Aunque era sin duda uno de los más importantes economistas de su generación, en cierto sentido Ludwig von Mises siguió siendo un extraño en el mundo académico hasta el fin de su inusualmente larga carrera académica, no sólo en el mundo de habla alemana, sino, durante el último tercio de su vida, en los Estados Unidos, donde enseñó a un número aún mayor de estudiantes. Antes, su influencia inmediata más fuerte se había limitado principalmente a su Privat-Seminar, cuyos miembros generalmente sólo se interesaban por él una vez que habían terminado sus estudios universitarios.
Si ello no hubiera retrasado indebidamente la publicación de estas memorias, encontradas entre sus papeles, yo hubiera acogido favorablemente la oportunidad de analizar las razones de este curioso olvido de uno de los pensadores más originales de nuestro tiempo en los campos de la economía y de la filosofía social. Pero la fragmentaria autobiografía que nos dejó proporciona en parte la respuesta. Las razones por las que nunca consiguió una cátedra en una universidad germanófona durante los años 20 o antes de 1933, mientras sí lo hicieron otras personas sin duda menos capacitadas, eran ciertamente personales. Su nombramiento hubiera sido beneficioso para cualquier universidad. Sin embargo, la impresión de los profesores de que no hubiera encajado completamente en sus círculos no estaba completamente infundada. Aunque sus conocimientos de la materia eran superiores a los de la mayoría de los catedráticos, nunca fue realmente un verdadero especialista. Cuando busco figuras similares en la historia del pensamiento en el campo de las ciencias sociales, no las encuentro entre los profesores, ni siquiera en Adam Smith; en cambio, Mises debería compararse a Montesquieu, Tocqueville y John Stuart Mill. Esta no es una opinión formada retrospectivamente. Cuando hace más de cincuenta años traté de explicar las opiniones de Mises a Wesley Clair Mitchell en Nueva York aproximadamente con las mismas palabras, sólo encontré —quizá con cierta lógica— un escepticismo cortésmente irónico.
Una interpretación global de los fenómenos sociales es esencial a su obra, y, a diferencia de los pocos contemporáneos comparables, tales como Max Weber, con quien estaba relacionado por un extraño respeto mutuo, Mises tenía sobre ellos la ventaja de un profundo conocimiento de la teoría económica.
Las presentes memorias dicen mucho más sobre su desarrollo, posición y opiniones que lo que yo sé o puedo decir. Solamente puedo tratar de complementar o confirmar aquí alguna información respecto a los diez años de su estancia en Viena en los que mantuve una estrecha relación con él. Entré en contacto con Mises, como era normal en su caso, no como estudiante, sino con mi título de Doctor en Derecho recién obtenido y como funcionario, subordinado suyo, en una de aquellas instituciones provisionales especiales que habían sido creadas para llevar a cabo lo estipulado en el tratado de paz de St. Germain. La carta de recomendación de mi profesor de la Universidad, Friedrich von Wieser, que me describía como un joven economista muy prometedor, fue recibida por Mises con una sonrisa y con la observación de que no me había visto nunca en sus clases. No obstante, cuando comprobó mi interés y encontró que mis conocimientos eran satisfactorios, me ayudó en todos los aspectos y contribuyó en gran medida a que pudiera realizar una estancia más larga en los Estados Unidos (antes de la beca de la Fundación Rockefeller), a la que tanto debo. Pero aunque durante el primer año le veía diariamente en su despacho oficial, no tenía la menor idea de que estuviera preparando su gran obra Socialismo, que tan decisiva influencia tuvo sobre mí después de su publicación, en 1922.
Sólo después de mi regreso de América en el verano de 1924 fui admitido en el círculo que ya existía desde hacía algún tiempo y a través del cual el trabajo intelectual de Mises en Viena ejercía de modo principal su influencia. El «seminario de Mises», como todos llamábamos a las reuniones quincenales que se mantenían por la noche en su oficina, se describe con todo detalle en sus memorias, aunque Mises no menciona que habitualmente estas sesiones «oficiales» tenían una continuación, no menos importante, en un café de Viena hasta altas horas de la noche. Como dice correctamente, no se trataba de reuniones didácticas, sino de conversaciones presididas por un amigo más veterano cuyas opiniones no eran en modo alguno compartidas por todos los miembros. En sentido estricto, sólo Fritz Machlup había sido alumno de Mises. Por lo que hace al resto, de los miembros habituales sólo eran especialistas en economía Richard Strigl, Gottfried Haberler, Oskar Morgenstern, Helene Lieser y Martha Stefanie Braun. Ewald Schams y Leo Schönfeld, que pertenecían a la misma generación intermedia que Richard Strigl, altamente cualificada, pero que desapareció prematuramente, nunca fueron, que yo sepa, participantes habituales del seminario de Mises. Pero sociólogos como Alfred Schütz, filósofos como Félix Kaufmann e historiadores como Friedrich Engel-Jánosi también participaban activamente en los debates, que trataban con frecuencia sobre los métodos en las ciencias sociales, y raramente sobre problemas especiales de teoría económica (excepto los de la teoría subjetiva del valor). Sin embargo, se discutía con frecuencia sobre cuestiones de política económica, y siempre bajo el prisma de la influencia sobre dicha política de distintas teorías de filosofía social.
Todo esto parecía ser un conjunto de extrañas distracciones mentales de un hombre que por el día estaba completamente ocupado con problemas políticos y económicos urgentes, y que estaba mejor informado que la mayoría sobre la política diaria, la historia moderna y los desarrollos ideológicos generales. Ni siquiera yo, que le veía oficialmente casi a diario durante esos años, sabía en qué estaba trabajando: él nunca hablaba de ello. Menos podíamos imaginarnos cuándo escribía físicamente sus obras. Únicamente sabía por su secretaria que de vez en cuando le daba a mecanografiar un texto escrito con la clara caligrafía que le caracterizaba. Pero muchas de sus obras existían sólo en esa forma manuscrita hasta su publicación, e incluso un importante artículo se creyó perdido por mucho tiempo, hasta que finalmente apareció entre los papeles del editor de un periódico. Nadie supo nada de sus métodos privados de trabajo hasta su matrimonio. No solía hablar de su actividad literaria hasta que había terminado una obra. Aunque él sabía que yo estaba deseoso de ayudarle, sólo una vez, cuando le mencioné que deseaba consultar en la biblioteca un libro sobre los canonistas, me dijo que mirara una cita en esta obra. Al menos en Viena, nunca tuvo un ayudante en su trabajo literario.
Los problemas de que se ocupaba eran principalmente aquellos sobre los que consideraba que la opinión predominante estaba equivocada. El lector de este libro podría tener la impresión de que tenía algún prejuicio contra las ciencias sociales alemanas como tales. Nada más alejado de la realidad, aunque a lo largo del tiempo había desarrollado una irritación bastante comprensible. Pero valoraba altamente a los grandes teóricos alemanes anteriores, como Thünen, Hermann, Mangoldt o Gossen, más que la mayoría de sus colegas, y les conocía bastante mejor. Del mismo modo, valoraba entre sus contemporáneos a unas pocas figuras aisladas, como Dietzel, Pohle, Adolf Weber o Passow, así como al sociólogo Leopold von Wiese y, sobre todo, a Max Weber, con quien había establecido una estrecha relación intelectual durante la corta actividad docente de Weber en Viena en la primavera de 1918, que tanto pudo haber significado si Weber no hubiera muerto tan prematuramente. Pero en general no cabe duda de que Mises no sentía sino desprecio por la mayoría de los profesores que ocupaban las cátedras de las universidades alemanas y pretendían enseñar economía teórica. No exagera cuando describe la enseñanza de la economía por parte de los miembros de la Escuela Histórica. Para ver lo bajo que había caído el nivel del pensamiento teórico en Alemania baste saber que fueron necesarias las simplificaciones y la tosquedad del sueco Gustav Cassel —por otra parte meritorio a este respecto— para encontrar de nuevo audiencia en Alemania para los planteamientos teóricos. A pesar de su exquisita cortesía en sociedad y su gran autocontrol habitual (que también podía perder en ocasiones), Mises no era hombre capaz de disimular con éxito su desprecio.
Esta manera de ser le llevó a un creciente aislamiento entre la mayoría de los economistas profesionales y entre otros círculos de Viena con los que tenía contactos académicos y profesionales. Se aisló de su grupo y de sus compañeros de estudios cuando se apartó de las ideas avanzadas en política social. Veinticinco años después, aún puedo sentir la sensación de ira que produjo su aparente ruptura repentina con los ideales imperantes entre la juventud universitaria de los primeros años del siglo, cuando su compañero de estudios F. X. Weiss (el editor de los escritos breves de E. Böhm-Bawerk) me contó los hechos con mal disimulada indignación, obviamente para prevenirme contra una traición similar de los valores «sociales» y contra una excesiva simpatía por un liberalismo «trasnochado».
Si Carl Menger no hubiera envejecido relativamente pronto y Böhm-Bawerk no hubiera muerto tan joven, Mises habría probablemente hallado apoyo en ellos. Pero el único superviviente de la antigua escuela austriaca, mi venerado maestro Friedrich von Wieser, era más bien un «fabiano», orgulloso de haber proporcionado, como creía, una justificación científica al impuesto progresivo sobre la renta con su desarrollo de la teoría de la utilidad marginal.
El regreso de Mises al liberalismo clásico no fue sólo una reacción a una tendencia imperante. Carecía completamente de la adaptabilidad de su brillante compañero de seminario Joseph Schumpeter, que se adaptaba siempre rápidamente a las modas intelectuales de cada momento, así como de la afición de Schumpeter a épater le bourgeois. En realidad, siempre me ha parecido que estos dos economistas, los representantes más importantes de la tercera generación de los principales economistas austriacos (difícilmente puede considerarse a Schumpeter como miembro en sentido estricto de la Escuela Austríaca), a pesar del respeto intelectual que ambos se tenían, se exasperaban mutuamente.
En el mundo de hoy, Mises y sus discípulos son justamente considerados como representantes de la Escuela Austríaca, aunque Mises representa solamente una de las tendencias en las que las teorías de Menger habían sido divididas por sus discípulos, Eugen von Böhm-Bawerk y Friedrich von Wieser, que eran grandes amigos personales. Admito esto con algunas dudas, ya que había puesto grandes esperanzas en que el sucesor de Wieser, Hans Mayer, progresara en la tradición de su maestro. Estas esperanzas no se han visto aún cumplidas, aunque esta tendencia puede aún revelarse más fructífera de lo que ha sido hasta ahora. La Escuela Austríaca que está hoy en actividad, casi exclusivamente en los Estados Unidos, está compuesta por los seguidores de Mises y está basada en la tradición de Böhm-Bawerk, mientras que el hombre en el que Wieser había depositado tan grandes esperanzas y que le había sucedido en su cátedra nunca cumplió realmente su promesa.
Debido a que nunca ocupó una cátedra de su especialidad en el mundo de habla alemana y a que tuvo que dedicar la mayor parte de su tiempo a actividades ajenas a las académicas hasta bien cumplidos los cincuenta, Mises siguió siendo un extraño en el mundo universitario. Otras razones contribuyeron también a aislarle en su posición en la vida pública como representante de un gran proyecto social y filosófico. A un intelectual judío que defendiera las ideas socialistas se le respetaba su puesto en la Viena del primer tercio de este siglo, puesto que se le reconocía prácticamente por rutina. Del mismo modo, el banquero u hombre de negocios judío que defendiera (por desgracia) el capitalismo, tenía también sus derechos naturales. Pero un intelectual judío que defendía el capitalismo parecía a la mayoría una especie de monstruosidad, algo no natural, que no podía clasificarse y a lo que no se sabía cómo tratar. Su conocimiento de la materia, que nadie le discutía, era impresionante, y uno no podía evitar consultarle en situaciones económicas críticas, pero raramente sus consejos eran comprendidos y seguidos. En general, se le consideraba como una especie de excéntrico, cuyas ideas «pasadas de moda» eran impracticables «hoy». El hecho de que hubiera construido él mismo su propia filosofía social a lo largo de años de duro trabajo era comprendido sólo por muy pocos y quizás no pudiera ser entendido por observadores a distancia hasta 1940, cuando presentó por primera vez en su Nationalökonomie su sistema ideológico en toda su amplitud; pero ya no pudo llegar a los lectores en Alemania y Austria. Aparte del pequeño círculo de jóvenes teóricos que se reunían en su despacho y de algunos amigos altamente dotados en el mundo de los negocios que tenían las mismas preocupaciones por el futuro y que son mencionados en sus memorias, sólo encontraba verdadera comprensión entre algunos visitantes extranjeros ocasionales, como el banquero de Fráncfort Albert Hahn, de cuyo trabajo sobre teoría económica se sonreía como de un pecado de juventud.
Sin embargo, no siempre se lo ponía fácil a sus partidarios. Los argumentos con los que apoyaba sus impopulares puntos de vista no siempre eran totalmente definitivos, aunque mediante alguna reflexión podía comprobarse que estaba en lo cierto. Pero cuando estaba convencido de sus conclusiones y las había presentado en un lenguaje claro y preciso —don que poseía en alta medida—, creía que eso debía convencer también a los demás, y que sólo los prejuicios y la testarudez impedían el entendimiento. Había carecido durante demasiado tiempo de la oportunidad de discutir problemas con sus iguales intelectualmente que compartieran sus convicciones morales básicas, como para darse cuenta de que incluso pequeñas diferencias en las hipótesis implícitas pueden conducir a resultados muy distintos. Esto se manifestaba en una cierta impaciencia que podía fácilmente interpretarse como falta de voluntad de entender, mientras que en realidad se trataba de una falta de comprensión verdadera de sus argumentos.
Debo admitir que a menudo yo mismo no creía al principio que sus argumentos fuesen completamente convincentes, y sólo me iba dando cuenta lentamente de que él tenía razón en lo principal, y de que, después de cierta reflexión, podía encontrarse una justificación que él no había explicitado. Y hoy en día, habida cuenta del tipo de batallas que tuvo que librar, comprendo también que se viera arrastrado a algunas exageraciones, como la del carácter apriorístico de la teoría económica, en la que no pude estar de acuerdo con él.
Para los amigos de Mises de los últimos años, después de que su matrimonio y el éxito de sus actividades en América hubieran contribuido a suavizarle, los bruscos estallidos en sus memorias, escritas en su época de mayor amargura y desesperanza, pueden constituir una sorpresa. Pero el Mises que se expresa en estas páginas es sin duda el Mises que conocimos en la Viena de los años 20, desde luego sin el tacto y la reserva que desplegaba en sus intervenciones orales, sino con la abierta y honesta expresión de lo que sentía y pensaba. En cierta medida, ello puede explicar su ostracismo, aunque no pueda servir de excusa. Nosotros, que le conocíamos bien, estábamos dolidos a veces por el hecho de que no consiguiera una cátedra, aunque en el fondo no nos sorprendía. Había criticado demasiado a los representantes de la profesión en la que pretendía ingresar como para ser aceptado por ellos. Y Mises combatía contra una corriente intelectual que ahora está empezando a remitir, pero que entonces era demasiado poderosa para que un individuo aislado pudiera resistirla con éxito.
Los vieneses nunca llegaron a entender que tenían entre ellos a uno de los grandes pensadores de nuestro tiempo.
FRIEDRICH A. HAYEK
Lisboa, mayo de 1977