En torno a 1900, en el área de lengua alemana, prácticamente todos eran intervencionistas y partidarios del socialismo de Estado. El capitalismo era visto como un desgraciado episodio de la historia, pero que por suerte había sido definitivamente superado. El futuro pertenecía al Estado. El Estado —se decía— se haría con todas las empresas susceptibles de ser estatizadas y regularía las demás empresas de tal modo que los empresarios ya no pudieran explotar a los trabajadores y a los consumidores. Puesto que ignoraban completamente la economía política, los intervencionistas no eran capaces de comprender el problema que plantea el intervencionismo. Si lo hubieran comprendido, habrían defendido sin más el socialismo de Estado. Y así, el programa no permitía entender claramente si se quería el intervencionismo o el socialismo de Estado.
En este aspecto, el programa de la Socialdemocracia era mucho más claro. Los marxistas, en teoría, rechazaban el intervencionismo estatal, calificándolo de reformismo pequeño-burgués; pero en la práctica propugnaban un programa de reformas que acogía cualquier especie de reformismo. Ya desde hacía tiempo habían convertido al sindicado en centro de su actividad —superando de este modo las dudas que Marx y sus coherentes seguidores habían suscitado respecto a las asociaciones de categoría—, pero cuidándose muy mucho al mismo tiempo de no ceder ni una coma en la ortodoxia del maestro. El intento de Bernstein de revisar la teoría en orden a atenuar el estridente contraste entre el marxismo y la praxis del partido fue rechazada por este. Pero la victoria de los ortodoxos no fue completa. Un grupo revisionista resistió, y halló expresión en los Sozialistiche Monatshefte.
El Partido Social-Demócrata se oponía a los «burgueses» no tanto en razón del programa económico del partido, como porque dicho programa era demasiado simplista y porque denunciaba todos los hechos que no encajaban en su esquema socialista. Daba por descontado que todo el mal del mundo brota del capitalismo y que desaparecería con la transición al socialismo. Consideraba el alcoholismo como producto del capital productor de alcohol, la guerra como producto del capital productor de armas, y la prostitución un fenómeno exclusivo de la sociedad burguesa. La religión era simple invención de los curas para doblegar a los proletarios. La escasez de bienes económicos se debía exclusivamente al capitalismo, mientras que el socialismo produciría riquezas insospechadas para todos. Para los «burgueses», nada era más inquietante que el punto del mensaje socialdemócrata que hablaba de amor libre.
Todos, sin embargo, advertían que en el programa socialdemócrata había un «núcleo legítimo», que consistía en la exigencia de una reforma social y en las instancias de socialización. Todos los gobiernos y todos los partidos políticos estaban en esto empapados de espíritu marxista. Lo que les separaba del programa del partido socialdemócrata era el hecho de que por su parte no pensaban en una expropiación formal de todos los propietarios y en una gestión puramente burocrática de todas las empresas por parte del Estado. Su socialismo no era el de Lenin, que quería organizar todas las empresas según el modelo de Correos, sino un socialismo que correspondía a la economía dirigista del programa de Hindenburg del segundo periodo de la Primera Guerra Mundial y al socialismo ‘alemán’ de Hitler. Formalmente se respetarían la propiedad privada y la actividad empresarial, pero la dirección de la economía en su conjunto debería obedecer a las directrices de la autoridad central. Entre otras cosas, los socialistas cristianos querían asignar a la Iglesia una posición privilegiada, mientras que los socialistas de Estado quería conceder esa posición a la monarquía y al ejército.
También yo, cuando inicié los estudios universitarios, era un intervencionista convencido. Pero al mismo tiempo era —y esto me diferenciaba de mis colegas— un convencido antimarxista. Por entonces conocía poco de los escritos de Marx. Pero conocía los más importantes de Kautsky, era un lector asiduo de la Neue Zeit, y había seguido con mucho interés la polémica sobre el revisionismo. Me repugnaban las insulseces de la literatura marxista, y Kautsky me parecía incluso estúpido. Cuando luego pasé al estudio a fondo de las obras de Marx, de Engels y de Lassalle, no había página que no me sugiriera objeciones. Me parecía inconcebible que este hegelismo, empeorado en el intento de mejorarlo, pudiera tener tanta influencia. Sólo más tarde me percaté de que en el partido marxista había dos grupos: el de quienes jamás habían estudiado a Marx o que sólo conocían algún pasaje popular de sus libros; y el de quienes, aparte de sus libros escolares, sólo conocían a Marx, o que, como autodidactas, sólo habían leído escritos de Marx, ignorando toda la literatura mundial. Al primer grupo pertenecía, por ejemplo, Max Adler, cuyo conocimiento de Marx se limitaba a las pocas páginas en que Marx desarrolla la «teoría de la sobreestructura». El segundo grupo contaba sobre todo con los europeos orientales, que habían encontrado en el marxismo su guía espiritual.
A lo largo de mi vida he conocido a casi todos los teóricos marxistas de la Europa occidental y central, pero sólo uno de ellos se destacó por encima del nivel medio, que era más bien modesto. Esta persona era Otto Bauer. Hijo de un rico industrial del norte de Bohemia, había recibido en el instituto de Reichenberg la influencia de quien dos décadas antes había conducido a Heinrich Herkner a las ideas de la reforma social. Cuando se matriculó en la Universidad de Viena, era un marxista convencido. Dotado de una incansable capacidad de trabajo y de una brillante inteligencia, dominaba perfectamente la filosofía idealista alemana y la economía política clásica. Su excepcional cultura histórica abarcaba también la historia de los pueblos eslavos y orientales, y estaba muy bien informado sobre el estado de la investigación en el campo de las ciencias naturales. Era también un excelente orador, capaz de captar fácil y rápidamente y de tratar los problemas más difíciles. Ciertamente no había nacido para abrir nuevos caminos, ni de él se podían esperar nuevas teorías o ideas originales; pero habría podido convertirse en un estadista, si no hubiera sido marxista.
Desde joven se había prometido ser siempre fiel a su convencimiento marxista, sin concesiones al reformismo y al revisionismo, y no convertirse jamás en un [Alexandre] Millerand o un [Johan von] Miquel. Nadie debía superarle en radicalismo marxista. A reforzar esta decisión contribuyó luego su mujer, Helene Gumplowicz. Y hasta el invierno de 1918-19 se atuvo fielmente a este propósito, es decir hasta el momento en que conseguí convencer al matrimonio Bauer de que un experimento bolchevique en Austria habría llevado inevitablemente y en muy poco tiempo, incluso en unos días, a la catástrofe. Austria dependía del exterior para la importación de bienes de primera necesidad, la cual era entonces posible exclusivamente por los créditos concedidos por los ex-enemigos. En los primeros meses que siguieron al armisticio, en Viena no hubo nunca una reserva de bienes suficiente para cubrir las necesidades de más de ocho o al máximo diez días. En poco tiempo los aliados, sin mover un dedo, habrían podido obligar a la capitulación a cualquier régimen bolchevique de la capital. Eran muy pocas las personas en Viena que conocieran perfectamente esta situación. Los demás, en todos los ambientes, estaban tan convencidos de la ineluctabilidad del bolchevismo que sólo se preocupaban de asegurarse una buena posición en el próximo régimen. La Iglesia católica y sus seguidores del partido cristiano-social estaban dispuestos a adaptarse al bolchevismo con el mismo celo con que obispos y arzobispos se aproximarían veinte años más tarde al nacionalsocialismo. Los directores de banco y los grandes industriales esperaban ser acogidos como ‘directores de empresa’ en el régimen bolchevique. Un tal señor Günther, consejero industrial del Bodenkreditanstalt, dijo a Otto Bauer, en mi presencia, que preferiría ponerse al servicio no ya de los accionistas sino del pueblo. Podemos formarnos una idea del efecto de semejante declaración, si tenemos en cuenta que este individuo era considerado —desde luego sin fundamento— como el mejor organizador industrial de Austria.
Sabía qué era lo que se jugaba. El bolchevismo en Viena habría llevado en pocos días al hambre y al terror, y no habrían tardado las bandas de saqueadores de todo tipo en irrumpir para ahogar en un nuevo baño de sangre los restos de la civilización vienesa. Pasé noches enteras discutiendo con los Bauer de estos problemas, hasta que conseguí convencerlos. La actitud moderada de Bauer fue entonces decisiva para el destino de Viena.
Bauer era demasiado inteligente para no darse cuenta de que yo tenía razón. Y, sin embargo, jamás me ha perdonado el haberle convertido en un Millerand. Los ataques de los bolcheviques le rozaron muy cerca. Pero su odio se dirigió no contra sus enemigos sino contra mí. Era una persona capaz de fuertes odios, y eligió un medio mezquino para aniquilarme. Trató de enfrentarme con los profesores y los estudiantes nacionalistas de la Universidad de Viena. Pero la treta no resultó. Desde entonces no he vuelto a cambiar una palabra con los Bauer. Pero siempre he conservado una buena opinión de la personalidad de Otto Bauer. Cuando, durante los conflictos de febrero de 1934, el ministro Fey declaró en la radio que Bauer había estafado a los obreros y había huido al extranjero con la caja del partido, consideré esta declaración como una difamación. Jamás lo habría considerado capaz de semejante vileza.
En los dos primeros semestres de los años universitarios formé parte del Sozialwissenschaftlicher Bildungsverein, una asociación estudiantil que se ocupaba de problemas económicos y sociológicos, y de la que también formaban parte personas de más edad, que tenían interés en mantener contactos con los estudiantes. Lo dirigía entonces Michael Hainisch, el futuro jefe del Estado, y de ella formaban parte personas de todos los partidos. Con frecuencia asistían a nuestros debates los historiadores Ludo Hartmann y Kurt Kaser; entre los directivos socialdemócratas, Karl Renner mostró especial interés por nuestro círculo. Entre los estudiantes recuerdo especialmente a Otto Weininger y a Friedrich Otto Hertz. A partir del tercer trimestre, fui perdiendo interés por el círculo. Pensaba que la participación en sus actividades me hacía perder demasiado tiempo.
Me dediqué con gran entusiasmo a los estudios de política económica y social. Al principio devoré todo lo que encontré de los escritos de los reformistas sociales. Pensaba que si una medida de política social no daba los resultados esperados, la razón sólo podía ser que esa medida no era suficientemente radical. En el liberalismo, que se oponía a la reforma social, percibía una visión del mundo ya superada que había que combatir enérgicamente.
Las primeras dudas sobre las excelencias del intervencionismo las tuve cuando, durante el quinto semestre de mis estudios universitarios, por sugerencia del profesor Philippovich, tuve que hacer una investigación sobre la situación de la vivienda, y luego, en el semestre siguiente, otra investigación para el seminario del profesor Löffler sobre las transformaciones de las normas que regulaban el trabajo doméstico, en relación con el derecho del amo (vigente aún en aquella época) de propinar castigos corporales a los sirvientes. Empecé entonces a comprender claramente que todo lo que realmente había contribuido a elevar la condición de las clases trabajadoras se debía al capitalismo y que las leyes de política social a menudo provocaban lo contrario de lo que el legislador pretendía conseguir con ellas.
Pero sólo el estudio de la economía política me permitió conocer la verdadera naturaleza del intervencionismo.
En 1908 entré a formar parte de la Zentralstelle für Wohnungsreform [Centro para la reforma de la vivienda], una asociación de quienes querían trabajar para la mejora de la situación de la construcción residencial austriaca, entonces muy precaria. Muy pronto se me encargó, como sucesor del profesor Robert Mayer, nombrado ministro de Hacienda, de redactar el informe para la proyectada reforma de los impuestos sobre las construcciones.
Las pésimas condiciones de la vivienda en Austria se debían a una circunstancia concreta: el hecho de que la legislación fiscal hacía imposible que el gran capital y los empresarios invirtieran en el sector de la construcción de viviendas. Austria era un país que no conocía la especulación inmobiliaria. Los exorbitantes impuestos sobre las sociedades anónimas y la elevada incidencia de los impuestos sobre la compraventa de inmuebles impedía a quienes tuvieran capitales que invertir entrar en el mercado de la vivienda y contribuir así a satisfacer la demanda en el sector. La única manera de remediar esta situación era comenzar a revisar el impuesto sobre las sociedades anónimas y sobre la compraventa de viviendas. Pero nadie estaba dispuesto a hacerlo. El odio contra el gran capital y contra la especulación estaba demasiado arraigado.
También los impuestos sobre la renta de los propietarios de casas eran extremadamente elevados. En Viena, entre impuestos estatales, regionales y municipales, se superaba el 40 por ciento de la renta bruta sobre las viviendas. Era esta presión fiscal la que alimentaba la rebelión de los propietarios de casas y de los constructores, que la consideraban responsable del alto precio de los alquileres. Los primeros eran en su mayor parte pequeños comerciantes, que habían invertido sus propios ahorros en la compra de un piso con una hipoteca de la Caja de ahorros del 50 por ciento del valor, normalmente sobrevalorado. Los segundos eran en su mayor parte artesanos con escasos capitales, que construían por cuenta de estas personas o bien por cuenta propia, para tratar de vender una vez concluida la construcción. Ambos grupos, los propietarios y los constructores, tenían una gran influencia política con la que esperaban conseguir una importante reducción de los impuestos sobre alquileres.
Una reducción de los impuestos sobre las rentas inmobiliarias ya existentes no reduciría los alquileres, pero ciertamente aumentaría en igual medida la renta de los inmuebles y su valor de mercado. Naturalmente, Hacienda trataría de compensar la pérdida de ingresos mediante una mayor presión fiscal en otros sectores. Y, por consiguiente, una reforma de este tipo daría origen a nuevos impuestos para compensar las reducciones a favor de los propietarios de casas.
No fue fácil conseguir que todos aceptaran este planteamiento. Mi informe suscitó inicialmente perplejidad incluso en el seno de la Comisión de Hacienda de la Zentralstelle. Pero al final fue aprobado con amplia mayoría.
La actividad que desarrollé en la Zentralstelle, que fue bastante intensa hasta el estallido de la guerra, me dio grandes satisfacciones. Junto a Robert Mayer, trabajaron en ella muchos economistas de primera fila, por ejemplo los hermanos Karl y Ewald Pribram, Emil von Führt, Paul Schwartz, Emil Perels y Rudolf Maresch.
Sobre un único punto estuve siempre en desacuerdo con los demás colaboradores. Ligada a la Zentralstelle, existía una Keiser-Franz-Joseph-Jubilaums-Stiftung, una fundación para el fomento de la construcción de viviendas populares, creada con ocasión del cincuenta aniversario del emperador Francisco José, y dotada de notables recursos financieros. Con estos medios se financiaba también la construcción de dos proyectos destinados a facilitar vivienda a jóvenes solteros. Pensaba yo que esto era superfluo. Los jóvenes de estas clases de renta vivían de ordinario en subarriendo en familias. Algunos veían en esta estrecha promiscuidad un peligro de orden moral. Por mi parte, basándome en las experiencias obtenidas de las investigaciones que había realizado para Philippovich y Löffler, a las que ya me he referido, pensaba de otro modo. De esta promiscuidad nacían ciertamente a veces relaciones íntimas, que por lo general acababan en matrimonio. Una investigación realizada por el ejército de buenas costumbres de Viena puso de relieve que muy pocas muchachas encuestadas denunciaron como primer seductor el ‘inquilino’ o ‘pensionista’. Por el contrario, el experto ponente de la policía indicaba precisamente los pisos de los jóvenes solteros como focos de homosexualidad. Consideré, pues, por lo menos superfluo destinar los fondos disponibles a financiar semejantes iniciativas.
Pero no me salí con la mía. Por lo demás, el resultado de la discusión carecía de importancia: se ocupó la guerra de hacer imposible la ulterior construcción de tales viviendas. En una de estas vivía por entonces Adolf Hitler.