El lugar de la Escuela austriaca de economía
en la evolución de la teoría económica
Cuando los profesores alemanes aplicaron el calificativo de «austriacas» a las teorías de Menger y sus primeros seguidores y continuadores, lo hicieron en sentido peyorativo. Después de la batalla de Königgrätz, en Berlín, «cuartel general del Espíritu», como lo definió burlescamente Herbert Spencer, calificar algo como «austriaco» tenía siempre el mismo significado negativo[71]. Sin embargo, la denigración se transformó en un boomerang. La expresión «Escuela austriaca» se hizo muy pronto famosa en todo el mundo.
Evidentemente, la práctica de colgar una etiqueta nacionalista a una corriente de pensamiento es generadora de equívocos. Sólo pocos austriacos y, por lo que hace al caso, no austriacos sabían algo de economía. Y, por más generosos que se quiera ser al conceder ese apelativo, aún menos eran los austriacos que pudieran llamarse economistas. Había también, entre los austriacos, algunos estudiosos que no trabajaban en la línea que luego dio nombre a la «Escuela austriaca»; los más conocidos entre ellos fueron los matemáticos Rudolf Auspitz y Richard Lieben y, más tarde, Alfred Ammon y Joseph Schumpeter. Por otro lado, el número de economistas extranjeros que prosiguieron la labor iniciada por los «Austriacos» fue en constante aumento. Al principio sucedió a veces que los esfuerzos de economistas británicos, americanos y de otros estudiosos no-austriacos encontraran, en sus respectivos países, cierta oposición y que fueran irónicamente llamados «austriacos» por sus críticos. Pero al cabo de algunos años las principales ideas de la Escuela austriaca fueron ampliamente aceptadas como parte integrante de la teoría económica. En torno al periodo de la muerte de Menger (1921), nadie distinguía ya entre Escuela austriaca y el resto de la economía. El apelativo de «Escuela austriaca» se convirtió en el nombre que se dio a un importante capítulo de la historia del pensamiento económico; dejó de ser el nombre de un sector específico, con doctrinas distintas de las defendidas por otros economistas.
Hubo, desde luego, una excepción. La interpretación de las causas y de la marcha del ciclo económico que yo formulé, primero en la Teoría del dinero y del crédito[72] y luego en La acción humana[73], bajo el nombre de teoría monetaria o de la circulación del crédito, se denominó teoría austriaca del ciclo. Como todas las etiquetas nacionalistas, también esta es discutible. La teoría de la circulación del crédito es una continuación, una ampliación y una generalización de ideas desarrolladas primeramente por la Escuela monetaria británica y de algunas aportaciones realizadas por economistas sucesivos, particularmente por el sueco Knut Wicksell.
Puesto que ha sido inevitable referirse a la nacionalidad, —se ha hablado en efecto de Escuela austriaca— podemos añadir algunas palabras a propósito de la pertenencia lingüística de los economistas austriacos. Menger, Böhm-Bawerk y Wieser eran de lengua alemana y escribieron sus libros en alemán. Lo mismo puede decirse de sus principales alumnos: Johann von Komorzynski, Hans Mayer, Robert Meyer, Richard Schüller, Richard von Strigl y Robert Zuckerkandl. En este sentido, la labor de la «Escuela austriaca» vino a completar la filosofía de la ciencia alemana. Pero entre los alumnos de Menger, Böhm-Bawerk y Wieser hubo también austriacos no alemanes. Dos de ellos se destacaron con importantes aportaciones a la teoría económica: los checos Franz Cuhel y Karel Englis.
La especial situación ideológica de Alemania y sus condiciones políticas suscitaron, en el último cuarto del siglo XIX, la disputa entre dos escuelas de pensamiento, disputa que alimentó el Methodenstreit y el empleo del apelativo «Escuela austriaca». Sin embargo, la contraposición que se manifestó en el debate no puede confinarse a un determinado periodo histórico o país. Es una contraposición permanente.
Tal como es la naturaleza humana, es inevitable que, en cualquier sociedad en la que la división del trabajo y su corolario, la economía de mercado, han alcanzado cierta complejidad, la subsistencia de cada uno dependa de la conducta de los demás. En una sociedad tal, el individuo disfruta de los servicios de sus semejantes y, a su vez, presta sus servicios a los demás. Los servicios se prestan voluntariamente: para que mi semejante haga algo para mí, debo ofrecerle algo que prefiere abstenerse de hacer. Todo el sistema está construido sobre la voluntariedad de los servicios que se intercambian. Las condiciones naturales impiden inexorablemente al hombre abandonarse al disfrute sin preocupaciones de su propia existencia. Su integración en la comunidad de la economía de mercado es espontánea, fruto de la intuición de que no dispone de otro modo mejor de sobrevivir.
El significado y las consecuencias de la espontaneidad sólo han sido captados por los economistas. Y quienes no tienen familiaridad con la ciencia económica, es decir la inmensa mayoría de los hombres, no ven ninguna razón para no imponer a los demás, por medio de la fuerza, que hagan lo que libremente no desean hacer. Si el aparato de coacción física que esto genera es el de un poder de policía legítimo o el ‘piquete’ ilegal cuya violencia es tolerada por los óiganos del Estado, no hay diferencia alguna. Lo decisivo es la sustitución de la acción voluntaria por la coacción.
Por un determinado conjunto de condiciones políticas, seguramente fortuitas, la filosofía de la cooperación pacífica fue rechazada por los súbditos del Estado prusiano, rechazo que estos fueron los primeros en traducir en una doctrina completa. Las victorias en las tres guerras bismarckianas intoxicaron a los intelectuales alemanes, muchos de los cuales eran funcionarios públicos. Algunos subrayaron el hecho de que la adopción de las ideas de la Escuela de Schmoller era la más baja precisamente en los países cuyos ejércitos habían sido derrotados en 1866 y 1870. Pero es obviamente ridículo buscar una conexión entre el nacimiento de la teoría económica austriaca y las derrotas, los fracasos y las frustraciones del régimen de los Habsburgo. Es cierto que las universidades estatales francesas se mantuvieron alejadas, durante más tiempo que las de otros países, del historicismo y de la Sozialpolitik a causa desde luego, al menos en cierta medida, de la etiqueta prusiana aplicada a tales doctrinas. Pero se trató de un retraso irrelevante. Francia, como todos los demás países, se convirtió en un baluarte del intervencionismo y arrinconó la teoría económica.
El triunfo filosófico de las ideas que glorificaban la intervención del Estado, es decir la acción de los agentes armados, lo consiguieron Nietzsche y Georges Sorel. Estos acuñaron la mayor parte de los eslóganes que guiaron las carnicerías del bolchevismo, del fascismo y del nazismo. Intelectuales que exaltaban el placer del asesinato, escritores que invocaban la censura, filósofos que juzgaban los méritos de un pensador o de un autor no sobre la base del valor de sus aportaciones sino según las hazañas realizadas en el campo de batalla[74], estos fueron, en nuestro tiempo, los líderes intelectuales de la perenne lucha contra la idea de la cooperación pacífica entre los hombres. Se ha podido así asistir al espectáculo de aquellos autores y profesores americanos que atribuyeron el origen de su independencia política y la de su constitución a una astuta maraña de los ‘intereses’ y que lanzaron miradas libidinosas ¡al paraíso de la Rusia soviética!
La grandeza del siglo XIX consistió, en cierta medida, en el hecho de que las ideas de los economistas clásicos se convirtieron en la filosofía dominante del Estado y de la sociedad. Estas ideas transformaron la sociedad tradicional en naciones pobladas de ciudadanos libres, el absolutismo regio en gobierno representativo y, sobre todo, la pobreza soportada por las masas bajo el ancien régime en el bienestar de muchos bajo el laissez faire capitalista. La reacción del estatalismo y del socialismo está hoy minando los fundamentos de la civilización occidental y del bienestar. Acaso tengan razón quienes piensan que ya es demasiado tarde para evitar el triunfo final de la barbarie y de la destrucción. Sea como fuere, una cosa es cierta. La sociedad, es decir la cooperación pacífica de los hombres bajo el principio de la división del trabajo, sólo puede existir y funcionar si se adoptan políticas que el análisis económico declara idóneas para alcanzar los fines perseguidos. La peor ilusión de nuestro tiempo es la supersticiosa fe en panaceas que —como los economistas han demostrado de maneara contundente— son contrarias a los fines que se pretende alcanzar.
Los gobiernos, los partidos, los grupos de presión y los burócratas de la jerarquía que gestiona la educación pública piensan que pueden eludir las inevitables consecuencias de medidas inadecuadas, boicoteando y reduciendo al silencio a los economistas independientes. Y, sin embargo, aun cuando a nadie se le permita pronunciarla, la verdad persiste y produce sus efectos.