Cuaderno I
El centésimo nombre

Cuatro largos meses nos separan todavía del año de la Bestia, y ya la tenemos ahí. Su sombra vela nuestros pechos y las ventanas de nuestras casas.

A mi alrededor, la gente no habla de otra cosa. El año que se acerca, las señales precursoras, las predicciones… A veces me digo a mí mismo: ¡pues que venga!, ¡que vacíe por fin su alforja de prodigios y de calamidades! Entonces, me echo atrás, me acuerdo de todos aquellos otros años corrientes en los que cada día transcurría esperando las alegrías del atardecer. Y maldigo con todas mis fuerzas a los adoradores del apocalipsis.

¿Cómo empezó esta locura? ¿En qué alma germinó primero? ¿Bajo qué cielos? No podría decirlo con exactitud, y sin embargo, en cierto modo, lo sé. Allí donde me encontraba veía el miedo, el miedo monstruoso, nacer y crecer y difundirse; le veía insinuarse en las almas, incluso en las de mis allegados, incluso en la mía, le he visto golpear la razón, pisotearla, humillarla y después devorarla.

Vi alejarse los días felices.

Hasta entonces, yo había vivido en la serenidad. Yo prosperaba, con salud y con fortuna, un poquito cada año; no codiciaba nada que no estuviera al alcance de mi mano; los vecinos me adulaban más que me envidiaban.

Y, de repente, todo se precipita a mi alrededor.

Ese extraño libro que aparece y luego desaparece, por mi culpa…

La muerte del anciano Idriss, de la que nadie me acusa, es cierto… excepto yo mismo.

Y ese viaje que tengo que emprender el lunes, a pesar de mis reticencias. Un viaje del que hoy tengo la sensación de que no voy a regresar.

Así que trazo no sin aprensión las primeras líneas de este cuaderno nuevo. Todavía no sé de qué manera voy a dar cuenta de los acontecimientos que se han producido, ni de los que ya se anuncian. ¿Un simple relato de los hechos? ¿Un diario íntimo? ¿Un cuaderno de bitácora? ¿Un testamento?

Tal vez debería antes que nada hablar del que primero despertó en mí la angustia acerca del año de la Bestia. Se llamaba Evdokim. Un peregrino de Moscovia que llamó a mi puerta hace más o menos diecisiete años. ¿Por qué decir más o menos? Tengo la fecha exacta en mi registro mercantil. Era el vigésimo día de diciembre de 1648.

Siempre lo anoto todo, y en especial los detalles menores, esos que podría acabar por olvidar.

Antes de franquear mi puerta, el hombre hizo la señal de la cruz con dos dedos tensos y luego se inclinó para no golpearse con el arco de piedra. Llevaba una espesa capa negra y tenía manos de leñador, dedos espesos, una espesa barba rubia, pero también unos ojos minúsculos y una frente estrecha.

Iba camino de Tierra Santa, y llegó a mi casa por casualidad. Le habían dado la dirección en Constantinopla, diciéndole que era aquí, sólo aquí, donde tenía posibilidades de encontrar lo que buscaba.

—Querría hablar con el signor Tommaso.

—Era mi padre —respondí—. Falleció en julio.

—Que Dios le acoja en Su Reino.

—Y que Él acoja también a los santos muertos de la familia de vuestra merced.

Aquel intercambio de palabras tenía lugar en griego, nuestro único idioma común, aunque era manifiesto que ni él ni yo lo practicábamos normalmente. Un intercambio vacilante, inseguro, en razón del duelo, doloroso todavía para mí e inesperado para él; y también porque, al hablarle él a un «papista apóstata» y yo a un «cismático extraviado», intentábamos no pronunciar palabra alguna que pudiera lesionar las creencias del otro.

Tras un breve silencio por parte de ambos, continuó:

—Lamento mucho que el padre de vuestra merced nos haya abandonado.

Y mientras lo decía, paseaba su mirada por el establecimiento, como si intentara sondear en aquel batiburrillo de libros, pequeñas esculturas antiguas, cristalerías, jarrones pintados, halcones disecados y se preguntara —a sí mismo, aunque bien podría haberlo hecho en voz alta— si al no estar ya allí mi padre podía yo llegar a servirle de ayuda. Yo tenía entonces veintitrés años, pero mi cara, regordeta y afeitada, debía de tener aún reflejos infantiles.

Me enderecé, avanzando el mentón.

—Me llamo Baldassare, es a mí a quien le ha correspondido la herencia.

El visitante no mostró con ningún gesto que me hubiera oído. Seguía paseando la mirada por las mil maravillas que le rodeaban, con una mezcla de encantamiento y de angustia. De todos los establecimientos de curiosidades, el nuestro era desde hacía cien años el mejor surtido y el de mayor renombre de Oriente. Venían a vernos de todas partes, de Marsella, de Londres, de Colonia, de Ancona, también de Esmirna, de El Cairo y de Ispahan.

Después de mirarme de arriba abajo otra vez, el ruso debió de resignarse.

—Soy Evdokim Nicolaievich. Vengo de Vorónezh. Me han elogiado mucho esta casa.

Inmediatamente adopté un tono confidencial, que por entonces era mi manera de ser afable.

—Estamos en el negocio desde hace cuatro generaciones. Mi familia procede de Génova, pero está instalada en Levante desde hace mucho tiempo…

Asintió varias veces con la cabeza, lo que quería decir que no ignoraba nada de todo aquello. Y si le habían hablado de nosotros en Constantinopla, eso es lo primero que debieron de contarle. «Los últimos genoveses en esta parte del mundo…». Con algún que otro epíteto, algún gesto que sugiriera locura o una rareza extrema transmitida desde siempre de padre a hijo. Sonreí y me callé. Por su parte, él se volvió inmediatamente hacia la puerta y gritó un nombre y una orden. Acudió un servidor, un hombrecillo corpulento con hábito negro esponjado, con un gorro aplastado en la cabeza y los ojos en el suelo. Llevaba un cofrecillo cuya tapa levantó, y sacó de allí un libro que le tendió a su amo.

Pensé que tenía intención de vendérmelo, e inmediatamente me puse en guardia. En el comercio de curiosidades aprende uno muy pronto a desconfiar de esos personajes que llegan con aires de importancia, te declinan su genealogía y sus nobles amistades, distribuyen órdenes a derecha e izquierda y después de todo no quieren más que venderte alguna venerable insignificancia. Única para ellos, y en consecuencia única para el mundo, eso desde luego. Si les proponéis un precio que no se corresponde con el que se les ha metido en la cabeza, se ofenden, y se consideran no sólo estafados, sino también insultados. Y acaban por alejarse profiriendo amenazas.

Pero mi visitante no iba a tardar en tranquilizarme: no había venido hasta mí para vender ni para regatear.

—Esta obra la acaban de imprimir en Moscú hace unos meses. Y todos los que saben leer la han leído ya.

Me señaló con el dedo el título en letras cirílicas, y se puso a recitar con fervor: «Kniga o vere…», antes de darse cuenta de que era preciso traducirlo: «El Libro de la Fe una, verdadera y ortodoxa». Me miró con el rabillo del ojo para comprobar si tal formulación no me había revuelto mi sangre papista. Pero por dentro estaba yo como por fuera. Por fuera, la sonrisa amable del comerciante. Por dentro, la sonrisa socarrona del escéptico.

—Este libro anuncia que el apocalipsis está al llegar.

Me señaló una página, hacia el final.

—Aquí está escrito con todas las letras que el Anticristo aparecerá, de acuerdo con las Escrituras, en el año del papa de 1666.

Repitió aquella cifra cuatro o cinco veces, escamoteando cada vez un poco más el «mil» del comienzo. Después me observó, esperando mi reacción.

Como todo el mundo, yo había leído el Apocalipsis de Juan, y me detuve un momento en aquellas frases misteriosas del capítulo decimotercero: «Que el inteligente calcule la cifra de la Bestia; pues es la cifra de un hombre. Su cifra es 666».

—Dice 666, no 1666 —sugerí con timidez.

—Hay que estar ciego para no ver una señal tan manifiesta.

Una señal. Cuántas veces no he oído esa palabra, y la de «presagio». Todo se convierte en señales o en presagios para quien está al acecho, dispuesto a maravillarse, dispuesto a interpretar, dispuesto a imaginar concordancias y relaciones. El mundo rebosa de estos escudriñadores de señales —¡cuántos no he conocido en mi tienda, desde los más cautivadores hasta los más siniestros!

El llamado Evdokim parecía irritado por mi pequeña tibieza, que a sus ojos ponía en evidencia tanto mi ignorancia como mi impiedad. Yo no quería ofenderle, de manera que tuve que forzarme a mí mismo para decir:

—Todo eso es, en verdad, extraño e inquietante…

O alguna frase por el estilo. Tranquilizado, el hombre continuó:

—Es por este libro por lo que he venido hasta aquí. Voy buscando textos que puedan iluminarme.

Ah, bueno, aquello era otra cosa. Sí, yo podía ayudarle.

Tengo que decir que la fortuna de nuestra casa a lo largo de los últimos decenios se fundamentaba en el entusiasmo de la cristiandad por los viejos libros orientales —en especial griegos, coptos, hebraicos y sirios— que se diría que encierran las más antiguas verdades de la fe y que las cortes reales, sobre todo las de Francia e Inglaterra, intentaban adquirir para apoyar su punto de vista en las querellas entre los católicos y los partidarios de la Reforma. Mi familia escrutó durante casi un siglo los monasterios de Oriente en busca de esos manuscritos, que se encuentran hoy por centenares en la Bibliothéque Royale de París o en la Bodleian Library de Oxford, por citar sólo las más importantes.

—No tengo muchos libros que traten específicamente del Apocalipsis, y menos del pasaje que se refiere al número de la Bestia. De todas formas, aquí tiene esto…

Le entregué unas cuantas obras, diez o doce, en varias lenguas, le detallé sus contenidos, enumerándole a veces las cabeceras de los capítulos. No me disgusta este aspecto de mi oficio. Creo que tengo el tono y la manera adecuados. Pero mi visitante no mostraba el interés que yo creía suscitarle. Cada vez que le mencionaba un libro, manifestaba su decepción y su impaciencia mediante pequeños gestos con los dedos o con miradas fugaces.

Por fin comprendí.

—A vuestra merced le han hablado de un libro concreto, ¿no es así?

Pronunció un nombre. Se enredó en las sonoridades árabes, pero no tuve dificultad en comprender. Abú-Maher al-Mazandarani. La verdad es que desde hacía rato me lo estaba esperando.

Los que sienten pasión por los libros antiguos conocen el de Mazandarani. Por su fama, pues poca gente lo ha tenido entre sus manos. Y yo no sé, por otra parte, si existe realmente, o si ha existido alguna vez.

Voy a explicarme, porque de un momento a otro va a parecer que escribo de cosas contradictorias: cuando uno se zambulle en las obras de ciertos autores célebres y reconocidos, a menudo mencionan este libro; y dicen que un amigo o un maestro lo tenía en tiempos en su biblioteca… Pero, por otra parte, nunca he podido descubrir, en una pluma respetable, una confirmación sin ambigüedades de la presencia de ese libro. Nadie que diga claramente «lo tengo», «lo he hojeado», «lo he leído», nadie que cite un pasaje. Al contrario, los comerciantes más serios, así como la mayor parte de los expertos, están convencidos de que esta obra no ha existido nunca y que los raros ejemplares que aparecen de vez en cuando son obra de falsificadores y mistificadores.

Este libro legendario se titula El desvelamiento del nombre oculto, pero se le llama comúnmente El centésimo nombre. Cuando me refiera al nombre de que se trata, se comprenderá por qué ha sido siempre tan codiciado.

Nadie ignora que en el Corán aparecen mencionados noventa y nueve nombres de Dios, aunque algunos prefieren llamarlos «epítetos». El Misericordioso, el Vengador, el Sutil, el Aparente, el Omnisciente, el Árbitro, el Heredero… Y esta cifra, confirmada por la tradición, ha introducido siempre en las almas curiosas un interrogante que parece natural: ¿No habría acaso, para completar ese número, un centésimo nombre oculto? Unas citas del Profeta, que algunos doctores de la ley ponen en cuestión pero que otros consideran auténticas, afirman que existe sin duda un nombre supremo que bastaría con pronunciar para evitar cualquier peligro, para obtener del Cielo cualquier favor. Noé lo conocía, según dicen, y fue por eso por lo que pudo salvarse con los suyos durante el Diluvio.

Nos podemos imaginar sin dificultad el atractivo extraordinario de una obra que pretende entregar un secreto así en este tiempo en que los hombres temen un nuevo Diluvio. He visto desfilar por mi establecimiento todo tipo de personajes: un carmelita descalzo, un alquimista de Tabriz, un general otomano, un cabalista de Tiberíades, todos ellos en busca de ese libro. Siempre consideré deber mío explicarle a esa gente por qué, en mi opinión, aquello no era más que un espejismo.

Normalmente, cuando mis visitantes terminan de escuchar mi argumentación, se resignan. Unos decepcionados. Otros tranquilizados; si no pueden tener el libro, prefieren creer que ninguna otra persona en el mundo lo tendrá…

La reacción del moscovita no fue ni una ni otra. Al principio tenía aspecto divertido, como para hacerme comprender que no creía una sola palabra de mis trolas de comerciante. Cuando, ya irritado por su mímica, consideré oportuno interrumpirle, murmuró repentinamente grave y hasta suplicante:

—¡Véndamelo vuestra merced, que al instante he de darle todo el oro que poseo!

Pero, mi pobre amigo, habría querido decirle, tiene vuestra merced suerte de haber dado con un comerciante honrado. No van a faltar timadores que le aligeren enseguida de su oro.

Con gran paciencia volví a explicarle por qué, a lo que yo sabía, ese libro no existía; y que tan sólo pretenden conocerlo los autores ingenuos o crédulos, o si no los estafadores.

A medida que yo argumentaba se le congestionaba la cara. Como a un enfermo al que le hubiera querido explicar, con calma y la sonrisa en los labios, que el remedio del que esperaba la curación no se había compuesto nunca. En sus ojos veía yo no la decepción o la resignación, tampoco la incredulidad, sino el odio, hijo del miedo. Resumí mis explicaciones para llegar a una conclusión prudente:

—Sólo Dios conoce la verdad.

El hombre ya no me escuchaba. Avanzó hacia mí. Con sus poderosas manos me agarró de la ropa, me atrajo hacia él y me aplastó el mentón contra su pecho de gigante. Creí que iba a estrangularme, o a aplastarme el cráneo contra la pared. Por gran suerte, su servidor se acercó, le tocó el brazo y le susurró algo al oído. Unas palabras apaciguadoras, supongo, pues su dueño me soltó inmediatamente y me empujó con gesto desdeñoso. Después, salió de la tienda mascullando una imprecación en su lengua.

No lo volví a ver. Y probablemente habría terminado por olvidar hasta su nombre si su llegada no hubiera marcado el comienzo de un extraño desfile de visitantes. Tardé un tiempo en darme cuenta, pero hoy estoy seguro: desde aquel Evdokim, la gente que llegaba al establecimiento ya no era la misma, ya no se comportaba de la misma manera. ¿Acaso no llevaba en los ojos el peregrino de Moscovia ese terror que algunos calificarían de «santo»? Podía yo descubrirlo en todas las miradas. Y con él, esa actitud impaciente, urgente, esa misma insistencia angustiada.

No se trata sólo de impresiones. Quien habla es el comerciante, con el dedo encima de su registro: después de la visita de aquel hombre no pasó un día en el que no me viniera alguien a hablar de apocalipsis, de anticristos, de la Bestia y de su numero.

Por qué no decirlo claramente: ha sido el apocalipsis lo que me ha suministrado el grueso de mis entradas durante los últimos años. Sí, es la Bestia quien me viste, es la Bestia quien me alimenta. Desde el momento en que su sombra se perfila en un libro, acuden de todas partes los compradores con las bolsas desatadas. Todo se vende a precio de oro. Tanto las obras más eruditas como las más fantásticas. Hasta he tenido en mis anaqueles una Descripción minuciosa de la Bestia y de los numerosos monstruos del Apocalipsis, en latín, con cuarenta dibujos ilustrativos…

Pero aunque este entusiasmo morboso me garantiza la prosperidad, no deja de inquietarme.

No soy yo hombre que siga las locuras del momento, sé conservar la razón cuando a mi alrededor todo se agita. Una vez dicho lo cual, agregaré que tampoco soy de esos seres obtusos y arrogantes que forman sus opiniones como las ostras forman sus perlas, para encerrarse luego con ellas. Tengo mis ideas y mis convicciones, pero no soy sordo a la respiración del mundo. Ese miedo que se extiende no puedo ignorarlo. Y aunque estuviera convencido de que el mundo se vuelve loco, esa locura tampoco podría ignorarla. Por mucho que sonría, por mucho que me encoja de hombros y eche pestes contra la estupidez y la frivolidad, la cosa me perturba.

En la lucha que opone en mí la razón a la sinrazón, esta última ha realizado algunos avances. La razón protesta, se ríe con mordacidad, se empeña, resiste, y conservo la suficiente lucidez como para observar el enfrentamiento con cierta distancia. Pero es precisamente ese resto de lucidez el que me obliga a reconocer que la sinrazón me afecta. Un día, si esto continúa así, ya no podré escribir frases como éstas. Y quién sabe si no volveré a hurgar en estas páginas para borrar lo que acabo de escribir. Pues lo que hoy llamo sinrazón se habrá convertido en creencia mía. De ese personaje, de ese Baldassare, si llegara a existir un día (y Dios no lo quiera), abomino, lo desprecio y lo maldigo con todo lo que me queda de inteligencia y de honor.

Mis palabras, ya lo sé, no están dictadas por la serenidad. Pero es que los ruidos que alborotan el mundo se han insinuado en mi hogar. Palabras como las de Evdokim las escucho ahora en mi propia casa.

Por mi culpa, por otra parte.

Hace año y medio, mientras mi comercio no dejaba de prosperar, decidí llamar a los dos hijos de mi hermana Piacenza para que vinieran a ayudarme, se iniciaran en el trato con objetos raros y se prepararan para asumir un día mi sucesión. De Yaber, el mayor, es del que más esperaba. Un joven aplicado, minucioso, estudioso, casi un erudito antes de alcanzar la edad madura. Por el contrario, el pequeño, Habib, era poco dado a los estudios, siempre estaba callejeando. De éste esperaba poco. Por lo menos pretendía hacerle sentar cabeza, confiándole sus primeras responsabilidades.

Vano esfuerzo. Al crecer, Habib se convirtió en un incorregible seductor. Siempre sentado junto a la ventana de la tienda, con el ojo avizor, no para de repartir piropos y sonrisas, y se ausenta una hora entera por misteriosas citas cuyo tenor adivino sin dificultad. Cuántas jóvenes del barrio, al ir a llenar los cántaros a la fuente, no encuentran más corto el camino que pasa delante de esa ventana… Habib, «bien amado», los nombres raras veces son inocentes.

Por su parte, Yaber permanece en el fondo de la tienda. La cara no deja de aclarársele de tanto estar a resguardo del sol. Lee, copia, toma notas, recoge, consulta, compara. Si alguna vez se le iluminan los rasgos no es porque aparezca de pronto la hija del zapatero por el fondo de la calle y avance con aire despreocupado; es porque acaba de descubrir en la página doscientos treinta y siete del Comentario de los comentarios la confirmación de lo que había creído adivinar la víspera al leer La Ultima Exégesis… Por las obras abstrusas y adustas yo me limito a pasar por encima, por obligación, y no sin numerosos suspiros. Él no. Él parece deleitarse con ello, como si se tratara de las más jugosas golosinas.

Mejor que mejor, me decía yo al principio. No me disgustaba verle tan aplicado, se lo ponía como ejemplo a su hermano, y empezaba incluso a descargar en él ciertas tareas. No vacilaba en confiarle los clientes más puntillosos. Se pasaba horas enteras debatiendo con ellos, y aunque el comercio no sea su preocupación primordial, terminaba por hacerles comprar montañas de libros.

La verdad es que habría sido para felicitarse si no hubiera empezado a expresar también él, y con la efervescencia de su edad, opiniones irritantes sobre el fin de los tiempos, que iba a ser inminente, y sobre los presagios que lo anunciaban. ¿Era influencia de sus lecturas? ¿O de ciertos clientes? Al principio creí que me bastaría con darle golpecitos en el hombro y con pedirle que no hiciera caso de aquellas pamplinas; el muchacho era de apariencia dócil, y creí que me obedecería en eso como en tantas otras cosas. Pero se ve que le conocía mal, y que sobre todo conocía mal nuestro tiempo, sus pasiones y sus obsesiones.

De creer a mi sobrino, habría ya una cita desde siempre con el fin de los tiempos. Los que hoy se hallan en la tierra tendrán el dudoso privilegio de asistir a esa macabra coronación de la Historia. Y no por ello experimenta él, por lo que yo veo, ni tristeza ni abatimiento. Más bien una especie de orgullo, mezclado sin duda con miedo, pero también con cierto júbilo. Todos los días descubre en una nueva fuente latina, griega o árabe una confirmación de sus previsiones. Todo converge, afirma, hacia una fecha única, la que ya citaba —¡qué equivocación la mía al hablarle de ello!— el libro ruso de la fe. 1666. El año que viene. «El año de la Bestia», como se complace en llamarlo. En apoyo de sus convicciones ordena una batería de argumentos, de citas, de cómputos, de cálculos complejos y una letanía interminable de «señales».

Cuando uno busca señales las encuentra, eso me ha parecido siempre, y tengo que confirmarlo una vez más aquí con mi pluma, por si acaso acabo por olvidarlo en el torbellino de locura que se apodera del mundo. Señales manifiestas, señales elocuentes, señales inquietantes, todo lo que uno intenta demostrar termina por probarse, y encontraríamos lo mismo si pretendiéramos demostrar lo contrario.

Lo escribo, y lo pienso. Pero no por eso dejo de estar menos alarmado a medida que se acerca dicho «año».

Todavía tengo presente una escena que se desarrolló hace dos o tres meses. Tuvimos que trabajar hasta bastante tarde mis sobrinos y yo para hacer el inventario de antes del verano, y los tres estábamos extenuados. Me repantigué en una silla, con los brazos arqueados alrededor del registro, que estaba abierto, y a mi lado había una lámpara de aceite que empezaba a flaquear. Cuando, de repente, Yaber se dobló por el otro lado de la mesa, hasta que su cabeza tocó la mía, apoyando las manos en mis codos hasta hacerme daño. Su cara enrojeció por completo y su desmesurada sombra cubría los muebles y las paredes. Y susurró con voz de ultratumba:

—El mundo es como esa lámpara, ha consumido el aceite que se le ha dado y sólo le queda la última gota. Mira. La llama vacila. Muy pronto, el mundo se extinguirá.

Debido a la fatiga, pero también a todo lo que se decía a mi alrededor sobre las predicciones del Apocalipsis, me sentí de repente aplastado bajo el plomo de aquellas palabras. Creí que no iba a sacar fuerzas ni para enderezarme. Y que iba a tener que esperar, postrado de aquel modo, a que la llama se ahogara ante mis ojos y a que las tinieblas me envolvieran…

Entonces, se elevó detrás de mí la voz de Habib, risueña, guasona, luminosa, saludable:

—¡Buméh! ¿Es que no vas a dejar de torturar al tío?

«Buméh», «búho», «pájaro de mal agüero», así es como el pequeño llama a su hermano desde la infancia. Y al levantarme aquella noche, repentinamente baldado por las agujetas, juré que no volvería a llamarle nunca de otra manera.

Sin embargo, por mucho que le grite «Buméh», por mucho que eche pestes y rezongue, no puedo dejar de escuchar sus palabras, que anidan ya en mi espíritu. De tal manera que yo mismo me pongo a ver señales allí donde ayer no habría visto más que coincidencias; coincidencias trágicas, o edificantes, o divertidas, pero me habría limitado a mascullar unas sílabas de asombro, mientras que hoy me sobresalto, me agito, tiemblo. Y hasta me dispongo a desviar el curso apacible de mi existencia.

Es cierto que los acontecimientos de estos últimos tiempos no podían dejarme indiferente.

Aunque sólo fuera esa historia con el anciano Idriss.

Contentarme con encogerme de hombros como si todo eso no fuera conmigo no habría sido sensatez, sino inconsciencia y ceguera del corazón.

Idriss vino a buscar refugio en nuestro villorrio de Gibeleto hace siete u ocho años. En harapos, casi sin equipaje, parecía tan pobre como viejo. Nunca hemos sabido con precisión quién era, de dónde venía ni de qué huía. ¿Una persecución? ¿Una deuda? ¿Una venganza de familias? Que yo sepa, no le confió su secreto a nadie. Vivía solo, en una casucha medio en ruinas que consiguió alquilar por una cantidad módica.

Así pues, este anciano, al que yo no había visto a menudo y con el que no había cambiado más de dos palabras, se presentó el mes pasado en la tienda con un gran libro agarrado al pecho, que pretendía venderme de manera torpe. Lo hojeé. Una recopilación banal de versificadores sin nombre, una caligrafía temblorosa e irregular, mal encuadernado y mal conservado.

—Es un tesoro sin par —dijo, sin embargo, el anciano—. Es herencia de mi abuelo. Nunca me separaría de él si no fuera por la gran necesidad en que me encuentro…

¿Sin par? Debían de tener el mismo libro en la mitad de las casas del país. Este libro lo llevaré sobre mí, me dije, hasta el día de mi muerte. ¿Pero cómo iba a defraudar yo a un pobre diablo que se había tragado el orgullo y el pudor por sacar algo para comer?

—Déjamelo, hayi Idriss, se lo voy a enseñar a algunos clientes que podrían estar interesados.

Sabía ya lo que iba a hacer. Exactamente lo que habría hecho mi padre, que Dios lo tenga en su Gloria, si todavía estuviera en mi lugar. Por un cargo de conciencia, me obligué a leer algunos de aquellos poemas. Tal y como había imaginado nada más verlo, eran obras menores, con algún verso cincelado aquí y allá, pero en conjunto era la obra más común, la más ordinaria, la más difícil de vender que pueda uno imaginar. En el mejor de los casos, si llegaba un cliente apasionado por la poesía árabe, podría sacarle seis maidines, aunque lo más probable es que fueran tres o cuatro… No, tenía yo para ese libro un destino mejor. Varios días después de la visita de Idriss, un dignatario otomano que estaba de paso me compró diversos objetos; y como insistió en que le hiciera una rebaja, le regalé el libro y quedó satisfecho.

Esperé una semana para ir a ver al anciano. ¡Dios mío, qué casa tan sombría! Y qué pobreza había allí. Empujé la puerta, de una madera que se caía a pedazos, y me encontré en un cuarto de piso desnudo y paredes desnudas. Idriss estaba sentado en el suelo, encima de una estera de color barro. Me senté a su lado.

—Un alto personaje ha pasado por la tienda y se ha mostrado encantado cuando le ofrecí vuestro libro. Ésta es la cantidad que os corresponde.

No le dije ninguna mentira, adviértase bien. No soporto mentir, aunque por lo que silenciaba hiciera un poco de trampa. Pero la verdad es que yo no quería más que preservar la dignidad de aquel pobre hombre, tratándolo como un proveedor más que como un pedigüeño. Por tanto, saqué de la bolsa tres monedas de un maidín, y luego tres de cinco, simulando calcular con todo rigor.

Abrió los ojos de par en par.

—Yo no esperaba tanto, hijo mío. Ni siquiera la mitad.

Agité un dedo en el aire.

—Eso no hay que decírselo nunca a un comerciante, hayi Idriss. Sentiría tentaciones de estafaros.

—Con vos no corro ningún riesgo, Baldassare efendi. Sois mi benefactor.

Me dispuse a levantarme, pero me retuvo.

—Tengo otra cosa para vuestra merced.

Desapareció unos instantes tras la cortina, y entonces volvió con otro libro.

¿Otra vez?, me dije. A lo mejor tiene toda una biblioteca en esta habitación. ¿Dónde demonios me he metido?

Como si hubiera escuchado mi muda protesta, se apresuró a tranquilizarme: —Éste es el último libro que me queda, y deseo regalárselo a vuestra merced, y a nadie más.

Me lo dejó en las manos, como encima de un atril, abierto por la primera página.

¡Ah, Señor!

El centésimo nombre.

¡El libro de Mazandarani!

¡Quién podía esperar encontrárselo en aquella casucha!

Hayi Idriss, éste es un libro infrecuente. No se tendría que separar vuestra merced de él así como así.

—Ya no es mío, ahora es vuestro. Quedaos con él. Leedlo. Yo no he podido leerlo nunca.

Pasé las páginas con avidez, pero allí no había luz, y no pude descifrar más que el título.

¡El centésimo nombre!

¡Dios del Cielo!

Al salir de su casa con aquella preciosa obra bajo el brazo me encontraba en estado de embriaguez. ¿Será posible que este libro, que todo el mundo codicia, se halle en estos momentos en mi poder? Cuántos hombres no han venido desde los extremos de la tierra en su busca, y les he respondido que no existía, cuando se hallaba a dos pasos de mi casa, en la casucha más miserable. Y, además, este hombre al que apenas conozco me lo regala. Todo esto es tan inquietante, tan inimaginable… Me sorprendí a mí mismo riendo en plena calle, como un idiota.

Así estaba yo, embriagado pero todavía incrédulo, cuando me interpeló alguien que pasaba por allí.

—Baldassare efendi.

Reconocí inmediatamente la voz del jeque Abdel-Bassit, el imán de la mezquita de Gibeleto. Lo que no sé es cómo me reconoció, porque es ciego de nacimiento y yo no había dicho ni una palabra…

Fui hacia él, y nos saludamos con las fórmulas habituales.

—¿De dónde viene vuestra merced con tanto alborozo?

—Vengo de ver a Idriss.

—¿Le ha vendido un libro?

—¿Cómo lo sabe vuestra merced?

—¿Por qué otra razón podría vuestra merced ir a casa de ese pobre hombre? —dijo riendo.

—Es cierto —dije yo, riendo de la misma manera.

—¿Un libro impío?

—¿Por qué iba a ser impío?

—Si no lo fuera, me lo habría ofrecido a mí.

—A decir verdad, todavía no sé gran cosa del contenido de este libro. En casa de Idriss no hay luz, y me iba a casa a leerlo.

El jeque tendió la mano.

—Enséñemelo vuestra merced.

En sus labios entreabiertos hay de manera permanente una especie de sonrisa en espera. Nunca sé cuándo sonríe de veras. El caso es que tomó el libro, lo hojeó durante unos segundos ante sus ojos cerrados y luego me lo devolvió, diciendo:

—No hay luz aquí, no veo nada.

Y esta vez rio sin reservas, mirando hacia el cielo. No sabía yo si por educación tenía que unirme a su júbilo. En la duda, me limité a una ligera tosecilla, a medio camino entre la risa ahogada y el carraspeo.

—¿Y qué libro es? —preguntó.

A un hombre que ve le puedes ocultar la verdad; mentir es a veces una habilidad necesaria. Pero a quien tiene los ojos apagados, mentirle es miserable, una bajeza, una indignidad. Por cierto sentido del honor, y tal vez también por superstición, no podía decirle más que la verdad; aunque la envolví con prudentes condicionales:

—Cabe la posibilidad de que este libro sea el que se atribuye a Abú-Maher al-Mazandarani, El centésimo nombre. Pero quiero llegar a casa para confirmar su autenticidad.

Golpeó tres y cuatro veces en el suelo con el bastón, respirando de manera ruidosa.

—¿Para qué hace falta un centésimo nombre? A mí me enseñaron desde niño todos los nombres que necesitaba para rezar, ¿para qué necesito un centésimo nombre? Dígamelo vuestra merced, que ha leído tantos libros en todas las lenguas.

Sacó del bolsillo un rosario y se puso a desgranarlo mientras esperaba mi respuesta. ¿Qué podía responder? Yo no tenía más razones que él en defensa del nombre oculto. Así que me sentí obligado a darle explicaciones:

—Como sabe vuestra merced, algunos pretenden que el nombre supremo permite que se cumplan ciertos prodigios…

—¿Qué prodigios? Idriss posee ese libro desde hace años, ¿y qué prodigio se ha cumplido en su favor? ¿Le ha hecho menos miserable? ¿Menos decrépito? ¿De qué desgracia le ha preservado?

Entonces, sin esperar mi respuesta, se alejó barriendo el aire y el polvo con su indignado bastón.

Cuando llegué a casa, mi primera preocupación fue esconderle el libro a mis sobrinos; sobre todo a Buméh, porque estaba convencido de que en cuanto lo viera, en cuanto lo tocara, entraría inmediatamente en trance. Escondí el objeto en la camisa, y una vez dentro lo escondí de nuevo, para que nadie lo viera, bajo una vieja estatuilla sumamente frágil por la que tenía especial cariño y que le había prohibido mover a todo el mundo, ni siquiera permitía que le quitaran el polvo.

Esto era el sábado pasado, 15 de agosto. Me prometía dedicar la mañana del domingo a un examen escrupuloso del libro de Mazandarani.

Nada más levantarme —bastante tarde, como todos los domingos, a la hora de los descreídos—, salté por el pasillito que une mi cuarto a la tienda, cogí el libro y me instalé ante la mesa con un temblor infantil. Cerré la puerta por dentro para que mis sobrinos no vinieran a sorprenderme y bajé las cortinas para disuadir a los visitantes. Me encontraba en un lugar tranquilo y fresco, pero al abrir el libro advertí que no tenía bastante luz. Decidí entonces acercar la silla a la ventana grande.

Mientras la movía, llamaron a la puerta. Lancé un reniego y me puse a escuchar, con la esperanza de que el inoportuno se desanimara y siguiera su camino. Pero volvieron a llamar. No con mano tímida, sino con autoridad, con insistencia.

—Ya voy —grité—. Me apresuré a volver a poner el libro bajo la estatuilla antigua antes de ir a abrir.

Aquella insistencia me hizo pensar que podría tratarse de un personaje de alto rango, y en efecto lo era. El caballero Hugues de Marmontel, emisario de la corte de Francia. Un hombre de vasta cultura, fino conocedor de las cosas del Oriente y que ya había venido muchas veces a mi casa en los últimos años a efectuar compras importantes.

Me dijo que venía de Saida y que se dirigía a Trípoli, donde se embarcaría para Constantinopla, y que no podía permitirse pasar por Gibeleto sin llamar a la puerta de la noble morada de los Embriaci. Le agradecí sus palabras y su solicitud, y desde luego le invité a entrar. Corrí las cortinas y le dejé pasearse en medio de las curiosidades, como a él le gustaba. Yo le seguía a cierta distancia para responder a sus posibles preguntas, pero evitaba importunarle con explicaciones que no me solicitara.

Hojeó primero un ejemplar de la Geographia sacra, de Samuel Bochart.

—Lo compré cuando se publicó, y me zambullo en él sin parar. Este libro habla de los fenicios, vuestros antepasados… bueno, quiero decir, los antepasados de la gente de este país.

Dio dos pasos y se paró en seco.

—Pero estas estatuillas sí que son fenicias, ¿no? ¿De dónde proceden?

Me enorgulleció decirle que las había encontrado yo mismo, desenterrándolas en un campo cerca de la playa.

—Siento mucho cariño por ese objeto —confesé.

El caballero se limitó a decir «¡ah!», sorprendido de que un comerciante pudiera hablar en tales términos de un objeto a la venta. Un poco ofendido, me callé. Y esperé que se volviera hacia mí para preguntarme el porqué de aquel cariño. Cuando lo hizo, le expliqué que aquellas dos estatuillas fueron enterradas un día una junto a otra, y que con el tiempo el metal se oxidó de tal manera que las dos manos aparecen ahora como soldadas la una a la otra. Me gusta pensar que se trata de dos amantes a los que había separado la muerte, pero a los que la tierra, el tiempo y la herrumbre habían unido de manera ya inconmovible. Quienes las ven hablan de dos estatuillas; yo prefiero hablar de ellas como si no fueran más que una sola, la estatuilla de los amantes.

Tendió la mano para cogerla, y le supliqué que tuviera cuidado, que el menor choque podría separarlos. Debió de considerar que no me había dirigido a él con suficiente respeto y me ordenó que mejor cogiera la estatuilla yo mismo. Así que la tomé con infinitas precauciones para acercarla a la ventana. Creía yo que el caballero me seguía, pero cuando me volví, estaba todavía en el mismo sitio. Con El centésimo nombre en las manos.

Estaba pálido, y yo palidecí también.

—¿Desde cuándo lo tenéis?

—Desde ayer.

—¿No me habíais dicho un día que en vuestra opinión no existía este libro?

—Lo sigo pensando. Tenía que haber advertido también a vuestra merced que circulaban por ahí algunas falsificaciones.

—¿Entonces, esto podría no ser más que una falsificación?

—Sin duda alguna, pero todavía no he tenido oportunidad de comprobarlo.

—¿En qué precio lo deja vuestra merced?

Estuve a punto de responder: «No está en venta», pero me lo pensé mejor. Nunca hay que decirle eso a un personaje de alto rango. Porque te replica en el acto: «Siendo así, me lo prestáis». Y entonces, para no ofenderle, tienes que confiar en él. Desde luego, hay muchas posibilidades de que no vuelvas a ver jamás el libro, ni tampoco al cliente. Yo lo he aprendido bien a mi propia costa.

—Bueno —balbuceé—, el caso es que este libro le pertenece a un viejo loco que vive en el chamizo más mísero de Gibeleto. Está convencido de que vale una fortuna.

—¿Cuánto?

—Una fortuna, os digo. Es un demente.

En ese momento, advertí que mi sobrino Buméh se encontraba detrás de nosotros y que observaba la escena, mudo, turbado. No le había oído entrar. Le pedí que se acercara para presentarle a nuestra eminente visita. Esperaba desviar así la conversación e intentar escapar a la trampa que se cerraba a mi alrededor. Pero el caballero se limitó a un breve movimiento de cabeza antes de repetir:

—¿Cuánto vale este libro, signor Baldassare? Os escucho.

¿Qué cifra podía yo soltar? Las obras más preciadas las vendía yo a seiscientos maidines. En ocasiones, de manera muy excepcional, el precio subía a mil, que vienen a ser otros tantos sueldos torneses…

—Pide mil quinientos. Pero no puedo vender a vuestra merced esa falsificación a un precio así.

Sin decir nada, el visitante desató la bolsa y me entregó la suma en buenas monedas francesas. Luego, le tendió el libro a uno de sus hombres, que se marchó a meterlo entre el equipaje.

—Me habría gustado también llevarme esas estatuillas con dorados. Pero imagino que el poco dinero que me queda no será suficiente.

—Los dos amantes no están en venta, así que se los regalo a vuestra merced, a quien pido que los cuide mucho.

Invité a Marmontel a almorzar con el fin de retenerlo, pero declinó la invitación con sequedad. Un hombre de la escolta me explicó que el caballero tenía que ponerse en camino lo antes posible si quería llegar a Trípoli antes de que anocheciera. Su barco zarpaba al día siguiente con destino a Constantinopla.

Les acompañé hasta la entrada de Gibeleto, sin conseguir del emisario ni una palabra más, ni una mirada de adiós.

Al volver, me encontré llorando a Buméh, que apretaba los puños con rabia.

—¿Por qué le has dado ese libro? No lo comprendo.

Tampoco yo comprendía por qué había actuado así. En un momento de debilidad había perdido al mismo tiempo El centésimo nombre, la estatuilla que tanto me gustaba y la estima del emisario. Tenía más razones para lamentarme que mi sobrino. Pero debía justificarme en cualquier caso.

—¿Qué quieres? Las cosas han rodado así. No he podido hacer otra cosa. Ese hombre es nada menos que un emisario del rey de Francia.

Mi pobre sobrino sollozaba como un niño. Le tomé de los hombros.

—Cálmate, ese libro era una falsificación, tú y yo lo sabemos.

Se apartó con brutalidad.

—Si era una falsificación, hemos cometido una estafa al venderlo a ese precio. Y si por un milagro no lo era, entonces era preciso no separarse de él ni por todo el oro del mundo. ¿Quién te lo vendió?

—El viejo Idriss.

—¿Idriss? ¿A qué precio?

—Me lo regaló.

—Entonces no tenía la intención de que lo vendieras.

—¿Ni siquiera por mil quinientos maidines? Con ese dinero podría comprarse una casa, ropa nueva, contratar una criada y tal vez hasta casarse…

Buméh no tenía ganas de risas. Raras veces tiene ganas de risas.

—Si no entiendo mal, tienes la intención de darle todo ese dinero a Idriss.

—Sí, todo, y sin que pase siquiera por nuestra caja.

Me levanté en el acto, puse las monedas en una bolsa de cuero y salí.

¿Cómo iba a reaccionar el anciano?

¿Me iba a reprochar que hubiera vendido lo que no debía ser más que un regalo?

¿O por el contrario iba a ver en la increíble cantidad que le llevaba un regalo del Cielo?

Al empujar la puerta de la casucha vi sentada en el suelo a una mujer de la vecindad, con la frente entre las manos. Le pregunté por cortesía, antes de entrar, si se encontraba allí hayi Idriss. Levantó la cabeza y me dijo tan sólo:

—«Twaffa». Ha muerto.

Estoy convencido de ello, el corazón dejó de latirle en el minuto mismo en que entregué su libro al caballero de Marmontel. Y no consigo sacarme esa idea de la cabeza.

¿Acaso no me había preguntado yo cómo iba a reaccionar el anciano ante lo que había hecho? Pues bien, ahora sí que conocía su reacción.

¿Será que desvarío por la mala conciencia? Por desgracia, ahí están los hechos, la coincidencia es demasiado concluyente. He cometido una grave, muy grave falta, y voy a tener que repararla.

No me vino de repente la idea de que tendría que seguir ese libro hasta Constantinopla. Además, sigo sin estar convencido de la utilidad de la expedición. Pero me dejé convencer, y no había una alternativa mejor.

Primero fueron las jeremiadas de Buméh, pero ésas me las esperaba, así que ya estaba prevenido en contra y no influyeron gran cosa en mi decisión. ¡Pues no quería el muy insensato que nos fuéramos en ese mismo momento! De hacerle caso, resultaría que todo lo que acababa de ocurrir eran señales enviadas por el Cielo a mi atención. Así, la Providencia, desesperada al verme insensible a sus manifestaciones, habría sacrificado la vida de ese pobre hombre con el único objeto de que yo abriera de una vez los ojos.

—¿Abrir los ojos ante qué? ¿Qué se supone que tengo yo que entender?

—Que el tiempo apremia. Que el año maldito está a la puerta. Que la muerte merodea a nuestro alrededor. ¡Has tenido tu salvación y la nuestra en tus manos, has tenido El centésimo nombre en tu poder y no has sabido conservarlo!

—En cualquier caso, ya no puedo hacer nada. El caballero ya está lejos. Eso también es obra de la Providencia.

—¡Hay que alcanzarle! ¡Hay que ponerse en camino enseguida!

Me encogí de hombros. Ni siquiera quise responder. No tenía por qué prestarme a ese tipo de niñerías. ¿Partir ahora? ¿Cabalgar toda la noche? ¿Para que nos degüellen los salteadores de caminos?

—Si hay que morir, prefiero morir el año que viene con el resto de mis semejantes antes que adelantarme así al fin de los tiempos.

Pero aquel diablo de chico no cedía.

—Si no podemos alcanzarle en Trípoli, por lo menos podremos alcanzarle en Constantinopla.

De repente, detrás de nosotros, surgió una voz llena de jovialidad.

—¿Constantinopla? Buméh no ha tenido en toda su vida una idea tan espléndida.

¡Habib! También él estaba de acuerdo.

—¿Ya has vuelto de tus callejeos? Ya sabía yo que el día en que tu hermano y tú os pusierais de acuerdo en algo sería para mi ruina.

—A mí me traen sin cuidado vuestras historias sobre el fin del mundo, y ese maldito libro no me interesa nada. Pero hace mucho tiempo que sueño con la Gran Ciudad. ¿No me dijiste tú que cuando tenías mi edad, tu padre, nuestro abuelo Tommaso, quiso que conocieras Constantinopla?

El argumento carecía de valor, estaba totalmente fuera de lugar. Pero supo tocarme en mi punto más débil, la veneración que siento hacia mi padre desde que murió, hacia todo lo que decía y hacia todo lo que hacía. Oyendo a Habib se me hizo un nudo en la garganta, se me paralizó la vista y me escuché a mí mismo murmurar:

—Es verdad eso que dices. Tal vez tendríamos que ir.

Al día siguiente tuvo lugar la inhumación de Idriss en el cementerio musulmán. No éramos muchos —mis sobrinos y yo, tres o cuatro vecinos, así como el jeque Abdel-Bassit, que dirigía la plegaria y que al final de la ceremonia vino, me cogió del brazo y me pidió que le acompañara a casa.

—Vuestra merced ha hecho bien en venir —me dijo cuando le ayudaba a saltar el murete que rodea el cementerio—. Esta mañana me preguntaba si no iba a tener que enterrarlo yo solo. Ese desdichado no tenía a nadie. Ni hijo, ni hija, ni sobrino ni sobrina. Ningún heredero, aunque es cierto que si hubiera tenido uno no habría podido legarle nada. Su único legado es el que le ha hecho a vuestra merced. Ese libro desdichado…

Aquella insinuación me sumió en un abismo contemplativo. Yo había recibido el libro aquel como un regalo de agradecimiento, no como un legado; pero en cierto sentido lo era; o, en todo caso, en eso se había convertido. Y yo me había atrevido a venderlo. ¿Me perdonará el anciano Idriss en su nueva morada?

Caminamos en silencio un largo rato por un camino ascendente, abrupto y sin sombra. Abdel-Bassit con sus pensamientos, y yo con los míos; o más bien con mis remordimientos. Luego me dijo, mientras se ajustaba el turbante a la cabeza:

—Me he enterado de que vuestra merced nos deja pronto. ¿Dónde va vuestra merced?

—A Constantinopla, si Dios quiere.

Se detuvo, echó la cabeza a un lado como para acechar el clamor de la lejana ciudad.

—¡Estambul! ¡Estambul! A quienes tienen ojos es difícil decirles que no hay nada que ver en el mundo. Y, sin embargo, es la verdad, créame vuestra merced. Para conocer el mundo, basta con escucharlo. Lo que vemos en los viajes no es más que un trampantojo. Sombras que persiguen otras sombras. Los caminos y los países no nos enseñan nada que no sepamos ya, nada que no podamos escuchar en nosotros mismos en la paz de la noche.

Tal vez no se equivoca el hombre de religión, pero mi decisión está tomada ya, y partiré. Contra mi buen juicio, y hasta a mi pesar, partiré. No puedo resolverme a pasar los cuatro meses que vienen, y luego los doce meses del año fatídico, sentado en mi tienda escuchando predicciones, consignando señales, aguantando reproches, dándole vueltas a temores y remordimientos.

Mis convicciones, ésas sí que no han cambiado; sigo maldiciendo la estupidez y la superstición, y estoy convencido de que el farol del mundo no está a punto de apagarse…

Dicho lo cual, yo, que dudo de todo, ¿cómo no iba a dudar igualmente de mis dudas?

Hoy es domingo. La inhumación de Idriss tuvo lugar el lunes pasado. Y mañana, al amanecer, emprendemos camino.

Nos vamos los cuatro: yo, mis sobrinos, y también Hatem, mi asistente, que se ocupará de los arreos y de las provisiones. Llevamos diez mulos, ni uno menos. Cuatro de ellos servirán sólo como montura, y los demás llevarán los equipajes. De esta manera, ninguno de los animales irá demasiado cargado, y si Dios quiere llevaremos buena marcha.

Mi otro asistente, Jalil, honrado pero con poca iniciativa, se quedará aquí para ocuparse de la tienda junto con Piacenza, mi buena hermana Piacenza, que no ve con buenos ojos este viaje repentino. Separarse así de sus dos hijos y de su hermano le entristece y le inquieta, pero sabe que no valdría de nada oponerse. Sin embargo, esta mañana, cuando estábamos sumidos todos en la fiebre de los preparativos finales, vino a preguntarme si no sería preferible retrasar nuestra partida unas semanas. Le dije que tuviera en cuenta que había que atravesar Anatolia necesariamente antes de la estación fría. No insistió. Se limitó a murmurar una oración y se echó a llorar en silencio. Habib se puso a pincharla entonces, mientras que el otro hijo, más horrorizado que enternecido, le ordenaba que se lavara inmediatamente los ojos con agua de rosas, pues las lágrimas de la víspera, dijo, son de mal augurio para el viaje.

Al hablarle a Piacenza de llevarme a los chicos conmigo no se opuso. Pero los escrúpulos maternos no podían dejar de expresarse. Sólo a Buméh se le puede ocurrir que las lágrimas de una madre pueden atraer la desgracia…

Páginas escritas en mi casa de Gibeleto
la víspera de mi partida