Plinio y don Lotario, aburridos de la tarde, con el otoño pegado a las espaldas y las hojas secas entre los pasos, paseando, paseando, echaron hacia el cementerio. A lo mejor iban en el entierro de alguien y se habían olvidado. De vez en cuando levantaban los ojos del suelo para mirar al frente por si acaso era eso: que se habían olvidado que llevaban el muerto en vanguardia. Pero no. Los paseos estaban solos, sin un perro, si un niño y sin alguna mujer enlutada con una corona a cuestas. La tarde, el cielo bajo de la tarde, tenía ráfagas moradas. Pero aunque no llevaban el coche de muerto delante, de muerto iban. Plinio estaba seguro que en el cementerio les saldría la recordación de algún difunto añejo o reciente que les entoldaría toda la jornada.
De pronto se acordó de cuando era muchacho y fue con su padre a la bodega del hermano Virutas a comprarle una yegua por veinte duros. Tantos días le habló su padre de la yegua que temblaba por verla. El hermano Virutas, con un guardapolvos amarillo, les hizo cruzar un patio muy ancho. El hermano Virutas iba delante con su padre. Plinio, detrás. Cuando entraron en la cuadra, la yegua, como si se temiera algo, los miró de frente, recelosa, con aquellos ojos de cristal corinto. Su padre sacó el billete de veinte duros de una cartera atada con muchas vueltas de cordel. Tomó la yegua del cabestro y se la llevaron por muchas calles de casas enjalbegadas. Plinio iba corriendillo junto a su padre. La yegua, de cuando en cuando, soliviantada, miraba hacia atrás.
—No sé por qué me estoy acordando de cuando mi padre le compró una yegua torda al hermano Virutas cuando yo era chico —dijo de pronto.
—La recordativa es muy caprichosa —comentó don Lotario sin especial animación.
Junto a la puerta del cementerio estaba sentado el camposantero. Inmóvil, con las manos sobre las tablas de los muslos y los ojos perdidos y algo guiñados. El hombre a lo mejor no pensaba en nada.
Cuando tuvo a tiro de voz a la pareja se puso de pie:
—¿Qué, vienen a alguna pesquisición?
—No.
—A matar la tarde.
El camposantero no acertó a replicar. «Cualquiera sabe. Éstos nunca dicen de qué van».
Cambiaron otras cuantas palabras tontas y la pareja entró en el cementerio viejo. El camposantero se quedó en su silla.
«Cualquiera sabe. Éstos nunca dicen de qué van. Pero tarde o temprano tendrán que acudir al menda». El camposantero, cuando no hacía nada, sentía el brazo izquierdo como muerto. Y se lo miraba mucho sin comprender. Luego, así que se metía en faena, iba la mar de bien. Los dos médicos que lo vieron no supieron darle razón. Le pasaba desde que cumplió los cincuenta.
Los muertos ignoran que están muertos y las sepulturas que son sepulturas. Realmente, los cementerios sirven para poco. Meros estímulos de la imaginación. Se ve que desde que el mundo es mundo no se ha sabido qué hacer con los muertos.
Plinio y don Lotario andurreaban flojos por las galerías de nichos. Los capirotes de los cipreses se meneaban un poco. Más bien casi nada. Y sobre algunos mármoles se veían flores secas que las aventaba el airecillo sin especial pasión. Una rosa seca, por ejemplo, se desgajaba del ramo. El aire le daba un soplo y se desplazaba un poco, cosa de un jeme. Luego, al rato largo, otro achuchoncillo del viento y se desplazaba otro jeme. Y a lo mejor luego, amoratada, casi negra y tiesa como un papel, se estaba temblequeando en el borde de la lápida hasta sepa Dios cuándo.
—Aquí yace Julián Rosalero, el que murió virgen —señaló y dijo don Lotario.
Plinio se acordó de él. Julián Rosalero sólo presumía de eso. Presumió toda la vida de ser virgen y casto. Cada uno presume de lo que puede y según le da. Pero el pobre Julián Rosalero llevó la presunción hasta sus últimas consecuencias. Y se empeñó en que lo enterrasen en una caja blanca. Y eso que feneció a los ochenta años casi o sin casi. Lo cierto es que se salió con la suya y le quedó fama de virgo neto y de estar enterrado en una caja blanca, como las mozas. Que hay que ver lo que son las cabezas.
—Ya tenemos aquí más amigos que en el catastro —suspiró don Lotario.
—El vivir es eso. Irse quedando cada día sin arrestos y sin compañía. Hasta que llega el punto en que tiene uno más naturaleza ida que en el esqueleto, más recuerdos que noticias y más enterrados que convivos. Entonces, aunque siga dándole a los calcañares, es lo mismo, ya está muerto total.
Don Lotario, como veterinario que era, siempre se representaba a la muerte en forma de calavera de burro. Cuando empezó la carrera se compró una por aquello del estudio, y la colocó encima del armario de su cuarto de la pensión. Y cada mañana, al despabilarse, era lo primero que veía. Así es que la idea de la muerte le tomó cuerpo en su imaginación con aquellas hechuras.
Para Plinio, sin embargo, la imagen de la muerte no estaba quieta ni era dura. Se la pintaba como bultos de gentes que iban y venían por las habitaciones de su casa. Gentes calladas, tristes, musitando, rezosas, de luto. Y se le alcanzaba que este rebinar le nació cuando murió su abuela, cuando él era muy chico. Su abuela Micaela, alias la Plinia. Y durante dos días con sus noches —porque decían que si la Plinia seguía caliente— tuvieron la casa llena de velatorio, de suspiros y lagrimillas, de sombras que se rozaban con las puertas, de pies calzados con pana negra, de dialoguillos al mismo lado de la caja, junto a los ciriales.
Se detuvieron delante del nicho de Engracita Solana. Entre dos candelabros de plata estaba su retrato. Y las fechas de nacimiento y consumación: 1 de abril de 1919-10 de abril de 1969. «Sus primos y demás familia».
Plinio la recordaba de moza, huérfana, tras los cristales de su balcón. Resumida en aquellos ojos claros, tristes, sin fijeza. Desde los diecisiete años que tenía cuando murió su madre —su padre se fue apenas nacida— vivió completamente sola. Ni quiso criadas ni parientes. «¡Tan moza y sola en aquel caserón, Señor!». Por las mañanas temprano iba a misa cubierta de mantos. Tan delgada era y esbelta que le sobraba vuelo por todos sitios. Tan claros sus ojos que no dejaban fijarse en lo negro. Y el resto del día entre los visillos de su balcón. Siempre igual. Los sábados les daba la cuenta a sus gañanes. Eran las únicas personas de su trato. Le salían pretendientes y no los miraba ni les contestaba a las cartas. Hasta que se aburrían.
Con el tiempo engordó un poquito, le pintaron canas y se quitó los mantos. Pero por lo demás seguía igual. Alguien dijo una vez que la habían visto ir a misa con los labios pintados; y que se había enamorado de un cura joven. Pero la noticia no prosperó. Ella seguía igual. Sola en su balcón. En la Semana Santa colgaba dos reposteros. La única variación seria fue que hacía pocos años pusieron una antena de televisión en su tejado.
Plinio sacó el paquete de «caldo» y ofreció a don Lotario. Liaron con mucho sosiego. Fue don Lotario el que repartió la lumbre. Plinio, luego de aspirar con lentitud, profundidad y ojos ausentes, se sacudió unas bolliscas que le cayeron sobre el paño azul del uniforme de jefe de la G. M. T.
El sol rozaba ya las tapias del cementerio. Desde allí veían el remate del panteón de Francisco Carretero, el que fue alcalde y pintor.
Por la galería adelante, como al descuido, se acercaba el camposantero con el brazo izquierdo caidón, y toda su figura un poco desnivelada hacia sotavento.
—¿Qué querrá éste? —se preguntó el guardia.
—Bacinear.
Había cesado el poco viento que movió los capirotes de los cipreses y se cuajó ese silencio y ahogo sanguino del crepúsculo. Se oían muy bien los pasos del enterrador que se acercaba.
Llegó por fin. Se paró y miró con envidia los «caldos» que fumaban el guardia y el veterinario.
Plinio, hecho el cargo, le ofreció del paquete. Se le animó enseguida al camposantero el brazo izquierdo y lió muy bien. Y se encendió con su propio chisquero.
En el retrato que había en el nicho aparecía Engracita Solana en traje de primera comunión. Seguro que no se había hecho otra fotografía en toda su vida. Se murió a los cincuenta años cumplidos y «los primos» no tuvieron otra cosa que hacer que poner allí una foto de la primera comunión.
Plinio recordó que el verano antepasado, ya casi de madrugada, cuando volvía de un servicio, vio a Engracita Solana asomada al balcón, él juraría que en camisón o en algo muy blanco. Seguramente tomando la fresca, que fue noche de mucho ahogo. Ella, al verlo, se enremetió un poco tras la persiana.
Otra vez dijeron que tenía en su casa un perro grande. Pero tampoco resultó verdad.
—Ya sé a qué han venido ustedes al camposanto, amigos —dijo el enterrador muy satisfecho de sí y del sabor del «caldo».
—¡Ah, sí! ¿A qué?
—Por lo de ésta —y señaló con el pulgar de la mano del brazo tonto al nicho de Engracita Solana.
—No me digas, Pedrondo.
—Como que iban ustés a venir así de a na.
—¿Y qué pasa con ésta?
—Ustés sabrán.
Según la cuenta, Engracita Solana estuvo cinco o seis días muerta en su casa. Cuando volvieron los gañanes el sábado lo encontraron todo cerrado. Mancos de darle a los llamadores y desgañitados de tanto gritar, fueron a la policía. Forzaron la puerta —el mismo Plinio dirigió la operación— y encontraron a Engracita Solana muerta, sentadita en su sillón ante el televisor, que seguía funcionando. Así debió estar cinco o seis días, funcionando para la muerta, para nadie.
Plinio y don Lotario salieron del cementerio. Hasta la puerta los acompañó el camposantero, que los vio alejarse con la colilla entre los labios.
—La gente tiene una imaginación que para qué —comentó don Lotario.
—A mí no me preocupa la muerte de Engracita. Se le hizo la autopsia y no se encontró nada sospechoso… Me preocupó siempre su vida.
—Eso es lo razonable.
—A los policías nos debía estar permitido averiguar qué pasa en ciertas vidas, aunque se trate de buenas gentes.
—Eso es cosa de otros oficios.
Habían encendido las luces del pueblo. Junto a ellos, por la carretera iba un tractor con remolque cargado de vendimiadores que cantaban una canción moderna. Muy mal entonada, pero moderna.
El cementerio quedaba allí atrás, borrado por la noche, lleno de ignorancias enterradas.
—De verdad que nunca entendí la vida de Engracita Solana.
—Es que no dio resquicio para entender nada… Oiga, usted, ¿se dice Gracia o Engracia?
—Gracia, Manuel, Gracia.
—Ya.