8. En la Cámara de Comercio

Antes de pasar a describir mi evolución científica, debo hablar de mi actividad práctica.

De 1909 a 1938 formé parte de la Cámara de Comercio e Industria de la Baja Austria, que en 1920 tomó el nombre de Cámara Vienesa para el Comercio, la Artesanía y la Industria. En Austria, las cámaras de comercio eran óiganos representativos de categoría, elegidos por todos los empresarios y financiados mediante una retención suplementaria sobre los impuestos generales que gravaban la actividad económica, que luego el fisco abonaba a las cámaras. Habían sido creadas en tiempos de la revolución de 1848 como órganos consultivos del gobierno y del parlamento sobre los problemas económicos, pero dotados también de algunas funciones administrativas. Hasta finales de los años setenta su función, en realidad, había sido bastante irrelevante. En los años ochenta y noventa libraron una batalla —vana— contra las reformas de marca corporativista peroradas y aplicadas por el partido cristiano-social. En aquel periodo el grueso de su actividad se concentraba en las asambleas generales y en las comisiones. El secretario de la Cámara de comercio se limitaba a ocuparse del personal de servicio.

La llegada del intervencionismo estatal provocó un cambio radical. Los ministros y los funcionarios ministeriales y parlamentarios eran totalmente ajenos al mundo económico; la mayor parte de ellos no tenían ni idea del alcance de las medidas que adoptaban, ni estaban en condiciones de dar a las leyes, a los decretos y a las órdenes una formulación capaz de aclarar a las oficinas competentes los procedimientos concretos para su ejecución. Saltaba a la vista la necesidad de procurarse una asistencia técnica y la colaboración permanente de personas que conocieran o estuvieran en condiciones de informarse sobre las situaciones que de vez en cuando se presentaban. Los errores estaban a la orden del día, y las consecuencias negativas se achacaban por la prensa, por el parlamento y por el propio emperador a los ministros, los cuales a su vez declinaban la responsabilidad sobre los funcionarios ministeriales. Hasta que estos, para esquivar estas responsabilidades, decidieron recurrir a los expertos.

Los secretarios de la Cámara de comercio de Viena, Rudolf Maresch y Richard Riedl, supieron aprovecharse de este momento favorable para ampliar las competencias de la secretaría. Presidente de la Cámara era entonces una persona de amplia visión, el barón Mauthner, que en el parlamento tenía un destacado papel como jefe de los diputados que de él tomaban el nombre de Grupo Mauthner. (Las cámaras de comercio enviaron sus propios parlamentarios hasta 1907 al Parlamento y hasta 1918 a las Dietas regionales). Mauthner aprobó la ampliación de la secretaría, y de este modo muchos jóvenes economistas fueron incorporados como funcionarios. El más prestigioso era mi amigo Víctor Graetz, persona de extraordinario talento y de carácter inflexible, pero por desgracia también él víctima, precisamente por su gran inteligencia, de aquel pesimismo en el que cayeron fatalmente todas las personas inteligentes de aquella época. La nueva orientación que se dio a la Cámara de comercio tuvo un éxito extraordinario; en poco tiempo la secretaría vienesa se convirtió en uno de los factores importantes de la política económica. Su importancia aumentó cuando se creó, bajo el nombre de Handelspolitische Zentralstelle, una organización en la que colaboraban todas las Cámaras austriacas. Muchas Cámaras provinciales, desde luego, eran absolutamente insignificantes, pues tenían como secretarios a personas inútiles. Pero las de Praga, Brno, Reichenberg, Cracovia y Trieste contaban con secretarios cuya colaboración resultó extraordinariamente provechosa.

En 1909 la Cámara estuvo a punto de interrumpir sus actividades. Maresch se había jubilado hacía algunos años Riedl había pasado a dirigir la sección de política económica en el ministerio de Comercio exterior. Muchos de los funcionarios más jóvenes habían dejado el servicio en la Cámara para trabajar en la industria. Graetz, que había pasado a dirigir una gran empresa, me propuso para sucederle.

La Cámara de comercio me ofrecía el único espacio en el que podía desempeñar en Austria mi actividad. La carrera universitaria me estaba cerrada: en la universidad buscaban estatalistas y socialistas, y para quien no pertenecía a ninguno de los partidos (el cristiano-social, el alemán-nacional, o el socialdemócrata) era inútil esperar un nombramiento. Por otra parte, no es que yo aspirara a un puesto en el Estado. Después de la guerra mi reputación de experto en problemas monetarios y bancarios era tal que muchos grandes bancos me ofrecieron un puesto en su dirección. Antes de 1921, rechacé siempre, porque no querían garantizarme que mis sugerencias serían aceptadas. Después, pensé que todos los bancos eran insolventes y que se hallaban en una situación desesperada; los acontecimientos me dieron la razón.

En la Cámara de comercio me creé una posición. Oficialmente no era más que un funcionario de la secretaría de la Cámara de comercio, que a partir de 1920 tomó la denominación de Oficina de la Cámara de comercio.

Nominalmente tenía un superior y unos compañeros. Por lo demás, no quise nunca asumir la dirección y gastar una parte de mis energías en la rutina burocrática. Ocupaba ya un puesto mucho más importante que el de cualquier austriaco que no estuviera a la cabeza de uno de los grandes partidos políticos. Era el economista del país.

Esto no significa que todo lo que recomendaba se aplicara en la práctica o que siempre se siguieran mis consejos. Tuve que sostener siempre una lucha desesperada, apoyado sólo por algunos amigos. Lo único que conseguí fue aplazar un poco la catástrofe. Si en el invierno de 1918-19 no se impuso el bolchevismo, y si la quiebra de la industria y de los bancos no se produjo ya en 1921 sino sólo en 1931, se debió en buena parte al éxito de mis esfuerzos. Más no se podía hacer. En todo caso, yo no podía hacer más.

Se me ha reprochado a veces haber defendido con excesiva rigidez e intransigencia mi punto de vista, y se ha dicho que habría podido obtener más si hubiera mostrado una mayor disponibilidad al compromiso. El secretario general de la Asociación central de la industria austriaca, Gustav Weiss von Wellenstein, viejo amigo mío, me lo echaba en cara a menudo. Pero su crítica era injustificada. Mi acción sólo podía ser útil si exponía las cosas tal como las veía. Cuando hoy pienso en mi actividad en la Cámara de comercio, lamento más mi excesiva disponibilidad al compromiso que mi intransigencia. Por mi parte, he estado siempre dispuesto a ceder sobre las cosas secundarias, cuando sólo de este modo se podían salvar las más importantes. A veces llegué a compromisos intelectuales firmando informes y aceptando así automáticamente soluciones de las que no estaba convencido, sólo porque era el único modo posible de que ese informe fuera aceptado por la asamblea general de la Cámara o aprobado por la opinión pública. Si por ventura algún día alguien estudia los informes oficiales sobre la actividad de la Cámara o incluso los papeles de archivo, podrá confirmar la exactitud de esta afirmación. Los informes generales y técnicos en los que figuro oficialmente como ponente no los consideré nunca como obra mía, sino tan sólo como expresión de un órgano en el que mi función era simplemente la de experto. He trazado siempre una clara línea divisoria entre mi actividad científica y mi actividad política. En la ciencia los compromisos son traiciones a la verdad. En política son inevitables, porque a menudo sólo se puede obtener un resultado práctico concillando ideas contrapuestas. La ciencia es obra del individuo particular, nunca fruto de la colaboración de varias personas. La política, en cambio, es siempre cooperación de una pluralidad de sujetos, por lo que a menudo tiene que haber compromiso.

En la Austria de la posguerra yo era la conciencia económica del País. Sólo muy pocos me ayudaron, al tiempo que todos los partidos políticos desconfiaban de mí. Todos los ministros y todos los dirigentes de los partidos me pedían consejo y querían oír mi opinión. Jamás intenté imponerla ni busqué a un hombre de gobierno o a un político. No frecuenté jamás un lobby parlamentario, ni puse el pie en un ministerio, a menos que fuera oficialmente invitado. Los ministros y los dirigentes de partido estuvieron con mucha mayor frecuencia en mi despacho de la Cámara de comercio que yo en el suyo.

Con mis colegas he trabajado siempre de buena gana. Muchos de ellos eran personas muy preparadas y de gran competencia, y secundaron de todos modos mis esfuerzos.

Mi actividad en la Cámara amplió enormemente mis horizontes. Muchas cosas pasaron ante mi vista. Si hoy dispongo de material para una historia social y económica de la decadencia de la civilización austrohúngara, lo debo en gran parte a los estudios realizados para cumplir mi función en la Cámara de comercio. Muchas cosas, en particular, las aprendí gracias a los viajes que entre 1912 y 1914 me permitieron visitar todas las zonas del viejo Estado austriaco, para visitar los centros industriales y apreciar las condiciones de la industria, en vistas a renovar la unión aduanera y comercial con Hungría, la creación de un nuevo arancel y la estipulación de un nuevo tratado comercial.

El sector principal de que me ocupaba en la Cámara de comercio no se refería a los problemas de la política comercial sino a los de política financiera, crediticia, fiscal y cambiaría. Y esto naturalmente me obligaba a ocuparme continuamente de nuevas tareas. Así, por ejemplo, en el periodo entre el armisticio y la firma de la paz de Saint Germain, estuve encargado de las cuestiones financieras en el ministerio de Exteriores. Posteriormente, en la fase de aplicación de las cláusulas del tratado de paz, pasé a dirigir la oficina que se ocupaba de la liquidación de las deudas contraídas antes de la guerra. En esta función tuve que tratar frecuentemente con los representantes de los exenemigos. Era el delegado austriaco en la Cámara de comercio internacional y miembro de las muchas comisiones y comités que tenían la desesperada función de hacer volver al intercambio pacífico de bienes y servicios a un mundo dominado por el chovinismo y adiestrado al genocidio.

En 1926 fundé el Österreichische Institut für Konjunkturforschung. Luego formé parte —junto con Dollfuss y el secretario de la Cámara de trabajo, Palla— del comité de redacción de la comisión económica que en 1930, con la colaboración del profesor Richard Schüller, publicó un «Informe sobre las dificultades económicas de la industria».

Para el propósito de estas notas autobiográficas, no es preciso que me detenga más sobre las distintas tareas que absorbieron mi tiempo en la Cámara de comercio. Fue un trabajo duro, a veces molesto por las mil estupideces inútiles y carentes de cualquier interés. En cambio, quiero hablar de las finalidades políticas que guiaron mi trabajo.

Mi actividad política en los años 1918-34 se subdivide en cuatro periodos.

1. En el primer periodo, que va de la caída de la monarquía en el otoño de 1918 al otoño de 1919, la tarea más importante que me había propuesto realizar era la de impedir la llegada del bolchevismo. Ya he contado cómo lo conseguí gracias a mi labor de presión sobre Otto Bauer. Si entonces en Viena no se impuso el bolchevismo, fue única y exclusivamente mérito mío. Sólo pocas personas me apoyaron en esta lucha, y por lo demás su ayuda fue bastante irrelevante. Fui yo solo quien aparté a Bauer de la idea de establecer un pacto con Moscú. Los jóvenes extremistas que no reconocían la autoridad de Bauer y querían obrar por cuenta propia, aun a costa de ir contra la voluntad de la dirección del partido, eran tan inexpertos, incapaces y celosos unos de otros que no consiguieron ni siquiera fundar un partido comunista autónomo, capaz de hacer algo concreto. Era aún la dirección del viejo partido socialdemócrata la que tenía las riendas de la situación. Y en la dirección era Bauer quien tenía la última palabra.

2. Una vez conjurado el peligro, dirigí todos mis esfuerzos al intento de acabar con la inflación. En esta batalla tuve a mi lado a un colaborador excepcional, Wilhelm Rosenberg, un alumno de Carl Menger, que había permanecido fiel a la amistad del viejo maestro. Era una mente muy aguda, un economista excelente y un brillante jurista. En su oficio de abogado se había distinguido tanto que se convirtió en el consejero obligado al que se recurría en todas las cuestiones difíciles de carácter económico y financiero. Pero, sobre todo, estaba dispuesto a comprometer el gran prestigio adquirido como ‘experto’ del mundo financiero en la lucha contra la inflación.

Luchamos juntos durante tres años antes de alcanzar nuestro objetivo: la reconstrucción del equilibrio presupuestario y el bloqueo de la emisión ulterior de billetes. Fue mérito exclusivamente nuestro si el cambio de la corona austriaca se estabilizó en 14 400 coronas papel = 1 corona oro y no a un nivel superior. Pero no era este el objetivo que nos habíamos propuesto.

Si no hubiéramos combatido nuestra apasionada batalla contra la prosecución de la política de déficit e inflación, probablemente ya a comienzos de 1922 la corona habría caído un millón o mil millones de puntos bajo la paridad áurea que tenía en 1892. En tal caso, probablemente, ya no habría sido posible encontrar ningún gobierno capaz de mantener el orden público. El país habría sido ocupado por tropas extranjeras, y las tropas vencedoras habrían tenido que crear un nuevo Estado. La catástrofe se evitó. Un gobierno austriaco eliminó el déficit y estabilizó la corona. La divisa austriaca no sufrió el descalabro que sufrió la alemana en 1923. No se llegó al límite de la catástrofe. El país tuvo que soportar durante años las consecuencias destructoras de la inflación continua. Su sistema bancario, crediticio y asegurador habría sufrido heridas que ya no sería posible restañar, lo mismo que ya no fue posible frenar la destrucción de capital. Por nuestra parte, encontramos muchas resistencias. De ahí que nuestra victoria llegara demasiado tarde. Aplazó durante años el colapso, pero no pudo salvar a Austria.

Sobre esto Rosenberg y yo no nos hacíamos ilusiones. Sabíamos perfectamente cómo estaban las cosas a propósito del saneamiento. El pesimismo de la desesperación —destino de todos los austriacos clarividentes— acabó con mi amigo. Y no fue sólo el dolor por la pérdida de su hijo único lo que le causó la muerte, sino también la consciencia de que en Viena todo esfuerzo y empeño sería ya inútil.

3. El éxito de la lucha por el saneamiento del presupuesto llegó tarde, pues sólo lentamente conseguimos convencer al partido cristiano-social de la necesidad de abolir las subvenciones que el Estado pagaba para mantener bajos los precios al por menor de los géneros de primera necesidad racionados. Tales reducciones tenían efectos irrelevantes sobre el presupuesto de los consumidores, mientras que impedían restablecer el equilibrio del presupuesto público. Gracias al apoyo de Weiss-Wellenstein, conseguimos que la gran industria hiciera concesiones a los sindicatos a cambio de la suspensión de las subvenciones sobre los géneros de primera necesidad. Saber que los sindicatos aprobaban, a espaldas de la dirección del partido socialdemócrata, nuestro plan fue un duro golpe para los jefes del partido. Para impedir las negociaciones, Bauer recurrió entonces a una medida desesperada. El 1 de diciembre de 1921, grupos organizados del partido socialdemócrata, los llamados Ordner [organizadores], invadieron el centro de la capital (el I distrito de Viena) y comenzaron a saquear y destruir todas las pequeñas tiendas. La policía, resuelta a permanecer ‘neutral’, no hizo nada para frenarlos. La opinión pública, en cambio, tomó en los próximos días una firme posición contra esta táctica. Se obligó a los socialdemócratas a retirarse, y de este modo pudieron reanudarse las negociaciones con los sindicatos.

No debe minusvalorarse el mérito que alcanzó en aquella ocasión el jefe del partido cristiano-social, el profesor Seipel. A pesar de ser lego en economía como sólo un sacerdote puede serlo, intuyó que la inflación era una desgracia, pero por desgracia carecía de toda experiencia político-financiera para combatirla. Rosenberg y yo sentimos entonces el deber de hacerle comprender que la estabilización de la moneda durante un cierto tiempo pondría al descubierto todas las consecuencias de la inflación en forma de una «crisis de estabilización». Le explicamos que la opinión pública achacaría la responsabilidad de la inflación no a quien la había causado sino a quien la combatía, y que la hiperinflación cedería el paso a la depresión. El partido cristiano-social, por tanto, no recibiría aplausos de agradecimiento sino sólo ingratitud.

Seipel agradeció mucho nuestra sinceridad. Estaba convencido de la necesidad de adoptar ciertas medidas, aun cuando pudieran perjudicar al partido. El hombre político —decía— se distingue del demagogo en que prefiere lo que es justo a lo que sería aplaudido por todos. No eran muchos en Austria los políticos que pensaban así. Tuve el mayor aprecio por el carácter noble y franco de este sacerdote, a pesar de que su visión del mundo y de la vida me era ajena. Era realmente una gran personalidad.

Lamentablemente, su inexperiencia de las cosas del mundo perjudicaron gravemente a su política. Por ejemplo, no se percató de la corrupción de los hombres de los partidos cristiano-social y alemán-nacional que había elegido como colaboradores. No se dio cuenta de que sus amigos de partido sólo pensaban en enriquecerse.

Fueron precisamente estos —el primero de todos el diputado y abogado Victor Kienböck, que luego sería ministro de Hacienda, y posteriormente también presidente del Banco nacional— quienes pusieron a Seipel en contacto con Gottfried Kunwald. Hijo de un eminente abogado del foro de Viena, Kunwald era inválido de nacimiento. Apenas podía dar unos pasos para arrastrarse de una habitación a otra. Al tener necesidad de asistencia y vigilancia continuas, tenía que estar siempre acompañado de dos robustos jóvenes que le ayudaban a subir y bajar del carruaje y subir las escaleras. Superando con valentía todos estos impedimentos, Kunwald había podido concluir los estudios universitarios doctorándose en derecho. No podía ejercer la abogada porque sus condiciones físicas no le permitían efectuar el año obligatorio de prácticas en el tribunal. Pero trabajó en el estudio de abogados fundado por su padre y dirigido por su cuñado. Y como era un excelente y competente jurista, tenía también una rica clientela.

A pesar de ser muy culto, Kunwald era incapaz de pensar en términos económicos, puesto que miraba los problemas económicos siempre y sólo con ojos de jurista que debe redactar un contrato. Era sin embargo enemigo de la inflación, porque, en cuanto jurista, conocía muy bien las perturbaciones económicas que provoca. De modo que, cuando Rosenberg y yo iniciamos la batalla contra la inflación, se apresuró a apoyamos a su manera.

Kunwald gozaba de la confianza ilimitada de numerosos políticos cristiano-sociales y de algunos banqueros a los que había asesorado legalmente en ocasiones delicadas. Los negocios de estos amigos suyos no siempre eran transparentes. Aprovechándose sin escrúpulos de su posición en la vida pública, estos políticos cristiano-sociales proporcionaban —con la correspondiente comisión— adjudicaciones de todo tipo, ayudaban a obtener contratas públicas, ejercían su protección a todos los niveles burocráticos. De este modo, durante la inflación habían ganado mucho dinero, y ahora temían que la estabilización pusiera en peligro sus intereses. Kunwald les advirtió que, en todo caso, la hiperinflación estaba a punto de terminar, y al mismo tiempo les explicó que, después de la estabilización, no faltarían ocasiones para hacer buenos negocios.

Cuando Rosenberg y yo conseguimos ganar a Seipel y a su partido a la causa de la estabilización, estos eligieron a Kunwald como hombre de confianza para aplicar las medidas necesarias. Kunwald estaba sin duda a la altura de la tarea y con él pudimos entonces trabajar en perfecto acuerdo y con excelentes resultados. Sólo en los años que siguieron su influencia resultó nefasta. Durante la batalla a favor de la estabilización, había comenzado a rodearse de un círculo de banqueros, funcionarios ministeriales y políticos cristiano-sociales, con los cuales mantenía una especie de seminario de política financiera. Y siguió manteniendo este círculo, asignándole la función principal de refutar o debilitar mi crítica a la política económica dominante basada en el intervencionismo estatal. Según Kunwald y sus amigos, la situación no era, después de todo, tan dramática como yo la describía; en el plano económico Austria hacía progresos, y no se podía afirmar que la política económica intervencionista no causara más que destrucción de capital.

Tengo la seguridad de que Kunwald no obraba de buena fe cuando ostentaba esta visión optimista de las cosas. En realidad había comprendido exactamente la situación de los bancos y de las grandes empresas industriales, y a menudo había hecho declaraciones no menos pesimistas que las mías. Pero creía que, si hubiera expuesto a los ministros la realidad pura y cruda de aquella situación, habría disminuido su influencia sobre ellos, mientras que precisamente de esta influencia dependían sus pingües ganancias como abogado y agente financiero que proporcionaba concesiones y otros favores a sus clientes.

Era sumamente difícil calibrar la influencia negativa de Kunwald. No se podía hablar libremente en público de estas cosas sin comprometer la confianza en la economía austriaca. Habría sido muy fácil exponer los hechos de tal modo que cada uno se viera obligado a tomar nota de la necesidad de acabar con la política de destrucción de capital. Pero de este modo se habría hundido el crédito de los bancos en el exterior, llevándolos inevitablemente a la quiebra. De ahí que, en mi esfuerzo por imprimir un giro a la política económica, me vi precisado a imponerme ciertas cautelas para no alarmar a la opinión pública y no perturbar el crédito de los bancos y de la industria. Esta cautela dictó mi actitud durante todo el tercer periodo, que va desde la estabilización de la moneda en 1922 hasta la quiebra del Kreditanstalten la primavera de 1931. Cuanto más empeoraba la situación con el mantenimiento de la nefasta política económica, más aumentaba el riesgo de una crisis de confianza, y por lo tanto también la importancia de no alarmar a los mercados extranjeros. Tras la quiebra del Bodenkreditansfalfen 1929, insistí para que se organizara en Londres una exposición de la producción austriaca a partir de 1921, con los gráficos de los progresos realizados. Que se trataba de progresos muy dudosos lo sabíamos perfectamente tanto yo como Hayek, que como director del Institut für Konjunkturforschung había elaborado los gráficos. Pero, a la luz de las concepciones mercantilistas dominantes, aparecían en todo caso como progresos, y por lo tanto no vi una particular malicia en presentarlos en el exterior, tanto más que los cuadros mostraban tan sólo cifras estadísticamente innegables.

Sin embargo, las necesarias cautelas por la delicada situación político-crediticia no me indujeron nunca a ofrecer una descripción edulcorada de la situación económica, ni a tolerar la ocultación o incluso la falsificación de los datos estadísticos. En nombre de la Comisión económica a la que aludí anteriormente, solicité al Instituto un estudio sobre la destrucción de capital. Apenas pensó la Comisión publicar en su propio boletín los resultados del estudio, inmediatamente los bancos se pusieron a la defensiva. Sabía ya por entonces que la gran crisis bancaria estaba en puertas, y quería hacer todo lo posible para evitar que la explosión se precipitara. Las objeciones de los bancos carecían de fundamento; di mi aprobación a la idea de publicar el estudio, no bajo la paternidad de la Comisión ni siquiera del Instituto, sino bajo el nombre del director del mismo, que por entonces era Oskar Morgenstern.

El trabajo que tuve que desarrollar en este tercer periodo de mi actividad política en la Austria posbélica fue aún más minucioso y agotador que el afrontado en los dos periodos anteriores; un trabajo cargado de tantas bagatelas cotidianas contra la ignorancia, la ineptitud, la indolencia, la ruindad y la corrupción. Pero no estaba solo en esta lucha. Me ayudaron viejos y queridos amigos, como Siegfried Strakosch von Feldringen, Gustav Weiss von Wellenstein y Víctor Graetz. Particularmente valioso fue para mí el apoyo de mi colaboradora en la Cámara de comercio, Therese Wolf-Thieberger. Su extraordinaria inteligencia, su trabajo infatigable y su valentía personal me ayudaron enormemente a superar momentos difíciles.

4. En todos aquellos años circulaba un lugar común que tuvo efectos nefastos: el de la «incapacidad de supervivencia» de Austria. Dentro y fuera de Austria todos estaban convencidos de que Austria era «incapaz de sobrevivir». Un «pequeño» país —se decía— no puede tener una vida autónoma, especialmente cuando tiene que importar las materias primas más importantes. Austria tenía por tanto que intentar adherirse a un área económica más amplia; en una palabra, tenía que perseguir el Anschluss al Reich alemán.

Fuera de Austria esta idea era también compartida por aquellos ambientes que en el tratado de paz de Saint-Germain habían incluido la prohibición de toda anexión, y para garantizar la independencia política de Austria habían sugerido concederle especiales privilegios económicos. En este contexto, la Sociedad de Naciones garantizó los préstamos para la aplicación de las medidas de saneamiento adoptadas en 1922 por Seipel. Pero en aquella época Austria no tenía necesidad de préstamos exteriores; lo que necesitaba era un comisario de finanzas que fuera extranjero.

El gobierno debía tener la posibilidad de transferir sobre un extranjero el odio que habría desencadenado un veto al aumento del gasto público. La Sociedad de Naciones nombró para esta función a un holandés, un auténtico incompetente, carente de tacto y arrogante, de nombre Zimmerman. A un funcionario del ministerio de Hacienda, Hans Patzauer, se le confió la delegación para los asuntos económicos. Patzauer era una persona capaz, competente y de carácter resuelto, es decir totalmente a la altura de la misión que le había sido confiada. Pero, por desgracia, murió poco antes de que concluyera la misión de Zimmerman. Que esta tutela financiera del Estado austriaco era muy necesaria, lo demuestra la circunstancia de que el gobierno, a las pocas horas de que esa misión concluyera, garantizó las obligaciones del Zentralbank Deutscher Sparkassen, un banco insolvente.

A parte de la concesión de los préstamos a que antes me referí y de otro en 1923, las potencias occidentales no hicieron nada para ayudar a Austria. Cuando los nacionalsocialistas boicotearon la exportación de madera hacia el Reich alemán, se trató inútilmente de inducir al gobierno francés a que concediera facilidades aduaneras que fomentaran la exportación de madera a Francia.

La leyenda de la incapacidad austriaca de supervivencia se convirtió para los nacionalistas alemanes —transformados tras la caída de la monarquía en partido «gran-alemán»— en el argumento puntero a favor del Anschluss. Para los cristiano-sociales, que fingían ser también favorables, pero hacían todo lo posible para impedirlo, aquella leyenda era un cómodo instrumento para sabotear todos los intentos de reconducir la política económica al carril de la sensatez. Somos incapaces de sobrevivir —decían—, y por ello es inútil inventar políticas económicas capaces de permitir a nuestro Estado una supervivencia imposible. Proponer mejoras capaces de corregir la política económica llegó incluso a considerarse antipatriótico. La teoría de la «incapacidad de supervivencia» era el punto fuerte de la política exterior. Con ella se pensaba poder arrancar a las potencias occidentales toda clase de facilidades. Y quien la criticaba abiertamente —como por ejemplo Friedrich Otto Hertz— era calificado de traidor.

No es necesario demostrar aquí que la teoría de la imposibilidad de supervivencia de los pequeños Estado era totalmente insostenible. Sólo quiero observar hasta qué punto era contradictoria en boca de los proteccionistas en el gobierno. La industria de la nueva Austria, una vez desaparecido el régimen aduanero de la vieja monarquía, había sufrido menos que la de los Sudetes. A partir de 1918, muchas industrias austriacas, liberadas de la presión de la competencia de los Sudetes, habían podido incrementar su producción. Y habían surgido otras industrias nuevas, como por ejemplo la del azúcar. Con el viejo régimen aduanero, la agricultura se encontraba en grave desventaja respecto a la húngara. Ahora la nueva política de aranceles prohibitivos le permitía una notable expansión productiva. Por otro lado, dadas las condiciones desfavorables del mercado del carbón, no constituía ninguna desventaja el que Austria tuviera que importarlo. En general, conviene considerar que, durante la fase de expansión iniciada en 1929, los precios de las materias primas cayeron mucho más rápida y claramente que los de los productos industriales y que la depresión afectó mucho menos a los países industriales que a los agrícolas y productores de materias primas. No había, pues, ninguna justificación para que Austria se uniera al coro de quejas sobre la caída de los precios de las materias primas.

También en el aspecto financiero la nueva Austria sufrió menos que las demás partes del Imperio por la disolución del viejo Estado. En el viejo Imperio, para cubrir los costes administrativos de las demás provincias, el gobierno había tenido siempre que recurrir a los impuestos recaudados en el área que posteriormente constituiría la nueva Austria. No es cierto que los ciudadanos de la Baja Austria vivieran de los tributos de las demás provincias del Imperio, por ejemplo de la Galizia y de la Dalmacia, sino que más bien habían sido ellos los que financiaron a estos.

Se ha dicho que la nueva Austria tuvo que cargar con una parte desproporcionadamente alta del aparato administrativo del viejo Estado plurinacional. Pero tampoco esto es verdad. La nueva Austria absorbió en la administración pública un número reducido de funcionarios, en su mayor parte empleados de los ferrocarriles que habían trabajado en las otras partes del Imperio. El número preciso no se ha sabido nunca, pues los burócratas frustraron cualquier intento de comprobar estos datos. Al mismo tiempo, fueron muchas las personas —acaso hasta diez mil— que encontraron trabajo especialmente en los ferrocarriles. Lo cual quiere decir que el exceso de empleados públicos en Austria no tenía nada que ver con la herencia del viejo Imperio.

Jamás se exagerará el efecto paralizante que tuvo la tesis de la «incapacidad de supervivencia» de la nueva Austria. Apenas se hacía una propuesta de reforma, inmediatamente quedaba descartada en nombre de este lugar común. La evidente ineficiencia de aquella época, aquel responder a cualquier iniciativa con el malhadado «nada que hacer», tuvieron en aquel eslogan una justificación a la que todos acabaron por resignarse.

Fue esta situación la que a veces hizo que fuera titubeante mi actitud respecto al programa del Anschluss. No es que no viera el riesgo que habría representado para la civilización austriaca una asociación con el Reich alemán. Pero había momentos en los que no podía menos de preguntarme si por ventura la anexión no sería el mal menor respecto a una política que nos llevaría ineluctablemente a la catástrofe.

Formalmente, tras el saneamiento de 1922, Austria estaba gobernada por una coalición constituida por cristiano-sociales y partidarios de la Gran Alemania. Los socialdemócratas estaban en la oposición y achacaban a los partidos «burgueses» la responsabilidad de todas las deficiencias del sistema dominante. Pero la realidad efectiva era muy otra. Gran parte del poder ejecutivo estaba en manos de los Lander y sus gobiernos. Los poderes del Estado federal, o sea del parlamento y el gobierno federales, eran limitados. En el Land más importante, más rico y poblado de la federación —la ciudad de Viena— dominaba absolutamente el partido socialdemócrata, el cual aprovechaba su posición de poder para hacer una guerra destructiva contra el sistema económico capitalista. El segunda Land por importancia —la Baja Austria— estaba gobernado por una coalición de socialdemócratas y cristiano-sociales, y aquí los partidarios de la Gran Alemania estaban en la oposición. También en el tercer Land más importante —la Estiria— los socialdemócratas formaban parte del gobierno. Sólo en los pequeños Lander, financiera y demográficamente más pobres, los socialdemócratas estaban en la oposición.

Pero la verdadera posición de fuerza de la Socialdemocracia no dependía de su representación parlamentaria y de su participación en el gobierno, sino de su aparato de terror. El partido socialdemócrata controlaba todos los sindicatos, y sobre todo los de empleados de los ferrocarriles y de la administración postal, telegráfica y telefónica. En cualquier momento podía paralizar mediante la huelga toda la vida económica; apenas surgía una discrepancia con la política del gobierno federal, amenazaba con la huelga de empresas vitales del país y el gobierno no tenía más remedio que ceder.

Pero el aspecto más grave era que la Socialdemocracia disponía de un auténtico ejército de partido, dotado de fusiles y ametralladoras e incluso de artillería ligera, con las correspondientes y abundantes municiones, con una tropa al menos tres veces numéricamente superior a las tropas de que disponía en conjunto el gobierno (ejército federal, gendarmería regional y policía). Las fuerzas armadas federales no disponían ni de tanques ni de artillería pesada ni de aeroplanos, porque estaba prohibido por el tratado de paz, y los agregados militares de las potencias vencedoras vigilaban rígidamente la observancia de las cláusulas de desarme. En cambio, en relación con los socialdemócratas, las potencias occidentales eran más indulgentes. En los meses que siguieron a la firma del armisticio y la celebración del tratado de paz, toleraron que los socialdemócratas se hicieran con todas las armas que quisieran, tomándolas de los depósitos del viejo ejército, y posteriormente toleraron incluso que fueran importadas de Checoslovaquia. El ejército socialdemócrata, oficialmente llamado Ordner [organizadores] hacía desfiles públicos y ejercicios militares sin que el gobierno pudiera oponerse. La Socialdemocracia reivindicaba para sí el «derecho a la calle», sin que nadie se opusiera.

Los socialdemócratas habían arrebatado este derecho ya al viejo Imperio. Durante las agitaciones que en 1907 condujeron a la introducción del sufragio universal, igual y directo para la elección del parlamento, el partido socialdemócrata trató de intimidar y plegar con el terror al gobierno y al parlamento. La constitución austriaca había prohibido expresamente celebrar asambleas al aire libre en las proximidades del parlamento durante sus sesiones. Se quería así garantizar al parlamento la posibilidad de deliberar sin sufrir la presión de las masas de la capital, teniendo en cuenta que la ciudad de Viena, antes de 1907, gozaba de una representación parlamentaria proporcionalmente muy superior a su población. Pero los socialdemócratas no hicieron caso de la prohibición, lo cual fue ignorado por el gobierno. El 28 de noviembre de 1905 Viena quedó totalmente paralizada por la huelga general, y 250 000 trabajadores desfilaron en formación militar a lo largo de la Ringstrasse y ante el edificio del parlamento. Abrían la marcha los funcionarios del partido. Aquella noche me encontré casualmente con Bauer en un café del centro. Estaba literalmente embriagado del éxito de aquella marcha, y dijo, plenamente satisfecho, que la Socialdemocracia tenía ya en su mano la calle y en el futuro sabría como defenderla. Como yo pensaba de un modo algo diferente, pregunté a Bauer: «¿Qué sucederá si otro partido desfila por las calles con fuerzas igualmente organizadas? ¿No estallará necesariamente la guerra civil?». La respuesta de Bauer fue muy significativa: «Esta es una pregunta que sólo puede hacer un burgués que no ha entendido que el futuro sólo nos pertenece a nosotros. ¿De dónde podría venir el partido que osara oponerse al proletariado organizado de la Socialdemocracia? Una vez que hayamos conquistado el poder, ya no habrá reacción».

El marxismo hacía que los socialdemócratas fueran ciegos y obtusos. Un día, en los primeros años de la república austriaca, oí cómo el alcalde de Viena, el socialdemócrata Seitz, hacía las siguientes afirmaciones: «El poder de la Socialdemocracia en Viena está asegurado para siempre. Desde el jardín de infancia se les inculca a los niños una conciencia de clase proletaria; la escuela enseña la doctrina socialdemócrata, y el sindicato perfecciona esta educación. El ciudadano vienés nace socialdemócrata, vive como socialdemócrata, y muere como ha vivido». Exponiéndome al reproche de todos los presentes, me limité a replicar con el dicho vienés «es sollen auch schon vierstöckige Hausherren gestorben sein», algo así como: paciencia, la muerte no respeta a nadie, ni siquiera a los grandes y poderosos.

El terrorismo practicado por la Socialdemocracia obligó a los demás austriacos a organizar a su vez un aparato de defensa. Los primeros intentos comenzaron ya en el invierno de 1918-19. Después de varios fracasos, la milicia patriótica consiguió al fin obtener algunos éxitos organizativos. Pero sus medios y el número de sus miembros fueron modestos hasta 1934, y los celos entre sus dirigentes mermaron su capacidad de acción.

Asistía horrorizado a estos desarrollos, por lo demás inevitables. Era claro que Austria caminaba hacia la guerra civil, y yo nada podía hacer para oponerme a ello. Incluso mis mejores amigos pensaban que a la violencia de la Socialdemocracia sólo se podía responder con igual violencia. El nacimiento de la milicia patriótica introdujo una nueva figura política: el aventurero sin ton ni son, el desesperado obtuso que se abría paso porque sabía organizar un ejercicio militar y poseía un vozarrón para mandar. La biblia de esta gente era el reglamento militar, su lema «la autoridad». Como identificaban la democracia con la Socialdemocracia, en la primera veían el colmo de todos los males. Posteriormente se agarraron a la palabra de orden del «Estado corporativo», pero su ideal social era un Estado militar en el que sólo ellos mandarían.

Con la quiebra del Creditanstalt mayo de 1931 se cerró el tercer periodo de mi actividad en la Cámara de comercio. Los márgenes de maniobra se me había reducido notablemente. Me dediqué entonces con todas mis fuerzas a combatir la política inflacionista que el gobierno había empezado de nuevo a alimentar. Si entonces la inflación no superó el cambio de 175 chelines (en lugar de 139) por 100 francos suizos, y si muy pronto se volvió a una nueva fase de estabilización de este cambio, fue exclusivamente mérito mío.

Pero la batalla por Austria estaba perdida. Aunque hubiera tenido un éxito completo, Austria no habría podido salvarse. El enemigo que la aniquilaría venía de fuera. Austria no podía resistir por mucho tiempo al asalto de los nacionalsocialistas, que no tardaría en arrollar a toda Europa.

Para Austria no se trataba ya de un problema de política interna. Su destino estaba en manos de Europa occidental. Quien quería hacer algo por Austria tenía que hacerlo desde el exterior. Cuando en la primavera de 1934 se me ofreció una cátedra de «Relaciones económicas internacionales» en el Institut Universitaire des Hautes Études Internationales de Ginebra, la acepté con alegría. Conservé sin embargo el puesto en la Cámara de comercio, y de vez en cuando volvía a Viena para continuar mi vieja actividad. Pero estaba resuelto a no establecerme de nuevo en Viena mientras no fuera destruido el Reich nacionalsocialista. Sobre mi actividad política entre 1934 y 1938 volveré más adelante.

Durante dieciséis años libré en la Cámara de comercio de Viena una batalla en la que sólo conseguí un aplazamiento de la catástrofe. Afronté grandes sacrificios personales, aunque siempre preví que no lograría la victoria. Pero no me arrepiento de haber intentado lo imposible. No habría podido comportarme de otro modo. Luché porque no tenía alternativa.