2 de septiembre

Se habla a menudo del mareo, del mal marino, y pocas veces del mal de las monturas, como si fuera menos degradante sufrir en el puente de un navío que encima del lomo inquieto de una mula, de un camello o de un jamelgo.

Y sin embargo eso es lo que me hace padecer desde hace tres días, sin por ello decidirme a interrumpir el viaje. Pero he escrito muy poco.

Ayer por la tarde llegamos a la modesta ciudad de Ma’arrat, y hasta no encontrarme en el interior de sus murallas medio derruidas no me he sentido revivir y no he recuperado el gusto por la comida.

Esta mañana me fui a pasear por las callejas de los comerciantes y sufrí un percance bastante extraño. Los libreros de aquí no me han visto en la vida, de manera que pude preguntarles sin rodeos por El centésimo nombre. No he conseguido más que muecas de ignorancia, no sé si sincera o fingida. Pero delante del último puesto, el más cercano a la gran mezquita, cuando me disponía a irme de allí, se me acerca un viejo librero con la cabeza descubierta, un hombre al que todavía no había preguntado nada, y me pone un libro en las manos. Lo abro azarosamente y, en un impulso que todavía no me explico, me pongo a leer en voz alta las líneas sobre las que primero cae mi vista:

Dicen que el Tiempo morirá pronto

Que los días dan la última boqueada

Han mentido.

Se trata de una obra de Abu-l-Ala, el poeta ciego de Ma’arrat. ¿Por qué aquel hombre me la puso en las manos? ¿Por qué el libro se abrió precisamente por esa página? ¿Y qué es lo que me empujó a leer aquello en medio de una calle llena de gente?

¿Una señal? ¿Pero qué señal es esta que viene a desmentir todas las señales?

Le compré el libro al viejo librero; será sin duda, en el curso de este viaje, el más razonable de mis compañeros.

Alepo, 6 de septiembre

Llegamos ayer por la tarde y nos hemos pasado todo el día regateando con un caravanero ávido y marrullero. Tenía la pretensión —entre otras mil fullerías— de que la presencia de un rico comerciante genovés y de su familia le obligaba a reforzar la escolta con tres mozos más. Le respondí que éramos cuatro hombres para una sola mujer, y que sabríamos defendernos de los bandidos si nos atacaban. Entonces paseó su mirada sobre nosotros, sobre mis sobrinos con sus piernas de alfeñiques, sobre mi poco aguerrido asistente, se detuvo más de lo conveniente en mi barriga de próspero comerciante y por fin se marchó lanzando una risa desagradable. Tentado estuve de volverle la espalda de una vez para siempre y dirigirme a algún otro, pero me contuve. Apenas tenía otra opción. Habría tenido que esperar una o dos semanas y arriesgarme a que me sorprendieran los primeros grandes fríos de Anatolia, sin estar seguro tampoco de encontrar una escolta más agradable. Así que me tragué el orgullo, aparenté reírme con él mientras me daba golpes en el vientre y le entregué la cantidad que exigía, treinta y dos piastras, que vienen a ser dos mil quinientos maidines.

Sopesó las monedas en la mano e intentó arrancarme la promesa de que si llegábamos a destino sanos y salvos con la mercancía le gratificaría con unas cuantas monedas más. Le recordé que no llevábamos mercancía alguna, sólo nuestros pertrechos y las provisiones, pero tuve que prometerle que me mostraría agradecido si el viaje se desarrollaba en buenas condiciones de aquí al final.

Saldremos pasado mañana, martes, al amanecer. Para llegar a Constantinopla, si Dios lo quiere, en unos cuarenta días.

Lunes, 7 de septiembre

Tras las incomodidades del viaje y antes de las que van a seguir, esperaba que hoy fuera una jornada de oasis, con tan sólo descanso, calor, paseo y sosiego. Pero este lunes me reservaba algo muy distinto. El sofoco, un susto detrás de otro y un misterio que todavía no he podido esclarecer.

Me desperté temprano, salí de la posada y fui al antiguo barrio de los curtidores en busca de un armenio, un comerciante de vino del que había guardado la dirección. No tuve dificultad en encontrarlo y le compré dos cántaros de malvasía para el camino. Al salir de su casa tuve de pronto una extraña sensación. En la escalinata de una casa cercana había un grupo de hombres que miraban furtivamente en mi dirección. Algo brilló en la mirada de uno de ellos, y fue como si hubiera visto brillar un cuchillo.

A medida que avanzaba por las callejas, más espiado, perseguido y cercado me sentía. ¿Era sólo una sensación? Ahora lamentaba haberme aventurado por allí yo solo, sin mi asistente ni mis sobrinos. También lamentaba no haber vuelto a la tienda del armenio en el momento mismo en que presentí el peligro. Pero era demasiado tarde, dos de aquellos hombres iban ya delante de mí, y cuando me volví vi a otros dos que me cortaban la retirada. A mi alrededor, la calle se había vaciado en virtud de no sé qué sortilegio. Me había parecido unos segundos antes que me encontraba en una calle con gente, y no es que fuera un hervidero, pero en cualquier caso no era una calle vacía. Y, de pronto, nadie. Un desierto. Ya me veía atravesado por algún cuchillo y despojado de todo lo que llevaba. Aquí se termina el viaje, me dije temblando. Habría querido pedir ayuda, pero no me salía sonido alguno de la garganta.

Busqué desesperadamente con la mirada, a mi alrededor, alguna vía de escape y advertí a mi derecha la puerta de una casa. En un último esfuerzo, agarré el picaporte y se abrió. No había más que un pasillo sombrío. Esconderme allí no habría servido de nada, era como si yo mismo escogiera el sitio en que tenían que degollarme. Así que atravesé el pasillo, mientras que mis perseguidores penetraban a su vez por él. Al final, encontré una puerta ligeramente entreabierta. No tuve tiempo de llamar, la empujé con el hombro y me arrojé al interior con todas mis fuerzas.

Se desarrolló entonces una escena que no sé cómo calificar y de la que ahora me atrevo a sonreírme, pero que en aquel momento me hizo temblar poco menos que los cuchillos de los malhechores.

Había en aquella casa una docena de hombres, descalzos y arrodillados, que rezaban una plegaria. Y yo, no contento con interrumpir de aquel modo la ceremonia, no contento con pisar la alfombra de los rezos, tropecé por mi propio impulso con la pierna de uno de ellos, lancé una palabrota que provenía de los lejanos bajos fondos de Génova y caí cuan largo soy. Los dos cántaros de vino cayeron al mismo tiempo que yo, uno de ellos se partió y el líquido impío se derramó encima de la alfombra de la pequeña mezquita.

¡Dios del Cielo! Antes que miedo, lo que sentía era vergüenza. Acumular en sólo unos segundos tanta profanación, tanto sacrilegio, grosería y blasfemia. ¿Qué podía decirles a aquellos hombres? ¿Cómo explicárselo? ¿Con qué palabras expresarles mi contrición y mi remordimiento? Ni siquiera tenía fuerzas para ponerme en pie. Entonces, el más viejo de ellos, que estaba en primera fila y dirigía el rezo, se acercó y me tomó del brazo para ayudarme a levantarme, pronunciando estas palabras desconcertantes:

—Perdónanos, Maestro, si no nos ocupamos de ti antes de terminar nuestra plegaria. Pero dígnate pasar ahí, tras la cortina, y esperarnos.

¿Estaba soñando? ¿Había entendido mal? Aquel tono amable podría haberme tranquilizado si no supiera yo de qué manera solían castigarse aquellas transgresiones. Pero ¿qué hacer? No podía salir a la calle, y tampoco quería agravar mi situación perturbando de nuevo sus rezos con excusas o lamentos. No tenía otra elección que pasar dócilmente al otro lado de la cortina. Había allí un cuarto desnudo, iluminado por un pequeño tragaluz que daba a un jardín. Me apreté contra la pared, la cabeza hacia atrás, y crucé los brazos.

No tuve que esperar demasiado. Terminado el rezo, entraron todos juntos en mi célula y se colocaron en media luna a mi alrededor. Permanecieron un momento contemplándome, sin decir palabra, consultándose con la mirada. Entonces, el decano volvió a hablarme, con la misma entonación solícita de la primera vez:

—Si el Maestro se ha presentado ante nosotros de esta manera para probarnos, sabe ya que estamos dispuestos a acogerle. Y si eres sólo alguien de paso, que Dios te juzgue según tus intenciones.

No sabía qué decir, así que me envolví en el silencio. Por lo demás, aquel hombre no me había hecho ninguna pregunta, pese a que tanto en sus ojos como en los de sus compañeros había un abismo de espera. Me dirigí a la salida exhibiendo un gesto enigmático, y se apartaron para dejarme ir. En el exterior, mis perseguidores ya habían levantado el campo, y pude volver a la posada sin más tropiezos.

Cómo me gustaría que alguien me aclarase lo que me acababa de suceder. Pero prefiero no contarle mis desventuras a los míos. Me temo que si mis sobrinos se enteran de lo imprudente que he sido, se tambaleará la autoridad que tengo sobre ellos. Y en adelante se creerían con derecho a cometer todo tipo de locuras sin que yo pudiera reprocharles nada.

Ya se las contaré más tarde. Mientras, me basta con consignar mi secreto en estas páginas. ¿No es ése, por lo demás, el cometido de este diario?

Aunque a veces me pregunto: ¿para qué lo mantengo, con esta escritura velada, cuando sé que nadie lo va a leer jamás? Cuando, por otra parte, deseo que nadie lo lea. Pues, precisamente, porque me ayuda a clarificar los pensamientos, así como los recuerdos, sin tener que ponerme en evidencia al contárselo a mis compañeros de viaje.

Otros, en mi lugar, escriben como hablan, pero yo escribo como callo.

En camino, 8 de septiembre

Hatem me ha despertado muy temprano, y todavía tengo la sensación de que me ronda un sueño sin terminar. No es que me haya hartado de dormir, pero el caso es que ha habido que correr para alcanzar la caravana junto a la puerta de Antíoco.

En el sueño había unos hombres que me perseguían, y siempre que creía burlarlos me los encontraba ante mí, me cerraban el paso y me mostraban sus dientes feroces.

Después de lo que me pasó ayer, un sueño así no es nada sorprendente. Lo que sí me sorprende y perturba es que al despertar continuaba sintiéndome espiado. ¿Por quién? ¿Por los bandidos que querían desvalijarme? ¿O por esa extraña congregación cuyos rezos interrumpí? No creo que me persigan ni unos ni otros, pero no puedo dejar de volverme continuamente a un lado y a otro.

Con tal de que ese resto de noche que se me agarra al día se vaya alejando a medida que me aleje de Alepo…

9 de septiembre

Esta mañana, después de una noche transcurrida bajo las tiendas, en un campo cubierto de vestigios antiguos, de capiteles rotos medio enterrados bajo la arena y la maleza, el caravanero vino a preguntarme a bocajarro si la mujer que me acompañaba era realmente la mía. Respondí que «sí» esforzándome en parecer ofendido. Entonces pidió disculpas, y dijo que no era mal pensado, sino que no recordaba si se lo había dicho.

El resto del día estuve de un humor de perros. ¿Será que se sospecha algo? ¿Alguien, entre el centenar de viajeros, ha reconocido a «la viuda»? No es imposible.

Aunque también puede ser que el caravanero haya sorprendido alguna charla, algún guiño cómplice entre Marta y Habib, y con la pregunta sólo ha querido prevenirme.

A medida que escribo estas líneas se me intensifican las dudas, como si al raspar estas hojas me raspara también con la pluma las heridas del amor propio…

Por hoy, no escribiré ni una palabra más.

11 de septiembre

Hoy se ha producido un incidente, uno de esos incidentes viles que me había prometido no mencionar. Pero me preocupa, y no puedo abrirme a nadie, de manera que lo recordaré en pocas palabras…

La caravana se detuvo para que cada cual pudiera tomar un bocado y echar una siesta, antes de continuar camino con la fresca. Nos desperdigamos al azar, en grupos de viajeros bajo cada árbol, sentados o tumbados, cuando Habib se inclinó al oído de Marta, le susurró algo y ella se echo a reír ruidosamente. Todos los que estaban cerca la oyeron, se volvieron hacia ella y después hacia mí con gesto apenado. Algunos intercambiaron con sus vecinos algunos comentarios en voz baja, acompañados de sonrisas o tosecillas, que yo no alcanzaba a entender.

¿Necesito decir hasta qué punto aquellas miradas me turbaron, me hirieron, me humillaron? En aquel momento decidí que iba a tener una explicación con mi sobrino para obligarle a que se comportara mejor. Pero ¿qué podía yo decirle? ¿Qué había hecho de malo? ¿No soy yo quien se comporta como si la mentira que me une a Marta me concediera prerrogativas?

En cierto sentido, sí que me las otorga. Y puesto que la gente de la caravana la considera mi esposa, yo no puedo dejarla comportarse con ligereza sin que mi honor sufra por ello.

He hecho bien en confiarme a mi diario de esta manera. Ahora sé que los sentimientos que me preocupan no son injustificados. No se trata en modo alguno de celos, sino de honor y de respetabilidad: no puedo admitir que mi sobrino le susurre en público al oído a la que todos creen que es mi esposa, y que la haga estallar en carcajadas.

Me pregunto si escribir todo esto me irrita o me sosiega. Quién sabe si la escritura no despierta las pasiones para apagarlas mejor, como cuando los ojeadores levantan la caza para ponerla a tiro.

12 de septiembre

Me alegro de no haber cedido a la tentación de sermonear a Habib o a Marta. Todo lo que les hubiera dicho habría parecido fruto de los celos. Sin embargo, Dios es testigo de que no se trata de celos. Me habría cubierto de ridículo y les habría visto cuchichear y reírse a mi costa. Al querer defender mi respetabilidad, no habría hecho más que pisotearla.

He preferido actuar de otro modo. Esta tarde me llevé a Marta a cabalgar conmigo y la puse al corriente de las razones que me llevaron a emprender este viaje. Tal vez Habib le ha adelantado ya algo, pero ella no lo dejó traslucir; por el contrario, se mostró muy atenta a mi explicación, aunque no pareció mostrarse demasiado inquieta en cuanto al año próximo.

Quería darle a nuestra charla cierta solemnidad; hasta el momento consideraba la presencia de Marta entre nosotros como un hecho impuesto, a veces molesto o incómodo, a veces chusco, divertido, más o menos gracioso; y gracias a la confianza que le he testimoniado hoy, en cierto sentido la he acogido entre los míos.

No sé si he hecho bien, pero nuestra conversación me ha producido una sensación de bienestar y de alivio. Después de todo, yo era el único que padecía las tensiones que reinaban en nuestro pequeño grupo desde que salimos de Trípoli. No soy yo de esos que se crecen con la adversidad, lo que deseo es viajar en compañía de unos sobrinos afectuosos y un asistente entregado… En cuanto a Marta, todavía no sé en el fondo de mí qué es lo que deseo. ¿Algo así como una vecina atenta? ¿O algo más? No puedo limitarme a escuchar mis deseos de hombre aislado, pero cada día que pase en los caminos me incitará a escucharlos aún más. Sé que debería hacer esfuerzos para no asediarla demasiado con mis atenciones, y no ignoro los resultados de todo ello tanto en mi alma como en mi cuerpo.

Desde que abandonamos la casa del sastre no he pasado ninguna noche a solas con ella. En alguna ocasión hemos dormido bajo la tienda, otras en una posada, pero siempre los cinco juntos, o con otros viajeros además. Si no he hecho nada para que sea de otro modo, no por eso dejo de desear que una nueva circunstancia nos obligue a encontrarnos ella y yo solos.

A decir verdad, lo deseo incesantemente.

13 de septiembre

Mañana es la fiesta de la Cruz, y debido a ello he tenido una grave pelea con el caravanero.

Nos paramos a pasar la noche en un caravasar de los alrededores de Alejandreta y me di un paseo por el patio para estirar las piernas cuando sorprendí una conversación. Uno de los viajeros, un hombre muy anciano, de Alepo a juzgar por su acento y bastante pobre a juzgar por sus ropas remendadas, le preguntaba al caravanero a qué hora salíamos mañana, porque le gustaría pasar, aunque fuera un momento, por la iglesia de la Cruz, en la que según él se encuentra un fragmento de la Verdadera Cruz. El hombre hablaba con timidez y tartamudeando un poco. Aquello debió de excitar la soberbia de nuestro caravanero, que le respondió con el tono más despectivo que nos pondríamos en camino con las primeras luces del día, que no podíamos perder el tiempo en iglesias y que si lo que quería era ver un pedazo de madera, allí tenía uno; y le señaló en el suelo un trozo de tronco podrido.

Entonces me acerqué, y dije en voz alta que tenía interés en que nos quedáramos en Alejandreta unas cuantas horas más para poder asistir a la misa de la fiesta de la Cruz.

El caravanero pegó un respingo al oírme, porque creía que estaba solo con aquel anciano. Ante un testigo es probable que se hubiera cuidado de hablar de otro modo. Pero tras una breve vacilación, recuperó el empaque y respondió —aunque más cortés que con el otro desdichado— que era imposible retrasar la salida, porque los viajeros se quejarían. Y añadió que aquello causaría un perjuicio a toda la caravana, dejando entrever que tendría que pagar una indemnización. Entonces elevé el tono, exigí que se me esperase hasta el final del servicio divino y amenacé con quejarme en Constantinopla ante el cónsul genovés e incluso ante la Sublime Puerta.

Al decir aquello corría un riesgo. Yo no tengo acceso a la Puerta, y el cónsul genovés no tiene un brazo demasiado largo en estos tiempos; él mismo sufrió algunas vejaciones el pasado año y sería incapaz de protegerme u obtener reparación. Pero, a Dios gracias, el caravanero no sabía nada de eso. No se atrevió a tomar mis amenazas a la ligera y le vi titubear. Si hubiéramos estado solos estoy seguro de que habría intentado limar asperezas. Pero en ese momento había ya a nuestro alrededor un círculo de viajeros alarmados por el tono de nuestras voces, y no podía dar su brazo a torcer delante de todos sin hacer el ridículo.

De pronto, un viajero se acercó a él. Llevaba un pañuelo verde enrollado en la cabeza como si estuviéramos en medio de una tempestad de arena. Posó la mano en el hombro del caravanero y permaneció así unos instantes mirándole sin decir palabra —o tal vez le dijo alguna, en voz baja, y yo no lo oí. A continuación, se alejó con paso lento.

Entonces, mi adversario, arrugado el rostro, como dolorido, escupió en el suelo y anunció:

—Por culpa de este hombre, no saldremos mañana.

«Este hombre» era yo. Al lanzar un dedo en mi dirección, el caravanero creía señalar al culpable, pero todos los que se encontraban allí comprendieron que a quien señalaba era al vencedor.

¿Estoy contento de mi victoria? Sí, estoy contento, estoy encantado y orgulloso. El anciano cristiano de Alepo vino a agradecérmelo elogiando mi piedad.

No quise desengañarle, pero la piedad no tenía nada que ver con lo que acababa de hacer. No se trata de piedad, sino de sabiduría profana. Normalmente, raras veces voy a misa, no celebro la fiesta de la Cruz y no le concedo a las reliquias más que su valor en piastras; pero no habría podido respetarme a mí mismo si hubiera dejado insultar de aquella manera los símbolos de mi religión y de mi nación.

Lo mismo que con Marta. Sea mi mujer en la realidad o tan sólo en las apariencias, mi honor está ahora vinculado a ella y tengo que preservarlo.

14 de septiembre, fiesta de la Cruz

No dejo de pensar en el incidente de ayer. No es normal que yo reaccione con tanta vehemencia, y siento por ello un nudo en el estómago, pero no me arrepiento de mi temeridad.

Cuando releo el episodio de lo que hice anoche, tengo la impresión de no haber dicho con claridad de qué manera me latía el corazón. Hubo unos largos segundos de pulso silencioso en los que el caravanero se preguntaba si yo tenía toda esa protección que decía, y en los que yo mismo me preguntaba de qué manera podría salir con bien del enfrentamiento sin quedar en ridículo. Desde luego, tenía que mirar al hombre a los ojos, hacerle sentir que estaba bien seguro de lo que hacía y evitar que percibiera mi debilidad.

Ahora bien, también hubo un momento en el que no tuve miedo ya. Un momento en que me había despojado de mi alma de comerciante para asumir la de un domador. Y de ese momento, por muy fugaz que fuera, me siento orgulloso.

¿Fue mi voluntad lo que precipitó aquella decisión? ¿Fue la intervención del árabe aquel de la cabeza envuelta? Tal vez tendría que mostrarle mi agradecimiento… Ayer no quise ir hacia él, para que no pensara nadie que me había metido en un lío y que su intervención me había salvado. Pero hoy lo he buscado con la mirada y no lo he encontrado.

No paro de pensar en él, y puesto que ahora no estoy comprometido en ningún pulso, puesto que este cuaderno no es una palestra y ya no tengo a mi alrededor la multitud aquella de espectadores, puedo escribir que sentí un inmenso alivio cuando aquel hombre intervino, que mi victoria es un poco la suya, que en cierto modo me siento obligado con él.

¿Qué le habrá dicho para doblegar de ese modo a nuestro caravanero?

Casi me olvido de escribir que fui con mis sobrinos, mi asistente, «la viuda» y una docena más de viajeros a la iglesia de la Cruz. Marta se puso por primera vez un vestido de color, el mismo de color azul con ribete rojo en el cuello que ya le vi cuando era una mozuela y acudía a la iglesia de Gibeleto los días de fiesta con su padre el barbero. Desde que se unió a nuestro viaje, sólo había vestido de negro; por cabezonería, porque ése era precisamente el color que le prohibía su familia política. Ha debido de considerar que la cabezonería ya no tenía sentido.

Durante toda la misa los hombres la miraban, unos furtivamente, otros con insistencia, lo cual no me provocó —Dios es testigo— ni disgusto ni celos de ningún tipo.

16 de septiembre

Esta mañana vino a buscarme un joyero judío de Alepo, llamado Maimún Toleitli. Dice que ha oído hablar de mi gran erudición y estaba impaciente por conocerme. Le pregunté por qué no me había hablado antes. Guardó un silencio lleno de turbación. Comprendí enseguida que había preferido dejar pasar la fiesta de la Cruz; es cierto que algunos de mis correligionarios, al encontrarse con un judío durante ese día, se creen obligados a mostrarse resentidos con él, como si aquello fuera un acto de justa venganza y de gran piedad.

Le hice comprender con las palabras adecuadas que no era mi caso. Y le expliqué que si había exigido que nos detuviéramos un día en Alejandreta no era para imponer mi religión a la de los demás, sino tan sólo para hacerme respetar.

—Ha hecho bien vuestra merced —me dijo—. El mundo es así.

—El mundo es así —repetí yo—. De ser de otro modo, habría proclamado mis dudas más que mis creencias.

Sonrió y bajó la voz para decirme:

—Cuando la fe se convierte en odio, benditos sean los que dudan.

A mi vez, también sonreí y bajé la voz:

—Somos todos unos extraviados.

Nos hablábamos desde hacía apenas cinco minutos y ya éramos hermanos. Había en nuestro susurro esa connivencia de espíritu que ninguna religión puede provocar y que ninguna puede anular.

17 de septiembre

El caravanero ha decidido hoy que abandonemos el camino habitual para llevarnos a orillas del golfo de Alejandreta. Asegura que una vidente le ha prohibido terminantemente que pase por cierto lugar el miércoles, porque le degollarían, y que el retraso provocado por mí le obliga a cambiar de itinerario. Los viajeros no han protestado. ¿Qué habrían podido decir, por otra parte? Un argumento se discute, pero las supersticiones no admiten discusión.

Yo he preferido no decir nada para no provocar otro incidente. Pero sospecho que ese pillastre ha desviado la caravana por algún tipo de tráfico. Sobre todo, porque los habitantes del pueblo al que nos ha llevado tienen una reputación horrible. Ladrones de naufragios y contrabandistas. Hatem y mis sobrinos me traen todo tipo de chismes. Yo les conmino a la moderación…

Mi asistente ha armado la tienda, pero no tengo prisa por acostarme. Marta se tiende sola al fondo, de través, y nosotros cuatro, los hombres, nos colocamos uno junto al otro en torno a su cabeza. Aspiraré su perfume y oiré su respiración toda la noche sin verla. ¡Qué suplicio es a veces la presencia de una mujer!

Mientras aguardaba que me venciera el sueño, fui a sentarme en una piedra para escribir unas cuantas líneas a la luz del fuego del campamento, y entonces vi a Maimún. Tampoco él tenía prisa por irse a dormir, y dimos un paseo por la playa. El rumor de las olas es propicio a las confidencias, así que le conté con detalle mi extraña aventura en Alepo. Como él vive en esa ciudad, debía de tener una explicación. Y la verdad es que me ha dado una, que por el momento me satisface.

—Esos hombres tenían más miedo de ti que el que tú tenías de ellos —empezó por decirme—. Practican ese culto sin que lo sepan las autoridades, que los persiguen. Se les atribuye rebelión e insumisión.

»Sin embargo, todo el mundo en Alepo conoce su existencia. Sus adversarios les han puesto el mote de “los Impacientes” para burlarse, pero ese nombre les gustó y hoy lo reivindican. Según ellos, el imán oculto, último representante de Dios en la tierra, ya está entre nosotros, dispuesto a revelarse cuando por fin llegue la hora propicia, para poner fin a los sufrimientos de los creyentes. Otros grupos sitúan el advenimiento del imán en un porvenir más o menos lejano, más o menos indeterminado, mientras que los Impacientes están convencidos de que el asunto es inminente, que el salvador está ahí, en alguna parte, en Alepo, en Constantinopla, o en algún otro lugar, y que recorre el mundo, lo observa y se dispone a desgarrar el velo del secreto.

»Pero esa gente se pregunta cómo reconocerlo si llegaran a hallarle. De eso es de lo que discuten constantemente entre ellos, según dicen. Y es que el imán se oculta y no ha de ser reconocido por sus enemigos, de manera que hay que prepararse para hallarlo en los más insospechados disfraces. Él heredará un día todas las riquezas del mundo, pero podría venir en harapos; es sabio entre los sabios, pero podría presentarse bajo la apariencia de un demente; es piedad y devoción, pero podría cometer las peores transgresiones. Por eso estos hombres se han impuesto venerar a los mendigos, los locos y los licenciosos. Por eso, cuando entraste allí durante la hora de la plegaria, lanzaste una maldición y arrojaste el vino encima de la alfombra de los rezos, creyeron que pretendías probarlos. Desde luego, no estaban seguros de ello, pero, por si acaso eras el Esperado, no quisieron correr el riesgo de recibirte mal.

»Su creencia les dicta que han de mostrarse amables con cualquiera, aunque sea judío o cristiano, ya que el imán bien podría adoptar como disfraz una fe distinta. E incluso con el que los persigue tienen que mostrarse amables, ya que eso podría ser también un posible camuflaje…

—Pero si son tan considerados con todo el mundo, ¿por qué los persiguen?

—Porque esperan al que echará abajo todos los tronos y abolirá todas las leyes.

Nunca había oído yo hablar de esa extraña secta… Sin embargo, me dice Maimún, existe desde hace mucho tiempo.

—Y lo cierto es que son cada vez más numerosos y más fervientes; más imprudentes, también. Pues hay ahora esos rumores sobre el fin de los tiempos, y los espíritus débiles se dejan convencer…

Estas últimas palabras me hirieron. ¿Es que me he convertido yo en uno de esos «espíritus débiles» que fustiga mi nuevo amigo? A veces me rebelo, maldigo la superstición y la credulidad, esbozo una sonrisa de desprecio o de lástima… mientras que yo mismo voy en busca del centésimo nombre.

¿Pero cómo iba yo a conservar toda mi razón cuando se multiplican las señales durante mi recorrido? ¿No es mi reciente aventura en Alepo, en este sentido, de lo más desconcertante? ¿No se diría que el Cielo, o cualquier otra fuerza invisible, intenta confortarme en mi extravío?

18 de septiembre

Maimún me ha confesado hoy que soñaba con irse a vivir a Amsterdam, en las Provincias Unidas.

Al principio creí que hablaba como joyero, y que en aquel lejano lugar pensaba encontrar piedras más hermosas que cincelar y clientes más prósperos. Pero hablaba como sabio, como hombre libre, y también como hombre herido.

—Me dicen que es la única ciudad de mundo en la que un hombre puede decir «soy judío», como otros dicen en su país «soy cristiano» o «soy musulmán», sin temer por su vida, por sus bienes o por su dignidad.

Me habría gustado interrogarle un poco más, pero pareció tan emocionado de haber dicho aquellas pocas palabras que se le hizo un nudo en la garganta y los ojos se le llenaron de lágrimas. Entonces no pude decir nada más, y nos marchamos uno junto al otro en silencio.

Más tarde en la carretera, cuando vi que se había sosegado, le dije con la mano en el brazo:

—Un día, si Dios quiere, toda la tierra será Amsterdam.

Sonrió con amargura.

—Es tu corazón puro el que te inspira esas palabras. Pero el murmullo del mundo dice otra cosa, otra cosa muy distinta…

Tarso, al amanecer del lunes 21 de septiembre

Todos los días hablo y hablo con Maimún durante horas, y le he hecho confidencias sobre mi fortuna y sobre mi familia; pero hay dos asuntos que todavía no me atrevo a plantear de cara.

El primero tiene que ver con las verdaderas razones que me han llevado a emprender este viaje; en esto, me he limitado a decir que tenía que llevar a cabo ciertas compras de libros en Constantinopla, y él ha tenido la delicadeza de no preguntarme cuáles. A partir de nuestra primera charla, fueron las dudas las que nos acercaron el uno al otro, y también cierto amor por la sabiduría y la razón; si le confesara ahora que había cedido a las creencias vulgares y a los temores comunes, perdería mi crédito ante él. ¿Voy a conservar el secreto hasta el final del viaje? Tal vez no. Tal vez llegue el momento en que pueda hacerle cualquier confidencia sin menoscabo de nuestra amistad.

El otro asunto se refiere a Marta. Algo me ha impedido desvelarle a mi amigo la verdad sobre ella.

Como acostumbro, no he dicho ninguna mentira, ni una sola vez mis labios han pronunciado «mi mujer» o «mi esposa»; me limito a no hablar de ella, y cuando en alguna ocasión tengo que mencionarla, me muevo en la vaguedad y prefiero decir «los míos» o «mis allegados», tal como hacen a menudo, debido a su exagerado pudor, los hombres de este país.

Sólo que ayer traspasé, o eso creo, esa línea invisible que separa el «dejar creer» del «hacer creer». Y me siento un poco culpable de ello.

Al acercarnos a Tarso, la patria de san Pablo, Maimún me informó que tenía en la ciudad un primo muy querido, donde pensaba él dormir mejor que en el caravasar con los demás viajeros, y me dijo que se sentiría muy honrado si pudiéramos pasar la noche bajo el mismo techo «mi esposa» y yo, así como mis sobrinos y mi asistente.

Tendría que haber declinado aquella invitación, o al menos dejarle que insistiera. Pero mis labios respondieron en ese mismo instante que nada me agradaría más. Si Maimún se sintió sorprendido por aquella precipitación, no lo demostró; por el contrario, se declaró encantado de tal testimonio de amistad.

Y esa tarde, cuando llegó la caravana, fuimos todos a casa de ese primo, llamado Eleazar, hombre de mediada edad y gran prosperidad. Su casa, que se alza en dos pisos sobre un jardín de moreras y de olivos, es testigo de ello. Creí comprender que se dedicaba al comercio de aceite y jabón, pero no hablamos de nuestras ocupaciones, sino de nuestras nostalgias. Aquel hombre no se cansaba de recitar poemas a la gloria de su ciudad natal, Mosul; recordaba con lágrimas en los ojos sus callejas, sus fuentes, sus personajes pintorescos y sus propias travesuras infantiles; era patente que nunca había hallado consuelo tras abandonarla para instalarse aquí, en Tarso, donde se hizo cargo de un próspero negocio fundado por el abuelo de su esposa.

Mientras nos preparaban la comida, llamó a su hija para que nos llevara a Marta y a mí a nuestra habitación. Se produjo entonces una escena algo trivial, pero que debo reseñar aquí.

Pude darme cuenta de que mis sobrinos, sobre todo Habib, estaban al acecho desde que les hablé de la invitación de Maimún. Y todavía más desde que entramos en la casa. Pues era evidente, al primer vistazo, que aquél no era un lugar donde nos amontonarían a cinco o seis en el mismo cuarto para dormir. Cuando Eleazar le pidió a su hija que llevara «a nuestro invitado y a su esposa» a su habitación, Habib empezó a agitarse, y me dio la impresión de que se disponía a decir alguna cosa inconveniente. ¿Lo habría hecho? Lo ignoro. Pero me di cuenta en el momento mismo, y para cortar cualquier escándalo preferí adelantarme y me llevé aparte a nuestro anfitrión para decirle dos palabras. Habib sonrió ligeramente, tranquilizado, y sin duda creyó que su tío Baldassare había recapacitado por fin e iba a buscar cualquier pretexto para no pasar otra noche embarazosa. Que Dios me perdone, pero no era ésa mi intención, en modo alguno.

Cuando salí con nuestro anfitrión al jardín, le dije:

—Maimún es ya como un hermano para mí, y considero por ello un amigo a vuestra merced, su primo al que él tanto quiere. Pero me avergüenza llegar así, de manera imprevista, con otras cuatro personas…

—Sepa vuestra merced que esta visita me resulta muy cálida y que la mejor manera de manifestar esa amistad es que se sienta a gusto bajo mi techo, como si estuviera vuestra merced en su propia casa.

Mientras disponía aquellas generosas palabras, me miró fijamente, algo intrigado, preguntándose sin duda por qué me había parecido necesario hacerle levantar y llevarle aparte para decirle algo tan banal que apenas va más allá de los cumplidos corrientes; tal vez pensó que tenía yo otra razón, inconfesable —que tal vez tuviera que ver con la religión—, para no dormir en su casa, y esperaba que insistiera en irme. Pero me apresuré a ceder, agradeciéndole su hospitalidad. Y volvimos al salón cogidos del brazo, cada uno con una grave sonrisa.

La hija de nuestro anfitrión había regresado a la cocina; mientras, uno de los servidores había traído refrescos y frutos secos. Eleazar le pidió que lo dejara todo y fuera a enseñarles las habitaciones a mis sobrinos, en el piso de arriba. Al cabo de unos minutos regresó su hija, sola, y le ordenó de nuevo que nos condujera a «mi esposa» y a mí a nuestra habitación.

Así transcurrieron las cosas. Después, cenamos. Tras lo cual, todos nos fuimos a acostar. Menos yo. Aduje que necesitaba estirar las piernas fuera, sin lo cual no podría conciliar el sueño, y Maimún y su primo me acompañaron. No quería yo que mis sobrinos nos vieran subir a Marta y a mí juntos a la misma habitación.

Y, sin embargo, estaba deseando verme junto a ella, y pocos minutos después ya lo estaba.

—Cuando te retiraste con el anfitrión, creí que le ibas a confesar todo sobre nosotros…

La miré fijamente mientras hablaba, por si expresaba reproche o alivio.

—Creo que se habría sentido herido si hubiéramos rechazado su invitación —respondí—. Espero que no estés demasiado disgustada.

—Empiezo a acostumbrarme —dijo ella.

Y nada en su voz ni en sus gestos daba a entender el menor desagrado. Ni la menor turbación.

—Entonces, vamos a dormir.

Y al pronunciar aquellas palabras le rodeé los hombros con el brazo, como si emprendiéramos un paseo.

Algo así son mis noches con ella, como un paseo bajo los árboles con una muchacha, cuando tiemblas en cuanto las manos se rozan. Estar tumbados así, uno al lado del otro, nos vuelve tímidos y muy considerados y prudentes. ¿No resulta delicioso robar un beso en esa postura?

Curiosa manera la mía de hacer la corte. No la tomé de la mano hasta el segundo día, y enrojecí en la oscuridad. En este tercer encuentro, le he puesto el brazo alrededor de los hombros. Y otra vez he enrojecido.

Levantó la cabeza, se soltó el cabello y lo desplegó en toda su negrura sobre mi brazo descubierto. Después, se adormeció sin decir palabra.

Siento deseos de probar una y otra vez ese placer entrevisto. No es que pretenda que todo continúe siempre igual de casto. Pero es que no me canso de esta vecindad ambigua, de esta complicidad cada vez más intensa, de este deseo de suaves tormentos; en una palabra, de este camino por el que avanzamos juntos, secretamente alegres, haciendo siempre como si fuera sólo la Providencia la que nos empuja el uno hacia el otro. Ese juego me cautiva, y no estoy seguro de querer pasar al otro lado de las colinas.

Un juego peligroso, lo sé. A cada momento, el fuego puede envolvernos. Pero qué lejos estaba esta noche el fin del mundo.

22 de septiembre

¿Qué he hecho que sea tan censurable? ¿Qué sucedió la noche pasada en Tarso más allá de lo que sucedió en la aldea del sastre? El caso es que los míos se comportan conmigo como si hubiera hecho algo inaudito. Todos tratan de no mirarme. Mis dos sobrinos, que en mi presencia sólo se hablan en voz baja, como si yo no existiera. El propio Hatem, que se afana conmigo, desde luego, como cualquier empleado con su amo, pero en su aspecto, en su expresión, en sus maneras, hay algo de afectado, de demasiado obsequioso, y en ello leo un sordo reproche. También Marta parece evitar mi compañía, como si temiera parecer cómplice.

¿Cómplice de qué, Dios del Cielo? ¿He hecho yo otra cosa que interpretar mi cometido en esta comedia escrita por esos mismos que me acusan? ¿Qué debería haber hecho? ¿Revelarle a todos nuestros compañeros de viaje, empezando por el caravanero, que aquella mujer no era la mía, y que la marginaran e insultaran? ¿O tendría que haberle dicho al sastre Abbas, y luego a Maimún y a su primo, que Marta es desde luego mi esposa, pero que no puedo dormir con ella, para que cada cual se hiciera mil insidiosas preguntas? He hecho lo que un hombre de honor ha de hacer, proteger a «la viuda» sin aprovecharse de ella. ¿Es un crimen que de todas maneras encuentre en esta chusca situación un consuelo y un cierto placer? Esto es lo que podría decirles si quisiera justificarme, pero no les pienso decir ni una palabra. La sangre de los Embriaci que corre por mis venas me obliga a callarme. Me basta con saber que soy inocente, y que mi mano amante ha permanecido pura.

Inocente no es tal vez la palabra. No es que quiera darles la razón a esos mocosos que me tienen harto, pero tengo que reconocer en el secreto de estas páginas que yo mismo me he buscado en cierto modo los problemas que ahora tengo. He abusado de las apariencias, y ahora son las apariencias las que abusan de mí. Ésa es la verdad. En lugar de mantener un comportamiento ejemplar en presencia de mis sobrinos, me he dejado llevar por cierto juego, empujado por el deseo, el aburrimiento, el traqueteo del camino, la vanidad, qué sé yo. También, me parece, por el espíritu de la época, el del año de la Bestia. Cuando uno ve el mundo a punto de zozobrar, algo se desordena, caen los hombres en la devoción extrema o en el extremo extravío. Yo no me encuentro todavía, a Dios gracias, ante tales excesos, pero me parece que pierdo poco a poco el sentido de las conveniencias y la respetabilidad. ¿Acaso no hay, en mi actitud hacia Marta, un cierto desatino que crece de etapa en etapa y que me lleva a considerar como algo normal acostarme en la misma cama con una mujer que pretendo considerar mi esposa, abusando de la generosidad de nuestro anfitrión y de la de su primo, cuando bajo el mismo techo duermen otras cuatro personas que saben que miento? ¿Cuánto tiempo voy a seguir por este camino de perdición? ¿Y cómo va a ser mi vida en Gibeleto cuando se sepa la cosa?

Así soy yo. Hace un cuarto de hora que me he puesto a escribir, y ya me dispongo a darle la razón a los que me critican. Pero no es más que escritura, manchas de tinta entrelazadas, que nadie va a leer.

Tengo un gran cirio junto a mí; me gusta el olor de la cera, me parece propicia a la reflexión y a las confidencias. Estoy sentado en el suelo, pegado a la pared, con el cuaderno en las rodillas. Detrás de mí, a través de la ventana cubierta por una cortina que infla el viento, me llegan los relinchos de los caballos en el patio, y a veces las risas de los soldados borrachos. Estamos en el primer caravasar de las estribaciones del Tauro, en la carretera de Konya, donde tendremos que llegar en ocho días, si todo va bien. Ante mí, duermen los míos, o intentan dormir, tendidos aquí y allá. Acariciándoles así con la mirada no puedo censurarles nada; ni a los hijos de mi hermana, que son como mis propios hijos, ni a mi asistente, que me sirve con devoción hasta cuando me hace reproches a su manera, ni a esa extraña que cada vez es menos extraña.

Este lunes por la mañana estaba yo en una disposición muy distinta. Eché pestes contra mis sobrinos, desatendí a «la viuda», le encargué a Hatem veinte mandados inútiles y me alejé de todos ellos para cabalgar tranquilamente con Maimún. Por lo menos él no me miraba de manera distinta al día anterior, o esa impresión tenía yo cuando la caravana se puso en marcha.

En el momento en que salíamos de Tarso, un viajero que iba delante nos señaló una casucha en ruinas, junto a un viejo pozo, y afirmó que san Pablo había nacido allí. Maimún me susurró al oído que lo dudaba mucho, ya que el apóstol de Jesús procedía de una familia rica, de la tribu de Benjamín, y que poseía tiendas tejidas con pelos de cabra.

—La casa de sus padres debía de ser tan amplia como la de mi primo Eleazar.

Me sorprendió la riqueza de sus conocimientos sobre una religión que no era la suya, y adoptó un tono de modestia.

—Tan sólo he leído algunos libros, para reducir mi ignorancia.

Yo también, por mi profesión, así como por curiosidad natural, había leído algunos libros sobre diversas religiones actuales y asimismo sobre las antiguas creencias de los romanos y los griegos. Y nos pusimos a comparar sus méritos respectivos, sin que ninguno de nosotros criticara, desde luego, la religión del otro.

Sólo que cuando dije, durante la charla, que en mi opinión uno de los preceptos más hermosos del cristianismo era «Ama a tu prójimo como a ti mismo», advertí en Maimún un rictus de duda. Le animé en nombre de nuestra amistad, y también en nombre de nuestras comunes dudas, a que me abriera el fondo de su pensamiento, y me confesó:

—Esa recomendación parece a primera vista irreprochable, y por otra parte antes de adoptarla Jesús ya se encontraba en términos similares en el capítulo diecinueve del Levítico, versículo dieciocho. Sin embargo, suscita en mí algunas reticencias…

—¿Qué le reprochas?

—Viendo lo que la mayor parte de la gente hace con su vida, viendo lo que hacen con su inteligencia, no siento ningún deseo de que me amen como a ellos mismos.

Quise responderle, pero levantó la mano.

—Aguarda, hay algo más inquietante, a mi juicio. No se le podrá impedir nunca a algunas personas que interpreten ese precepto con más arrogancia que generosidad: lo que es bueno para ti es bueno para los demás; si tú posees la verdad, debes llevar por el camino recto a las ovejas descarriadas, por todos los medios… De ahí vienen los bautismos forzosos que mis antepasados tuvieron que sufrir en Toledo, en tiempos. Esa frase, lo que son las cosas, la he oído más a menudo en la boca de los lobos que en la de las ovejas, de manera que, perdóname, desconfío de ella…

—Tus palabras me sorprenden… Todavía no sé si tengo que darte la razón o quitártela, tengo que reflexionar… Siempre he pensado que esa frase era la más hermosa…

—Si buscas la frase más hermosa de todas las religiones, la más bella que haya salido nunca de la boca de un hombre, no es ésa. Es otra, pero también fue Jesús quien la pronunció. No la tomó de las Escrituras, ahí se limitó a escuchar su corazón.

¿Cuál? Yo la esperaba. Maimún detuvo un momento su montura para darle a la cita una solemnidad:

—El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra.

23 de septiembre

¿Había en la frase citada ayer por Maimún alguna alusión a Marta? No dejé de preguntármelo durante toda la noche. No había reproche alguno en su mirada, mas tal vez sí una sutil invitación a hablar. ¿Por qué iba a continuar callando, por otra parte, si la palabra de Cristo me absolvía a los ojos de mi amigo de lo poco que hubiera podido yo pecar, así como de mis omisiones embusteras?

Así que decidí contárselo todo esta misma mañana: quién es Marta, por qué se encuentra entre nosotros, qué relaciones hemos tenido y cuáles no hemos tenido. Tras el episodio un poco grotesco que tuvo lugar en casa de Eleazar, era urgente no seguir disimulando, porque nuestra amistad se habría resentido. Además, en este asunto que se complica en cada etapa del viaje, iba a necesitar los consejos de un amigo ponderado y comprensivo.

Pero hoy apenas me ha prodigado consejos, pese a mi insistencia; tan sólo que no cambiará nada respecto a lo que he hecho y dicho desde el comienzo del viaje; pero me ha prometido reflexionar con mayor intensidad y hablarme de ello si tenía alguna idea oportuna para evitarme los sobresaltos que se avecinan.

De lo que me alegro es de que no me haya tenido en cuenta tanto disimulo y tantas medias verdades. Al contrario, la cosa parece divertirle. Saluda a Marta con más deferencia aún, según creo, y como con una secreta admiración.

Bien es verdad que ella da pruebas de valentía al comportarse como lo hace. Yo pienso siempre en mí, en mi desconcierto, en mi amor propio, cuando no arriesgo nada más que unas cuantas habladurías malévolas o envidiosas. Pero ella, en este juego, podría perderlo todo, hasta la vida. No tengo ninguna duda de que si su cuñado la hubiera encontrado al empezar el viaje, la habría degollado sin el menor escrúpulo, y luego habría vuelto con los suyos presumiendo de ello. El día en que Marta tenga que regresar a Gibeleto, aunque sea con el documento que pretende, se encontrará frente a los mismos peligros.

¿Tendré yo ese día el valor de defenderla?

25 de septiembre de 1665

Esta mañana vi a Marta alejada de nuestro grupo, solitaria, pensativa, melancólica encima de su montura, y decidí alcanzarla para cabalgar junto a ella, como ya había hecho unos días antes. Pero esta vez yo quería menos contarle mis temores y mis esperanzas que interrogarla y escucharla. Al principio, se zafó y me devolvió las preguntas. Pero insistí; era mejor que ella misma me dijera qué había sido de su vida en estos últimos años y qué la había traído hasta el camino que llevábamos los dos.

Aunque me esperaba una letanía de quejas, no imaginaba yo que el interés que manifestaba por sus desdichas iba a permitirle a aquella mujer echar abajo un dique que dejara libre tanta ira. Una ira que, bajo la suavidad de sus sonrisas, yo no me podía imaginar.

—Me hablan sin parar del fin del mundo —dijo—, y creen que me dan miedo. Para mí el mundo acabó el día en que el hombre al que amaba me traicionó. Y eso después de haberme hecho a mí traicionar a mi propio padre. Desde entonces, el sol ya no brilla para mí, y poco me importa que se pueda extinguir. Y ese Diluvio que anuncian tampoco me asusta, porque igualaría a todos los hombres y todas las mujeres en la desdicha. Serían mis iguales en la desdicha. ¡Que venga el Diluvio, sea de agua o de fuego! Ya no tendría que correr por los caminos para mendigar un papel que me autorice a vivir, un maldito firmán de allá arriba que certifique que puedo de nuevo amar a otro hombre y unirme a él. Ya no tendría que correr, a no ser que todo el mundo eche a correr en todas direcciones. Sí, todo el mundo. Los jueces, los jenízaros, los obispos y hasta el sultán. Todos a correr, como gatos sorprendidos por un fuego de verano en la maleza seca. ¡Ojalá me permitiera el Cielo ver algo así!

»La gente tiene miedo de que aparezca la Bestia. Yo no le tengo ningún miedo. ¿La Bestia? Siempre ha estado ahí, junto a mí, siempre que veía su mirada de desprecio, en mi casa, en la calle, hasta bajo el techo de la iglesia. Todos los días he sentido su mordisco. Que no ha parado de devorarme la vida.

Y Marta siguió en ese mismo tono durante largos minutos. Traslado sus confidencias tal como las recuerdo, quizás no palabra por palabra, pero muy cerca. Y yo mismo me decía: ¡Dios mío, cuánto has debido de sufrir, mujer, desde aquel tiempo no tan lejano en que eras todavía la traviesa y despreocupada hija de mi barbero!

En un momento dado, me acerqué a ella para posar con ternura mi mano en la suya. Entonces calló, me dirigió una fugaz mirada de agradecimiento y se veló el rostro para llorar.

El resto del día no he hecho otra cosa que pensar en esas palabras, y en seguirla con la mirada. Siento por ella, más que antes, un inmenso afecto paternal. Deseo saberla feliz, pero no me atrevería a prometerle la felicidad. Como mucho podría jurarle que no la haría sufrir jamás.

Falta por saber si para evitar hacerla sufrir tendría que acercarme más a ella, o tal vez alejarme…

26 de septiembre

Por fin le he contado hoy a Maimún lo que me ha llevado a emprender este viaje, rogándole que me confiara, con la franqueza de un amigo, los sentimientos que le inspiraban mis palabras. No he dejado nada a oscuras, ni el peregrino de Moscovia, ni el libro de Mazandarani, ni el número de la Bestia, ni las extravagancias de Buméh, ni la muerte del anciano Idriss. Necesitaba yo el ojo de un joyero, diestro en falsos brillos y capaz de distinguir el verdadero. Pero respondió a mis interrogantes con otros interrogantes, y cargó mis angustias con sus propias angustias. O, al menos, las de sus allegados…

Empezó escuchándome en silencio. Si nada de lo que le decía parecía sorprenderle, cada una de mis frases le ponía cada vez un poco más pensativo, casi turbado. Cuando concluí, me tomó las dos manos en las suyas.

—Me has hablado como un hermano. Ahora soy yo quien tiene que abrirte su corazón. Las razones de mi viaje no son tan distintas de las que acabas de exponerme. Yo también me he puesto en camino a causa de esos malditos rumores. A mi pesar, y echando pestes contra la credulidad, la superstición, los cómputos y las pretendidas «señales», en cualquier caso me puse en camino, y no he podido hacer otra cosa, porque de lo contrario mi padre habría muerto. Tú y yo somos víctimas de la irracionalidad de nuestros allegados…

Lector asiduo de textos sagrados, el padre de Maimún está convencido desde hace muchos años de que el fin del mundo es inminente. Según él, está escrito con todas las letras en el Zohar, el libro de los cabalistas, que en el año 5408 los que yacen bajo el polvo se levantarán. Y resulta que ese año del calendario judío corresponde al año 1648 de nuestra era.

—De eso hace diecisiete años, y no ha habido Resurrección alguna. A pesar de todos los rezos, todos los ayunos, todas las privaciones que mi padre nos impuso a mi madre, a mis hermanas y a mí, y que en esa época aceptamos con fervor, no pasó nada. Así que yo perdí todas mis ilusiones. Voy a la sinagoga cuando tengo que ir, para estar cerca de los míos, río con ellos cuando hay que reír y lloro cuando hay que llorar, para no mostrarme insensible a sus alegrías o sus desdichas. Pero ya no espero nada ni a nadie. Al contrario que mi padre, que no ha mostrado mayor sensatez. No está dispuesto a admitir que el año predicho por el Zohar sólo fue un año ordinario. Está convencido de que algo sucedió, y que no tardará en revelarse ante nosotros y ante todo el universo.

Desde entonces, el padre de Maimún no hace más que interrogar las señales, en especial las que tienen que ver con el año de la espera defraudada, 1648. Y la verdad es que ese año sucedieron algunos acontecimientos graves, pero ¿acaso ha habido algún año sin acontecimientos graves? Concluyó la guerra en Alemania; después de treinta años de masacres ininterrumpidas, se acordó la paz. ¿No había que ver ahí el principio de una nueva era? Ese mismo año, empezaron las sangrientas persecuciones contra los judíos de Polonia y de Ucrania, dirigidas por un jefe cosaco, y hasta el momento no se han detenido.

—Antes, decía mi padre, entre una y otra calamidad había siempre un período de respiro; pero desde ese año maldito se suceden las calamidades en una cadena ininterrumpida, nunca habíamos visto un encadenamiento de desgracias como ahora. ¿No es acaso una señal?

»Un día, ya harto, le digo: “Padre, siempre creí que este año iba a ser el de la Resurrección, que iba a poner fin a nuestros sufrimientos y que teníamos que esperarlo con alegría y esperanza”. Y me contesta: “Esos dolores son los del parto, y esa sangre es la que acompaña a la separación de la placenta”.

»Así, desde hace diecisiete años, mi padre está permanentemente al acecho de las señales. Pero no siempre con igual fervor. A veces se pasaba meses sin hablar de ello una sola vez, pero entonces se producía algún acontecimiento, una desgracia familiar, o la peste, o una hambruna, o la visita de algún personaje, y entonces volvía a la carga. Estos últimos años, aunque tenía graves problemas de salud, no hablaba de la Resurrección más que como una lejana esperanza. Y ahora, desde hace unos meses, no puede estarse quieto. Esos rumores que corren entre los cristianos sobre la cercanía del fin de los tiempos le han trastornado. En el seno de nuestra comunidad tienen lugar discusiones interminables sobre lo que va o no va a suceder, sobre lo que hay que temer o lo que habría que desear para ese año. Siempre que un rabino de Damasco, de Jerusalén, de Tiberíades, de Egipto, de Gaza o de Esmirna pasa por Alepo, se amontonan a su alrededor para preguntarle febrilmente sobre lo que sabe y lo que prevé.

»Y ahora, muy recientemente, desde hace pocas semanas, a mi padre, que estaba cansado de escuchar opiniones contradictorias, se le ha metido en la cabeza ir a Constantinopla para solicitar la opinión de un viejísimo hajam originario de Toledo, como nosotros. Según mi padre, es el único que posee la verdad. “Si me dice que ha llegado la hora, lo dejo todo y me consagro a la devoción; si me dice que no ha llegado la hora, sigo con mi vida ordinaria.”

»Pero no íbamos a dejarlo marcharse solo por esos caminos, en su estado, a sus setenta años y sin poderse tener en pie, así que decidí ir yo a ver al rabino a Constantinopla provisto de todas las preguntas que mi padre habría querido plantearle y volver después con las respuestas.

»Y ya ves, aquí me hallo, en esta caravana, como tú, a causa de esos rumores insensatos, mientras que en nuestro interior no podemos sino reírnos el uno y el otro de la credulidad de los hombres.

Maimún es generoso al comparar su actitud a la mía. Pero no se parecen más que en apariencia. Él se ha echado al camino por piedad filial, sin que sus convicciones cambien en nada; mientras que yo me he dejado ganar por la irracionalidad que me rodea. Pero no le he dicho nada de todo esto, ¿para qué rebajarme a los ojos de un hombre al que estimo? ¿Y por qué voy a insistir en lo que nos distingue cuando él mismo no deja de poner de relieve las cosas que nos aproximan?

27 de septiembre

Finalmente, la etapa de hoy ha sido menos ardua que las anteriores. Tras cuatro jornadas por los caminos empinados del Tauro, con pasos a menudo estrechos y peligrosos, hemos alcanzado la meseta de Anatolia; y después de unos cuantos caravasares de mala traza, infestados de rudos jenízaros que se supone que estaban encargados de protegernos de los salteadores de caminos, pero cuya presencia más que tranquilizarnos nos obligaba a encerrarnos en nuestro recinto, tuvimos la buena suerte de ir a parar a un albergue conveniente, sólo frecuentado por comerciantes de paso.

Nuestra alegría se empañó, sin embargo, cuando el posadero nos comunicó unos rumores que llegaban de Konya, según los cuales la ciudad era víctima de la peste y sus puertas iban a permanecer cerradas a todos los viajeros.

Por lo inquietantes, estos rumores tuvieron la virtud de aproximarme a los míos, que acudieron a mi alrededor para conocer mi opinión sobre lo que sería conveniente hacer. Algunos viajeros habían decidido ya volver grupas al amanecer, sin esperar más; es cierto que se habían unido a nosotros en Tarso o, como mucho, en Alejandreta; pero nosotros venimos de Gibeleto y hemos recorrido más de la mitad del camino, así que no podemos ceder así ante la primera alarma.

El caravanero propone ir un poco más lejos, aunque tenga que modificar la ruta más tarde si las circunstancias lo imponen. El personaje me disgusta hoy tanto como el primer día, pero su actitud me parece prudente. ¡Adelante pues, y que sea lo que Dios quiera!

28 de septiembre

Hoy le he dicho a Maimún algunas cosas que él ha considerado sensatas, lo que me anima a consignarlas por escrito.

Me acababa de decir que los hombres se dividen hoy entre los que están convencidos de que el fin del mundo está cerca y quienes permanecen escépticos; él y yo estaríamos entre estos últimos. Le respondí que a mi juicio los hombres se dividían también entre quienes temen el fin del mundo y quienes lo invocan, y si los primeros se refieren a él con los conceptos de diluvio y cataclismo, los segundos hablan de resurrección y liberación.

Al decirlo así, pensaba no sólo en el padre de mi amigo y en los impacientes de Alepo, sino también en Marta.

Más tarde, Maimún se preguntó si en tiempos de Noé los hombres también se dividieron entre los que aplaudían el Diluvio y quienes estaban en contra.

Y nos echamos a reír de tal manera que las mulas se espantaron.

29 de septiembre

De vez en cuando, me apodero al azar de algunos versos de este libro de Abu-l-Ala, el que un viejo librero de Ma’arrat dejó en mis manos hace tres o cuatro semanas. Hoy he descubierto lo siguiente:

Querría la gente que un imán se alzara

Que tomara la palabra ante una multitud muda

Ilusión engañosa; no hay otro imán que la razón

Tan sólo ella nos guía de noche y de día.

Me apresuré a leérselos a Maimún, y sonreímos en silencio con complicidad.

¿Un cristiano y un judío conducidos por el camino de la duda por un poeta musulmán ciego? Y es que hay más luz en sus ojos apagados que en el cielo de Anatolia.

Cerca de Konya, 30 de septiembre

Por desgracia, los rumores sobre la peste no se han desmentido. Nuestra caravana se ha visto obligada a rodear la ciudad y alzar las tiendas hacia el oeste, en los jardines de Meram. Hay aquí una multitud, ya que numerosas familias de Konya han huido de la epidemia y se han refugiado en este lugar, donde sopla un aire sano en medio de unas fuentes.

Llegamos a eso del mediodía, y a pesar de las circunstancias reina un espíritu… iba a decir «de fiesta»… no, no es de fiesta, sino de paseo despreocupado y resignado. Por todas partes hay vendedores de sirope y de zumo de albaricoque, que hacen chocar los vasos que acaban de enjuagar en las fuentes; por todas partes hay puestos humeantes que atraen, seducen y encandilan a grandes y pequeños. Pero yo no puedo desviar la mirada de la ciudad, que está muy cerca, mirar las torres de la muralla, adivinar las cúpulas y los minaretes. Allá hay otra humareda que sube, que oculta todo, que lo ensombrece todo. Ese olor no llega hasta nosotros, a Dios gracias, pero lo olemos con la nariz del alma y nos hiela la sangre. La peste, la humareda de la muerte. Dejo la pluma para santiguarme. Antes de volver a mi crónica.

Maimún, que se ha unido a los míos para el almuerzo, ha hablado bastante con mis sobrinos, y un poco con Marta. En la atmósfera que reinaba a nuestro alrededor hemos podido pensar en el fin de los tiempos y he tenido ocasión de comprobar que Buméh no ignoraba en absoluto las predicciones del Zohar relativas al año judío de 5408, que corresponde a nuestro año 1648.

—En el año 408 del sexto milenio —recitó de memoria—, quienes reposan en el polvo se levantarán. Se les llama los hijos de Heth.

—¿Quiénes son los hijos de Heth? —preguntó Habib, al que siempre le complacía hacer ostentación de su propia ignorancia frente a la erudición de su hermano.

—En la Biblia, es el nombre que se le suele dar a los hititas. Pero lo que importa aquí no es el significado de la palabra Heth, sino su valor numérico, que en hebreo es precisamente 408.

¡Valor numérico! Esa noción me irrita siempre que la escucho. En lugar de comprender el sentido de las palabras, mis contemporáneos se dedican a calcular el valor de las letras; las disponen como les conviene, añaden, restan, dividen y multiplican, y terminan siempre por alcanzar la cifra que les sorprenderá, que les tranquilizará o que les llenará de pánico. Así se hace pedazos el pensamiento de los hombres, así se les debilita la razón y se disuelve en la superstición.

No creo que Maimún dé crédito a esas pamplinas, pero la mayor parte de sus correligionarios las creen, y la mayor parte de los míos, y la mayor parte de los musulmanes con quienes he tenido ocasión de hablar de ello. Hasta personas instruidas, sensatas, razonables en apariencia, se jactan de poseer esta ciencia indigente, esa ciencia de los pobres de espíritu.

Mis palabras son tanto más virulentas en estas páginas cuanto que, durante el día y en el momento de la discusión, no dije nada. Tan sólo simulé incredulidad cuando oí eso de «valor numérico». Pero me guardé mucho de interrumpir la discusión. Así soy yo. Así he sido siempre, desde mi infancia. Cuando se desarrolla una discusión a mi alrededor, siento curiosidad por ver dónde va a parar, quién reconocerá su error, cómo responde cada cual (o cómo evita responder) a los argumentos del otro. Observo, me complazco con las cosas que aprendo, anoto dentro de mí las reacciones de los unos y de los otros, sin experimentar por ello el deseo irreprimible de expresar en voz alta mi opinión.

Y este mediodía, aunque algunas observaciones me provocaban mudas protestas, otras cosas que se decían me interesaban o me sorprendían. Como cuando Buméh me hizo notar que fue precisamente en 1648 cuando se publicó en Moscovia El Libro de la Fe una, verdadera y ortodoxa, en el que se menciona sin ambigüedad alguna el año de la Bestia. ¿Acaso no fue por ese libro por lo que el peregrino Evdokim se puso en camino y pasó por Gibeleto, visita a la que le siguió todo un desfile de clientes medrosos? De manera que fue ese año cuando entró la Bestia, si así puede decirse, en mi vida. El padre de Maimún le decía que algo había pasado en 1648 y que no se había medido bien su importancia. Sí, tengo que admitirlo, algo debió de ponerse en marcha ese año. Para los judíos, para los moscovitas. Y también para mí y para los míos.

—Pero ¿por qué se iba a anunciar precisamente en 1648 un acontecimiento que tenía que producirse en 1666? Hay ahí un misterio que se me escapa.

—Tampoco yo lo comprendo —me apoyó Maimún.

—Para mí, no hay misterio alguno —dijo Buméh con una tranquilidad aplastante.

Todas las miradas fueron, desde luego, a fijarse en sus labios. Se tomó su tiempo antes de explicarlo, en tono arrogante.

—De 1648 a 1666 hay dieciocho años.

Y se calló.

—¿Y qué? —preguntó Habib, masticando ostensiblemente unos albaricoques, con la boca llena.

—Dieciocho, ¿no lo entiendes? Seis y seis y seis. Los tres últimos escalones hacia el Apocalipsis.

Se hizo un silencio pesado, pesado, pesado. Tenía de repente la sensación de que la humareda pestilente se acercaba a nosotros y nos envolvía. El que más pensativo quedó fue Maimún, era como si Buméh acabara de resolverle un enigma muy antiguo. Hatem sondeaba a nuestro alrededor, preguntándose lo que nos pasaba a todos, pues él no había percibido más que fragmentos de la conversación.

Fui yo quien rompió el silencio:

—Aguarda, Buméh. Eso que cuentas son pamplinas. No eres tú quien me va a hacer olvidar que en tiempos de Cristo y de los evangelistas no se escribía seis seis seis como hoy harías tú en números árabes, sino que se escribía en cifras romanas. Y ahí, tus tres seises no significan nada.

—Entonces, ¿puedes decirme cómo se escribía seiscientos sesenta y seis en tiempos de los romanos?

—Lo sabes muy bien. Así.

Eché mano de un trozo de madera y tracé en el suelo DCLXVI.

Maimún y Habib se inclinaron para ver la cifra que yo acababa de escribir. Buméh no se movió y se limitó a preguntarme si no notaba yo nada de particular en el número que había trazado. No, yo no venía nada.

—¿No has advertido que todas las cifras romanas están ahí, por orden, y cada una de ellas una sola vez?

—No todas —respondí yo, demasiado aprisa—. Falta…

—Venga, sigue, estás en el buen camino. Falta una cifra al principio. La M. Escríbela. Tendremos entonces MDCLXVI. Mil seiscientos sesenta y seis. Ahora, los números están al completo. Los años están al completo. No se añadirá ninguno más.

Después, alargó la mano y borró la cifra hasta que desapareció cualquier resto, mientras murmuraba alguna fórmula aprendida.

¡Malditos! ¡Malditos sean los números y quienes los cultivan!