7. La Primera Guerra Mundial

No tengo intención de hablar aquí de la guerra ni de mis propias experiencias militares. Aludiré, pues, a las cuestiones políticas y militares sólo en la medida estrictamente necesaria a la presente exposición.

La guerra fue el resultado de la ideología que durante mucho tiempo habían enseñado todas las cátedras alemanas. Los profesores de las facultades de economía contribuyeron diligentemente a la preparación espiritual de la guerra. No tenían ninguna necesidad de cambiar de ideas o de oficio para desempeñar el papel de campeones como «guardias de corps intelectuales de los Hohenzollern». Schmoller escribió su célebre Manifest der 93 (11 de octubre de 1914). Otro catedrático de economía, Schumacher, llamado luego a Berlín como sucesor de Schmoller, redactó el programa de anexión de las seis principales asociaciones económicas. Sombart escribió Handler und Helden [Mercaderes y Héroes]. Franz Oppenheimer no escatimó insolencias respecto a la ‘incivilidad’ de franceses e ingleses. No se enseñaba ya economía política, sino economía de guerra.

No es que en el campo enemigo las cosas fueran mejor. Pero aquí muchos tuvieron por lo menos el buen gusto de callar; y Edwin Cannan consideró que los economistas tenían el deber de protestar.

En los primeros meses de guerra conseguí a duras penas leer algunas veces el periódico. Luego la situación mejoró, y a finales de 1917 ya no estaba en el frente, sino que trabajaba en Viena, en el Departamento de economía de guerra del ministerio de Defensa. En aquellos años escribí sólo dos breves ensayos, uno sobre la clasificación de las teorías monetarias, que luego se incorporó a la segunda edición [1924] de la Theorie des Geldes. El otro, Vom Ziel der Handelspolitik, lo utilicé para el libro Nation, Staat und Wirtschaft[45], que se publicó en 1919. El libro estaba escrito con criterios científicos, pero su intención era política. Con él me proponía alejar la opinión pública alemana y austriaca de la idea nacionalsocialista —que entonces no tenía aún una denominación particular— y de proponer la reconstrucción adoptando una política democrático-liberal. Nadie entonces se dignó prestarle atención, y casi nadie lo leyó. Pero sé que se leerá en el futuro. Los pocos amigos que lo han leído no lo dudan.

Hacia el final de la guerra escribí un breve ensayo para una revista no destinada al público, editada para uso interno por la Unión de bancos y banqueros austriacos. La censura no toleró el modo en que trataba el problema de la inflación. El ensayo, a pesar de estar escrito en un tono sosegadamente académico, fue rechazado y tuve que reelaborarlo para que pudiera publicarse. En el número siguiente no tardaron en aparecer las réplicas, una de las cuales, si no recuerdo mal, firmada por aquel director de banco, Rosenbaum, que financiaba el Volkswirt de Federn.

En el verano de 1918 pronuncié una conferencia sobre Kriegskostendeckung und Kriegsanleihen, dentro de un curso organizado por el Mando supremo de las fuerzas armadas y destinado a oficiales encargados de la educación patriótica de la tropa. Tampoco en este caso renuncié a criticar las tendencias inflacionistas. Pero la conferencia se publicó sobre el texto mecanografiado sin darme siquiera la posibilidad de leer las pruebas.

Las experiencias acumuladas durante la guerra orientaron mi atención sobre un problema que con el transcurso del tiempo me ha parecido cada vez más importante y que más bien pienso que puede definirse sin más como el problema central y fundamental de nuestra civilización.

Me fui persuadiendo de que sólo con un dominio perfecto de la teoría económica es posible comprender los grandes problemas de la política económica y de la política social. Sólo quien es capaz de dominar los dificilísimos problemas de la economía política puede juzgar si el sistema de cooperación más apropiado es el capitalismo, el socialismo o el intervencionismo estatal. Sin embargo, la decisión política no la toma el economista, sino la opinión pública, o sea el pueblo en su globalidad. Es la mayoría la que decide lo que hay que hacer. Y esto es válido para cualquier gobierno. También el monarca absoluto y el dictador pueden gobernar sólo de acuerdo con lo que reclama la opinión pública.

Hay escuelas de pensamiento que no quieren ni siquiera tomar en consideración semejantes problemas. El marxismo ortodoxo cree que es el proceso dialéctico del desarrollo histórico el que orienta a la humanidad, inconscientemente, por su inevitable camino, es decir el que la conduce a su salvación. Otra variante del marxismo opina que la clase nunca puede equivocarse. Es lo mismo que el misticismo racista piensa de la raza: el carácter peculiar de la raza sabe encontrar la solución justa. La mística religiosa —incluso cuando se presenta en forma moderna, por ejemplo en el Führerprinzip, en el principio del jefe o principio autoritario— pone su confianza en Dios. Dios no abandonará a sus hijos y los defenderá del mal mediante la revelación y el envío de pastores llenos de gracia. Pero todos estos expedientes se van al traste con la experiencia, que nos dice que existen diversas teorías; que incluso en el ámbito de las distintas clases, razas y poblaciones existen opiniones distintas; que hombres libres con programas diferentes se disputan la primacía; y que son muchas y diferentes las iglesias que pretenden anunciar el verbo divino. Hay que ser ciegos para sostener que, apelando a la dialéctica de la historia, a la inevitable conciencia de clase, a la peculiaridad racial o étnica, al verbo divino o al mandato de un príncipe, se puedan dar respuestas unívocas a cuestiones como la que se refiere, por ejemplo, a la posibilidad o no de que la expansión del crédito reduzca realmente a la larga la tasa de interés.

Los liberales del siglo XVIII estaban dominados por un optimismo ilimitado: los hombres son razonables, y por lo tanto la opinión justa acabará triunfando. La luz desvanecerá las tinieblas; los esfuerzos de los oscurantistas encaminados a mantener al pueblo en la ignorancia, para poder dominarlo mejor, no pueden detener el progreso. De este modo la humanidad iluminada por la razón avanza hacia un perfeccionamiento cada vez más alto. La democracia, con su libertad de pensamiento, de palabra y de prensa, es garantía de éxito de la verdadera doctrina: dejad que las masas decidan, su elección será seguramente la más conveniente.

Pero hoy ya no podemos compartir este optimismo. El conflicto entre las doctrinas político-económicas plantea a nuestra capacidad de juicio preguntas mucho más difíciles que los problemas que se planteaba la Ilustración: preguntas que se refieren a la superstición y a las ciencias de la naturaleza, a la tiranía y a la libertad, al privilegio y a la igualdad ante la ley.

Son las masas las que tienen que decidir. Ciertamente, los economistas tienen el deber de iluminar a sus conciudadanos. Pero ¿qué sucede si los economistas no están a la altura de esta función dialéctica y son suplantados en la opinión de las masas por los demagogos? ¿O si las masas son demasiado poco inteligentes para comprender las teorías económicas? Si, como hemos podido constatar, incluso hombres como John Maynard Keynes, Bertrand Russell, Harold Laski y Albert Einstein no han sido capaces de comprender los problemas económicos, ¿no es forzoso concluir que el intento de llevar a las masas por el camino recto no tiene perspectiva alguna?

Si esperamos una ayuda de un nuevo sistema electoral o del perfeccionamiento del sistema educativo nacional, se nos escapa el núcleo del problema. Con las propuestas de modificación del sistema electoral se pretende limitar o incluso quitar a una parte de la población el derecho de participar en las elecciones de los legisladores y del gobierno. Pero esta no sería una solución. Un gobierno apoyado en la minoría, que tenga enfrente a las masas, no podrá sostenerse por mucho tiempo. Y, si se niega a plegarse a la opinión pública, será arrollado por una revolución. La ventaja de la democracia consiste en hacer posible la adaptación pacífica del sistema de gobierno y del personal gubernamental a los deseos de la opinión pública y en garantizar de este modo la continuidad tranquila e imperturbada de la cooperación social dentro del Estado. No se trata aquí de un problema de democracia, sino de mucho más: es un problema que se presenta en todas las situaciones, bajo cualquier forma constitucional posible.

Se ha dicho que la verdadera cuestión es la referente a la educación y la información nacional. Pero sería un grave error creer que aumentando el número de escuelas y de conferencias y la difusión de los libros y las revistas se pueda hacer que triunfen las ideas justas. Con los mismos instrumentos también se pueden reclutar adeptos a doctrinas falsas. La pena es que las masas no son culturalmente capaces de elegir los medios que conducen a los fines que persiguen. El hecho de que sea posible imponer al pueblo, por sugestión, juicios preformados, demuestra que el pueblo no es capaz de un juicio autónomo. Y aquí está el gran peligro.

Como se ve, también yo había desembarcado en ese pesimismo sin esperanza que desde hacía tiempo se había adueñado de los mejores hombres de Europa. Hoy sabemos, por su correspondencia, que tampoco el gran historiador Jacob Burckhardt se hacía ilusiones sobre el futuro de la civilización europea. Este pesimismo había doblegado a Menger y planeó como una sombra sobre la vida de Max Weber, que en los últimos meses de la guerra —cuando enseñó durante un semestre en la Universidad de Viena— fue buen amigo mío.

¿Cómo se vive cuando se es consciente de una catástrofe inevitable? Es cuestión de temperamento. En el instituto, fiel a una costumbre humanística, había elegido como lema personal un verso de Virgilio: Tu ne cede malis sed contra audentior ito [No cedas al mal, sino lucha contra él con mayor coraje]. En las horas más tétricas de la guerra me acordé siempre de este lema. Me había encontrado continuamente en situaciones de las que era imposible hallar una salida con una reflexión racional; pero luego sucedía siempre algo inesperado que representaba la salvación. Incluso en aquella ocasión no perdí el ánimo. Quería tratar de hacer todo lo que un economista puede hacer, y así decidí escribir un libro sobre el socialismo. Lo había proyectado ya antes de la guerra; era el momento de realizarlo.