un buen rato contra mí, una hora tal vez, luego la aparté con suavidad, me levanté, me vestí y volví al escritorio.
Me prometía de nuevo hacer balance de los últimos meses, enumerar las señales con la esperanza de que su relación en el papel me desvelaría de repente el sentido oculto de las cosas. Pero resulta que, por segunda vez hoy, renuncié a ello. Me he limitado a consignar mis triviales actividades de por la tarde y por la noche, y ahora voy a dejar de escribir.
¿Qué hora será? Lo ignoro. Voy a colocarme al lado de Marta, con cuidado de no despertarla, esperando que se me apacigüen las ideas y que me llegue el sueño.