II

La disputa con la Escuela histórica alemana

1. El rechazo alemán de la economía clásica

La hostilidad que la enseñanza de la teoría económica clásica encontró en la Europa continental se debió principalmente a prevenciones políticas. La economía política, tal como había sido desarrollada por varias generaciones de pensadores británicos, brillantemente expuesta por Hume y Smith y perfeccionada por Ricardo, es el fruto más exquisito de la filosofía de la Ilustración y constituye el núcleo de la doctrina liberal, que propugna la instauración del gobierno representativo y la igualdad de todos los individuos ante la ley. No es, pues, extraño que fuera rechazada por todos aquellos que se sentían atacados en sus privilegios. La propensión a rechazar la ciencia económica fue muy fuerte en Alemania por parte del naciente espíritu nacionalista. El mezquino rechazo de la civilización occidental —filosofía, ciencia, doctrina e instituciones políticas, arte y literatura—, que culminó en el nazismo, se originó en una radical denigración de la economía política británica.

Conviene, sin embargo, no olvidar que el rechazo de la economía política tuvo también otros campos. Este nuevo ámbito de conocimiento tuvo que enfrentarse también con problemas epistemológicos y filosóficos para los que los estudiosos no habían encontrado una solución satisfactoria. Era un tipo de conocimiento que no podía integrarse en el sistema tradicional de epistemología y de metodología. La tendencia empirista que dominaba la filosofía occidental sugería considerar la economía, al igual que la física y la biología, una ciencia experimental. La idea de que una disciplina que se ocupa de cuestiones «prácticas» como las referentes a los precios y los salarios pudiera tener una naturaleza metodológica distinta de la de otras disciplinas ligadas a materias igualmente prácticas era realmente inaccesible a la capacidad de comprensión de la época. Y sin embargo sólo los más fanáticos positivistas no se percataron de que, en el campo en que se mueve la teoría económica, no es posible realizar experimentos.

No vamos a ocupamos aquí de la situación tal como se desarrolló en el periodo del neopositivismo o hiperpositivismo del siglo XX. Hoy, en todo el mundo, y principalmente en Estados Unidos, legiones de estadísticos trabajan en institutos dedicados a estudiar lo que la gente piensa que es la «investigación económica». Recogen datos proporcionados por los gobiernos y diversas organizaciones económicas; los reajustan, los sistematizan y los imprimen, calculan medias, elaboran gráficos. Suponen que de este modo «miden» el «comportamiento» del género humano y creen que no existe diferencia importante entre sus métodos de investigación y los que se emplean en los laboratorios de física, química y biología. Miran con conmiseración y desprecio a esos economistas que, como dicen, cuentan, como los botánicos de la «antigüedad», con el «pensamiento especulativo» en lugar de contar con los «experimentos»[59]. Están íntimamente convencidos que de sus esfuerzos sin descanso surgirá un día el conocimiento definitivo y completo, que permitirá a la autoridad planificadora del futuro hacer que todos los individuos sean perfectamente felices.

Los economistas de la primera mitad del siglo XIX, a pesar de su desconocimiento de los fundamentos de las ciencias de la acción humana, no llegaron tan lejos. Sus intentos de tratar los problemas epistemológicos de la economía fueron desde luego un completo fracaso. Sin embargo, en una visión retrospectiva, podemos decir que este fracaso fue un paso necesario en el camino hacia una solución más satisfactoria de la cuestión. Fue el fracaso del tratamiento del método de las ciencias morales llevado a cabo por John Stuart Mill lo que involuntariamente puso al descubierto la debilidad de todos los argumentos aportados en favor de una interpretación empirista de la naturaleza de la ciencia económica.

Cuando los economistas empezaron a estudiar las obras de los economistas clásicos, aceptaron sin más el supuesto según el cual la teoría económica deriva de la experiencia. Pero la cuestión no podía terminar aquí, sobre todo para quienes no compartían las conclusiones a que la teoría clásica conducía en el plano de la acción política. Por ello no tardaron en plantearse algunas cuestiones: ¿Acaso la experiencia de la que los autores británicos derivaron sus teoremas no es distinta de la de un autor alemán? ¿No tendrá la teoría clásica graves lagunas debido a que la experiencia en que se basa es sólo la de Gran Bretaña y concretamente de la Gran Bretaña de los varios reyes Jorge de la casa de Hanóver? Por lo demás, ¿existe algo que pueda considerarse como ciencia económica válida para todo país, nación o circunstancia histórica?

Es fácil adivinar la respuesta que dieron a estas tres preguntas quienes consideraban la economía como disciplina experimental. Pero esta respuesta equivalía a la negación apodíctica de la ciencia económica en cuanto tal. La Escuela histórica habría sido coherente si hubiera negado la posibilidad de la teoría económica y si se hubiera abstenido escrupulosamente de hacer cualquier trabajo distinto de narrar lo sucedido en un determinado momento del pasado en cierta parte de la tierra. Sólo sobre la base de una teoría con validez general y no limitada a lo sucedido en un determinado tiempo y lugar pueden preverse los efectos esperados de un determinado acontecimiento. La Escuela histórica negaba enfáticamente que pudiera haber teoremas económicos de validez universal. Pero esto no impidió que sus partidarios recomendaran y rechazaran —en nombre de la ciencia— opiniones y medidas necesariamente destinadas a incidir sobre las condiciones futuras.

Existía, por ejemplo, la teoría clásica de los efectos del libre cambio y del proteccionismo. Los críticos no se tomaron la molestia (sin esperanza) de descubrir algún falso silogismo en la cadena de razonamientos de Ricardo. Se limitaron a afirmar que en tales materias no caben soluciones «absolutas». Según ellos, hay situaciones históricas en las que los efectos del libre cambio o del proteccionismo difieren de los que describe la «abstracta» teoría de los estudiosos de «escritorio». Para corroborar su postura, se referían a varios precedentes históricos. Y de este modo, dejaban de considerar con total desenvoltura que los hechos históricos, al ser siempre el resultado conjunto de muchos factores, no pueden demostrar ni refutar teorema alguno.

Así fue como la ciencia económica del segundo Reich, tal como está representada por los profesores universitarios nombrados a dedo por el gobierno, degeneró en una asistemática y mal conjuntada recogida de fragmentos de conocimiento tomados prestados de la historia, la geografía, la tecnología, la jurisprudencia, la política; una recogida atiborrada de observaciones desdeñosas sobre los errores de las «abstracciones» de la Escuela clásica. Con mayor o menor energía, la mayor parte de los profesores hacía propaganda, en sus escritos y lecciones, a favor de la política del gobierno imperial, caracterizada por un conservadurismo autoritario, la Sozialpolitik, el proteccionismo, ingentes armamentos y un nacionalismo agresivo. No sería justo considerar esta intrusión de la política en perjuicio del análisis económico como un fenómeno específicamente alemán. Se debió fundamentalmente a la errónea interpretación epistemológica de la teoría económica, un fracaso que no fue sólo alemán.

Un segundo factor que impulsó a la Alemania del siglo XIX en general y a las universidades alemanas en particular a mirar con recelo la economía política británica fue su postura ante la riqueza y la filosofía utilitarista.

Las definiciones entonces prevalentes de la economía política la describían como la ciencia de la producción y de la distribución de la riqueza. A los ojos de los profesores alemanes tal filosofía no podía menos de ser vulgar. Se consideraban capaces de renunciar a sí mismos y empeñarse en la consecución de un conocimiento puro, es decir se consideraban muy distintos de tantos mezquinos acaparadores de dinero, apegados a las cosas terrenales. La mera mención de cosas como la riqueza y el dinero era un auténtico tabú para gentes que alardeaban de su elevada cultura (Bildung). Los profesores de economía sólo podían preservar su propia reputación entre otros colegas señalando que sus temas de estudio no eran los ruines asuntos de gente empeñada en la búsqueda del beneficio, sino la investigación histórica, por ejemplo, las nobles empresas de los Electores de Brandeburgo y de los reyes de Prusia.

No menos seria era la cuestión del utilitarismo. En las universidades alemanas no se toleraba la filosofía utilitarista. De los dos principales utilitaristas alemanes, Ludwig Feuerbach no obtuvo nunca un puesto de profesor, y Rudolf von Jhering tuvo que ocuparse de derecho romano. Todas las falsas interpretaciones que, durante dos siglos, persiguieron al hedonismo y al eudemonismo se debieron a los profesores de Staatswissenschaften en su crítica a los economistas británicos[60]. A falta de otros motivos de recelo, a los estudiosos alemanes les habría bastado para condenar la teoría económica simplemente el hecho de que a la misma contribuyeran Bentham y los Mill, padre e hijo.

2. La esterilidad de Alemania en el campo de la ciencia económica

Las universidades alemanas eran propiedad de los distintos reinos y granducados que formaban el Reich y por ellos eran gestionadas[61]. Los profesores eran funcionarios públicos y, como tales, tenían que respetar rigurosamente los reglamentos y las órdenes dictadas por sus superiores jerárquicos, los burócratas de los respectivos ministerios de instrucción pública. Esta total e incondicional subordinación de las universidades y de sus profesores a la supremacía de los gobiernos recibió en vano el desafío de la opinión pública liberal cuando, en 1837, el rey de Hanóver expulsó de la universidad de Gotinga a siete profesores que protestaban contra la violación de la constitución por parte de la propia corona. Los distintos gobiernos no prestaron atención a la reacción de la opinión pública. Procedieron a expulsar a aquellos profesores cuyas ideas políticas o religiosas no eran de su agrado. Y, al cabo de cierto tiempo, idearon métodos más sutiles y eficaces para hacer que los profesores fueran fieles defensores de la política oficial. Y así, los candidatos, antes de ser nombrados, eran escrupulosamente seleccionados, por lo que sólo hombres fiables obtenían la cátedra. De este modo la cuestión de la libertad académica pasaba a segundo plano. Los profesores, por propia iniciativa, enseñaban sólo lo que el gobierno les permitía.

La guerra de 1866 puso fin al conflicto constitucional prusiano. El partido del rey —el partido conservador de los Junker, liderado por Bismarck— triunfó sobre el partido progresista, que defendía el gobierno parlamentario, así como sobre los grupos democráticos de la Alemania meridional. En el nuevo marco político, primero en el Norddeutscher Bund y, después de 1871, en el Deutsches Reich, no había espacio para las «ajenas» doctrinas del manchesterismo y del laissez faire. Los vencedores de Königgrätz y Sedan pensaban que nada tenían que aprender de la «nación de tenderos» —Gran Bretaña— y de la vencida Francia.

Al estallar la guerra de 1870, uno de los sabios alemanes más eminentes, Emil du Bois-Reymond, se vanagloriaba de que la universidad de Berlín fuera «la guardia de corp intelectual de la casa de Hohenzollern». Lo cual, en lo referente a las ciencias naturales, poco importa. Pero tiene un significado muy claro y preciso respecto a las ciencias de la acción humana. Quienes ocupaban las cátedras de historia y de Staatswissenschaften (es decir de ciencia política, incluido todo lo referente a la economía y a las finanzas) sabían muy bien lo que los soberanos esperaban de ellos. Y «entregaban la mercancía».

De 1882 a 1907, el responsable de la política universitaria en el ministerio prusiano de Instrucción pública fue Friedrich Althoff, quien gobernó las universidades prusianas como un dictador. Puesto que Prusia tenía el mayor número de cátedras remuneradas y por ello ofrecía el campo más favorable para la ambición de los estudiosos, los profesores de otros estados alemanes, y también los de Austria y Suiza, aspiraban a obtener un puesto en Prusia. Althoff podía así imponer por lo general sus principios y sus opiniones. En todas las cuestiones relativas a las ciencias sociales y a las disciplinas históricas, Althoff seguía puntualmente el criterio de su amigo Gustav von Schmoller, y este tenía un olfato infalible para separar los dóciles de los indóciles.

En el segundo y en el tercer cuarto del siglo XIX, algunos profesores alemanes aportaron notables contribuciones a la ciencia económica. Es cierto que las más destacadas entre estas aportaciones, las de Thünen y Gossen, se produjeron al margen de la universidad. Pero en la historia del pensamiento económico se recordarán también los libros de los profesores Hermann, Mangoldt y Knies.

Los que accedieron a la carrera académica después de 1866 no tuvieron más que desprecio por las «abstracciones sin alma». Y publicaron estudios históricos, preferentemente centrados en las condiciones de trabajo del pasado reciente. Muchos de ellos estaban firmemente convencidos de que la función principal de los economistas era ayudar al «pueblo» en la lucha de liberación contra los «explotadores»; y estaban igualmente convencidos de que los líderes enviados por Dios eran las dinastías, en particular la casa de Hohenzollern.

3. El Methodenstreit

Menger refutó en sus Untersuchungen, la concepción epistemológica subyacente a los escritos de la Escuela histórica. Schmoller publicó una recensión bastante despectiva del libro de Menger, a la que este reaccionó, en 1884, con un pamphlet titulado Die Irrthümer des Historismus in der Deutschen Nationalökonomie. Las distintas publicaciones a que dio lugar esta controversia se conocen bajo el nombre de Methodenstreit.

Sin embargo, la disputa sobre el método contribuyó muy poco a clarificar los problemas que se discutían. Sobre Menger pesaba demasiado la influencia del empirismo de John Stuart Mill para llevar su posición a las últimas consecuencias lógicas. Schmoller y sus discípulos, empeñados en defender una posición insostenible, ni siquiera se dieron cuenta del tema que se discutía.

El término Methodenstreit es desorientador. En efecto, el resultado no consistió en descubrir el procedimiento adecuado para tratar aquellos problemas que solían considerarse como económicos. Lo que se discutía era, esencialmente, si existe o no una ciencia, distinta de la historia, capaz de tratar los distintos aspectos de la acción humana.

Existía en casi toda Alemania, ante todo, un radical determinismo materialista, una filosofía aceptada entonces, aunque nunca se formulara en términos precisos y claros, por físicos, químicos y biólogos. Estos estudiosos consideraban que las ideas, los actos de voluntad y las acciones humanas son producto de acontecimientos físicos y químicos, que las ciencias naturales describirían un día igual que se puede describir la formación de un compuesto químico por la combinación de distintos ingredientes. Como único camino que permitiera llevar a ese resultado científico, invocaban la experimentación realizada en laboratorios de fisiología y biología.

Schmoller y sus discípulos rechazaban enérgicamente tal filosofía, no porque fueran conscientes de sus deficiencias, sino porque la consideraban incompatible con las creencias religiosas del gobierno prusiano. Preferían de hecho una doctrina muy próxima al positivismo de Comte (que públicamente —¡claro está!— denigraban por ser atea y de origen francés). En efecto, si se interpreta coherentemente, el positivismo desemboca en un determinismo materialista. Pero muchos seguidores de Comte no fueron claros sobre este punto. Sus discusiones no siempre excluyeron la conclusión de que las leyes de la física social (la sociología), cuya afirmación consideraban el principal objetivo de la ciencia, pudieran descubrirse a través de lo que ellos llamaban un modo más «científico» de tratar el material acumulado por los procedimientos tradicionales de los historiadores. Tal era la posición que Schmoller adoptó en relación con la economía. No dudó en acusar repetidamente a los economistas de haber llegado con demasiado apresuramiento a deducciones basadas en un material cuantitativamente insuficiente. Para situar una ciencia económica realista en el lugar de las alocadas generalizaciones de los economistas (británicos) «de escritorio», sería necesario, según Schmoller, un mayor cúmulo de estadísticas y de historia, una mayor acumulación de «materiales». Sirviéndose de los resultados de tales investigaciones, los economistas del futuro —seguía afirmando— desarrollarían un día, mediante la «inducción», nuevas teorías.

Tal era la confusión de Schmoller que no veía la incompatibilidad de su propia epistemología con el rechazo del ataque positivista contra la historia. No se percató del abismo que separaba su posición de la de los filósofos alemanes que estaban destruyendo el modo positivista de tratar la historia: primero Dilthey y luego Windelband, Rickert y Max Weber. En el mismo artículo en que criticaba las Untersuchungen de Menger, se ocupaba del primer libro importante de Dilthey, Einleitung in die Geisteswissenschaften. No entendía que el contenido de la doctrina de Dilthey era la negación de la tesis principal de su metodología, esto es que las leyes del desarrollo social pueden extraerse de la experiencia histórica.

4. Los aspectos políticos del Methodenstreit

La filosofía británica del libre cambio triunfó, en el siglo XIX, en los países de Europa occidental y central. Acabó con la vacilante ideología del autoritario Estado asistencial (landesfürstlicher Wohlfahrsstaat), que había inspirado la política de los principados alemanes a lo largo del siglo XVIII. También Prusia adoptó por algún tiempo el liberalismo. Los puntos culminantes de su librecambismo fueron los aranceles del Zollverein de 1865 y el código de comercio [Gewerbeordnung] de 1869 vigentes en el territorio del Norddeutscher Bund (luego Deutsches Reich). Pero el gobierno de Bismarck no tardó en inaugurar su Sozialpolitik, un sistema de medidas intervencionistas, como la legislación laboral, la seguridad social, la actitud filosindical, el impuesto progresivo, las tarifas protectoras, los cárteles y el dumping[62].

Ahora bien, quien se opone a la devastadora crítica de los economistas contra todos los modelos de intervención, debe necesariamente negar la existencia —para no hablar de las reivindicaciones epistemológicas— de la ciencia económica y de la praxeología. Es lo que siempre han hecho todos los adalides del autoritarismo, del Estado omnipotente y de las políticas de «asistencia». Culpan a la economía de ser una ciencia «abstracta» e invocan un modo intuitivo (anschaulich) de tratar este tipo de problemas. Insisten en la circunstancia de que aquí las cosas son demasiado complicadas para poder describirlas mediante fórmulas y teoremas. Afirman que las distintas naciones y razas son tan diferentes unas de otras que es imposible comprender su comportamiento mediante una sola teoría; se precisan tantas teorías cuantas son las naciones y las razas. Otros añaden que, incluso cuando se trata de una misma nación o raza, la acción económica difiere según los distintos periodos históricos. Para desacreditar a la ciencia económica en cuanto tal, se formularon estas y otras objeciones, a menudo incompatibles entre sí. De hecho, la teoría económica desapareció completamente de las universidades del Imperio alemán. Hubo un solo epígono, confinado en la universidad de Bonn, de la economía clásica: Heinrich Dietzel, el cual sin embargo jamás comprendió en qué consistía la teoría subjetiva del valor. En todas las demás universidades, los profesores rivalizaban en ridiculizar la economía y a los economistas. No es el caso de detenerse sobre lo que se propuso como sustituto de la teoría económica en las universidades de Berlín, Múnich y demás ateneos del Imperio. A nadie le interesa hoy lo que Gustav Schmoller, Adolf Wagner, Lujo Brentano y sus numerosos seguidores escribieron en sus voluminosos libros o en sus revistas.

El significado político de la Escuela histórica consistió en que contribuyó poderosamente a implantar en Alemania aquellas ideas que hicieron populares las desastrosas políticas que culminaron en grandes catástrofes. La agresividad imperialista que por dos veces concluyó con la guerra y la derrota, la inflación sin límites de los primeros años Veinte, la economía imperativa (la Zwangswirtschaft) y todos los horrores del régimen nazi fueron el resultado de la acción de unos políticos que siguieron las enseñanzas de los paladines de la Escuela histórica.

Schmoller, sus amigos y discípulos invocaban el llamado socialismo de Estado; un sistema de planificación socialista en manos de los Junker. Tal era el tipo de socialismo al que aspiraban Bismarck y sus sucesores. La tímida oposición de un reducido grupo de hombres de negocios fue insignificante: no porque los opositores no fueran numerosos, sino porque sus esfuerzos carecían de base ideológica. En Alemania, los pensadores liberales brillaban por su ausencia. La única resistencia al socialismo de Estado la opusieron los marxistas del partido socialdemócrata. Pero, como los socialistas de Schmoller —los socialistas de cátedra (Kathedersozialisten)—, querían también el socialismo. La única diferencia entre ambos grupos estaba en la elección de los que deberían integrar el supremo comité de planificación: los Junker, los profesores y la burocracia prusiana fiel a la casa de Hohenzollern o los funcionarios del partido socialdemócrata y los sindicatos afiliados a este.

Los únicos adversarios serios contra los que la escuela de Schmoller tuvo que luchar en Alemania fueron los marxistas. Y estos no tardaron en imponerse, porque por lo menos tenían doctrinas, por más falsas y contradictorias que fueran, mientras que las enseñanzas de la Escuela histórica eran más bien la negación de cualquier teoría. Y así fue cómo, en la búsqueda de un mínimo apoyo teórico, la escuela de Schmoller fue tomando prestados algunos instrumentos del patrimonio marxista. Al final, el propio Schmoller acabó avalando la doctrina marxiana de la lucha de clases y del condicionamiento «ideológico» del pensamiento por la pertenencia de clase. Uno de sus amigos, Wilhelm Lexis, también profesor, desarrolló una teoría del interés, que Engels juzgó una especie de paráfrasis de la teoría marxiana de la explotación[63]. A causa de los escritos de los adalides de la Sozialpolitik, el término «burgués» (bürgerlich) adquirió en la lengua alemana una connotación infamante.

La desastrosa derrota sufrida en la Gran Guerra pulverizó el prestigio de príncipes, aristócratas y burócratas alemanes. Los seguidores de la Escuela histórica y de la Sozialpolitik transfirieron entonces su lealtad a los diversos grupúsculos de los que finalmente surgió el partido nazi.

Es cierto que la línea recta que conduce de la obra de la Escuela histórica al nazismo no puede trazarse evocando las distintas posiciones que adoptara alguno de sus fundadores. Quienes por la parte «histórica» participaron en el Methodenstreit murieron antes de la derrota de 1918 o de la llegada de Hitler. Sin embargo, la vida de uno de los más destacados representantes de la segunda generación de dicha Escuela ilustra perfectamente las distintas fases que, en el periodo que va de Bismarck a Hitler, vivió la economía en las universidades alemanas.

Werner Sombart fue, con mucho, el más dotado de los alumnos de Schmoller. Tenía sólo veinticinco años cuando su maestro, en el momento culminante del Methodenstreit, le encargó recensionar y refutar el libro de Wieser Der natürliche Wert. El fiel discípulo condenó el libro como «totalmente erróneo»[64]. Veinte años después, Sombart alardeaba de haber dedicado buena parte de su vida a luchar a favor de Marx[65]. Cuando en 1914 estalló la guerra, publicó un libro, Händler und Helden [Mercaderes y héroes][66], en el que, en un lenguaje burdo y obsceno, rechazaba todo lo que fuera de origen británico o anglosajón, y especialmente toda filosofía y teoría económica británica, en cuanto manifestación de una vil mentalidad de tenderos. Después de la guerra, Sombart revisó su libro sobre el socialismo. Antes de la guerra, se habían hecho del mismo nueve ediciones[67]. Mientras que en las ediciones publicadas en el periodo anterior al conflicto mundial exaltaba el marxismo, en la décima edición no dudó en cambio de atacarle fanáticamente, sobre todo por su carácter «proletario» y su falta de patriotismo y de nacionalismo. Algunos años más tarde, Sombart intentaba actualizar el Methodenstreit mediante un volumen lleno de improperios contra la teoría de economistas cuyo pensamiento era incapaz de comprender[68].

Posteriormente, cuando los nazis conquistaron el poder, Sombart coronó, con un libro sobre el socialismo alemán, una carrera literaria de cuarenta y cinco años. La idea guía de este libro es que el Führer recibe las órdenes directamente de Dios, supremo Führer del universo, y que el Führertum [caudillaje] es una revelación permanente[69].

De la glorificación por obra de Sombart de los Electores y de los reyes de la casa de Hohenzollern a la canonización de Adolf Hitler, tal fue el progreso de la economía académica alemana.

5. El liberalismo de los economistas austriacos

Platón se imaginaba un tirano benévolo que confiaría a un sabio filósofo el poder de fundar el sistema social perfecto. La Ilustración no puso sus esperanzas en la afirmación más o menos accidental de gobernantes bien intencionados o de sabios diligentes. Su optimismo sobre el futuro del género humano se basaba en la doble fe en la bondad del hombre y en su mente racional. En la vida del pasado, una minoría de bribones —reyes pícaros, sacerdotes sacrilegos, nobles corrompidos— habían podido hacer el mal. Y, sin embargo, según la doctrina iluminista, apenas el hombre se hace consciente del poder de su razón, resulta imposible la recaída en la oscuridad y en los errores de tiempos pasados. Toda nueva generación añade algo a las conquistas de los antepasados. El género humano se halla, pues, en vísperas de un continuo avance hacia condiciones de vida más satisfactorias. Progresar continuamente es la naturaleza del hombre. De nada sirve quejarse de la presunta pérdida de la felicidad de una fabulosa Edad de Oro. La condición ideal de la sociedad está ante nosotros, no a nuestras espaldas.

Los políticos del siglo XIX, liberales, progresistas y democráticos, que lucharon por el gobierno representativo y el sufragio universal, tenían en su mayoría una inquebrantable fe en la infalibilidad de la mente racional del hombre común. Para ellos, las mayorías no pueden equivocarse. Las ideas surgidas del pueblo y aprobadas por los electores no pueden menos de fomentar el bienestar.

Conviene, sin embargo, puntualizar que los argumentos que un pequeño grupo de filósofos liberales formularon a favor del gobierno representativo eran distintos y no implicaban ninguna referencia a una supuesta infalibilidad de las mayorías. Hume observaba que el gobierno se basa siempre en la opinión. Y a la larga triunfa siempre la opinión de la mayoría. Un gobierno que no cuenta con la opinión de la mayoría antes o después tiene que abandonar el poder; si no renuncia a él, será echado violentamente. Los gobernados tienen poder para otorgar la responsabilidad de gobierno a aquellos hombres que son capaces de gobernar según los principios que la mayoría considera adecuados. A largo plazo, es imposible un gobierno impopular, que mantenga un sistema que la multitud condena como injusto. La racionalidad del gobierno representativo, sin embargo, no radica en la infalibilidad, semejante a la de Dios, de las mayorías, sino en el intento de efectuar con métodos pacíficos la corrección, en definitiva inevitable, del sistema político y la sustitución de los hombres en el gobierno en consonancia con la voluntad de la mayoría. Los horrores de la revolución y de la guerra civil pueden evitarse si un gobierno falto de apoyo puede ser sustituido pacíficamente mediante elecciones.

Los auténticos liberales pensaban que la economía de mercado, único sistema económico que garantiza la constante y progresiva mejora del bienestar material del género humano, sólo puede funcionar en una atmósfera de paz. Sostenían por tanto la necesidad del gobierno representativo, porque daban por descontado que sólo este sistema puede preservar de forma duradera la paz interior y exterior.

Lo que separaba a estos verdaderos liberales del ciego culto mayoritario de los radicales era que los primeros no basaban su optimismo sobre el futuro del hombre en la mística confianza en la infalibilidad de las mayorías, sino en la convicción de que el poder de un argumento lógico es irresistible. Admitían, por supuesto, que la inmensa mayoría de los hombres comunes es mentalmente torpe y demasiado indolente para seguir y absorber las largas cadenas de razonamientos. Pero esperaban que las masas, debido precisamente a su propia torpeza e indolencia, no podrían menos de apoyar las ideas propuestas por los intelectuales. Del buen juicio de una minoría culta y de su habilidad para convencer a la mayoría, los grandes líderes del movimiento liberal del siglo XIX esperaban la mejora constante de la condición humana.

En este aspecto hubo entre Carl Menger y sus primeros seguidores, Wieser y Böhm-Bawerk, pleno acuerdo. Entre los papeles no publicados de Menger, el profesor Hayek ha descubierto una anotación que reza así: «No hay mejor medio para poner en claro lo absurdo de un modo de razonar que dejarle llegar a sus últimas consecuencias». A los tres les gustaba referirse al argumento empleado por Spinoza en el primer libro de la Ética, que se cierra con esta famosa expresión: «Sane sicut lex se ipsam et tenebras manifestat, sic ventas norma sui et falsi». Observaban con serenidad la vehemente propaganda de la Escuela histórica y de los marxistas. Y tenían la plena convicción de que los dogmas, lógicamente indefendibles, de tales facciones acabarían siendo refutados por todo hombre razonable, precisamente por lo absurdo de sus conclusiones y porque las masas seguirían necesariamente la guía de los intelectuales[70].

La sabiduría de este modo de razonar radica en el rechazo de la práctica popular de oponer una presunta psicología al razonamiento lógico. Es cierto que con frecuencia los errores de razonamiento se deben a la disposición del individuo a preferir una conclusión errada a otra correcta. Hay muchas personas cuyos sentimientos les impiden pensar correctamente. Sin embargo, hay una gran diferencia entre el reconocimiento de este tipo de circunstancias y las doctrinas que últimamente se enseñan bajo la etiqueta de «sociología del conocimiento». El pensamiento y el razonamiento humanos, la ciencia y la tecnología son producto de un proceso social en la medida en que el pensador individual se enfrenta a los logros y errores de sus predecesores y establece con ellos, coincidiendo o discrepando, una virtual discusión. En la historia de las ideas se pueden explicar los fallos y los logros de un hombre analizando las condiciones en que vivió y trabajó. En este sentido, podemos referimos a lo que suele llamarse espíritu del tiempo, de una nación, de un contexto. Pero si se trata de explicar el nacimiento de una idea o de justificarla refiriéndose al ambiente del autor, se cae en un razonamiento circular. Las ideas nacen siempre de la mente de un individuo y la historia no puede decir de ellas sino que son generadas en un momento determinado por un determinado individuo. El erróneo modo de razonar de un individuo no tiene otra justificación que la que el gobierno austriaco dio una vez refiriéndose al caso de un general derrotado: que nadie es responsable de no ser un genio. La psicología puede ayudamos a explicar por qué un hombre fracasa en su modo de pensar. Pero esta explicación no puede transformar lo que es falso en verdad.

Menger, Böhm-Bawerk y Wieser rechazaron incondicionalmente el relativismo lógico de que adolecían las enseñanzas de la Escuela histórica prusiana. Contra la postura de Schmoller y sus seguidores, sostenían que existe un cuerpo de teoremas económicos válidos para toda acción humana prescindiendo de las circunstancias de tiempo y lugar, de las características nacionales y raciales de los autores, de sus ideas religiosas, filosóficas y éticas.

No puede exagerarse el mérito de estos tres economistas austriacos al defender la causa de la ciencia económica contra las vanas críticas del historicismo. Sus convicciones epistemológicas no les inspiraron ningún optimismo sobre la futura evolución del género humano. Al margen de lo que pueda decirse a favor del pensamiento lógico, esto no demuestra que las generaciones futuras superarán a las anteriores en términos de esfuerzo intelectual y de resultados.

La historia muestra repetidamente que a periodos de maravillosas conquistas intelectuales les siguen otros periodos de decadencia y retroceso. No sabemos si la próxima generación dará hombres capaces de seguir por el camino que recorrieron aquellos ingenios que hicieron tan glorioso el siglo pasado. Nada sabemos sobre las condiciones biológicas que permiten a un hombre dar un paso adelante en la vía del progreso intelectual. No podemos excluir que pueda haber límites a la superación intelectual del hombre. Y, por supuesto, no sabemos si en esta superación hay un punto más allá del cual las minorías cultas no podrán ya convencer a las masas para que las sigan.

Lo que Menger, Böhm-Bawerk y Wieser dedujeron de tales premisas es que, mientras que el deber de un pionero es hacer todo lo que sus facultades le permiten realizar, en modo alguno tiene la obligación de propagar sus propias ideas y, menos aún, tiene que emplear métodos discutibles para hacerlas aceptables a la gente. Los primeros economistas austriacos no se preocuparon por difundir sus escritos. Menger no publicó la segunda edición de sus famosos Grundzätze, a pesar de que el libro llevara mucho tiempo agotado, los ejemplares de segunda mano se vendieran a un precio muy elevado y el editor se lo pidiera con creciente insistencia.

El único interés de Menger, Böhm-Bawerk y Wieser fue contribuir al avance de la teoría económica. Jamás trataron de convencer a nadie con medios distintos del poder de convicción contenido en sus libros y artículos. Permanecieron indiferentes al hecho de que las universidades de los países de lengua alemana, e incluso muchas universidades austriacas, fueran hostiles a la ciencia económica en cuanto tal y, en particular, a las teorías económicas subjetivistas.