Carl Menger y la Escuela austriaca de economía
Lo que hoy conocemos como Escuela austriaca de economía nace en 1871 con la publicación del pequeño libro de Carl Menger titulado Grundzätze der Volkswirtschaftslehre[54].
Se suele subrayar la influencia que el ambiente ejerce sobre las conquistas de un genio. A la gente le gusta atribuir, al menos en cierta medida, las empresas de un hombre genial al contexto y al clima cultural de su tiempo y de su país. Pero, sean cuales fueren los resultados que este método puede obtener en ciertos casos, no hay duda de que es inaplicable respecto a aquellos austriacos cuyas ideas y doctrinas tanta importancia tienen para el género humano. Bernhard Bolzano, Gregor Mendel y Sigmund Freud no recibieron el estímulo de sus padres, profesores, colegas o amigos. Sus iniciativas no se beneficiaron del interés de una parte de sus compatriotas contemporáneos o del gobierno de su país. Bolzano y Mendel desarrollaron su trabajo en un ambiente que, respecto a sus campos de estudio, podría considerarse un desierto intelectual. Y murieron mucho antes de que otros comenzaran a percibir el valor de sus aportaciones. Cuando Freud expuso por vez primera sus propias doctrinas a la Asociación de Médicos de Viena, se rieron de él.
Alguien podría decir que la teoría subjetivista y el marginalismo desarrollados por Carl Menger estaban en el aire; eran ideas que ya habían bosquejado algunos precursores. Además, más o menos por el mismo tiempo en que Menger publicó su volumen, William Stanley Jevons y Léon Walras también escribieron y publicaron las obras en las que exponen el concepto de utilidad marginal. Sin embargo, es cierto que ninguno de sus profesores, amigos o colegas se interesaba por el problema que en cambio acuciaba a Menger. Poco antes de que estallara la Gran Guerra, en una de aquellas reuniones informales aunque periódicas en las que unos jóvenes economistas vieneses solíamos discutir con él de problemas de teoría económica, le planteé la cuestión. Él me respondió pensativo: «Cuando yo tenía tu edad, nadie en Viena se interesaba por estas cosas». Hasta finales de los años setenta no hubo ninguna «Escuela austriaca». Sólo estaba Carl Menger.
Eugen von Böhm-Bawerk y Friedrich von Wieser no fueron alumnos de Menger. Sus estudios en la Universidad de Viena terminaron antes de que Menger empezara a enseñar como Privat-Dozent. Lo que aprendieron de Menger lo tomaron de los Grundzätze. Cuando al cabo de algún tiempo transcurrido en universidades alemanas, especialmente en Heidelberg, para asistir al seminario de Karl Knies, regresaron a Austria y publicaron sus primeros libros, fueron llamados a enseñar economía respectivamente en las universidades de Innsbruck y Praga. Muy pronto algunos estudiosos más jóvenes, que habían pasado por el seminario de Menger y recibido su influencia personal, ampliaron el número de autores que contribuyeron al desarrollo de la teoría económica. En el extranjero, para referirse a tales autores, se empezó a llamarlos «Austriacos». Pero la denominación de «Escuela austriaca de economía» vino sólo más tarde, cuando el antagonismo con la Escuela histórica alemana se hizo patente. Esto tuvo lugar en 1883, tras la publicación del segundo libro de Menger, las Untersuchungen über die Methode der Sozialwissenschaften, und der politischen Oekonomie insbesondere.
El Consejo de ministros austriaco, en cuya oficina de prensa trabajó Menger en los primeros años setenta —antes de ser nombrado asistente en la Universidad de Viena— estaba integrado por representantes del partido liberal, que se batían por las libertades civiles, por el gobierno representativo, la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, una moneda sana y la libertad de comercio. A finales de los años setenta el partido liberal fue sustituido por una alianza compuesta por la Iglesia, por los representantes de la aristocracia checa y polaca y por los partidos nacionalistas de las distintas nacionalidades eslavas. Esta coalición se oponía a los ideales que defendían los liberales. Sin embargo, hasta 1918, año de la desintegración del Imperio austro-húngaro, la constitución que los liberales habían obligado al emperador a aceptar en 1867 y las leyes fundamentales relacionadas con ella permanecieron ampliamente en vigor.
En el clima de libertad que estas normas garantizaban, Viena se convirtió en un centro de precursores de nuevos modos de pensar. Desde mediados del siglo XVI hasta finales del XVIII Austria había estado al margen de los esfuerzos intelectuales de Europa. Nadie en Viena —y menos aún en las otras partes del imperio— se había ocupado de la filosofía, de la literatura y de la ciencia de la Europa occidental. Cuando Leibniz y, más tarde, David Hume visitaron Viena, no había nadie que se interesara por su obra[55]. Con la excepción de Bolzano, antes de la segunda mitad del siglo XIX ningún austriaco contribuyó de modo significativo a las ciencias teóricas o históricas.
Pero cuando los liberales rompieron las cadenas que habían impedido todo esfuerzo intelectual, cuando abolieron la censura y denunciaron el concordato con la Iglesia, fueron muchas las mentes selectas que empezaron a acudir a Viena. Algunos venían de Alemania —como el filósofo Franz Brentano, y los juristas y filósofos Lorenz Stein y Rudolf von Jhering—, pero muchos de ellos venían de las provincias austriacas; otros, un pequeño número, eran naturales de Viena. Era un grupo muy heterogéneo, y entre ellos no había seguidores. Brentano, el ex-dominico, inauguró una línea de pensamiento que desembocaría en la fenomenología de Husserl. Mach defendía una filosofía que acabó en el positivismo lógico de Schlick, Camap y del «Círculo de Viena». Breuer, Freud y Adler interpretaron las neurosis de un modo radicalmente distinto respecto a los métodos de Krafft-Ebing y de Wagner-Jauregg.
El ministerio austriaco de instrucción pública miraba con recelo todas estas iniciativas. Desde comienzos de los años ochenta, la secretaría y el personal de este ministerio se venían eligiendo de entre los más fiables conservadores y reacios a cualquier idea o institución política moderna. Estos sólo tenían desprecio hacia todas aquellas cosas que a sus ojos aparecían como «modas extravagantes», y con mucho gusto habrían querido cerrar el camino de la universidad a toda innovación.
Con todo, el poder de la administración pública estaba fuertemente limitado por tres «privilegios» que las universidades habían obtenido bajo el impacto de las ideas liberales. Es cierto que los profesores eran funcionarios públicos y que, como todos los funcionarios públicos, estaban sometidos a las órdenes emanadas de sus superiores, es decir del consejo de ministros y sus aparatos correspondientes. Sin embargo, los «superiores» no tenían derecho a interferir en los contenidos de la enseñanza que se desarrollaba en el ámbito de las clases y de los seminarios; al contrario, en este aspecto los profesores se beneficiaban de la gran discusión en tomo a la «libertad de enseñanza». Además, el ministro estaba obligado —aunque esa obligación nunca se hubiera formulado de manera precisa— a ajustarse, en la atribución de la titularidad de las cátedras (o, para ser más precisos, en la propuesta al emperador para los respectivos nombramientos), a las decisiones tomadas por la facultad interesada. Estaba también la figura del Privat-Dozent. Un graduado que hubiera publicado un libro en una determinada disciplina podía solicitar a la facultad que fuera admitido en calidad de profesor libre o privado (sin sueldo) de la misma disciplina. Es cierto que la deliberación favorable de la facultad tenía que ser aún sometida a la ratificación del ministro, pero esta, al menos mientras no se instauró el régimen de Schuschnigg, de hecho jamás se negó. Quien tenía el título de Privat-Dozent no por ello era funcionario público. A pesar de tener el título de profesor, no recibía sueldo alguno de la administración pública. Pero como muy pocos de estos Privat-Dozenten habrían podido vivir con sus propios recursos económicos, la mayor parte de ellos tenían que trabajar en otras cosas. El derecho a exigir tasas escolares a los estudiantes que asistían a sus cursos carecía en muchos casos prácticamente de valor.
Debido a esta clase de organización de la vida académica, los consejos de profesores gozaba de una autonomía casi ilimitada en la gestión de las facultades. La economía se enseñaba en las facultades de derecho y de ciencias sociales, en la mayor parte de las cuales había dos cátedras de esa disciplina. Si una de ellas quedaba vacante, un comité de juristas —con la colaboración a lo sumo de un economista— tenía que elegir al futuro catedrático. De este modo la decisión era tomada por no economistas. Ahora bien, hay que decir honestamente que los profesores de derecho miembros de la comisión encargada de decidir estaban animados por las mejores intenciones. Pero no eran economistas. Tenían que elegir entre dos Escuelas opuestas de pensamiento, la «Escuela austriaca», por una parte, y la llamada «Joven Escuela histórica alemana» por otra. Aun cuando su juicio estuviera al margen de toda prevención política o nacionalista, se cuidaban muy mucho de favorecer un resultado que, de algún modo, pudiera considerarse como próximo a la línea de pensamiento que los profesores del Estado alemán consideraban específicamente austriaco. Con anterioridad nunca había habido un modo de pensar originario de Austria. Las universidades austriacas habían sido estériles, hasta que —después de la revolución de 1848— fueron organizadas según el modelo de las universidades alemanas. Para los que no tenían familiaridad alguna con la teoría económica, la calificación de ‘austriaca’, aplicada a una doctrina, evocaba los tiempos oscuros de la Contrarreforma y de Metternich. Para un intelectual austriaco, nada era más desastroso que una recaída de su propio país en la inanidad intelectual de tiempos pasados.
Carl Menger, Böhm-Bawerk y Wieser obtuvieron sus cátedras, respectivamente, en Viena, Innsbruck y Praga, antes de que el Methodenstreit apareciera a los ojos de los profanos como un conflicto entre la ciencia «moderna» y el «atraso» austriaco. Sus colegas no tenían nada personal contra ellos. Sin embargo, cuando era posible, intentaban llevar seguidores de la Escuela histórica de las universidades alemanas a las austriacas. En nuestro país, aquellos a quienes el mundo llamó «economistas austriacos» eran outsiders apenas tolerados.
En la fase de esplendor del liberalismo, las más famosas universidades francesas y alemanas no eran meras instituciones de enseñanza, que daban a las nuevas generaciones de profesionales la formación necesaria para el desempeño satisfactorio de su actividad práctica. Eran también centros de cultura. Algunos de sus profesores eran conocidos y admirados en todo el mundo. Sus clases las frecuentaban no sólo alumnos regularmente matriculados que proyectaban conseguir un título académico, sino también muchos hombres y mujeres ya formados, consagrados en las profesiones, en los negocios o en la política y que en las lecciones no buscaban sino gratificación intelectual. Estos particulares asistentes, que no eran estudiantes en sentido técnico, llenaban, por ejemplo en París, las clases de Renán, de Fustel de Coulanges y de Bergson, y en Berlín las de Hegel, Helmholz, Mommsen y Treitschke. El público instruido se interesaba seriamente por el trabajo de los círculos académicos. La élite leía las revistas y los libros publicados por los profesores, ingresaba en sus asociaciones escolares y seguía con avidez las discusiones que tenían lugar en las distintas reuniones.
Algunos de estos aficionados que dedicaban sus horas de asueto a los estudios se elevaron muy por encima del mero diletantismo. La historia de la ciencia moderna recuerda el nombre de muchos de estos gloriosos «aficionados». Es significativo, por ejemplo, en la Alemania del segundo Reich, el hecho de que la única contribución importante a la ciencia económica la aportara un consejero de administración de empresa, Heinrich Oswald, de Fráncfort, una ciudad que en la época en que se publicó su libro no tenía universidad[56].
En los últimos decenios del siglo XIX y primeros del XX se establecieron fuertes lazos entre los profesores universitarios y la población culta de la ciudad. Cuando los viejos maestros murieron o se retiraron, y fueron sustituidos en la cátedra por hombres de mucha menor estatura intelectual, estos lazos empezaron a aflojarse. Fueron muy fuertes en el periodo en que el rango de la Universidad de Viena, así como la importancia cultural de la ciudad, fue sostenido y elevado por algunos estudiosos que formaban parte del grupo de los Privat-Dozenten. El caso más notable fue el del psicoanálisis. Este no recibió nunca el apoyo de las instituciones oficiales. Creció y prosperó fuera de la universidad; su único vínculo con la jerarquía burocrática de la enseñanza consistió en el hecho de que Freud era Privat-Dozent, un título sin importancia académica.
Había en Viena, como herencia de los años en que los fundadores de la «Escuela austriaca» habían sido finalmente reconocidos, un vivo interés por los problemas de la ciencia económica. Fue este interés el que me permitió organizar, en los años veinte, un Privat-Seminar; poner en marcha la Sociedad económica [Nationalökonomische Gesellschaft] y fundar el Instituto austriaco para la investigación del ciclo económico [Österreichische Institut für Konjunkturforschung], que posteriormente se convirtió en Instituto austriaco para la investigación económica.
El Privat-Seminar no tenía vínculo alguno con la universidad ni con ninguna otra institución. Dos veces al mes, un grupo de estudiosos, entre ellos varios Privat-Dozenten, venían a mi despacho en la Cámara de comercio de Viena. La mayor parte de los participantes pertenecían a la clase de edad de quienes habían comenzado los estudios académicos tras el final de la Gran Guerra. Algunos eran mayores. A todos les unía un ardiente interés por los problemas de la ciencia de la acción humana. En nuestras discusiones se trataban problemas de filosofía, epistemología, teoría económica y de los diversos sectores de la investigación histórica. Cuando en 1934 se me concedió la cátedra de «Relaciones económicas internacionales» en el Institut Universitaire des Hautes Étudesde Ginebra, el seminario se suspendió.
Con excepción de Richard von Strigl, cuya prematura muerte acabó con una brillante carrera científica, y de Ludwig Bettelheim-Gabillon, del que habría mucho más que decir, todos los miembros del Privat-Seminar encontraron fuera de Austria su propio acomodo para proseguir el trabajo de estudiosos, autores y profesores.
En el campo intelectual, Viena desempeñó un importante papel en el periodo entre la institución del parlamento, en los primeros años sesenta, y la invasión nazi en 1938. El florecimiento se produjo al improviso, tras siglos de esterilidad y apatía. La decadencia comenzó ya muchos años antes de la intervención nazi.
En toda nación y en todo periodo de la historia, las «explosiones» intelectuales son obra de pocos hombres y sólo una pequeña élite las aprecia. La mayoría de la gente contempla tales empresas con hastío y desprecio; en el mejor de los casos, con indiferencia. En Austria y en Viena, la elite era particularmente restringida; y el hastío de las masas y de sus dirigentes particularmente violento.
La impopularidad de la ciencia económica se debe al análisis que la misma hace de los efectos de los privilegios. No se puede refutar la demostración que hacen los economistas de que todo privilegio perjudica los intereses del resto de la población o, por lo menos, de gran parte de la misma; que quienes son sus víctimas sólo toleran la existencia de tales privilegios si a ellos se les garantiza otros parecidos; y que, en definitiva, cuando todos disfrutan de privilegios ninguno gana, sino que todos salen perdiendo a consecuencia de la caída general de la productividad del trabajo[57]. Sin embargo, las advertencias de los economistas son ignoradas por la codicia de hombres que son plenamente conscientes de su incapacidad para triunfar, sin la ayuda de privilegios particulares, en el mercado competitivo. Estos confían poder obtener privilegios mayores que los de los demás y que serán capaces de evitar, al menos durante algún tiempo, la posible concesión de privilegios compensadores a otros grupos. El economista es a sus ojos únicamente un sembrador de cizaña que pretende sabotear sus planes.
Cuando Menger, Böhm-Bawerk y Wieser iniciaron su carrera científica, no se interesaban por los problemas de política económica ni por el rechazo del intervencionismo que habían realizado los economistas clásicos. Consideraban que su vocación era construir la teoría económica sobre sólidas bases y se dedicaron completamente a esa tarea. Menger reprobaba profundamente la política intervencionista del gobierno austriaco, muy semejante a la de casi todos los gobiernos de la época. Pero no creía poder contribuir a que se volviera a una sana política de otra manera que mediante la exposición de una buena teoría económica, a través de sus libros, sus artículos y su enseñanza universitaria.
Böhm-Bawerk entró a formar parte del equipo del ministerio austriaco de Hacienda en 1890. Fue dos veces ministro de Hacienda en un gobierno encargado únicamente de despachar los asuntos corrientes. De 1900 a 1904 desempeñó el mismo cargo en un gabinete dirigido por Ernest Körber. Los principios que le guiaron en el desempeño de su función fueron: el rígido mantenimiento de la paridad monetaria fijada por ley y el equilibrio presupuestario sin ayuda alguna del banco central. Un eminente estudioso, Ludwig Bettelheim-Gabillon, había proyectado publicar un trabajo exhaustivo sobre la actividad de Böhm-Bawerk como ministro de Hacienda. Pero, por desgracia, los nazis liquidaron al autor y destruyeron su manuscrito[58].
Wieser, por su parte, fue por algún tiempo, durante la Gran Guerra, ministro de Comercio. Pero su actividad quedó neutralizada por los mismos poderes que, antes de su toma de posesión, le habían sido concedidos a un funcionario del ministerio, Richard Riedl, por lo que bajo la jurisdicción de Wieser sólo se trataron asuntos de segunda importancia.