3 de octubre

Desde que abandonamos los alrededores de Konya ya no es de la peste de lo que hablan los viajeros, sino de una curiosa fábula que el propio caravanero ha propagado, y que hasta el momento no había considerado necesario reseñar aquí. Si me refiero ahora a ella es porque acaba de tener un desenlace ejemplar.

El hombre aseguraba que se había perdido una caravana hace unos años yendo hacia Constantinopla y que desde entonces merodea desesperada por los caminos de Anatolia, víctima de una maldición. De tiempo en tiempo se cruza con otra caravana, y sus viajeros desorientados piden que les indiquen el camino, o bien plantean otras preguntas, las más inesperadas; quienquiera que les responda, aunque sólo sea una palabra, atrae sobre sí la misma maldición, y tendrá que errar de la misma manera con ellos hasta el fin de los tiempos.

¿Por qué esa caravana ha sufrido la maldición? Se dice que los viajeros habían contado a sus allegados que iban en peregrinación a La Meca, cuando lo que pretendían era llegar a Constantinopla. El Cielo les condenó entonces, se supone, a marchar errantes sin llegar jamás a su destino.

Nuestro hombre afirmó que ya se había encontrado en dos ocasiones con la caravana fantasma, pero que no se había dejado engañar. Ya podían los viajeros extraviados congregarse a su alrededor, sonreírle, tirarle de las mangas, engatusarlo, que él hacía como si no los viera, y así fue como consiguió evitar el sortilegio y proseguir su viaje.

¿De qué modo se podía reconocer la caravana fantasma?, preguntaron los viajeros más ansiosos. No hay manera alguna, respondió él, pues se parece en todo a las caravanas ordinarias, sus viajeros son iguales a todos los viajeros, y por eso precisamente hay tanta gente que se confunde y se deja embrujar.

Ante el relato del caravanero, algunos de los nuestros se encogían de hombros, otros parecían aterrorizados y miraban constantemente a lo lejos para comprobar que no hubiera ninguna caravana sospechosa en el horizonte.

Yo formo parte, desde luego, de los que no conceden ningún crédito a esos chismes; la prueba es que hace tres días que esos cuentos se propagan por la caravana, desde la cabeza a la cola, y vuelven luego de la cola a la cabeza, y no he juzgado necesario reseñar en mis páginas esta vulgar fábula de caravanero.

Pero hoy, a mediodía, nos hemos cruzado con una caravana.

Acabábamos de detenernos a la orilla de un arroyo para almorzar. Mozos y sirvientes se afanaban en amontonar ramas y preparar los fuegos, cuando una caravana apareció por un cerro cercano. En pocos minutos se encontró junto a nosotros. Una idea atravesó toda la compañía: «Son ellos, es la caravana fantasma». Estábamos todos como paralizados, teníamos en la frente una especie de extraña sombra y sólo hablábamos en voz baja, fijos los ojos en los que llegaban.

Éstos se aproximaban, demasiado deprisa a nuestro entender, en una nube de polvo y niebla.

Cuando se encontraron junto a nosotros, todos pusieron pie a tierra, y corrieron en nuestra dirección, aparentemente alegres de toparse con sus semejantes y de hallar un rincón fresco. Se acercaron con amplias sonrisas, se dedicaron a saludarnos con fórmulas en árabe, en turco, en persa, en armenio. Los nuestros estaban muy turbados, pero ni uno se movió, ni uno se levantó, ni uno respondió al saludo que se le dirigía. «¿Por qué no nos habláis? —terminaron por preguntar—. ¿Os hemos ofendido en algo sin querer?». Ninguno de los nuestros replicó.

Los otros se volvían ya para marcharse, ofendidos, cuando de repente nuestro caravanero se echó a reír con estrépito, y le respondió el otro caravanero con mayor estrépito aún.

—Maldito seas —dijo este último adelantándose, con los brazos abiertos—. Ya has vuelto a contar tu historia de la caravana fantasma. Y han picado.

Aquí y allá, la gente se levantaba, abrazaba a los otros, se invitaban mutuamente, para que les perdonaran.

Esta noche no se habla de otra cosa, y cada viajero intenta convencer a los demás de que nunca se lo creyó. Sin embargo, cuando los viajeros de la otra caravana se acercaron, todo el mundo palideció y nadie se atrevió a dirigirles la palabra.

4 de octubre

Hoy han vuelto a contarme una fábula, pero ésta no me hace sonreír.

Ha venido a verme un hombre a la hora del almuerzo vociferando y gesticulando. Según él, mi sobrino se ha arrimado demasiado a su hija, y amenazaba con arreglar el asunto de manera sangrienta. Hatem y Maimún han intentado meterle en razón, y el caravanero ha intervenido también para calmarle, pero debía de estar encantado de verme en aquel aprieto.

Busqué con la vista a Habib, pero había desaparecido. Para mí, aquella escapada era ya una confesión de culpabilidad, y le he maldecido por haberme colocado en esta situación.

Mientras tanto, el hombre no hacía más que aullar cada vez más fuerte, decía que iba a degollar al culpable y que iba a derramar su sangre ante toda la caravana para que todo el mundo supiera cómo se lava un honor mancillado.

A nuestro alrededor no paraba de crecer el gentío. Al contrario que el otro día, durante la disputa con el caravanero, esta vez no tenía yo la cabeza alta ni el deseo de salir victorioso. Sólo quería que se detuviera el escándalo y que prosiguiera el viaje hasta su término sin que se pusiera en peligro la vida de los míos.

Así que me rebajé y fui hasta ese individuo, le di golpecitos en el hombro, le sonreí, le prometí que obtendría satisfacción y que su honor saldría de este lance tan puro como un sultaní de oro. Este sultaní no es, dicho sea de paso, un parangón de pureza, puesto que no para de alterarse su valor a medida que el Tesoro otomano se vacía… Dicho esto, advertiré que no hacía tal comparación de manera azarosa, porque yo quería que el hombre me escuchara hablar de oro y comprendiera que estaba dispuesto a pagarle el precio de su honor. Vociferó todavía un rato, pero en un tono más bajo, como si sólo fuera el eco de sus anteriores ladridos.

Así que me lo llevé del brazo, lejos del gentío. Ya aparte, repetí mis excusas y le dije claramente que estaba dispuesto a compensarle.

Mientras que yo emprendía tan humillante regateo, Hatem me tiró de la manga y me suplicó que no me dejara embaucar. Al verle, el hombre reanudó sus jeremiadas y tuve que ordenarle a mi asistente que me dejara arreglar aquello a mi manera.

Y pagué. Un sultaní, acompañado de la solemne promesa de castigar con severidad a mi sobrino e impedirle en el futuro que diera vueltas alrededor de la susodicha muchacha.

Hasta por la tarde no se presentó Habib ante mí. Hatem estaba a su lado, así como otro viajero al que había visto en su compañía. Los tres me aseguraron que había sido víctima de una estafa. Según ellos, el hombre al que le he dado la moneda de oro no es un padre desconsolado, y la joven que le acompaña no es hija suya, sino una buscona, y que eso lo sabe todo el mundo en la caravana.

Habib asegura que nunca fue a ver a esa mujer, y en eso sí que miente —y hasta me pregunto si Hatem no le acompañó—. Pero, por lo demás, creo que dicen la verdad. Pese a lo cual les he arreado a ambos un par de hermosos guantazos.

De manera que en esta caravana hay un lupanar ambulante, que mi propio sobrino frecuenta y en el cual yo ni siquiera había reparado.

Después de tantos años en el comercio, sigo siendo incapaz de distinguir un proxeneta de un padre desconsolado.

¿De qué me sirve escrutar el universo si no sé ver lo que tengo delante de las narices?

¡Cuánto me hace sufrir estar hecho de una arcilla tan frágil!

5 de octubre

Lo que pasó ayer me ha trastornado más de lo que habría imaginado.

Me siento débil, agotado, aletargado, tengo los ojos permanentemente nublados y todos los miembros doloridos. Es tal vez el mal de las monturas, que se apodera de mí… Ahora, cada paso es un sufrimiento y me pesa este viaje. Lamento haberlo emprendido.

Todos los míos intentan consolarme y razonar conmigo, pero sus palabras y sus gestos se pierden en una bruma que se espesa. También estas líneas se enturbian y los dedos me flaquean.

¡Señor!

Scutari, miércoles 30 de octubre de 1665

Durante veinticuatro días no he escrito una sola línea. Es cierto que he estado a dos dedos de la muerte. Hoy recobro la pluma en una posada de Scutari, la víspera del día en que atravesaremos el Bosforo y alcanzaremos por fin Constantinopla.

Fue poco después de la etapa de Konya cuando sentí los primeros síntomas del mal. Un vértigo que atribuí al principio al cansancio del viaje y luego al disgusto que me había causado el mal comportamiento de mi sobrino, así como mi propia credulidad. Pero esas molestias eran soportables y no hablé de ello a mis compañeros, ni tampoco a estas páginas. Hasta el día en que de pronto me sentí incapaz de sostener la pluma y tuve que apartarme del grupo dos veces seguidas para vomitar.

Mis allegados y algunos viajeros más se arremolinaron junto a mí, murmurando no sé qué recomendaciones inspiradas por mi estado, y entonces el caravanero vino hacia mí con tres de sus esbirros. Decretó que estaba afectado por la peste, nada menos, que seguramente me había contagiado en los alrededores de Konya y que era urgente separarme de la caravana. En adelante, tendría que marchar siempre detrás, a más de seiscientos pasos del viajero más cercano. Si me curaba, me volvería a admitir; pero si me viera obligado a detenerme, me confiaría a los cuidados de Dios y no me esperaría.

Marta protestó, lo mismo que mis sobrinos, mi asistente y también Maimún, además de algunos viajeros cerca de nosotros. Pero hubo que plegarse. Yo mismo, durante la discusión, que duró su buena media hora, no dije ni una palabra. Sentía que si abría la boca enfermaría en ese mismo instante. Así que me cubrí con el ropaje de la dignidad herida mientras dentro de mí desgranaba toda la retahíla de insultos genoveses y le deseaba al hombre aquel que muriera empalado.

La cuarentena duró cuatro jornadas enteras, hasta nuestra llegada a Afyonkarahisar, la ciudadela negra del opio, villorrio de nombre inquietante dominado, en efecto, por la silueta sombría de una ciudadela muy antigua. Cuando nos instalamos en la posada de los viajeros, el caravanero vino a verme. Para decirme que se había equivocado, que era evidente que yo no había contraído la peste, que había podido observar que yo estaba restablecido y que a partir del día siguiente podía reintegrarme al grupo. Mis sobrinos se pusieron a reconvenirlo, pero les hice callar. No soporto que nadie se ensañe con quien muestra propósito de enmienda. Todo lo que se merecía había que habérselo dicho antes. Así que respondí al hombre con cortesía y acepté su invitación a regresar.

Lo que no le dije, ni tampoco a mis allegados, es que a pesar de las apariencias yo no estaba curado en modo alguno. Sentía en lo más profundo de mí una difusa fiebre que me quemaba cada vez más, como un brasero en invierno, y hasta me sorprendió que a mi alrededor no advirtieran el enrojecimiento de mi cara.

A la noche siguiente, era el infierno. Temblaba, me agitaba, jadeaba, y tanto la ropa como las sábanas estaban empapadas. En la confusión de las voces y los ecos que atormentaban mi debilitada cabeza, oí a «la viuda» murmurar a mi cabecera:

—No puede emprender camino mañana. Si volviera a la carretera en su estado, se moriría antes de alcanzar Listana.

Listana era, en el habla de la gente de Gibeleto, uno de los múltiples nombres que designan Estambul o Istambul, Bizancio, La Puerta, Costantiniyé…

Y lo cierto es que por la mañana no hice tentativa alguna de levantarme. Sin duda alguna había agotado mis fuerzas en el curso de las jornadas anteriores y había que darle tiempo al cuerpo para recuperarse.

Pero todavía no estaba convaleciente, ni mucho menos. De lo que viví en los tres días siguientes sólo guardo imágenes oscuras. Según parece, rocé la muerte tan de cerca que algunas articulaciones se me han quedado rígidas hasta hoy, tal como debían estar, en su día, las de Lázaro resucitado. En esta lucha contra la enfermedad he perdido unas cuantas libras de carne, como si le hubiera echado un pedazo a una fiera para apaciguarla. Todavía balbuceo al hablar, y me deben de haber quedado algunas rigideces en el alma. Las palabras llegan a mí con dificultad.

Sin embargo, lo que me quedará en la memoria de esta espera forzosa en Afyonkarahisar no es ni el sufrimiento ni la angustia. Me había abandonado la caravana, me codiciaba la muerte, sin duda. Pero siempre que entreabría los ojos veía a Marta sentada a mi lado, doblada sobre sus rodillas, con la mirada fija en mí y una sonrisa ya sosegada de inquietud. Y cuando volvía a cerrar los ojos, mi mano izquierda quedaba entre sus dos manos, una debajo, palma contra palma, apretada, la otra encima, a veces deslizándose lentamente sobre mis dedos en una caricia reconfortante y de paciencia infinita.

No llamó ni a un curandero ni a un boticario, que habrían acabado conmigo sin duda antes que la fiebre. Marta me cuidó sólo con su presencia, con algunas gotas de agua fresca y con esas dos manos que me impedían partir. Y no me he ido. Durante tres días, tal como he dicho, la muerte merodeó por allí y yo parecía su presa segura. Después, al cuarto día, no sé si cansada o apiadada, se alejó.

No quisiera dar la impresión de que mis sobrinos o mi asistente me abandonaron. Hatem no se alejaba nunca, y los dos jóvenes, entre paseo y paseo por la ciudad, volvían a interesarse por mi estado, preocupados, contritos; un desvelo más constante no habría sido propio de su edad. Que Dios los preserve, que yo no les reprocho nada, sólo haberme arrastrado a esta expedición. Pero mi gratitud es para Marta. No, no es gratitud la palabra conveniente. Sería por mi parte el colmo de la ingratitud que a eso lo llamara gratitud. Lo que se ha pagado con lágrimas no se devuelve con agua salada.

Todavía no me doy cuenta del todo de hasta qué punto me ha trastornado esta etapa. Para cualquier ser, el fin del mundo es en primer lugar su propio fin, y el mío me había parecido inmediato de repente. Sin esperar el año fatídico, me estaba deslizando fuera del mundo, cuando dos manos me retuvieron. Dos manos, un rostro, un corazón; un corazón que yo sabía capaz de saltos de amor y de rebelde obstinación, pero no de una ternura tan poderosa, tan envolvente. Después de aquella etapa en la que por un quid pro quo nos encontramos en el mismo lecho con la apariencia de marido y mujer, me decía yo que una noche, merced a la implacable lógica de los sentidos, conseguiría disfrazar el deseo de pasión para llevar las cosas a su término, aun a riesgo de lamentarlo al amanecer. Ahora me digo a mí mismo que Marta es ciertamente mi mujer en la realidad más que en las apariencias y que el día en que me una a ella no será por azar, ni por embriaguez, ni por arrebato de los sentidos, sino que será el acto más cálido, el más legítimo. Esté ella o no esté ese día libre del juramento que la unió en tiempos al bribón de su marido.

Digo «ese día» porque no ha llegado aún. Estoy convencido de que ella misma lo espera tanto como yo, pero la ocasión no se ha presentado. Si estuviéramos en la carretera de Tarso y la noche siguiente hubiera que pasarla en casa del primo de Maimún, nos uniríamos en lo corporal como ya se han unido nuestras almas. Mas para qué mirar hacia atrás, estoy aquí, a las puertas de Constantinopla, vivo, y Marta no está lejos. El amor se alimenta de paciencia tanto como de deseo, ¿no es ésa la lección que ella me ha enseñado en Afyonkarahisar?

Tardamos ocho días en volver a la carretera, donde nos unimos a una caravana que venía de Damasco y en la que por curioso azar iban dos personas a las que conocía: un perfumista y un clérigo. Hicimos un alto en Kütahya y otro en Izmit, y hoy hemos llegado a Scutari a primera hora de la tarde. Algunos de nuestros compañeros han decidido correr al barco sin esperar; por mi parte, yo prefiero economizar esfuerzos, echarme una siesta reparadora y salvar tranquilamente, mañana sábado, la última etapa del viaje. Habremos echado, desde Alepo, cincuenta y cuatro días de camino, en lugar de los cuarenta previstos, y sesenta y nueve desde Gibeleto. Con tal de que Marmontel no se haya marchado ya a Francia y se haya llevado consigo El centésimo nombre

Constantinopla, 31 de octubre de 1665

Hoy ha dejado Marta de ser «mi mujer». Las apariencias se adecuan ahora a la realidad, en espera de que la realidad se adecue un buen día a las apariencias.

No es que haya decidido yo, tras amargo cavilar, poner fin a un malentendido que ya duraba dos meses y que con cada etapa se hacía algo más familiar cada vez, sino que las cosas han sucedido hoy de manera tal que hubiera sido necesario engañar descaradamente a todo el mundo para que persistiera la fantasía.

Después de atravesar el estrecho en un barullo tal de gente y de animales que llegué a creer que zozobrábamos, me puse a buscar una posada que administraba un genovés llamado Barinelli, donde nos hospedamos mi padre y yo cuando nuestra visita a Constantinopla, hace veinticuatro años. El hombre falleció, y la casa ya no es una hostería, aunque pertenece a la misma familia, y uno de los nietos del antiguo propietario vive todavía en ella, con una sola criada a la que apenas he percibido de lejos.

Cuando me presenté ante el joven Barinelli y pronuncié mi nombre, hizo un elogio conmovedor de mis gloriosos antepasados los Embriaci e insistió en que nos quedáramos en su casa. Entonces me preguntó quiénes eran las nobles personas que me acompañaban. Respondí sin dudarlo que dos de ellos eran mi sobrinos; otro mi asistente, que se ocupaba fuera de los animales; así como una respetable dama de Gibeleto, una viuda que había venido a Constantinopla para determinadas gestiones administrativas y que había hecho el camino bajo nuestra protección.

No niego que se me encogió el corazón. Pero no podía responder de otra manera. La ruta se anima a menudo con fábulas, como el dormir se anima con los sueños, pero hay que saber abrir los ojos al llegar.

Para mí, el despertar se llama Constantinopla. Mañana mismo, domingo, me presentaré con mi ropa de gala en la embajada del rey de Francia, o más exactamente en la iglesia de la embajada, en busca del caballero de Marmontel. Espero que no siga enojado conmigo por haberle hecho pagar tan caro el libro de Mazandarani. Si fuera necesario, le haré un sustancial reembolso a cambio de su autorización para copiarlo. Me temo que para persuadirle voy a necesitar toda mi habilidad de genovés, de comerciante de curiosidades y de levantino.

Iré a buscarlo yo solo, no me fío demasiado de mis sobrinos. Una palabra arrebatada, o al contrario, demasiado servil, un gesto impaciente, y ese orgulloso personaje podría montar en cólera.