Primero de noviembre

Señor, ¿por dónde empiezo mi crónica de este día?

¿Por el principio? Me desperté sobresaltado y me fui al barrio de Pera a fin de asistir a la misa de la embajada…

¿O por el final? Hemos hecho este viaje desde Gibeleto a Constantinopla para nada…

Había en la iglesia una multitud sombría. Damas de negro y susurros agobiantes. En vano buscaba yo entre los asistentes al caballero de Marmontel o algún otro rostro conocido. Llegué corriendo al principio del oficio y tuve apenas tiempo de descubrirme, santiguarme y coger sitio al fondo, en una fila de atrás.

Me di cuenta entonces de la extrema tristeza que reinaba y lancé dos o tres miradas interrogativas en dirección a mi vecino más próximo, que se empeñó piadosamente en no advertir mi presencia. No sólo era el día de Todos los Santos; se percibía, sin duda alguna, un luto reciente, la muerte de un personaje eminente, y tuve que conformarme con aquella vaguedad. Sabía yo que el viejo embajador Monsieur de la Haye hacía años que se encontraba mal; había permanecido encerrado cinco meses en el castillo de las Siete Torres por orden del sultán y había salido con la enfermedad de la piedra, tan debilitado que en varias ocasiones corrió el rumor de que había muerto. Es él, me dije yo; y como el nuevo embajador no es otro que su hijo, la consternación que se observaba no tenía nada de sorprendente.

Cuando el oficiante, un capuchino, comenzó el elogio fúnebre alabando al personaje de elevada alcurnia, al servidor devoto del gran rey, al hombre de confianza experto en misiones delicadas, y al insinuar con palabras veladas los peligros a que se exponen los que llevan a cabo sus nobles deberes en país infiel, ya no tuve ninguna duda. Las relaciones entre Francia y la Sublime Puerta nunca alcanzaron tanta acritud, hasta el punto de que el nuevo embajador, nombrado hace ya cuatro años, no se atrevió nunca a tomar posesión de su cargo por temor a sufrir iguales vejaciones que su padre.

Cada palabra del sermón me afirmaba más en mi idea. Hasta el momento en que en medio de una larga frase se pronunció el nombre del desaparecido.

Me sobresalté tanto que todos los rostros se volvieron hacia mí, un murmullo atravesó la asamblea de los fieles y el predicador se interrumpió unos segundos, carraspeó y alargó el cuello para ver si la persona que mostraba tanto desconsuelo era un pariente cercano del difunto caballero.

¡Marmontel!

¡Haber venido precisamente a esta iglesia para hablar con él después de la misa, y enterarme de su muerte!

Haber pasado dos largos meses por esos caminos, a través de Siria, Cilicia, el Tauro y la meseta de Anatolia, y estar a punto de perder la vida con la única esperanza de encontrarle y pedirle prestado unos días El centésimo nombre… Para enterarme de que han perecido tanto uno como el otro —sí, el hombre y el libro han desaparecido en el mar.

Una vez concluido el oficio fui a ver al capuchino, que me dijo llamarse Thomas de París y que se encontraba en compañía de un comerciante francés de gran reputación, sieur Roboly. Les expliqué las razones de mi desconcierto, y les conté que en varias ocasiones el caballero había venido a mi modesta tienda con el fin de efectuar algunas adquisiciones por cuenta de Su Majestad. Al parecer, desperté en ellos una favorable estima y me interrogaron con cierta ansiedad por la visita del caballero a Gibeleto en el mes de agosto, sobre lo que me dijo de su última travesía y de las inquietudes premonitorias que pudiera haber mostrado.

El padre Thomas mostraba una infinita prudencia, al contrario que sieur Roboly, que no tardó en confiarme que el naufragio del caballero no se debía a las inclemencias del tiempo, como pretendían las autoridades, sino a un ataque de los piratas, ya que el mar estaba en calma a lo largo de Esmirna cuando se desencadenó el drama. Incluso empezó a decirme que no creía que dichos piratas hubieran actuado por su propia iniciativa, pero entonces el eclesiástico le hizo callar con un fruncimiento de cejas. «Nada sabemos de todo eso —decretó—. ¡Que se haga la voluntad de Dios y que cada cual reciba del Cielo la retribución que haya merecido!».

Es cierto que de nada servía ya especular sobre las verdaderas causas del drama, y menos aún sobre las maniobras de las autoridades musulmanas. Para mí, en cualquier caso, aquello ya no tenía la menor importancia. El hombre al que había venido a ver, lo mismo que el libro que esperaba recuperar o tomar prestado, reposaban ahora en el reino de Neptuno, en las entrañas del mar Egeo, o tal vez ya en las entrañas de los peces.

Tengo que confesar que tras apiadarme de mi suerte y lamentarme por haber padecido tantas fatigas para nada, empecé a preguntarme sobre el sentido que podía tener ese acontecimiento y sobre las enseñanzas que de ello debía deducir. Tras la muerte del anciano Idriss y la desaparición de Marmontel y del centésimo nombre, ¿no tendría yo que renunciar a ese libro y regresar juiciosamente a Gibeleto?

No es ése el parecer de nuestro encargado de las señales. Según mi sobrino Buméh, el Cielo sin duda ha querido escarmentarnos —ahogar al emisario del rey de Francia para tirarle de la oreja a un comerciante genovés, ¡bendita lógica!, pero dejémoslo…—; el Cielo, pues, ha querido castigarnos, sobre todo castigarme, por haber dejado escapar esa obra cuando yo la tenía en mi poder. Pero no se trata de hacerme renunciar, todo lo contrario. Deberíamos redoblar nuestros esfuerzos, estar dispuestos a sufrir nuevas penalidades, nuevas decepciones con el fin de ser merecedores al fin de la recompensa suprema, el libro salvador.

¿Qué hay que hacer, según él? Seguir buscando. ¿No se encuentran en Constantinopla las mayores y más antiguas librerías de todo el mundo? Habría que buscar en cada una, hurgar en sus anaqueles, en sus trastiendas, hasta dar con él.

En ese punto —pero sólo en ése— no le quito la razón. Si hay un lugar en el que se podría encontrar un ejemplar auténtico o falso del centésimo nombre, sólo puede ser en Constantinopla.

Esa gran verdad, de todas maneras, apenas ha pesado en la decisión que acabo de tomar de no volver inmediatamente a Gibeleto. Una vez pasada la impresión de la inesperada noticia, me convencí de que no serviría de nada ceder al abatimiento ni tampoco volver a enfrentarse —en plena estación invernal— con las penalidades del camino, cuando además no estoy restablecido por completo. Esperemos un poco, me argumenté a mí mismo, demos una batida por los puestos de los libreros y de mis cofrades los comerciantes de curiosidades, dejemos también tiempo a Marta para que lleve a cabo sus gestiones y después ya veremos.

Es posible que al prolongar algunas semanas este viaje le otorgue así un sentido. Esto es lo que me he dicho a mí mismo antes de volver la página, y no ignoro en qué medida es esto un ardid para silenciar mi angustia y burlar la inquietud.

3 de noviembre

No dejo de pensar en el desdichado Marmontel, y esta noche le he visto en sueños por segunda vez. Cuánto lamento que tras su última visita no nos hayamos despedido con mejor talante. Cuando le reclamé mil quinientos maidines como precio del libro de Mazandarani debió de maldecir en su interior la avidez del genovés. ¿Cómo iba a saber que yo sólo sentía escrúpulos en separarme de una obra que un pobre hombre me había regalado? Mis intenciones eran muy nobles, pero él no podía adivinarlas. Y ya nunca podré rehabilitarme a sus ojos.

¡Ojalá el tiempo alivie mis remordimientos!

Por la tarde recibí en mi cuarto la visita de mi amable aposentador, sieur Barinelli. Primero comprobó, entreabriendo delicadamente la puerta, que no dormía la siesta; a un signo mío, entró con timidez haciéndome comprender que acababa de enterarse de lo que me había sucedido. Luego se sentó, derecha la espalda, bajos los ojos, como si me estuviera dando el pésame. Entró su criada a continuación y se quedó de pie hasta que le encarecí que se sentara. Me decía él palabras de benéfico consuelo, a la manera genovesa, mientras que ella no decía nada, no entendía nada, contentándose con escuchar a su amo, por completo vuelta hacia él, como si su voz fuera la más bella de las músicas. En cuanto a mí, aparentaba apreciar en mucho lo que me decía sobre los designios de la Providencia, encontraba mejor consuelo en observar al uno y a la otra.

Aquellos dos me enternecían. Todavía no me he referido a ellos en estas páginas, pues tenía demasiado que decir sobre Marmontel, pero desde que estamos aquí hablo mucho de ellos con los míos, sobre todo con Marta, y bromeamos con afecto a su costa.

Su historia es curiosa. Voy a contarla tal como la he oído, y acaso me alivie unos instantes de las preocupaciones que me asaltan.

En la primavera pasada, cuando fue Barinelli al mercado de los orfebres para algún asunto, pasó por el mercado de esclavos, que aquí se llama Esirpazari. Le abordó un mercader que llevaba de la mano a una joven cuyas cualidades se puso a elogiar. El genovés le dijo que no tenía intención de comprar ninguna esclava, pero el otro insistió diciéndole:

—No la compres, si no quieres, pero al menos mírala.

Para terminar con aquello cuanto antes, Barinelli le echó un vistazo a la muchacha, decidido a proseguir su camino inmediatamente. Pero cuando se cruzaron los ojos de ambos tuvo, según dice él, «la sensación de haber recuperado a una hermana cautiva». Quiso preguntarle de dónde venía, pero ella no comprendía ni el turco ni el italiano. El mercader explicó enseguida que ella hablaba una lengua que aquí nadie comprende. Añadió que tenía también un pequeño defecto, una ligera cojera debida a una herida en el muslo. Le levantó el vestido para enseñar la cicatriz, pero Barinelli la cubrió inmediatamente con mano firme y dijo que la tomaba tal cual, sin necesidad de comprobar nada más.

Así que se volvió a casa con aquella esclava, que tan sólo pudo decirle que se llamaba Liva. Curiosamente, Barinelli se llama Livio.

Desde entonces viven juntos la más conmovedora historia de amor. Se cogen de la mano de manera permanente y se comen con los ojos. Livio la mira como si fuera no su esclava, sino su princesa, su mujer adorada. Cuántas veces no le habré visto llevarse la mano a los labios para darle un beso, acercarle una silla para que se siente o pasarle la mano con ternura por el cabello, por la frente, olvidándose de que los demás los mirábamos. Todos los esposos del mundo, y todos los enamorados, tendrían envidia de estos dos.

Liva tiene ojos oblicuos y pómulos prominentes, y sin embargo su pelo es claro, casi rubio. Podría muy bien proceder de algún pueblo de las estepas. Yo creo que desciende de los mongoles, aunque de un mongol que hubiera raptado alguna sabina de Moscovia; ella no ha podido explicar nunca de dónde procede ni cómo llegó al cautiverio. Su enamorado me asegura que ella comprende ahora todo lo que se le dice; viendo cómo se lo dice él, no me sorprende que lo entienda. Terminará aprendiendo italiano, a no ser que sea Barinelli quien aprenda la lengua de las estepas.

¿No he dicho aún que está embarazada? Su Livio le prohíbe ahora que suba o baje la escalera sin que él esté a su lado para sostenerla del brazo.

Al releerme a mí mismo, advierto que he llamado a Liva «su criada». Me he prometido no tachar nada de lo que hubiera escrito, pero en este caso tengo que rectificar. No quería yo llamarle «esclava», y dudaba si llamarla concubina o amante. Después de lo que acabo de contar, me parece evidente que debería decir «su mujer», sencillamente. Barinelli la considera su esposa, la trata mucho mejor de lo que se trata a las esposas y pronto será la madre de sus hijos.

4 de noviembre

Los míos se han desperdigado ya esta mañana por la ciudad, cada uno en busca de las sombras que le acosan.

Buméh se ha ido a husmear en los puestos de los libreros, donde le han hablado con vaguedad de un gran coleccionista de libros que podría poseer, según dicen, un ejemplar del centésimo nombre; no ha podido averiguar más.

Habib se fue con su hermano y atravesaron el Cuerno de Oro en la misma barca, pero cada uno volvió por su lado, así que dudo que hayan caminado juntos mucho rato.

Marta ha ido al palacio del sultán para intentar saber si a un hombre llamado como su marido lo ahorcaron hará ahora dos años por piratería; le ha acompañado Hatem, que habla bien el turco y se desenvuelve mejor que todos nosotros en los arcanos; aunque por el momento no han sacado nada en limpio de este asunto, han conseguido alguna información útil sobre la manera de proceder en circunstancias semejantes, y mañana mismo volverán a la carga.

En cuanto a mí, volví a ver al padre Thomas en su iglesia de Pera. Cuando nuestro primer encuentro, el domingo, no tuve ocasión —ni, por otra parte, deseo— de confiarle con claridad por qué la desaparición de Marmontel me afectaba tanto. Me referí de manera vaga a unos objetos preciosos que me había comprado el caballero, y de lo cual teníamos que hablar los dos en Constantinopla. Pero esta vez le expliqué como a un confesor las verdaderas razones de mi inquietud. Me tomó de la muñeca durante un buen rato para que no dijera ni una palabra más, y mientras tanto meditaba o rezaba para sí. Luego me dijo:

—Para un cristiano, la única manera de dirigirse al Creador es la oración. Se muestra uno modesto y sumiso, le expresa uno, si quiere, sus quejas y sus esperanzas y concluye con un amén, que se haga Su voluntad. Por el contrario, el orgulloso busca en los libros de los magos las fórmulas que le permitirán, cree él, modificar la voluntad del Señor, o desviarla, pues imaginan la Providencia como un barco del que ellos, pobres mortales, podrían torcer el timón a su antojo. Dios no es un barco, es el Señor de los navíos y de los mares, y del cielo en calma y de las tempestades, no se deja confinar ni en las palabras ni en las cifras, es el inaprensible, el imprevisible. ¡Pobre del que pretenda domesticarlo!

»Dice vuestra merced que el libro que Marmontel os compró posee virtudes extraordinarias…

—No, padre mío —rectifiqué—, yo tan sólo informo a vuestra merced de las tonterías que se cuentan por ahí; si yo creyera en las virtudes de ese libro, no me habría separado de él.

—Pues bien, hijo mío, vuestra merced ha hecho bien en separarse de él, puesto que, habiendo viajado a la buena de Dios, aquí se encuentra, en Constantinopla, mientras que el caballero, que embarcó con su equipaje ese libro pretendidamente salvador, no ha conseguido llegar nunca. ¡Dios le conceda su misericordia!

Esperaba yo que el padre Thomas me diera detalles del naufragio, aunque no he obtenido ninguna novedad; pero si buscaba consuelo, me lo ha prodigado, pues al dejar la iglesia me encontraba más sosegado, y la melancolía de los últimos días se había disipado en mí.

Sobre todo, su última reflexión sobre el viaje me aportó —¿para qué mentir?— una sensación de alivio. De manera que esa tarde, cuando volvió Buméh, y tras dejarle especular sobre las posibilidades que teníamos de obtener un nuevo ejemplar del centésimo nombre, suspiré y me atribuí la paternidad de tan juiciosa observación.

—No sé si regresaremos con ese libro, pero es una suerte que no hayamos venido con él.

—¿Y por qué razón?

—Porque el caballero, que precisamente viajaba acompañado del libro…

Marta sonrió, los ojos de Hatem brillaron y Habib no se molestó en disimular la risa, dejando la mano en el hombro de su hermano, que se apartó con desdén y, ofendido, respondió sin mirarme:

—Nuestro tío imagina que El centésimo nombre es una reliquia santa que hace milagros. Nunca he conseguido explicarle que no es el objeto mismo el que puede salvar a su poseedor, sino la palabra que lleva oculta en su interior. El libro que tenía Idriss sólo era la copia de una copia. Y nosotros, ¿qué hemos venido a hacer a esta ciudad? A pedirle prestado el libro al caballero, si hubiese querido dejárnoslo, para volverlo a copiar. Y es que no es el objeto lo que buscamos, sino su palabra oculta.

—¿Qué palabra? —preguntó Marta con ingenuidad.

—El nombre de Dios.

—¿Quieres decir Alá?

Buméh adoptó para responderle el tono más docto, el más pedante.

—Alá no es más que la contracción de «al-ilah», que sólo quiere decir «el dios». Así que eso no es un nombre, sino una designación. Como si dijeras «el sultán». Pero el sultán también tiene un nombre, se llama Mohamed, o Murad, o Ibrahim, u Osmán. Como el papa, al que llamamos Santo Padre, pero que también tiene un nombre propio.

—Eso es porque los papas y los sultanes se mueren —dije yo—, y se les reemplaza. Si no murieran, si siempre fueran los mismos, no habría necesidad de llamarlos con un nombre y una cifra, bastaría con decir «el Papa», «el Sultán»…

—No andas descaminado. Puesto que Dios no muere, y nunca es reemplazado por otro, no necesitamos llamarle de otra manera. Lo cual no quiere decir que no tenga otro nombre, un nombre íntimo. No lo confía al común de los mortales, sólo a los que merecen conocerlo. Ésos son los verdaderos elegidos, y les basta con pronunciar el nombre divino para escapar de todos los peligros y hacer que retrocedan todas las calamidades. Me contestaréis que puesto que Dios no revela su nombre más que a los que Él ha elegido, eso quiere decir que no basta con poseer el libro de Mazandarani para tener tal privilegio. Sin duda. El desdichado Idriss estuvo toda su vida en posesión de ese libro, y es posible que no le haya enseñado nada. Para merecer el conocimiento del nombre supremo hay que dar pruebas de una piedad excepcional, o de una sabiduría sin igual, o demostrar alguna otra cualidad que no posee el resto de los mortales. Pero también se da el caso de que Dios traba amistad con alguien al que nada en apariencia parece distinguir de los demás. Le envía señales, le confía misiones, le desvela secretos y transforma su vida menguada en una epopeya memorable. No hay que preguntarse por qué eligió esa persona y no cualquier otra, pues Aquel que abarca con una sola mirada el pasado y el porvenir nada tiene que ver con nuestras consideraciones de ahora.

¿Es que mi sobrino se cree realmente designado por el Cielo? Esa sensación tuve cuando le oír hablar así. Hay en ese rostro aún infantil, hay bajo ese bozo lampiño una especie de temblor que me inquieta. Llegado el momento, ¿conseguiré hacer retornar a este muchacho a casa de su madre? ¿O será él quien vuelva a arrastrarme por esos caminos, como nos ha arrastrado a todos hasta aquí?

No, no a todos. Lo que acabo de escribir no es cierto. Marta ha venido por sus propios motivos; Habib por espíritu caballeresco o por galantería; y Hatem no ha hecho más que seguir a su amo a Constantinopla, como me habría seguido a cualquier otro lugar. Soy yo el único que ha cedido a las conminaciones de Buméh, y es a mí a quien corresponde ponerle freno. Sin embargo, no hago nada en ese sentido. Le escucho con complacencia, cuando sé de sobra que su razón es sinrazón y que su fe es impiedad.

Tal vez tendría que comportarme de otra manera con él. Contradecirle, interrumpirle, regañarle, en una palabra, tratarle como un tío trata a su sobrinito, en lugar de manifestar tanta estima por su persona y su erudición. La verdad es que me produce cierta aprensión, y hasta un pánico que tengo que dominar.

Aunque fuera un enviado del Cielo o un mensajero de las Tinieblas, no deja de ser mi sobrino, y tengo que obligarle a comportarse como tal.

5 de noviembre

Fui al palacio del sultán con Marta, a petición suya. Pero me marché enseguida a petición de mi asistente, que encontraba que mi presencia le dificultaba la tarea. Me había vestido con mis ropas más bellas con el fin de infundir respeto, y sólo consigo despertar a nuestro alrededor la avidez y la codicia.

Nos introdujimos en el primer patio del palacio, junto con centenares de demandantes que iban tan silenciosos como si estuvieran en un lugar de oración. Es sólo el terror que inspira la vecindad de quien tiene sobre cada uno derecho de vida y de muerte. Nunca entré en lugar semejante, y estaba deseando alejarme de aquella multitud que intrigaba en voz baja, que se movía rozando la arena y que transpiraba tristeza y temor.

Hatem iba a la Armería en busca de un escribano que le había prometido algunas indagaciones a cambio de una pequeña suma. Una vez llegados a la puerta del edificio, que en tiempos fue la iglesia de Santa Irene, mi asistente me pidió que esperara en el exterior, temeroso de que el funcionario aumentara sus exigencias al verme. Pero ya era demasiado tarde. Por desgracia, el hombre aquel salía precisamente en ese momento por algún asunto, y me miró de arriba abajo. Cuando volvió a su puesto unos minutos después sus pretensiones se habían multiplicado por quince. No se le pide a un genovés próspero lo mismo que a un aldeano sirio que acompaña a una pobre viuda. Los diez aspros se convirtieron en ciento cincuenta, y las averiguaciones, además, fueron incompletas, pues el hombre, en lugar de entregar lo que sabía, retuvo lo esencial con la esperanza de conseguir una nueva retribución. Nos indicó, pues, que según el registro que había consultado, el nombre de Sayyaf, el marido de Marta, no figuraba entre los de los condenados, pero que había un segundo registro al que aún no había tenido acceso. Hubo que pagar, y además agradecer, sin dejar de quedarnos en la incertidumbre.

Hatem quería ir a ver a alguien más, «bajo la cúpula», al otro lado de la puerta de la Salvación. Me suplicó que no les acompañara más allá, y entonces desaparecí, más divertido que ofendido, para esperarles en el exterior, donde un cafetero que habíamos visto a la entrada. Estas gestiones me exasperan, y nunca habría ido sin la insistencia de Marta. Desde ahora me veré libre de esa carga, así que les deseo que consigan su propósito con rapidez y con el menor gasto posible.

Salieron al cabo de una hora. El personaje que Hatem quería ver le pidió que volviera el jueves siguiente. También es escribano, pero en la Torre de la Justicia, donde recibe numerosísimas súplicas que traslada arriba. Como precio de la cita fijada ha tomado una moneda de plata. Si hubiera subido yo, habría exigido una moneda de oro.

6 de noviembre, viernes

Hoy ha pasado lo que tenía que pasar. No por la noche, en el lecho de la confusión, en medio de un abrazo furtivo, sino en plena mañana, cuando en el exterior hervían las calles. Allí estábamos ella y yo, en la casa de sieur Barinelli, en el piso superior, inclinados tras las celosías contemplando el vaivén de la gente de Galata como dos mujeres ociosas. El viernes es aquí día de oración, y para algunos, día de paseo, de festín o de descanso. Nuestros compañeros se habían marchado, cada cual por su lado, y nuestro anfitrión hizo lo propio. Oímos cerrarse la puerta y después les vimos avanzar con precaución por la calleja que está justo debajo de nosotros, esquivando a cada paso montones de escombros, a él y su amada, embarazada y cojeando, agarrada de su brazo, la cual tropezó de repente y a punto estuvo de caerse, porque miraba a su hombre más que donde ponía los pies. Él la sostuvo de milagro, la sermoneó suavemente pasándole una mano protectora por la frente y dibujó con el dedo una línea imaginaria que iba de sus ojos a sus pies. Ella hizo con la cabeza un gesto que indicaba que había comprendido, y reanudaron la marcha con mayor lentitud.

Al observarlos, a Marta y a mí aquellas desazones nos provocaron una risa envidiosa. Nuestras manos se tocaron, luego se cerraron una sobre otra lo mismo que las manos de ellos. Nuestras miradas se juntaron, y como en un juego en el que ninguno quiere volverse el primero, nos quedamos así un largo rato, cada uno frente al espejo del otro. La escena habría podido parecer ridícula o infantil si al cabo de un momento no hubiera surgido una lágrima en la mejilla izquierda de Marta. Una lágrima que resultaba sorprendente porque de su rostro no se había borrado aún la sonrisa. Me levanté, rodeé la mesa baja en la que estaban nuestras tazas de café todavía humeantes, me coloqué tras ella y puse mis brazos sobre sus hombros y su pecho, abrazándola suavemente.

Ella inclinó entonces la cabeza hacia atrás, entreabrió los labios y cerró los ojos. Lanzó al mismo tiempo un suspiro de abandono. La besé en la frente, y después, dulcemente, en los párpados, luego en la comisura de los labios, por fin tímidamente en la boca. Su boca. Que sin embargo no abarqué por completo, sino que acaricié primero con mis labios temblorosos, que no dejaban de pronunciar «Marta», así como todas las palabras italianas y árabes que significan «corazón mío», «amor mío», «alma mía», «mi niña», y además «cuánto te quiero».

Y nos encontramos uno en el hueco del otro. La casa estaba todavía en silencio y el mundo exterior era cada vez más lejano.

Habíamos dormido tres veces uno junto al otro, pero no había descubierto yo su cuerpo, ni tampoco ella había tanteado el mío. En la aldea del sastre Abbas la había tomado de la mano, una noche entera, por fanfarronería, y en Tarso ella había dejado caer toda su negra cabellera sobre mi brazo. Dos largos meses de retraimiento y de preámbulos, con el temor y la esperanza en una y otra parte de alcanzar ese instante. ¿He descrito ya lo bella que era la hija del barbero? Sigue siéndolo, y no ha perdido en frescor lo que ha ganado en ternura. En ternura y en rabia, tendría que decir. Ningún abrazo se parece al que viene a continuación. El suyo, en tiempos, debía de ser a la vez goloso y fugitivo, descarado, despreocupado. No lo conocí, pero observando bien la mujer y sus brazos, se adivina la caricia. Hoy, sí, está tan rabiosa como tierna, sus brazos me abarcan como si nadaran hacia la salvación, respira como si hasta ese momento hubiera tenido la cabeza bajo el agua, y cualquier despreocupación es sólo fingimiento.

—¿En qué piensas? —le pregunté cuando recuperamos un poco el aliento y el sosiego.

—En nuestro anfitrión y en su sirvienta, pues todo debería separarlos, y sin embargo tengo la impresión de que son los más felices entre los humanos.

—También nosotros podríamos ser los más felices entre los humanos.

Ella dijo «tal vez», con un suspiro, mirando a otra parte.

—¿Por qué sólo «tal vez»?

Se inclinó sobre mí, como para sondear en mis ojos y en mis pensamientos desde más cerca. Luego sonrió y depositó un beso entre mis dos cejas.

—No digas nada. Acércate.

Se tendió de nuevo boca arriba y me atrajo con vigor hacia ella. Yo soy gordo como un búfalo, pero encima de su seno me hizo sentir ligero como un recién nacido.

—Acércate.

Su cuerpo se me ha convertido en una patria familiar, colinas y gargantas y senderos sombreados y pastos, tierra tan vasta y generosa, y de pronto tan exigua, la estrecho, ella me estrecha, sus uñas se me hunden en la espalda, se hunden para marcarme la piel con cifras redondas.

Con el aliento entrecortado murmuré otra vez en mi lengua «Cuánto te quiero», y ella respondió en la suya: «Amor mío», y luego repitió, casi llorando: «Amor». Y entonces la llamé: «Mujer mía».

Pero todavía es la mujer de otro, maldito sea ese otro.

8 de noviembre 65

Me había jurado a mí mismo no acudir al palacio, y dejar que Hatem intrigara a su manera. Pero hoy he decidido acompañarlos a Marta y a él hasta la Puerta Alta, para esperarles toda la mañana donde el mismo cafetero. Aunque mi presencia no tiene incidencia alguna sobre las gestiones emprendidas, ahora posee un nuevo significado. Obtener el papel que la convertiría en una mujer libre ya no es para mí una inquietud accesoria que se añade a las auténticas preocupaciones del viaje, que no eran otras que la persecución de Marmontel y del centésimo nombre. Ya no existe el caballero, y el libro de Mazandarani se me aparece hoy como un espejismo tras el que nunca debí correr. Y puesto que Marta sí que está ahí, y ya no como intrusa, sino como la más mía de todos los míos, ¿cómo podría abandonarla a su suerte en los meandros otomanos? No puedo imaginarme regresando tranquilamente al pueblo sin ella. Y ella misma nunca podría regresar a Gibeleto sin enfrentarse a su familia política, pródiga en bribones, sin un papel del sultán que la convierta en una mujer libre. Al día siguiente mismo de su regreso, la degollarían. Su suerte está ahora unida a la mía. Y como soy un hombre de honor, mi suerte también se une a la suya.

Mira por dónde me refiero a ello como si fuera una obligación. No es sólo una obligación, también me veo obligado por algo que sería necio negar. No me he unido a Marta por accidente o por un impulso repentino. He madurado mucho tiempo ese deseo, he dejado actuar a la sabiduría del tiempo, y un buen día, ese bendito viernes, me levanté de mi asiento, la tomé entre mis brazos haciéndole comprender que la deseaba con toda mi alma, y ella se entregó. ¿Qué clase de individuo sería yo si después de eso la dejara? ¿Para qué llevar un nombre tan venerable si permito que un hijo de hospedero como Barinelli se comporte con más nobleza que yo?

Ya que estoy tan convencido de la actitud que he de adoptar, ¿para qué discutir entonces, para qué argumentar así conmigo mismo, como si intentara persuadirme? Lo que sucede es que la alternativa que estoy tomando ahora me arrastra más lejos de lo que yo habría imaginado. Si Marta no consigue lo que ha venido a buscar, si rehúsan certificarle por escrito que su marido ha muerto, ella no podrá volver nunca al país, y en consecuencia yo tampoco. ¿Qué haría yo entonces? ¿Me resignaría, con el fin de no abandonar a esa mujer, a abandonar todo lo que poseo, todo lo que mis antepasados han levantado, para irme errante por esos mundos?

Todo esto me produce vértigo, y sería más sensato, creo yo, que esperase a ver lo que me deparan los días.

Hatem y Marta salieron del palacio a la hora de la comida, agotados y desesperados. Han tenido que desembolsar hasta el último aspro que llevaban, y prometer más, sin obtener nada a cambio.

El escribano de la Armería les informó desde el principio de que había consultado el segundo registro de condenados y les sacó unas cuantas monedas antes de revelarles lo que había encontrado en él. Después de pagar, les anunció que no figuraba allí el nombre de Sayyaf. Pero añadió enseguida, a media voz, que se había enterado de la existencia de un tercer registro reservado a los crímenes más graves y que era imposible consultar sin untar a dos elevados personajes. Exigió para ello un adelanto de ciento sesenta aspros, aunque se contentó, magnánimo, con los ciento cuarenta y ocho que todavía llevaban encima los visitantes, amenazándoles con no volver a recibirlos si la próxima vez no eran más previsores.

9 de noviembre 65

Con lo que ha sucedido hoy me entran ganas de abandonar esta ciudad cuanto antes, y la propia Marta me suplica que lo haga. Mas ¿para ir adónde? Sin ese maldito firmán, ella no podrá entrar en Gibeleto, y es sólo aquí, en Constantinopla, donde tiene esperanza de obtenerlo.

Hemos ido, igual que ayer, al palacio del sultán, para continuar las gestiones, y, como ayer, me quedé en el café mientras mi asistente y «la viuda», completamente impregnada de negro, penetraban en el primer patio, el llamado «patio de los jenízaros», en medio de una multitud de demandantes. Estaba yo dispuesto a esperar, igual que ayer, durante tres o cuatro horas, perspectiva que no me afligía gran cosa, ya que el cafetero me acoge ya de manera calurosísima. Es un griego originario de Candía y no para de repetir que se siente feliz de recibir a un genovés para poder poner juntos en la picota a los venecianos. A mí no me han hecho nunca nada, pero mi padre me dijo siempre que había que maldecirlos, y a su memoria le debo no cambiar de opinión. Pero al cafetero le han dado razones muy poderosas para guardarles rencor; no ha contado las cosas con claridad, pero he creído adivinar por diversas alusiones que uno de ellos sedujo a su madre y la abandonó, que ella murió de dolor y de vergüenza y que él mismo creció en el odio a su propia sangre. Habla un griego mezclado con palabras italianas y turcas, y conseguimos mantener largas conversaciones entrecortadas por las peticiones de los clientes, a menudo jovencísimos jenízaros que se beben el café encima de sus monturas y se dedican a continuación a lanzar al aire la taza vacía, que nuestro hombre se apresura a atrapar en medio de las risotadas; ante ellos simula divertirse, pero en cuanto se alejan cruza los dedos y murmura una imprecación griega.

Hoy no hemos tenido tiempo de discutir demasiado. Al cabo de media hora, Hatem y Marta volvieron pálidos y temblorosos. Les hice sentarse y les di a beber grandes tragos de agua fresca para que pudieran contarme su infortunio.

Habían atravesado el primer patio y se dirigían al segundo para llegar otra vez «bajo la cúpula» cuando vieron, junto a la puerta de la Salvación que separa ambos patios, una aglomeración nada habitual. Encima de una piedra había una cabeza cortada. Marta volvió los ojos, pero Hatem no lo dudó y se acercó.

—Mira —le dijo—, ¿lo conoces?

Ella cedió y miró. Era el escribano de la Torre de la Justicia, el mismo que habían ido a ver el pasado jueves «bajo la cúpula» y que les había dado cita para el jueves siguiente. Desde luego, habrían querido saber por qué había sufrido aquel castigo, pero no se atrevieron a preguntar y se abrieron paso hacia la salida apoyados el uno en el otro, ocultos los rostros por miedo a que su aflicción se interpretara como signo de complicidad de algún tipo con el decapitado.

—Yo no vuelvo a poner los pies en ese palacio —me dijo Marta cuando estábamos en la barca que nos devolvía a Galata.

No quise contradecirla para que no sufriera más, pero no tiene más remedio que conseguir ese maldito papel.

10 de noviembre

A fin de borrar de los ojos de Marta la imagen de la cabeza cortada, la he llevado a recorrer la ciudad. Maimún me dejó, antes de marcharse de Afyonkarahisar con la caravana, la dirección de uno de sus primos donde pensaba alojarse. Me dije que tal vez había llegado el momento de ir a preguntar si había noticias suyas. Me fue difícil encontrar la casa, que sin embargo se halla en la misma Galata, unas cuantas calles más allá de donde nos alojamos. Llamé a la puerta. Al cabo de un rato, la entreabrió un hombre que nos hizo cuatro o cinco preguntas antes de invitarnos a pasar. Cuando se decidió por fin a apartarse y a pronunciar unas cuantas frías palabras de cortesía, ya me había jurado a mí mismo que no iba a pisar aquella morada. Insistió un poco, mas para mí la cuestión estaba decidida. Me informó tan sólo de que Maimún se había quedado únicamente unos días en Constantinopla y que enseguida había emprendido ruta, sin decir dónde iba —o al menos su primo no me ha considerado digno de saberlo—. Por si acaso, dejé mi dirección, esto es, la de Barinelli, por si mi amigo volvía antes de que nos marcháramos y para no tener que volver a pedir noticias suyas en casa de aquel hombre tan poco acogedor.

Después atravesamos el Cuerno de Oro para ir a la ciudad, en la que Marta se compró, a instancias mías, dos hermosas telas, una negra pero con hilos de plata, la otra de seda cruda salpicada de estrellas azul cielo. «Me has regalado la noche y el alba», me dijo. Si no hubiéramos estado en medio de la gente, la habría tomado en mis brazos.

En el nuevo mercado de especias conocí a un genovés que acaba de instalarse aquí hace unos meses y que posee ya una de las perfumerías más hermosas de Constantinopla. Aunque nunca haya puesto yo los pies en la ciudad de mis antepasados, no puedo dejar de sentir orgullo cuando me cruzo con un compatriota respetado, audaz y próspero. Le pedí que compusiera para Marta el perfume más sutil que una dama haya llevado nunca. Le di a entender que era mi esposa, o mi novia, sin aclarárselo del todo. El hombre se encerró en la trastienda y volvió con un soberbio frasco verde oscuro, tripudo como un pacha antes de la siesta. El aroma era de áloe, de violeta, de opio y de los dos ámbares.

Cuando le pregunté al genovés cuánto le debía, hizo gesto de que no le diera nada, pero no era más que cortesía de comerciante. No tardó en decirme un precio al oído que yo habría considerado exagerado si no hubiera visto los ojos de Marta maravillarse ante el regalo que le hacía.

¿No me dejo llevar por la vanidad al jugar de ese modo al novio generoso, que abre sin parar la bolsa con gesto arrollador y hace encargos antes de preguntar el precio? ¡Qué importa si soy feliz, si ella es feliz, y a mí no me avergüenza la vanidad!

Por el camino de regreso nos detuvimos donde una costurera de Galata, para que le tomaran medidas. Y también en el puesto de un zapatero, a cuya entrada se exhibían unos elegantes escarpines. Marta se quejaba cada vez, pero después me dejaba por imposible. Desde luego, no soy su marido legítimo, pero ya lo soy más que el otro, y asumo todos los deberes que me son propios como si se tratara de privilegios. Es forzoso que el hombre vista a la mujer que desnuda y que perfume a la que abraza. Como lo es que defienda con peligro de su vida a quien se le ha unido y es más débil.

Pues bien, ya me he puesto a parlotear como un paje enamorado. Ya es hora de que deje la pluma por esta noche y que sople sobre la pícara tinta que brilla…

14 de noviembre

Desde hace cuatro días le insisto y le insisto a Marta para que supere sus temores y acuda de nuevo al palacio, y hasta hoy no se ha convencido. Así que fuimos allá con Hatem, atravesamos el brazo de mar y caminamos protegiéndonos con una sombrilla de la lluvia intermitente que caía. Para distraerla le hablaba de esto y de aquello, en tono jovial, le enseñaba las bellas mansiones junto a las que pasábamos y los extraños atavíos de la gente, e intercambiábamos guiños para no reírnos en sus narices. Hasta que por fin llegamos al recinto del palacio. El rostro se le ensombreció entonces y no conseguí animarla.

Me detuve, como ya era mi costumbre, en el cafetín de Candía, y «la viuda» se dirigió hacia la Puerta Alta, volviéndose a cada paso para lanzarme miradas de adiós, como si no nos fuéramos a volver a ver. Unas miradas que me arrancaban el corazón, pero no hay más remedio que conseguir ese firmán de Satanás para que podamos ser libres, para que nos podamos amar. Yo fingí más firmeza que la que sentía y le hice una imperiosa señal para que atravesara la puerta. Pero no fue capaz. Temblaba más a cada paso y aminoraba la marcha. Aunque el bueno de Hatem la sostenía y la exhortaba en voz baja, las piernas no la sostenían. Tuvo que resignarse a traerla de nuevo hasta mí, casi a rastras. Arrasada en lágrimas, derrumbada y pidiendo perdón entre sollozos por su flaqueza.

—Cuando me acerco a la puerta, tengo la sensación de volver a ver la cabeza cortada. Y ni tragar saliva puedo.

La consolé, no sé cómo. Hatem preguntó si a pesar de todo tenía que ir él. Tras reflexionar, le dije que fuera tan sólo al escribano de la Armería para preguntarle por lo que había hallado en el tercer registro, y que regresara enseguida. Así lo hizo. Y la respuesta del funcionario fue la que ya me temía; «No hay nada en el tercer registro. Pero me he enterado de que hay un cuarto registro…». Por sus esfuerzos exigió de nuevo dos piastras. Nuestra desdicha se ha convertido para ese deplorable personaje en una renta.

Regresamos con tal desánimo, con tal turbación, que fuimos incapaces de intercambiar tres palabras durante todo el trayecto de vuelta.

¿Qué hacer ahora? Mejor será dejar que la noche apacigüe mis angustias. Si por lo menos consiguiera conciliar el sueño…

25 de noviembre

La noche no ha traído ninguna solución a mi problema, así que he tratado de apaciguar mis angustias con la religión. Pero ya siento un poco haberlo hecho. No se improvisa uno como creyente, de la misma manera que no se improvisa uno como descreído. Hasta el Altísimo debe de estar cansado de mis cambios de humor.

He ido este domingo por la mañana a la iglesia de Pera y después de la misa le he pedido al padre Thomas que me confiese. Debió de considerar que había alguna urgencia y se excusó ante los numerosos fieles que le rodeaban; me llevó hasta el confesonario y me oyó hablar —con bastante torpeza— de Marta y de mí. Antes de darme la absolución me hizo prometer que no volvería a acercarme a «esa persona» hasta que no se hubiera convertido en mi esposa. También me prodigó, entre un buen montón de reprimendas, algunas palabras de consuelo. Recordaré esas palabras de consuelo, pero no estoy seguro de cumplir mi promesa.

Al empezar el oficio no tenía yo ninguna intención de confesarme. Estaba arrodillado en la penumbra, entre una nube de incienso, bajo aquellas imponentes ojivas, dándole vueltas a mis angustias, cuando me entraron ganas de ello. Estoy convencido de que lo que me empujó no era tanto un acceso de piedad como un acceso de desamparo. Mis sobrinos, mi asistente y Marta, que me acompañaron a la iglesia, tuvieron que esperarme un buen rato. Si hubiera reflexionado, habría aplazado mi confesión para ir solo. Me confieso raras veces, y todo el mundo lo sabe en Gibeleto; para apaciguar al cura le regalo de vez en cuando algún viejo libro de rezos y él finge creer que no peco gran cosa. Así que el gesto mío de hoy equivale a una confesión pública, y bien que lo pude comprobar en la actitud de los míos cuando salí. Los ojos de Hatem, que se reían en silencio; los de mis sobrinos, que unas veces parecían reprenderme y otras se mostraban huidizos; y los de Marta, sobre todo, que gritaban: «Traidor». Que yo sepa, ella no se confesó.

Al llegar a casa consideré indispensable reunirlos solemnemente a mi alrededor para anunciarles mi intención de casarme con Marta en cuanto ella consiguiera la anulación de su primer matrimonio, y que acababa de hablar de ello con el capuchino. Y añadí, con gran convicción, que si por suerte se certificara su viudez en los días venideros, nos casaríamos aquí, en Constantinopla.

—Para mí sois como mis hijos, y deseo que améis y respetéis a Marta como a vuestra propia madre.

Hatem me besó la mano, y después la de mi futura esposa. Habib nos besó a uno y a otra con tanto denuedo que con ello puso un bálsamo en mi corazón; Marta lo estrechó durante un buen rato y juro que en ese momento no experimenté celos de ningún tipo; estoy convencido de que nunca antes estuvieron tan cerca el uno del otro. En cuanto a Buméh, también acudió a besarnos, pero a su manera, más furtiva y enigmática. Parecía sumido en reflexiones de las que nunca sabremos nada. Acaso se dijera que aquella conmoción imprevista era una señal más, una de esas innumerables perturbaciones de las almas que preceden al fin de los tiempos.

Esta noche, mientras escribo estas líneas, solo en mi cuarto, siento un cierto remordimiento. Si pudiera volver a empezar el día, lo viviría de otra manera. Ni confesión solemne ni anuncio. Pero qué importa. Lo hecho hecho está. No puede uno contemplar jamás su propia vida desde lo alto de un promontorio.

16 de noviembre

Al despertarme, sigo con los mismos remordimientos. Para aliviarlos me digo que la confesión me liberó de una carga que me oprimía. Pero no es exacto. El acto carnal me pesó sobre los hombros en el momento en que me arrodillé en la iglesia, no antes. Antes no llamaba yo pecado a lo que sucedió el viernes. Y en este momento me arrepiento de haberlo llamado así. Si creía que en el confesonario iba a aliviarme de un peso, ha sido al contrario, ahora es cuando lo tengo.

Además, no han desaparecido las preguntas que me angustian: ¿Dónde ir ahora? ¿Dónde llevar a los míos? ¿Qué le puedo sugerir a Marta? Sí, ¿qué hacer?

Hatem me dice que en su opinión la menos mala de las soluciones sería conseguir de algún funcionario, a cambio de una elevada retribución, un falso documento que certificara que al marido de Marta lo habían ejecutado realmente. No he rechazado la propuesta espantado, tal como debería hacer un hombre honrado, ya tengo muchas canas para creer todavía en la pureza, la justicia o la inocencia, y la verdad es que me inclino a sentir más respeto por un certificado falso que libera que por uno auténtico que esclaviza. Sin embargo, tras reflexionar dije que no, porque la solución no me pareció razonable. ¿Volver a Gibeleto y casarme en la iglesia gracias a un papel que yo sé que es falso? ¿Pasar el resto de mi vida temiendo que de repente se abra la puerta y entre el hombre al que habría prematuramente enterrado para vivir con su esposa? No, a eso me niego.

17 de noviembre

Este martes, para distraerme de mis ansiedades, me he dejado llevar por uno de mis placeres favoritos: irme solo por las calles de la ciudad y perderme un día entero en el mercado de los libreros. Pero cuando, en las cercanías de la mezquita de Solimán, mencioné cándidamente el nombre de Mazandarani a un comerciante que me preguntaba por lo que estaba buscando, el hombre frunció las cejas, me hizo una rápida señal para que bajara la voz, comprobó que nadie más que él me había oído, me invitó a pasar y le ordenó a su hijo que saliera para que pudiéramos hablar sin testigos.

Cuando estuvimos solos siguió hablando en voz baja, y hasta me veía obligado a hacer un esfuerzo constante para entenderle. Según él, las más altas autoridades habrían oído hablar en los últimos tiempos de ciertas predicciones relativas al día del juicio, que podría estar cerca; se supone que un astrólogo le ha dicho al gran visir que todas las mesas quedarían pronto volcadas, que las comidas serían retiradas, que los más abultados turbantes rodarían por el suelo con las cabezas que los portaban y que todos los palacios se desplomarían sobre quienes los habitaban. Por miedo a que esos rumores provoquen el pánico o la sedición, al parecer se ha dado orden de confiscar y destruir todos los libros que anuncien la inminencia del fin de los tiempos; quienes los copien, los vendan, los propaguen o los comenten se exponen a los castigos más severos. Todo eso transcurre muy en secreto, me aseguró el buen hombre, que me enseñó el puesto cerrado de un vecino que había sido detenido y sometido a tormento sin que ni sus propios hermanos se hayan atrevido a preguntar por su suerte.

Le estoy infinitamente agradecido a este colega por haberse tomado la molestia de advertirme del peligro y por confiar en mí a pesar de mis orígenes. Aunque acaso es por mis orígenes por lo que se ha mostrado confiado. Si las autoridades quisieran probarle o espiarle, es de suponer que no le habrían mandado a un genovés, ¿verdad?

Lo que he sabido hoy le da nueva luz a lo que me sucedió en Alepo y me permite comprender algo mejor la extraña reacción de los libreros de Trípoli cuando mencioné ante ellos El centésimo nombre.

Debería mostrarme más discreto, más circunspecto, y sobre todo tengo que evitar en adelante recorrer las librerías con ese libro en la boca. Debería actuar así, sí, eso es lo que ahora me digo, pero no estoy muy seguro de mantener mucho tiempo tan sensata actitud. Pues si las palabras de ese hombre de bien me invitan a la prudencia, tienen como efecto atizar mi curiosidad hacia ese maldito libro que no para de burlarse de mí.

18 de noviembre

Hoy he vuelto a ir de libreros, hasta el anochecer. He mirado, observado, rebuscado, sin preguntar en ningún momento por El centésimo nombre.

He comprado algunas cosas, entre las que destaca una obra rara que buscaba hacía tiempo, El conocimiento de los alfabetos ocultos, atribuido a Ibn-Wahshiya. Contiene numerosas escrituras diferentes, imposibles de descifrar para quien no esté iniciado; si lo hubiera conseguido antes, tal vez me habría inspirado en él para la escritura de este diario. Pero ya es tarde, ya tengo mis costumbres, mi propio disfraz, y no lo voy a cambiar.

Escrito el viernes 27 de noviembre de 1665

Acabo de pasar, sin razón alguna, una larga semana de pesadilla, y todavía tengo el miedo metido en los huesos. Pero me niego a marcharme. Me niego a irme vencido, estafado y humillado.

No pienso quedarme en Constantinopla más tiempo que el necesario, pero no me marcharé antes de obtener reparación por lo que he sufrido.

Mi desventura empezó el jueves 19, cuando Buméh vino a anunciarme, completamente exaltado, que por fin se había enterado de la identidad del coleccionista que posee un ejemplar del centésimo nombre. A pesar de que le había prohibido a mi sobrino que buscara ese libro, aunque tal vez lo hice con demasiada suavidad. Y no obstante le regañé por ello ese día, no pude dejar de interrogarle inmediatamente sobre lo que había averiguado.

El coleccionista en cuestión no me es desconocido, un hombre noble de Valaquia, un voivoda llamado Mircea que ha juntado en su palacio una de las más hermosas bibliotecas de todo el Imperio, que incluso mandó a mi casa, hace mucho tiempo, un emisario encargado de comprar un libro de salmos en pergamino, maravillosamente miniado e ilustrado con iconos. Me dije que si me presentaba en su casa recordaría aquella compra y me diría tal vez si posee un ejemplar del libro de Mazandarani.

Nos fuimos a casa del voivoda a media tarde, cuando la gente se levanta de la siesta. Buméh y yo, solos, vestidos ambos de genoveses, y no sin que le hiciera prometer a mi sobrino que me dejaría a mí llevar la conversación. No quería alarmar a nuestro anfitrión preguntándole de buenas a primeras por una obra de dudosa autenticidad y de contenido también dudoso. Había que abordar la cuestión mediante un rodeo.

Suntuosa en medio de las casas turcas que la rodean, la residencia del voivoda de Valaquia usurpa en cierto modo su denominación de palacio; sin duda alguna se la debe a la calidad de su propietario más que a su arquitectura; parecía la morada de un zapatero agrandada doce veces, o doce moradas de zapateros agrupados en una sola por el mismo comprador; abajo, con una pared ciega, o casi, y en el primer piso con sus saledizos de madera y sus oscuras celosías. Pero todo el mundo la llama palacio, y hasta el dédalo de calles que la rodea lleva ahora su nombre. He hablado de zapateros porque es precisamente un barrio de zapateros, y también de reputados encuadernadores, del que nuestro coleccionista debe de ser, imagino, el cliente más regular.

Nos recibió en la puerta un guerrero valaco vestido con una larga casaca de seda verde que apenas ocultaba un sable y una pistola, y cuando declaramos nombres y calidades, sin necesidad de concretar el objeto de nuestra visita, nos introdujeron en un pequeño gabinete con las paredes cubiertas de libros hasta por encima de la única puerta. Yo dije: «Baldassare Embriaco, negociante de curiosidades y libros antiguos, y mi sobrino Yaber». Ya me imaginaba yo que mi profesión sería aquí un sésamo infalible.

El voivoda vino a recibirnos poco después, seguido por otro guerrero que iba vestido como el anterior, con la mano en la guarnición del sable. Al comprobar a lo que nos parecíamos, el amo le hizo señal de que se fuera tranquilo, y se sentó en un diván frente a nosotros. Una criada trajo enseguida café y sirope, lo dejó todo encima de una mesa baja y salió cerrando la puerta.

Empezó nuestro hombre por preguntarnos con toda cortesía sobre las fatigas del viaje, y se declaró honrado por nuestra visita, sin interrogarnos por su motivo. Es un hombre de avanzada edad, cerca de sesenta años sin duda, delgado, con rostro demacrado al que rodeaba una barba blanca. Vestía con menos boato que sus hombres, tan sólo una larga camisa blanca bordada que flotaba por encima de un pantalón del mismo paño. Hablaba italiano y nos explicó que durante sus innumerables años de exilio pasó algún tiempo en Florencia, en la corte del gran duque Fernando, de donde tuvo que marcharse porque querían obligarle a hacerse católico. Alabó ampliamente la fineza de los Medici, así como su generosidad, y deploró su actual debilidad. Fue con ellos con quien aprendió a amar las cosas bellas y allí decidió consagrar su fortuna a la adquisición de viejos libros y no a las intrigas palaciegas.

—Pero mucha gente, tanto en Valaquia como en Viena, creen que sigo conspirando e imaginan que mis libros son sólo una tapadera. Cuando la verdad es que esos seres de cuero ocupan mi pensamiento de día y de noche. Descubrir la existencia de un libro, acosarlo de un país a otro, cercarlo por fin, adquirirlo, poseerlo, aislarme con él para hacerle confesar sus secretos, hallarle luego en mi casa un lugar digno de él, éstas son mis únicas batallas, mis únicas conquistas, y nada me resulta más agradable que platicar en este gabinete con unos conocedores.

Después de un preámbulo tan prometedor, me pareció adecuado decirle, con las palabras más convenientes, lo que me traía a su casa.

—Yo tengo la misma pasión que Su Señoría, pero con menor mérito, pues hago por necesidades de mi negocio lo que Su Señoría hace por amor a las cosas. Casi siempre, cuando busco un libro, es para volverlo a vender a alguien que me lo ha encargado. Pero este viaje a Constantinopla tiene otro motivo. Un motivo que no es habitual en mí y que dudo en revelar a quienes me interrogan. Pero con Su Señoría, que me ha dispensado un recibimiento digno de su rango más que del mío, con un auténtico coleccionista y un hombre de saber, no me andaré con rodeos.

Y efectivamente me puse a hablar al contrario de como había previsto, sin astucia ni doblez, de las profecías sobre la aparición inminente de la Bestia en el año 1666, sobre el libro de Mazandarani, sobre las circunstancias en que el anciano Idriss me lo entregó, de cómo se lo cedí a Marmontel y de lo que le había sucedido al caballero en el mar.

En este punto el voivoda movió la cabeza e indicó que se había enterado de la noticia. En cuanto a lo demás, no reaccionó, pero cuando tomó la palabra después de mí, me dijo que había oído las diversas predicciones relativas al año próximo, y recordó el libro ruso de la fe, que yo había omitido en mi relato por un prurito de concisión.

—Tengo un ejemplar de ese libro que me envió el patriarca Nikon en persona, al que conocí en tiempos, en mi juventud, en Nizni-Nóvgorod. Una obra inquietante, lo confieso. En cuanto al libro del centésimo nombre, es verdad que me vendieron un ejemplar hace siete u ocho años, pero nunca le concedí gran importancia. El propio vendedor admitía que probablemente era una falsificación. Lo compré por simple curiosidad, porque es uno de esos libros de los que los coleccionistas gustan de hablar cuando los encuentran. Como esos animales fabulosos de los que hablan los cazadores en el momento del ágape. Lo conservé por pura vanidad, lo admito, sin haber intentado nunca zambullirme en él. Además, no conozco bien el árabe, y habría sido incapaz de leerlo sin ayuda de un intérprete.

—¿Y ya no lo tiene Su Señoría? —pregunté, mientras intentaba evitar que los latidos del corazón hicieran temblar mi lengua.

—Nunca me separo de libro alguno. Hace mucho tiempo que no le echo a ése la vista encima, pero debe de estar aquí, en alguna parte, tal vez en el segundo piso con otros libros árabes…

Una idea me atravesó el cerebro. Estaba dándole vueltas en la cabeza para presentarla de manera conveniente cuando mi sobrino, transgrediendo mis advertencias, me cogió por sorpresa.

—Si Su Señoría lo desea, yo puedo traducir ese libro al italiano o al griego.

Le lancé inmediatamente una mirada de censura. No porque la proposición fuera absurda, yo mismo iba a sugerir algo por el estilo, sino porque su tono tenía un matiz abrupto que alteraba nuestra charla de antes. Temía yo que nuestro anfitrión se echara atrás y vi en sus ojos que dudaba qué respuesta dar. Maldita sea. Yo habría llevado la cosa de otro modo.

El voivoda le dedicó a Buméh una sonrisa condescendiente.

—Agradezco la propuesta. Pero conozco un monje griego que lee árabe a la perfección y que tendrá la paciencia necesaria para traducir ese libro y escribirlo en bella caligrafía. Es un hombre de mi edad; los jóvenes son demasiado impacientes para hacer ese tipo de trabajo. Mas si deseáis uno y otro recorrer el libro del centésimo nombre y copiar algunas líneas, puedo dejároslo. A condición de que no salga de este gabinete.

—Os estaríamos muy reconocidos.

Se levantó, salió y cerró la puerta tras él.

—Podrías haberte quedado callado, tal como me habías prometido —le dije a mi sobrino—. En cuanto has abierto la boca, ha abreviado la charla. Ahora hasta nos dice «a condición de que…».

—Pero nos va a traer el libro, y eso es lo que cuenta. Para eso hemos hecho el viaje.

—¿Y qué es lo que vamos a tener tiempo de leer?

—Por lo menos podremos comprobar si se parece al que estaba en nuestro poder. Además, yo sé muy bien qué es lo que tengo que buscar en primer lugar.

Discutíamos así cuando oímos unos gritos de alarma que venían del exterior, junto con ruido de gentes que corrían. Buméh se levantó para ver lo que sucedía, pero yo le reprendí.

—Quédate sentado. Y recuerda que estás en la morada de un príncipe.

Los gritos se alejaron del gabinete, y al cabo de un minuto volvieron, acompañados por golpes violentos que hacían retemblar las paredes de la habitación. Y por un olor inquietante. No podía esperar más y entreabrí la puerta, gritando a mi vez. Las paredes y las alfombras ardían, una espesa humareda llenaba la casa. Hombres y mujeres corrían llevando cubos de agua y gritando por todas partes. En el momento de salir, me volví hacia Buméh y lo encontré todavía en su sitio.

—Hay que quedarse sentado —dijo burlón—, estamos en la morada de un príncipe.

¡Qué cara más dura! Le arreé un bofetón por lo que acababa de decir y por otro montón de cosas que hasta el momento me había tragado. La humareda llegaba ya a la habitación y nos hacía toser. Corrimos hacia la salida, atravesando barreras de llamas en tres ocasiones.

Y cuando nos encontramos en la calle, ilesos aunque con numerosas y leves quemaduras en el rostro y las manos, apenas tuvimos tiempo de respirar hondo cuando un peligro mucho más grave aún vino a asaltarnos. Debido a un malentendido que estuvo a punto de costarnos la vida.

Centenares de personas del barrio se habían apiñado para contemplar el fuego, cuando el guardia que nos había abierto la puerta al llegar nos señaló con la mano. Un gesto con el que le indicaba a su amo o a otro guardia que ya no estábamos en la casa y que habíamos conseguido salvarnos. Pero los curiosos interpretaron aquel gesto de manera muy distinta. Al imaginar que nosotros estábamos en el origen del siniestro y que el guardia había querido señalar a los culpables, aquella gente se puso a tirarnos piedras. Nos vimos obligados a correr para huir de los proyectiles, lo que pareció confirmar que éramos los incendiarios y que intentábamos huir después de haber perpetrado nuestra fechoría. Se lanzaron en nuestra persecución armados con bastones, cuchillos, tijeras de zapatero, y nosotros no podíamos ya interrumpir la carrera para intentar razonar con ellos. Pero cuanto más corríamos, más atemorizados parecíamos, y más rabiosa se volvía aquella gente y más numerosa se hacía. Llegó un momento en que todo el barrio corría detrás de nosotros. No podíamos llegar demasiado lejos. Estaban a punto de alcanzarnos. Tenía la sensación de sentir sus alientos en mi nuca.

De repente, aparecieron ante mí dos jenízaros. En tiempos normales, con sólo ver aquellos gorros de largas plumas caídas me habría metido por la primera calleja a izquierda o a derecha para no cruzarme con ellos. Pero quien ahora los enviaba era el Cielo. Estaban ante un puesto de zapatero y se volvieron desconcertados hacia el origen del tumulto, echando mano ambos a la guarnición de sus sables. Grité: «Aman, Aman», lo que significaba que me acogía a su protección, y me eché en brazos de uno de ellos como un niño se echa en los brazos de su madre. De un vistazo comprobé que mi sobrino había hecho idéntico gesto. Los militares se consultaron con la mirada y luego nos arrastraron vigorosamente tras ellos gritándole a la multitud: «Aman».

Nuestros perseguidores se detuvieron en seco, como si les hubiera interrumpido una pared de cristal. Menos un individuo, un joven que vociferaba como un demonio y que pensándolo bien debía de ser un desequilibrado. En lugar de permanecer inmóvil como los demás, continuó con igual aliento y alargó los brazos para agarrar a Buméh de la ropa. Algo silbó. Ni siquiera había visto al jenízaro que tenía al lado desenvainar y golpear a continuación. Sólo le vi limpiando el sable en la espalda del desdichado que yacía a sus pies. Le había alcanzado en la parte baja del cuello, con un corte tan profundo que el hombro se le había separado del cuerpo como una rama podada. No le dio tiempo siquiera a un último suspiro. Sólo al ruido apagado del cuerpo ya inerte que cae. Me quedé un buen rato con los ojos fijos en la herida de la que manaba una sangre negra, que borboteaba de una fuente subterránea que tardó en agotarse. Cuando por fin pude apartar la mirada, la multitud se había evaporado. Sólo quedaban tres hombres temblorosos en medio de la calle. Los jenízaros les habían ordenado que no se marcharan como los demás y que explicaran lo que había sucedido. Los otros señalaron tras ellos las llamas del incendio y después nos señalaron a mi sobrino y a mí. Yo declaré inmediatamente que no habíamos hecho nada, que sólo somos honrados comerciantes de libros que hemos ido por un asunto de negocios a casa del voivoda de Valaquia, y que teníamos pruebas de ello.

—¿Estáis seguros de que son ellos los criminales? —preguntó el más viejo de los jenízaros.

Los tres hombres del barrio dudaron en pronunciarse por miedo a poner su propia cabeza en la balanza. Finalmente, uno de ellos habló por todos:

—Se dice que esos extranjeros han prendido fuego al palacio. Y cuando les hemos querido interrogar, huyeron como sólo huyen los culpables.

Me habría gustado contestar, pero los jenízaros me hicieron callar con un gesto y nos ordenaron a Buméh y a mí que camináramos delante de ellos.

De vez en cuando miraba yo por encima del hombro. La multitud se había congregado de nuevo y nos seguía, aunque a una distancia respetable. Y algo más atrás se adivinaba el resplandor de las llamas y el tumulto de los equipos de salvamento. Por su parte, mi sobrino caminaba tranquilo, sin dirigirme mirada alguna ni de angustia ni de connivencia. Estoy convencido de que esa alma grande estaba preocupada por algo muy distinto a mis vulgares temores de mortal injustamente culpado de un crimen y al que unos jenízaros conducían por las callejas de Constantinopla hacia una suerte desconocida.

La escolta nos llevó hasta la morada de un personaje de supuesta importancia, Morshed Agá. Nunca había oído hablar de él, pero me dio a entender que en tiempos fue comandante de jenízaros y que con ese título ocupó altas funciones en Damasco. Por otra parte, se dirigió a nosotros en árabe, un árabe claramente aprendido un poco tarde y con fuerte acento turco.

Lo que primero me llamó la atención en él fueron los dientes. Eran tan finos, tan desgastados, que parecían una fila de agujas negras. Tenían un aspecto repugnante, pero él mismo no parecía sentir por ello ni vergüenza ni apuro. Los enseñaba largamente con cada sonrisa, y sonreía sin parar. Es cierto que, en cuanto a lo demás, su apariencia era la de un hombre respetable, barrigón como yo, con el pelo gris bajo un gorro blanco ribeteado de plata pura, con barba cuidada y maneras acogedoras.

Cuando nos introdujeron ante él nos dio la bienvenida y nos dijo que habíamos tenido bastante suerte de que los jenízaros nos hubieran llevado ante él, mejor que ante el juez o a la torre de los presos.

—Esos jóvenes son como mis hijos, confían en mí, saben que soy un hombre de justicia y compasivo. Tengo amigos en las alturas, muy en las alturas, ya me entienden, y nunca he hecho uso de mis relaciones para que condenen a un inocente. Por el contrario, en ocasiones he conseguido el perdón para algún culpable que había logrado que me apiadara de él.

—Puedo jurar que somos inocentes, esto no es más que un error. Le explicaré a vuestra merced.

Me escuchó con atención y balanceó varias veces la cabeza como para compadecerse. Después me tranquilizó:

—Vos parecéis un hombre respetable, y habéis de saber que tenéis en mí un amigo y un protector.

Nos encontrábamos en una amplia sala amueblada tan sólo por una alfombra, unas cortinas y cojines. A nuestro alrededor, además de Morshed Agá y nuestros dos jenízaros, había media docena de hombres armados, que a primera vista me parecieron militares renegados. Hubo un tumulto en el exterior y apareció un guardia que se acercó a murmurar algo al oído de nuestro anfitrión, quien se mostró repentinamente preocupado.

—Parece que se extiende el incendio. Las víctimas son ya incontables.

Se volvió hacia uno de los jenízaros.

—¿La gente del barrio ha visto que traíais a nuestros amigos aquí?

—Sí, algunos hombres nos siguieron a distancia.

Morshed Agá parecía cada vez más preocupado.

—Tenemos que estar preparados para cualquier imprevisto durante toda la noche. Ninguno de vosotros debe dormir. Y si os preguntan dónde están nuestros amigos, les decís que les hemos llevado a la cárcel para que los juzguen.

Nos dedicó un guiño enfático, mostró sus agujas negras y nos dijo en tono tranquilizador:

—Nada deben temer, confíen en mí, estos muertos de hambre no volverán a ponerles la mano encima.

Entonces hizo seña a uno de sus hombres para que trajera algunos pistachos para picar. Los dos jenízaros escogieron aquel momento para retirarse.

Mas tengo que interrumpir aquí mi relato por esta noche. El día ha sido agotador y la pluma empieza a pesarme mucho. La volveré a coger al alba.

Escrito el sábado 28

Más tarde nos dieron de cenar y a continuación nos llevaron a un cuarto de la casa donde podíamos dormir solos mi sobrino y yo. Pero el sueño no acudió a nosotros en toda la noche, y al amanecer seguía yo sin dormir cuando Morshed Agá se inclinó hacia mí y me sacudió.

—Hay que levantarse ahora mismo.

Me incorporé.

—¿Qué sucede?

—La multitud se ha amontonado ahí fuera. Según parece, se ha quemado la mitad del barrio y hay centenares de muertos. Yo les he jurado por la tumba de mi padre que no os hallabais aquí. Si insisten más tendré que dejar pasar a algunos de ellos para que lo comprueben por sí mismos. Tengo que esconderles a los dos. ¡Vengan!

Nos condujo a mi sobrino y a mí por un pasillo y llegamos a un armario cuya puerta abrió con una llave.

—Hay que bajar unos escalones. Mucho cuidado, no hay luz. Desciendan despacio, apoyándose en la pared. Abajo hay una salita. Vendré a verles en cuanto me sea posible.

Oímos cerrarse la puerta del armario, y también dos vueltas de cerradura.

Al llegar abajo buscamos a tientas un lugar para sentarnos, pero el suelo estaba fangoso y no había ni silla ni taburete alguno. No pude hacer otra cosa que pegarme a la pared, rezando para que nuestro anfitrión no nos dejara mucho tiempo en aquel agujero.

—Si este hombre no nos hubiera concedido su protección, ahora estaríamos en el fondo de una mazmorra —dijo de pronto Buméh, que no había abierto la boca durante horas.

En la oscuridad, no podía ver si sonreía.

—Bonito momento para burlas —le dije—. ¿Preferirías tal vez que Morshed Agá nos eche como pasto de la multitud rabiosa? ¿O que nos entregue a un juez que se apresurará a condenarnos para calmar los ánimos? No seas tan desagradecido. Ni tan soberbio. No olvides que eres tú quien me ha arrastrado a casa del voivoda. Y que también eres tú quien me ha empujado a emprender este viaje. Nunca deberíamos haber salido de Gibeleto.

No le hablé en árabe, sino en genovés, como hago espontáneamente siempre que me veo enfrentado a las adversidades del Oriente.

Tengo que admitir que con el paso de las horas, y luego de los días, llegué a sostener dentro de mí un discurso que no era tan distinto al de Buméh, en quien sospeché burla y al que taché de desagradecido. Por lo menos en algunos momentos; porque en otros bendecía yo mi buena estrella, que había puesto a Morshed Agá en mi camino. Me movía constantemente entre dos sensaciones. A veces no veía yo en aquel hombre sino al notable sabio que peinaba canas, preocupado por nuestra suerte y nuestro bienestar, que pedía perdón cada vez que a su pesar nos causaba alguna molestia; otras, no veía en él más que aquella boca negra de pez rapaz. Según pasaba el tiempo y los peligros que nos amenazaban parecían alejarse, llegaba a preguntarme si no era absurdo que nos encontráramos encerrados así en casa de un desconocido, que no era ni funcionario encargado de mantener el orden ni un amigo. ¿Por qué hace esto por nosotros? ¿Por qué se pone en dificultades con la gente del barrio, y hasta con las autoridades, a quien tendría que habernos entregado el primer día? Después abría la puerta del calabozo, nos llamaba, nos hacía subir a la casa, normalmente de noche, y nos hacía compartir su comida y la de sus hombres instalándonos en un lugar de honor, ofreciéndonos los mejores trozos de pollo o de cordero, hasta que nos explicaba en qué situación se hallaba nuestro asunto.

Lamentablemente, nos decía, el peligro mortal se acercaba.

—La gente del barrio vigila mi puerta permanentemente, convencidos de que seguís ocultos en mi casa. Por toda la ciudad buscan a los responsables del incendio. Las autoridades han prometido un castigo ejemplar…

Si nos capturaban, no podríamos esperar siquiera un verdadero juicio. Nos empalarían ese mismo día y nos expondrían en las plazas. Mientras sigamos escondidos en casa de nuestro benefactor, no arriesgamos nada. Pero no podremos quedarnos mucho tiempo. Todos los secretos terminan por saberse. Además, el juez ha mandado a su escribano a realizar una visita de inspección. Debe de sospechar algo.

En este instante escribo estas frases con mano que ya no tiembla. Pero durante nueve días y nueve noches viví la pesadilla, sin que la presencia de mi siniestro sobrino aliviara en nada mi inquietud.

El desenlace se hizo esperar hasta ayer. Después de atemorizarme con que el juez podría en cualquier momento hacer una pesquisa en toda regla, y que por lo tanto era cada vez más peligroso alojarme allí, mi anfitrión me anunció por fin una buena noticia.

—El juez me ha citado esta mañana. Fui a verle, musitando anticipadamente mi última oración. Y cuando empezó diciendo que sabía que estabais ocultos en mi casa y que los jenízaros se lo habían confesado, me arrojé a sus pies para suplicarle que me perdonara la vida. Entonces me hizo levantarme y me dijo que aprobaba mi noble actitud, puesto que había adoptado la defensa de dos inocentes. Pues él mismo está convencido de vuestra inocencia. Si los espíritus no estuvieran exaltados, habría dicho que salierais con la cabeza bien alta. Pero es mejor mostrarse prudente. Antes de salir, hay que conseguir un salvoconducto. Tan sólo Vuestra Grandeza, le dije, podría extenderles un documento así. Dijo entonces que tenía que reflexionar, y me pidió que volviera a verle esta tarde. ¿Qué te parece?

Le respondí que estaba muy contento, y que era la mejor noticia posible.

—Será necesario hacerle al juez un regalo digno de un favor así.

—Desde luego. ¿Qué cantidad deberíamos entregarle?

—Tienes que pensarlo con cuidado, ese cadí es un personaje muy distinguido. Es orgulloso, y no querrá regatear. Se limitará a mirar lo que le damos. Si lo encuentra suficiente, lo tomará y nos entregará el salvoconducto. Si lo encuentra insuficiente, me lo tirará a la cara, y entonces tú, tu sobrino y yo saldremos camino de la eternidad.

Se pasó la mano lentamente por el cuello, por uno de los lados, y luego por el otro, y yo hice instintivamente el mismo gesto.

¿Cuánto dinero debería yo entregar para salvar la vida? ¿Cómo responder a esa cuestión? ¿Hay una cifra más allá de la cual preferiría perder mi vida y la de mi sobrino?

—No llevo encima más que cuatro piastras y sesenta aspros. Ya sé que no es bastante…

—Cuatro piastras es lo que habrá que darles de propina a mis hombres por habernos protegido y servido a todos durante diez días.

—Ésa era mi intención. También quisiera enviarte a ti, nuestro anfitrión, nuestro benefactor, en cuanto haya vuelto a casa, el más suntuoso regalo.

—No tienes que acordarte de mí, no tengo importancia. Estás aquí, en mi casa, día y noche, y no he permitido que abras la bolsa. Yo no pongo en riesgo mi vida como lo he hecho para obtener un regalo. Os he acogido aquí a ti y a tu sobrino porque estaba convencido desde el primer momento de que erais inocentes. Por ninguna otra razón. Y no dormiré tranquilo hasta que estéis en lugar seguro. Pero al juez sí que habrá que conseguirle un regalo conveniente, y pobres de nosotros si cometemos el menor error de apreciación.

—¿De qué manera podemos pagarle?

—Tiene un hermano, un comerciante próspero y respetado. Redactarás a su atención un reconocimiento de deuda por una mercancía que te ha entregado a cambio de determinada cantidad, y que te comprometes a pagarle en una semana. Si no tienes esa cantidad en casa, la puedes pedir prestada.

—A condición de que me la quieran prestar.

—Escucha, amigo mío. Escucha el consejo de un hombre con el pelo ya blanco. Lo primero es salir de este mal paso conservando la cabeza encima de los hombros. Más tarde tendrás tiempo de pensar en los prestamistas. No perdamos más tiempo, voy a empezar a redactar el acta. ¡Que me traigan recado de escribir!

Le informé de mi nombre completo, de mi lugar habitual de residencia, de mi dirección en esa ciudad, de mi religión, de mis orígenes, de mi profesión exacta, y se dedicó a caligrafiarlo todo con mano firme. Aunque dejó una línea en blanco.

—¿Cuánto pongo?

Vacilé.

—¿Qué piensas tú?

—No puedo ayudarte. No sé a cuánto asciende tu fortuna.

¿A cuánto asciende mi fortuna? Más o menos, si calculamos todo lo que hay que contar, doscientos cincuenta mil maidines, esto es, unas tres mil piastras… Pero la pregunta no debería ser ésa. ¿No sería mejor saber qué cantidades suele percibir el juez en servicios semejantes?

Cada vez que pienso en una cifra, se me hace un nudo en la garganta. ¿Y si el magistrado dijera que no? ¿No podría añadirle una piastra más? ¿O tres? ¿O doce?

—¿Cuánto?

—Cincuenta piastras.

El hombre se mostró insatisfecho.

—Voy a poner ciento cincuenta.

Se puso a escribirlo así, y yo no protesté. A continuación hizo firmar como testigos a dos de sus hombres, y también a mí y a mi sobrino.

—Ahora, rogad a Dios para que todo vaya bien. Si no, moriremos todos.

Salimos de la morada de Morshed Agá ayer a primera hora, cuando las calles estaban todavía poco animadas, después de que sus hombres comprobaran que nadie nos espiaba. Llevábamos un salvoconducto algo conciso en virtud del cual se nos permitía viajar por todo el imperio sin que nadie nos molestase. En la parte inferior del documento, una firma en la que sólo podía leerse la palabra «cadí».

Volvimos pegados a las paredes hasta nuestra casa de Galata, sucios, desvalijados, si no como mendigos, al menos como viajeros agotados por varias etapas sucesivas y que por el camino se hubieran cruzado más de una vez con la muerte. A pesar del salvoconducto temíamos que nos sometiera a control alguna patrulla, o peor aún, que nos topáramos de narices con los hombres del barrio siniestrado.

Hasta llegar a casa no nos enteramos de la verdad: al día siguiente del incendio ya no nos perseguía nadie. Aun abrumado por el sufrimiento y aniquilado por la pérdida tanto de su casa como de sus libros, el noble voivoda reunió a la gente del barrio para decirles que nos acusaban por error; el siniestro había sido provocado por las brasas de una pipa de agua que una criada había hecho caer encima de una alfombra de lana. Algunas personas de su séquito habían sufrido quemaduras más o menos superficiales, pero nadie había muerto. Con excepción del joven descerebrado abatido ante nosotros por los jenízaros.

Inquietos por nuestra desaparición, Marta, Habib y Hatem habían acudido al día siguiente a preguntar por nosotros, y naturalmente los condujeron a la casa de Morshed Agá. Quien les aseguró que nos había alojado una noche para salvarnos de la multitud, y que nos marchamos inmediatamente. Es posible, sugirió, que hubiéramos preferido abandonar la ciudad por algún tiempo por temor a que nos cogieran. Nuestro bienhechor recibió los más calurosos agradecimientos de los míos, a quienes hizo prometer que le tendrían al corriente en cuanto hubiera noticias, pues, según dijo, había nacido una gran amistad entre nosotros. Y mientras ellos mantenían esta charla cortés, Buméh y yo nos pudríamos en la mazmorra, bajo sus pies, imaginando que nuestro carcelero hacía todo lo posible para que escapáramos de las garras de las turbas.

—Se lo haré pagar —dije yo—, tan cierto como que me llamo Embriaco. Me devolverá el dinero, y será él quien se pudrirá en el calabozo, si es que no consigo que lo empalen.

Ninguno de los míos se atrevió a llevarme la contraria, pero cuando me encontré solo con mi asistente, éste me suplicó:

—Amo, vale más renunciar y no perseguir a ese hombre.

—En absoluto. Aunque haya que apelar al gran visir.

—Si un caid de los barrios bajos le ha birlado a vuestra merced la bolsa y le ha soplado un reconocimiento de deuda de ciento cincuenta piastras para dejarle libre, ¿cuánto cree vuestra merced que habrá de desembolsar en la antecámara del gran visir para obtener satisfacción?

Respondí:

—Pagaré lo que haya que pagar, pero quiero ver empalado a ese hombre.

Hatem procuró no contradecirme más. Limpió la mesa ante mí, se llevó una taza vacía y después salió, con la mirada baja. Sabe que no se me debe herir en mi amor propio. Pero también sabe que una sola palabra que se me diga ya abre un surco en mi alma, responda lo que responda en el momento.

Y la verdad es que esta mañana me encuentro ya con un ánimo distinto del de ayer. Ya no pienso en vengarme antes de dejar la ciudad. Quiero irme y llevarme a los míos. Y no quiero saber nada más de ese maldito libro, tengo la sensación de que cada vez que me acerco a él va a producirse una desgracia. Primero el anciano Idriss, después Marmontel. Ahora, el incendio. No es la salvación lo que nos aporta ese libro, sino la calamidad. La muerte, el naufragio, el incendio. No quiero saber nada más de todo eso, me marcho.

También Marta me suplica que nos marchemos de esta ciudad sin tardanza. No quiere volver a poner los pies en el palacio. Está convencida de que las gestiones que aún podría llevar a cabo no servirían de nada. Ahora quiere ir a Esmirna: ¿acaso no le dijeron un día que su marido se había establecido por aquella parte? Está convencida de que allí es donde puede conseguir ese papel que le devolverá la libertad. De acuerdo, yo la llevaré a Esmirna. Y si encuentra allí lo que busca, volveremos juntos a Gibeleto. Donde me casaré con ella, llevándomela a vivir a casa. No quiero prometérselo todavía, aún nos separan demasiados escollos para un porvenir así. Pero me gusta alimentar la idea de que el año que viene, el que dicen que será el de la Bestia y el de las mil calamidades profetizadas, será para mí un año de boda. No el del fin de los tiempos, sino el de otro comienzo.