Esta breve colección de historias o «casos» de Manuel González, alias Plinio, jefe de la G. M. T., la divido en dos partes por razones estéticas y cronológicas.
En la primera figuran tres «casos» de la época en que yo situaba la rural epopeya de Plinio en los años veinte. Tiempo más próximo a las vividuras infantiles que me cuajaron el personaje. El Quaque, historia que abre este libro, fue el primer cuento que escribí con este policía como protagonista, al que llamé Plinio no sé todavía por qué. Nombre pedantesco y facilón que se me cayó de la pluma sin mayor estudio. Algo parecido ocurrió después con el de don Lotario. Pero tal vez por su génesis intuitiva, estos nombres han resultado pegadizos. El Quaque tuvo un premio de la vieja revista Ateneo y se publicó en sus páginas por aquellos primeros años cincuenta. Al reproducirlo en estas NUEVAS HISTORIAS DE PLINIO estuve tentado de volverlo a redactar para acercarlo al actual tono y pulso de mi prosa, pero a última hora decidí dejarlo como estaba, porque cada cosa tiene su edad y cualquier afeite o simulación es atentar contra los pasos de la naturaleza. La historia del Quaque sucedió en mi pueblo y me la contó el gran pintor y admirado amigo que fue don Francisco Carretero Cepeda… Yo, aquí, mejor dicho, entonces, la referí a mi manera, como Carretero me la refirió a la suya. Que muchas veces, las historias crecidas por tradición oral son más bellas por los añadidos y omisiones con que las afectó el pueblo transmisor, que por su hechura original.
Los carros vacíos, segunda pieza de estas NUEVAS HISTORIAS DE PLINIO, es la primera novela corta que hice sobre Plinio, y la sitúo igualmente en el primer tercio de nuestro siglo. Debió ser redactada en los últimos años cincuenta y publicada en la «Novela Popular» de Alfaguara, en 1965. En ella se relata otro sucedido que oí contar muchas veces. Desde Tomelloso se va a Manzanares por una carretera estrecha que llaman por allí «el carreterín de Manzanares». Al pasar por las «Cuestas del hermano Diego», caricatura de cerros rojizos, que remontan unas cuartas aquellas llanuras, justamente junto a la vía del tren, desde medio siglo a esta parte, a los tomelloseros nos han contado la gesta melonera de aquellos crímenes perrilleros. Yo, naturalmente, la escribí con mis apaños y fantasía particulares, y a lo mejor, para que se vea cómo son las cosas de esta vida, será la mía la única versión escrita que quede de aquellos sucesos tan tremendamente recordados por miles de bocas antiguas. En esta novelilla aparece por primera vez don Lotario como ayudante de Plinio. Inmediatamente escribí otras dos novelas cortas de este tiempo: El carnaval y El charco de sangre, publicadas por Plaza-Janés en su colección «Rotativa» con el título de Historias de Plinio.
Corresponde igualmente a esta cronología el relato Los jamones, publicado en las dos primeras ediciones de mi libro Los liberales como un cuento más, y está basado en el hecho cierto de unos jamones que robaron a mi abuela Emilia Salinas, pero que, desgraciadamente para ella, no aparecieron jamás por la sencilla razón de que no hubo un Plinio a mano para encomendarle el caso… Pienso a veces que la principal misión de las novelas policíacas es dar esperanza al pueblo bueno de que hay justicia en la tierra y de que se arreglan hasta los casos —como éste y tantos otros— que para siempre quedaron impunes.
Las cuatro narraciones que componen la segunda parte de este libro son las últimas que han salido de mi pluma. Posteriores, por tanto, a El reinado de Witiza, El rapto de las Sabinas y Las hermanas coloradas, en las que ya sitúo a Plinio y a don Lotario en los tiempos que estamos viviendo. En ellas, más que casos policíacos en el sentido clásico, trato de los quehaceres «parapolicíacos» de Plinio y don Lotario. De sus distracciones vecinas a la pesquisición cuando no hay caso real que atender. De la investigación de conflictos humanos, que aunque no sean punibles merecen ser averiguados. Un policía, en sus ratos libres, puede ser parejo, salvas todas las distancias, a un historiador que investiga. No sólo merecen crónica los hechos delictivos o heroicos, también aquellos poco corrientes que, al parecer inofensivos, marcan la vida de un individuo o de una familia e incluso pueden perfilar el empaque de un pueblo. Si yo tuviese talento para ello, me gustaría hacer de Plinio no un exclusivo investigador de crímenes, robos y secuestros, sino de sucesos humanos no codificados, cuyo fruto, en lo bueno y en lo malo, conforma la convivencia humana… Aproximaciones a este propósito pueden ser las historias de esta segunda parte que titulo: El huésped de la habitación número 5 y El caso de la habitación soñada.
Madrid, junio 1970.