Terminados los dos artículos sobre la política valutaria del Banco central, me dediqué a la elaboración de mi Theorie des Geldes und der Umlaufsmittel. Apenas había escrito las primeras páginas cuando, a principios de enero de 1909, fui llamado a las armas por un breve periodo de servicio extraordinario, debido a la llamada «crisis de la anexión», que había inducido al gobierno a adoptar medidas especiales y a acelerar la revisión del armamento pesado. Al regresar a Viena, empecé a trabajar en la Cámara local de comercio, y en los primeros meses de la nueva actividad no tuve tiempo ni calma para dedicarme a mi trabajo científico. Sólo en otoño pude reanudarlo efectivamente. En los primeros días de 1912 el manuscrito estaba ya listo para la imprenta[39].
La gran dificultad que encontré a lo largo de la elaboración del libro se debía al hecho de que en realidad le consideraba tan sólo como una sección de todo el campo de problemas económicos que pretendía afrontar. La economía política debe ser siempre y necesariamente un sistema orgánico y coherente. No se puede aislar algunas partes y estudiarlas separadamente. En economía política no existe la especialización. Quien trata un aspecto parcial, debe hacerlo en el ámbito de una teoría que comprenda el conjunto de los problemas. Pues bien, yo me encontraba en la situación de no poder servirme de ninguna de las teorías vigentes. El sistema de Menger y de Böhm-Bawerk ya no me satisfacía del todo. Gracias a estos dos maestros, estaba mucho más adelante en el camino que ellos habían trazado, y el aspecto de su obra que menos me satisfacía era precisamente el tratamiento de aquellos problemas que consideraba prioritarios en la teoría del dinero.
Por entonces predominaba la convicción de que se podía aislar la teoría del dinero del contexto total de los problemas económicos; más aún, se pensaba que propiamente no pertenecía en absoluto a la economía política, sino que representaba en cierto modo una disciplina autónoma. En virtud precisamente de esta concepción, en las universidades anglosajonas se crearon cátedras especiales de currency and banking. Pero se trataba, cabalmente, de una concepción errónea, y por mi parte tenía la intención de demostrar que era insostenible y de reconducir la teoría monetaria al ámbito de la economía política.
Si hubiera tenido tiempo y modo de trabajar tranquilamente, antes de la teoría del cambio indirecto que me disponía a exponer, habría escrito un primer volumen sobre el cambio directo. Pero no creía que tuviera para ello mucho tiempo. Sabía que estábamos en vísperas de una gran guerra y quería terminar el libro antes de que estallara. De modo que decidí apartarme sólo en pocos puntos del ámbito específico de la teoría monetaria y dejar a un lado por el momento todas mis perplejidades. Pensaba que sólo así podría llevar a cabo mi tarea.
Debo, sin embargo, precisar que todas mis posibles críticas a Menger y a Böhm-Bawerk se referían no tanto a lo que habían dicho como más bien a lo que no habían dicho.
Lo que reprochaba a ambos era que no habían sustituido la insuficiente delimitación del campo de la economía política efectuada por John Stuart Mill por una definición más convincente de sus límites; no haber criticado como se merecía el planteamiento aún más inadecuado de la economía política matemática, no haberla rechazado mediante una elaboración más rigurosa de su propio punto de vista. Lamentaba sobre todo que, en la discusión con Wieser, Böhm-Bawerk hubiera dejado de afrontar muchos puntos que ciertamente tenían una importancia decisiva.
Uno de los puntos de la teoría monetaria que no podía absolutamente pasar por alto, aun sabiendo que se refería a la teoría general del valor, era el problema de la presunta medida del valor y el con él relacionado del valor total. Para elaborar una teoría del dinero, era preciso destruir la idea de que puede existir algo así como el cálculo del valor o incluso la medida del valor; de que, conociendo el ‘valor’ de una porción de una provisión de bienes, se puede calcular el ‘valor’ de toda la provisión, o que, inversamente, conociendo el ‘valor’ de toda la provisión, se puede calcular el ‘valor’ de sus porciones. En general, había que eliminar la hipostatización del ‘valor’ y demostrar que existe ciertamente un valor y una valoración por nuestra parte, pero que el uso de la expresión ‘valor’ sólo puede tener sentido si define objetos valorados o el resultado de un acto de valoración.
Me dispuse a resolver este problema en los primeros capítulos del libro, tratando en particular de refutar los errores cometidos sobre este punto por Irving Fisher y por Schumpeter. Me sirvió mucho para ello el libro de Cuhel[40]. Hoy este autor está ya olvidado y su libro superado; espero, sin embargo, que algún día se le dará finalmente el puesto de honor que le corresponde en la historia de nuestra ciencia.
La teoría de la formación y de los cambios del poder adquisitivo del dinero arranca de la teoría mengeriana de la disponibilidad de efectivo. Todo el resto tuve que reformularlo de nuevo. No pretendo hacer aquí un resumen del libro. Sólo quiero hacer algunas observaciones sobre el método que seguí y sobre su importancia.
Siempre he adoptado el método ‘gradualista’, el método del paso a paso, que hoy alguien piensa haber descubierto por primera vez por el simple hecho de haberle llamado period analysis o process analysis. Es el único método admisible, frente al cual la controversia entre short run economics y long run economics parece innecesaria, ya que todo análisis, pasando por efectos in the short run, lleva a efectos in the long run. Y de este modo también la distinción entre estática y dinámica resulta inútil. Si ninguna condición se considera ‘normal’, si se tiene la percepción de que el concepto de ‘equilibrio estático’ no tiene nada que ver con la vida y con el obrar real que estudiamos, y que es sólo una construcción ideal de la que nos servimos para comprender conceptualmente la acción humana mediante la representación de una situación en la que no hay acción, entonces hay que reconocer que estudiamos siempre y sólo situaciones en movimiento, nunca una situación ‘en equilibrio’. Toda la economía matemática es un inútil juguetear con bellas ecuaciones y curvas que antes de ser planteadas y trazadas tienen que ir precedidas de reflexiones no matemáticas. Trazar ecuaciones no amplía nuestros conocimientos. Las ecuaciones de la cataláctica matemática, al revés que las ecuaciones de la mecánica, que pueden servir para resolver un problema gracia a la introducción de constantes y de datos empíricamente comprobados, no pueden servir para fines prácticos. Y ello por la sencilla razón de que en el reino de la acción humana tales relaciones constantes no se dan.
En mi libro sobre el dinero no empleé ni siquiera una palabra que sonase a polémica contra la escuela matemática. Expuse la teoría en sus términos apropiados, renunciando a criticar el método de los matemáticos. Resistí incluso a la tentación de hacer añicos el gratuito concepto de ‘velocidad de circulación’. A la economía política matemática le di el golpe mortal demostrando que la cantidad de dinero y el poder adquisitivo de la unidad monetaria no son inversamente proporcionales. La única relación constante que se creía haber hallado entre las «cantidades económicas» ha resultado ser una variable dependiente de los datos de cada caso singular. Las ecuaciones de intercambio de Fisher y de Gustav Cassel fueron llevadas ad absurdum.
El análisis gradualista sólo puede pensarse en la dimensión ‘tiempo’. El time-lag entre causa y efecto se convierte para él en una multiplicidad de diferencias temporales entre los distintos efectos que se siguen entre ellos. La consideración de estos time-lags nos lleva a una teoría precisa de las consecuencias sociales que acompañan a los cambios de poder adquisitivo del dinero.
Para explicar mejor lo que antes dije acerca de mis objeciones a la teoría de mis viejos maestros Menger y Böhm-Bawerk, y aclarar así también con un ejemplo concreto la diferencia entre la vieja y la nueva Escuela austriaca, debo referirme a la reacción de Böhm-Bawerk respecto a mi teoría. Tanto Menger como Böhm-Bawerk habían partido de la tácita suposición de la neutralidad del dinero. Habían desarrollado la teoría del intercambio directo, y estaban convencidos de que, con la construcción puramente ideal de un mercado de intercambio directo, sin uso de dinero, se habrían podido resolver definitivamente todos los problemas de la teoría económica. Ahora bien, a la luz de mi teoría de la necesaria no-neutralidad del dinero, esta concepción resultaba ser insostenible. Pero Böhm-Bawerk se negaba a admitirlo. No ponía ningún reparo contra la congruencia lógica de las argumentaciones de mi análisis gradualista; no negaba el resultado, es decir el hecho de que el cambio de poder adquisitivo no modifica ni simultánea ni uniformemente los precios de las distintas mercancías y servicios y que no es exacto que los cambios en la cantidad de dinero modifiquen en la misma proporción, ceteris paribus, el «nivel» de los precios. Pero opinaba que se trataba de un «fenómeno de fricción» y que la vieja teoría era «en principio» correcta y conservaba todo su significado para el análisis de la «acción puramente económica», si bien en la realidad existen resistencias y fricciones que hacen que el resultado se desvíe del que se obtiene por vía puramente teórica. Traté en vano de convencer a Böhm-Bawerk de que era inadmisible usar metáforas tomadas de la mecánica pura. Como se desprende claramente de su división de la teoría del precio en dos partes, Böhm-Bawerk era totalmente prisionero de la concepción milliana[41]. Sólo habría podido convencerle si en aquella época hubiera conseguido aclararme a mí mismo los problemas fundamentales. Pero, por desgracia, también yo sufría entonces la influencia de Mill. Sólo muchos años después conseguí refutar la teoría de Böhm-Bawerk de la «ventaja del cambio directo»[42]. Y creo que con mi ensayo, dedicado exclusivamente a la crítica de las teorías de Menger y de Böhm-Bawerk, erigí en el fondo el mejor monumento a estos dos maestros.
En el capítulo de mi libro sobre el dinero en el que me ocupo de la determinación de las relaciones de cambio entre diversos tipos de moneda, traté de formular de manera nueva la inconfundible teoría de Ricardo, que había sido injustamente sustituida por la «teoría de la balanza de pagos», completamente insostenible. Cassel, que inmediatamente después repropuso la teoría ricardiana con una formulación inadecuada, acuñó para ella la definición de «teoría de la paridad de poder adquisitivo». En los años veinte, cuando se estaba de acuerdo, se la llamaba teoría de Cassel y, cuando se la rechazaba, teoría de Mises. Pero repito: es la teoría de Ricardo.
El segundo gran problema que afrontaba en mi libro era el de los medios fiduciarios. Tuve que acuñar este nuevo concepto para acabar con la confusión general ligada al uso del término ‘crédito’. Si no se distingue entre crédito comercial (Sachkredit) y crédito de circulación (Zirkulationkredit) —que Machlup tradujo muy bien por transfer credit y created credit— jamás podrá llegarse a resultados provechosos. Sólo gracias a esta distinción se crean los presupuestos para una crítica correcta de la ‘elasticidad’ de los medios de pago bancarios y se da vía libre a la teoría del crédito de circulación (monetary theory) para la comprensión del cambio de coyuntura. Se me hizo el honor de llamarla «teoría austriaca del ciclo económico».
En el último capítulo de mi libro me preocupé también de afrontar las cuestiones de política monetaria y bancaria que por entonces despertaban general interés. Concluía advirtiendo que las teorías de política bancaria dominantes llevarían muy pronto a resultados catastróficos.
El libro, como era de esperar, fue puntualmente rechazado de mala manera en las recensiones de las revistas científicas alemanas. No me preocupé por ello lo más mínimo. Sabía que mis previsiones se cumplirían muy pronto. Y veía con espanto cómo se acercaba la catástrofe que había anunciado.
¡Cuántos libros innovadores ‘destruidos’ por los críticos mantienen en cambio su perenne validez! Quien prefiere decir sólo lo que se desea oír, haría bien en estar callado. ¿Quién recuerda hoy los varios Knapp, Bendixen, Liefmann, Diehl, Adolf Wagner, Bortkiewicz, que por entonces eran celebrados en Alemania como grandes «teóricos monetarios»?
El primer economista que prestó atención a mi trabajo fue Benjamin M. Anderson en su libro The Value of Money, publicado en 1917. Lo leí sólo dos años después. En aquel tiempo, Austria estaba aún en guerra con Estados Unidos.
John M. Keynes recensionó mi libro en el número del Economic Journal que se publicó al poco de estallar la guerra[43]. No escatimó algunas alabanzas («no puede negarse que el libro tiene méritos notables,… y que está exento de prejuicios en la medida humanamente posible»), pero en conjunto le decepcionó profundamente.
Según Keynes, mi libro no era «ni constructivo ni original»; era como si «le faltara el impulso para despegar». Y concluía: «El lector cierra el libro con la sensación decepcionante de que un autor tan inteligente, franco y de vasta cultura nos ha ayudado muy poco a comprender claramente los fundamentos de su tema». Dieciséis años después, Keynes admitirá que su conocimiento del alemán era bastante escaso. «En alemán —dirá— consigo comprender exactamente sólo lo que ya conozco, de suerte que las ideas nuevas me están vedadas por la dificultad del lenguaje»[44]. No fue culpa mía si Keynes no encontró mi libro ni original ni constructivo y si no consiguió comprender claramente los problemas.