5. Primeros escritos sobre la teoría del dinero

En su obra Das Geld, publicada en 1903, Helfferich sostenía que la teoría de la utilidad marginal fallaba ante el problema del valor del dinero. Quise comprobar la exactitud de tal afirmación, y a partir de 1906 me dediqué a estudiar a fondo los problemas del dinero y de la banca. Estudié las grandes obras teóricas sobre el dinero y la historia de las monedas europeas, de Estados Unidos y de la India británica, tratando de orientarme en la enmarañada selva de los escritos sobre la materia.

Como primer resultado, publiqué en el número 16 de la Zeitschrift für Volkswirtschaft, Sozialpolitik und Verwaltung un ensayo sobre «Die wirtschaftspolitischen Motive der österreichischen Valutaregulierung». En otoño de 1908, Edgeworth invitó a Philippovich a que escribiera para el Economic Journal un breve artículo, de diez páginas a lo sumo, sobre la política monetaria del Banco Austro-Húngaro. Philippovich declinó la invitación y me propuso a mí. Acepté, escribí el artículo, pero al mismo tiempo decidí tratar más ampliamente este tema para una revista alemana. Nació así el ensayo sobre «Das Problem gesetzlicher Aufnahme der Barzahlungen in Österrreich-Ungarn», que se publicó en la primavera de 1909 en el Schmoller Jahrbuch y que inmediatamente suscitó las violentas protestas del poderoso partido inflacionista que dominaba en Austria.

Ya cuando escribí estos tres artículos, mis reflexiones me llevaron a descubrir las carencias más graves de las teorías monetarias dominantes. Me fui convenciendo de que la teoría de la balanza de pagos y el dogma de la «elasticidad» de los medios de pago bancarios eran insostenibles. Estos breves artículos dedicados a problemas de historia económica y de política económica no eran ciertamente el lugar más indicado para resolver estas grandes cuestiones. Por lo que tuve que reservar tales desarrollos a la obra teórica que venía proyectando, y mientras tanto seguir moviéndome en el terreno de las concepciones generalmente aceptadas.

No voy a hablar aquí de mi crítica a las posiciones de Knapp en materia de política monetaria del Banco central. Las teorías de Knapp, que en Alemania y en la Europa oriental de la época gozaban de general aplauso, están hoy totalmente olvidadas. Pero quien por casualidad quisiera estudiar la historia de la decadencia del pensamiento alemán en general y del económico en particular hallaría uno de los materiales más extraordinarios y psicológicamente más interesantes en el párrafo VI de mi ensayo citado «Das Problem gesetzlicher Aufnahme der Barzahlungen in Österreich-Ungarn». Knapp, por ejemplo, hablaba de las angustias del Banco central debidas a la política monetaria y sostenía que era el Estado quien tenía que curarlas. Pero habría bastado echar una ojeada a los balances del banco para percatarse de que las transacciones monetarias que él mismo realizaba producían elevados beneficios y que el Estado absorbía una parte de ellos.

El problema que trataba en mi artículo era el de la propuesta de admitir legalmente la convertibilidad de los billetes emitidos por el Banco austrohúngaro. Desde hacía muchos años, el Banco central venía atendiendo sin demora y sin discriminaciones cualquier petición de cesión de divisas extranjeras, ateniéndose a un tipo de cambio que en todo caso nunca había superado la paridad con el oro fijada por la corona, a no ser con el margen que en los países que practicaban efectivamente la convertibilidad se indicaba como punto oro superior. Por lo tanto, en Austria-Hungría se emitían de facto los pagos a la vista, y la discusión se refería tan sólo a si era o no oportuno transformar esta situación de hecho en una situación de derecho. A favor de esta última solución estaba la circunstancia de que los mercados de divisas concederían condiciones más favorables a los préstamos en coronas en caso de que la convertibilidad de los billetes no dependiera ya de la discrecionalidad del Banco central. Este argumento lo sostuvo con particular énfasis Hungría, que veía en la actitud negativa de la dirección del Banco y de ciertos ambientes austriacos una voluntad de perpetuar su propia dependencia respecto al mercado monetario vienés y de impedir dirigirse al mercado monetario occidental, en el que el dinero era más barato. En cambio, contra la oportunidad de oficializar jurídicamente la situación vigente no existía ningún argumento válido.

Para defender su punto de vista, los adversarios de la consagración jurídica de la convertibilidad habían montado una teoría que realmente era insostenible. Afirmaban que un banco central obligado de legez convertir los billetes al portador se habría visto obligado a adaptar el tipo de descuento a las condiciones del mercado monetario internacional. Pero el Banco austrohúngaro, gracias a la circunstancia de no ser obligatoria la conversión, se hallaba en una posición más favorable. Podía distinguir entre necesidad legítima e ilegítima de divisas, y como ilegítima se consideraba la necesidad de quienes querían transferir dinero al exterior para aprovecharse de posibles tipos de interés locales más altos. El Banco central no tenía siquiera que tomar en consideración estas operaciones especulativas sobre los tipos de interés, limitándose a atender las necesidades legítimas. De este modo conseguiría evitar, o por lo menos aplazar, el aumento del tipo de interés, de otro modo inevitable en caso de que se viera obligado a la convertibilidad.

Sólo que esta doctrina era absolutamente falsa. El Banco central no distinguió nunca entre solicitud legítima y solicitud ilegítima de divisas; desde 1900 venía atendiendo siempre cualquier solicitud que se le dirigiera. En todo caso, si hubiera adoptado el procedimiento descrito por los adversarios de la convertibilidad legal, los execrados especuladores habrían tratado de adquirir las divisas en el mercado abierto; a su vez, esta mayor demanda habría elevado los tipos de cambio, y la divisa austriaca se había devaluado inevitablemente.

Por lo demás, esa doctrina no era ni nueva ni específicamente austriaca. Era simplemente la vieja y errónea doctrina que quince años antes había sido propuesta para magnificar las ventajas de la política francesa del agio de oro. Pero los partidarios de dicha política jamás negaron que su aplicación llevara a un aumento de los tipos de cambio, y la aconsejaron a Francia, que entonces era uno de los grandes países exportadores de capital, y no un país importador, como era Austria-Hungría. Para un país deudor, el debilitamiento de las relaciones con los mercados monetarios internacionales tenía que provocar inevitablemente un encarecimiento y no una reducción del coste del crédito.

Apenas terminado mi artículo, me extrañó recibir una invitación del vicepresidente del Banco [central austriaco], Waldmayer. Durante la conversación en su despacho, me dijo que había sabido por el profesor Landesberger que yo necesitaba material para un estudio sobre la política del Banco austrohúngaro y que con mucho gusto lo pondría a mi disposición, con la condición de que me comprometiera a someter a la dirección del Banco mi artículo antes de publicarlo. Lo rechacé, cortés pero resueltamente. No conocía entonces al profesor Landesberger, pero sabía que era muy amigo de Philippovich; podía pues suponer que Philippovich le había permitido ojear mi artículo y que le había informado de su contenido.

De la conversación con Waldmayer saqué la impresión de que la dirección del Banco estaba particularmente interesada en dejar la situación tal como estaba. Y, francamente, no lograba entenderlo. Ciertamente, sabía que la legalización de la convertibilidad reduciría cuantitativamente el derecho del Banco central a invertir una parte de sus reservas en depósitos y títulos extranjeros y, por consiguiente, sus ingresos brutos. Pero también era cierto que los que lo sufrirían serían sobre todo los accionistas y los dos Estados interesados en los ingresos del Banco. Era previsible que los ministros de Hacienda se apresurarían, con oportunas modificaciones legislativas, a descargar la mayor parte de las pérdidas sobre los accionistas cuyos intereses a nadie importaban, y menos aún a los directivos del Banco central, nombrados por los gobiernos austriaco y húngaro. ¿A qué se debía, pues, este vivo interés del Banco? Al abandonar el despacho de Waldmayer tuve la impresión de que estaría dispuesto a ofrecerme una notable cantidad de dinero si me hubiera mostrado algo más maleable. Se sabía oficialmente que el Banco disponía de un fondo destinado precisamente a este tipo de objetivos.

Sólo al cabo de muchos años se me dio una explicación de este comportamiento. Cuando en 1912 publiqué un artículo sobre la nueva (¡la cuarta!) renovación de las prerrogativas concedidas al Banco central —por el que fui nuevamente atacado por los adversarios de la convertibilidad—, Böhm-Bawerk [a la sazón ministro de Hacienda] me explicó las razones de la resistencia de los directivos de esta institución. Una parte de los ingresos de las inversiones en obligaciones extranjeras —me dijo— se registraba en una cuenta secreta, que solo el gobernador manejaba a voluntad. Esta cuenta servía para pagar sustanciosas recompensas a los ya muy bien pagados altos funcionarios del propio Banco, a los funcionarios del gobierno encargados de la vigilancia bancaria, a periodistas, políticos, y, cuando se terciaba, también a otros personajes. Me dijo también que se había enterado por pura casualidad de la existencia de este fondo, cuando el ministro de Hacienda húngaro se le quejó de que la cuota del fondo reservada a los austriacos era proporcionalmente muy superior a la destinada a los húngaros. Añadió que todo este asunto le había disgustado, produciéndole cierta aversión hacia su caigo y hacia toda actividad en la administración pública. Por lo que respecta al ministro de Hacienda húngaro, se opuso firmemente a su deseo de acabar con esa corrupción. «Consideré que era mi deber —concluyó Böhm-Bawerk— revelarle estas cosas, para que comprendiera los motivos ocultos de los ataques de que usted ha sido objeto». Tuve que prometer a Böhm-Bawerk que no diría palabra a nadie sobre todo este asunto, a menos que otros me proporcionaran las mismas informaciones. He callado hasta hoy, aunque algunos años después de la guerra el encargado de las relaciones del Banco con la prensa me puso espontáneamente al corriente con total franqueza del uso que se hacía del fondo. Su importe no era ciertamente comparable con los famosos fondos reservados [Reptilien fonds] de Bismarck, pero era bastante considerable para explicar la obstinada resistencia de los directivos del Banco central y de ciertos altos personajes a una reforma que habría podido secar aquella fuente.

Los ataques más virulentos contra mis argumentos procedieron de Walter Federn, editor del semanario económico Österreichischer Volkswirt. Antes de convertirse en corresponsal de bolsa para varios periódicos, Federn había sido empleado de banca de segundo orden; desde hacía algunos años venía publicando el Volkswirt, financiado por un director de banca amigo suyo, un tal Rosenbaum. Federn carecía de cultura económica y tal vez jamás había leído un libro de economía a excepción de la Staatliche Theorie des Geldes de Knapp[38]. Tenía un conocimiento muy limitado de la situación económica y de los datos estadísticos, y carecía totalmente de capacidad crítica y de autonomía de opinión; todos conocían sus límites culturales, aunque alababan el estilo ligero de su prosa. La principal fuente de financiación de su periódico, que entonces contaba con muy pocos subscriptores, eran —aparte las aportaciones de Rosenbaum— las «contribuciones» que solían aportar los bancos y las grandes sociedades anónimas a las revistas económicas semanales y mensuales a cambio de la publicación de anuncios y de noticias de la redacción sobre su actividad y sobre las asambleas generales. Naturalmente, los periódicos no podían menos de temer que un empresario muy vinculado a sus columnas interrumpiera las aportaciones, pero se toleraba una crítica moderada a quienes les financiaban.

En realidad no eran estas subvenciones las que privaban de independencia a los periódicos económicos vieneses. La gran temporada del periodismo económico vienés hacía tiempo que había terminado. Los grandes economistas que colaboraron en los periódicos entre 1860 y 1900 —baste citar el nombre de Menger— no tuvieron continuadores dignos de ellos. Sólo en la redacción de la Neue Freie Presse y del Nenes Wiener Tagesblatt había aún economistas competentes e inteligentes. Los demás redactores eran ignorantes y absolutamente incapaces de pensar. Baste decir que la información la obtenían de los directamente interesados. Los corresponsales de las bolsas pedían las noticias a los agentes de bolsa de los grandes bancos. Cuando se adoptaba una medida del gobierno o se concluía alguna importante transacción económica, el periodista corría al funcionario gubernativo competente o al empresario interesado, y largaba al público las noticias que estos le habían proporcionado. De este modo, el gobierno no tenía necesidad siquiera de corromper a los periodistas: bastaba con informarles. Lo que más temían los periodistas era que se les informara con un día de retraso respecto a sus colegas de camarilla. Y para evitar este castigo, estaban siempre listos a compartir el punto de vista del gobierno. Por otra parte, su ignorancia económica ofrecía la ventaja de que podían comportarse de este modo con total tranquilidad de conciencia.

Unos dos años antes de la publicación de mi artículo, Federn había obtenido de funcionarios del Banco austrohúngaro una serie de informaciones sobre la política monetaria de dicho banco, publicando el fruto de estas informaciones en una serie de artículos en Die Zeit y en el Frankfurter Zeitumg. Estaba muy orgulloso de estos artículos, que consideraba como un gran golpe periodístico, por lo que se sintió profundamente herido en su vanidad por mi crítica. En esta circunstancia radicaba sobre todo la fanática violencia de sus ataques contra mí. Naturalmente, también tuvo su papel el natural deseo de agradar a los funcionarios del Banco y del ministerio de Hacienda. Pero Federn no defendía el punto de vista del Banco central porque recibiera de ellos las famosas contribuciones. Estoy convencido de que ni siquiera sabía que estas subvenciones provenían de un fondo secreto ilegal que podía ponerse en peligro por una eventual adopción por ley de la convertibilidad. El perceptor individual de estas subvenciones bancarias podía perfectamente estar de buena fe, pues el Banco disponía también de un fondo para la prensa alimentado por ingresos normalmente consignados en el balance. Quien no conociera el importe global de los gastos que destinaba a la prensa y a otros menesteres, podía suponer que la dotación del fondo para la prensa era legal.

Cuando Böhm-Bawerk me reveló el secreto del fondo de que disponía el Banco, me hallé frente a un problema nuevo para mí. Por aquella época hacía ya muchos años que ejercía la profesión. Había trabajado durante algunos meses en la administración financiera del Estado y de la abogacía. Luego dos años en el tribunal, y desde 1909 era funcionario de la Cámara de comercio. No puede decirse, pues, que ignorase la existencia de la corrupción —que es un fenómeno concomitante e inevitable del intervencionismo estatal— y que no supiera que la misma rozaba incluso las más elevadas cimas del Estado. Pero era la primera vez que en una disputa científica me encontraba frente a adversarios cuyos motivos no tenían nada que ver con la materia objetiva de que se trataba. Reflexioné larga y profundamente sobre la actitud que había que mantener en tales situaciones, y al final logré adoptar una postura muy clara.

El economista debe polemizar con las doctrinas, no con las personas. Debe criticar las falsas doctrinas, pero no es tarea suya hurgar en los motivos personales de las doctrinas erróneas. El economista debe combatir a sus adversarios suponiendo que les mueven exclusivamente consideraciones objetivas. No se trata de saber si quien sostiene una opinión errónea lo hace de buena o de mala fe, sino sólo si esa opinión es exacta o inexacta. Descubrir la corrupción e informar a la opinión pública es tarea de otros.

A estos principios me he atenido siempre con absoluto rigor. He sabido, si no todo, por lo menos muchísimo de la corrupción de los partidarios del intervencionismo estatal y de los socialistas con los que me veía obligado a polemizar; pero nunca me serví de las informaciones de que disponía. No siempre se comprendía esta posición mía. Puesto que los socialdemócratas me atacaban continuamente, incluso de forma virulenta, muchas personas me proporcionaban amplio material sobre los oscuros manejos de los directivos de la Socialdemocracia. E incluso sin la ayuda de estas informaciones, estaba perfectamente al corriente del bajo nivel moral del partido. De modo que si hubiera querido ponerme a hurgar en esos manejos, no habría tenido necesidad alguna del material que se me ofrecía. Algunos incluso tomaban a mal el que rechazara amablemente las ofertas de documentos que habrían podido aportar la prueba judicial de las apropiaciones indebidas y de los embrollos de mis adversarios.

Durante la crisis del invierno 1912-13, provocada por la guerra de los Balcanes, el Banco austrohúngaro intentó realmente, durante algún tiempo, no atender una parte de la demanda de divisas. La consecuencia fue, obviamente, el aumento de la demanda en el mercado abierto y un alza en los tipos de cambio, que obligaron al Banco central a volver apresuradamente a su vieja política de la cesión ilimitada e incondicionada de las divisas. Y creyó que obraba con particular perspicacia elevando un poco su cotización. Pero el único resultado que obtuvo fue resquebrajar la confianza en la moneda austriaca entre los inversores extranjeros, los cuales se apresuraron a retirar una parte considerable de sus inversiones monetarias a corto plazo realizadas en Austria.

El deterioro del poder adquisitivo de la corona austriaca frente al oro, las divisas y las mercancías extranjeras era exactamente el objetivo que se proponían los inflacionistas. Incluso los adversarios más inteligentes de la convertibilidad —por ejemplo el profesor Landesberger y el jefe de la sección de política aduanera del ministerio de Comercio exterior, Richard Riedl— lo admitieron abiertamente. Sólo un obtuso como Federn podía creer que el rechazo de la convertibilidad de los billetes fuera conciliable con la estabilidad de los cambios. Los inflacionistas saludaron la pequeña devaluación de la corona como un primer paso por el camino que ellos propiciaban. Lo único que desaprobaban era la vuelta del Banco central a la política de convertibilidad incondicionada. Y tenían razón al pensar que el cambio de postura del banco era resultado de mi intervención.

Por supuesto, sabía perfectamente que la opinión pública austriaca era favorable a la inflación y que muy pocos eran partidarios, como yo, de una política de estabilidad de los cambios monetarios. Ministro de Hacienda era entonces el conde Zaleski, un polaco que antes de su nombramiento, debido a motivos puramente políticos, jamás se había ocupado de problemas financieros y que admitía abiertamente su incompetencia en la materia. En una conversación en casa de amigos comunes declaró: «Algunos miembros del club polaco (de la Cámara de los diputados) me han explicado que un alza de los tipos de cambio debe considerarse como un fenómeno positivo y no negativo, y que un alza del diez por ciento sería incluso un maná del cielo para la agricultura».

Y, en efecto, el maná no tardó en llegar, ¡y en qué medida!