Entre las ruinas de la antigua fe en la doctrina de la Iglesia anidaron, a lo largo del siglo XIX, varias sectas que ofrecían a sus adeptos un ‘sucedáneo’ de la pérdida de la fe. La más duradera de estas sectas es el positivismo, «esa incongrua insistencia de mala ciencia y de papismo edulcorado», como lo define Huxley[52]. En los países católicos, el positivismo conquistó a muchos jóvenes entusiastas, como reacción a las prácticas clericales. (En Viena, la ciudad de San Clemente María Hofbauer, la gente creía que estaría realmente libre y sin prejuicios si fuera positivista[53]).
Suele atribuirse al positivismo el mérito del nacimiento de la sociología. La verdad es simplemente que Augusto Comte acuñó el término ‘sociología’. Pero lo que se entiende por sociología, a no ser que se trate de palabrería sin sentido, no tiene nada que ver con el programa positivista de una ciencia de la acción humana (social), derivada de la experiencia con los métodos de la física newtoniana. Se trata de etnografía, de historia de la civilización y de psicología, que se sirven de los viejos métodos de las ciencias del espíritu. De una ciencia de la acción humana, cuya historia comienza con la economía política clásica, Comte no quiso nunca saber nada, actitud a la que permanecieron fieles sus seguidores.
Algunas universidades alemanas rechazaron el positivismo y cerraron durante mucho tiempo sus puertas a la sociología. Este rechazo se debía sólo en una mínima parte a razones científicas; en realidad era de naturaleza política. Cuando el positivismo empezó a tener éxito, la ciencia alemana había adoptado ya una postura hostil al pensamiento occidental. Rechazó el positivismo porque procedía de Francia. Pero la actitud respecto al núcleo esencial del positivismo fue oscilante. Es significativo, por ejemplo, que la Escuela histórica de Schmoller sostuviera la necesidad de derivar las leyes de la economía política de la experiencia histórico-económica.
En efecto, conviene precisar que la última gran aportación de la epistemología alemana se refirió a los problemas que el positivismo ciertamente no planteó, pero de los que dio formulaciones tales que provocaron ásperas controversias. En las ciencias del espíritu, las piedras angulares de la teoría de la «comprensión» las pusieron pensadores que escribieron antes de Comte o que no conocían a Comte; sin embargo, los desarrollos de la teoría misma surgieron como respuesta al positivismo y —en medida no inferir— al materialismo histórico formulado por los marxistas.
Esta era la razón de que, cuando comencé a frecuentar la universidad, ni siquiera concibiera la posibilidad de una ciencia económica: estaba convencido de que había que estudiar exclusivamente historia económica, con los instrumentos y métodos de las disciplinas históricas, y que era imposible llegar a establecer leyes económicas. Fuera de la historia económica no existía para mí otra realidad económica que pudiera ser objeto de tratamiento científico. ¿Quién más que yo, pues, podía considerarse seguidor coherente del historicismo?
La rotundidad de esta teoría de la ciencia se resquebrajó irremediablemente cuando empecé a estudiar de veras la economía política. Todas las restantes defensas se desvanecieron. Por lo demás, los escritos que animaban la controversia sobre el método —incluido el espléndido ensayo de Menger— no conseguían satisfacerme. Más aún me decepcionó John Stuart Mill. A Caimes y Senior los leí mucho tiempo después.
Traté de consolarme pensando que el problema principal era el de continuar ahondando en la ciencia misma y que las cuestiones metodológicas eran menos importantes. Pero muy pronto tuve que admitir que esta era una postura insostenible. Sea cual fuere el problema al que un economista se enfrenta, las preguntas fundamentales que se le plantean son: ¿de dónde surgen estos teoremas?, ¿cuál es su alcance?, ¿en qué relación están con la experiencia y con la realidad? Y estos, al fin y al cabo, no son problemas de método o de técnica heurística, sino cuestiones fundamentales. ¿Puede construirse un sistema deductivo sin preguntarse antes sobre qué hay que construirlo?
En los escritos de la Escuela de Lausana y de la anglosajona busqué en vano una respuesta clarificadora. También aquí topaba contra la misma incertidumbre y ambigüedad entre concepciones inconciliables. No había que extrañarse, pues, si esta situación conducía al declive del pensamiento económico. El institucionalismo, por un lado, y el teoreticismo formalista de la Escuela matemática, por otro, son el resultado de esta situación.
Dudé durante mucho tiempo si convenía debatir en público estos problemas fundamentales, pues sabía que desbordaban el campo de la economía política. En efecto, se trataba de abrir un nuevo sector de epistemología y de lógica.
La lógica y la epistemología se han venido ocupando hasta ahora tan sólo del pensamiento empírico de las ciencias naturales y del sistema deductivo de la matemática. Para ellas, la historia era simplemente una ‘no-ciencia’. Al principio, la economía política ni siquiera se tomaba en consideración. Sólo cuando al fin hubo que tomarla en cuenta, se la definió como la teoría de los aspectos económicos de la acción humana. Ahora bien, prescindiendo de la circunstancia de que esta teoría del homo oeconomicus es totalmente inaplicable a la teoría subjetivista del valor, esto no resuelve en absoluto la cuestión de la génesis de esta ciencia del comportamiento ‘puramente económico’.
Fue ya un progreso enorme reconocer el carácter específico de las ciencias históricas y desarrollar la teoría de la «comprensión» y del «tipo ideal». No quita mérito a este descubrimiento el hecho de que al amparo de esta nueva teoría se hayan colocado también algunos afamados metafísicos. Ningún arquitecto es responsable de los inquilinos que se instalan en el edificio que él ha proyectado. Mayores perplejidades despertaba el hecho de que una personalidad de la categoría de Max Weber tratara de imprimir también sobre los teoremas de la economía política la impronta del tipo ideal.
He desarrollado mi teoría sobre esta materia en una serie de ensayos críticos, el primero de los cuales se publicó en 1928. En 1933 estos ensayos se reunieron, bajo el título de Grundprobleme der Nationalökonomie, en un volumen que se abría con un ensayo inédito. Posteriormente resumí una vez más en Nationalökonomie mi pensamiento sobre el tema.
En el primer ensayo de 1928 traté de eliminar la distinción entre acción económica y acción no económica. Ya la teoría subjetivista del valor se había liberado sustancialmente de este espectro; pero ni Menger ni Böhm-Bawerk habían sacado de tan importante supuesto todas las consecuencias que necesariamente hay que deducir de él.
El siguiente ensayo, titulado Soziologie und Geschichte, trata de la relación entre la ciencia teórica de la acción humana y la historia. Aquí, sin embargo, cometí el error de emplear el término ‘sociología’ para designar la teoría de la acción humana. En cambio, debería haber empleado el término ‘praxeología’. Lo que hoy se entiende por sociología general no es una ciencia teórica sino histórica. Max Weber estaba en lo cierto al clasificar entre las ciencias de la cultura o del espíritu la que él consideraba como sociología y al decir que esa sociología trata de construir tipos ideales. Su error consiste en haberle atribuido también muchos elementos praxeológicos y en clasificar la economía política entre las ciencias que utilizan el método de la «comprensión», que es propio de las ciencias del espíritu. Mi ensayo se dirigía precisamente contra la Wissenschaftslehre de Max Weber, contra la cual tenía que hacer dos objeciones: el desconocimiento del carácter epistemológico específico de la economía política, y la distinción entre acción racional y acción de otro tipo.
En un tercer ensayo contraponía el «comprender» [Verstehen], propio de las ciencias históricas, al «explicar conceptualmente» [Begreifen], que es propio de la praxeología y de la economía política. Finalmente, en el ensayo que abre los Grundprobleme der Nationalökonomie, demostré el carácter a priori del conocimiento praxeológico, sacando así las consecuencias epistemológicas del desarrollo científico que se inició en el siglo XVIII con el descubrimiento de las leyes que regulan el desenvolvimiento de los fenómenos del mercado.
Era plenamente consciente de la hostilidad que estos planteamientos encontrarían inmediatamente. Conocía muy bien los prejuicios positivistas de mis contemporáneos. El panfisicalismo imperante es ciego frente a los problemas fundamentales de la epistemología. Considera ya los problemas biológicos como algo que ‘perturba’ su visión del mundo. Todo lo demás, para estos fanáticos, es metafísica sin sentido que se entretiene con pseudoproblemas. No es el caso de perdonar estos excesos del neopositivismo como una ‘benéfica’ reacción contra las fantasías conceptuales, no menos deplorables, de la filosofía idealista. La función del historiador de las teorías consiste en comprender el error y por lo mismo explicarlo. Pero comprender no significa proporcionar un argumento al error que rechaza una explicación conceptual más satisfactoria. Creo que comprendo históricamente el positivismo, pero esto nada tiene que ver con la cuestión de la utilizabilidad de sus respuestas.
Sé perfectamente que será imposible sacudir o, mejor aún, destruir la popularidad de la metafísica positivista explicando las características epistemológicas de la ciencia de la acción humana. Los problemas de la economía política son demasiado complejos para poder ponerlos al alcance del gran público en la medida en que la física y la biología química pueden convertirse en materia de cultura general. El positivismo hizo popular entre las masas la física clásica, y lo mismo pretende hacer el neopositivismo con el estado actual de las ciencias físicas. Ambos ofrecen explicaciones burdas y simplistas de las cosas, más o menos como la fórmula «el hombre desciende del mono» deformó el darwinismo para adaptarlo al uso cotidiano. Tendrá que pasar aún mucho tiempo para que la gente renuncie a estas burdas simplificaciones. Mientras tanto habrá siempre una filosofía popular para uso del hombre común.
Otra cuestión es si el restringido número de quienes piensan se contentará con el sistema del empirismo. Quiero prescindir aquí completamente del hecho de que este sistema se niega simplemente a tomar nota de las ciencias de la acción humana y —contra su propio principio, enunciado enfáticamente— rechaza la realidad porque no encaja en su sistema. Pero ¿tiene realmente algún fundamento lo que el positivismo afirma acerca de las reglas fundamentales de la lógica?
Los principios de la lógica pueden también definirse como otras tantas convenciones, elegidas arbitrariamente, que se han revelado útiles para alcanzar determinados fines. Pero con ello no se hace sino desplazar el problema, sin aproximarnos lo más mínimo a la solución. Se puede sostener que los hombres han probado y vuelto a probar con reglas elegidas arbitrariamente y al fin han adoptado las que han resultado ser conformes a los fines que se proponían. Pero ¿respecto a qué fines se han revelado conformes estas reglas? Apenas se hace esta pregunta, reaparece inmediatamente el problema del dominio mental de las cosas del mundo externo, es decir el problema de la explicación y el de la verdad. De ahí que también sea vano el intento de eludir el problema de la verdad apelando a una imprecisa congruencia con el fin.
¿Pueden estas reglas lógicas considerarse elecciones arbitrarias, en el sentido de que también se habrían podido elegir otras reglas distintas, obteniendo el mismo resultado respecto al ‘fin‘? Desde luego que no. Las relaciones fundamentales que la lógica emplea para conectar las afirmaciones son necesarias al pensamiento humano, sin que este pueda sustraerse a ellas. Esto significa que son impensables unas conexiones fundamentales que sean incompatibles con estas relaciones. La categoría de la negación no se elige arbitrariamente; es necesaria al pensamiento. No existe pensamiento que pueda prescindir de ella. Sin embargo, aunque quisiéramos admitir que la distinción entre ‘sí’ y ‘no’ se ha obtenido de la experiencia, o bien que, una vez puesta arbitrariamente, ha encontrado en la experiencia su convalidación, con ello no se ha refutado aún la afirmación de que, desde el punto de vista lógico, antes de todo pensamiento está la capacidad de concebir el ‘sí’ y el ‘no’.
Alguien ha definido los supuestos fundamentales de la lógica como reglas del juego. Pero entonces habría que añadir que este juego es nuestra propia vida, que en este juego hemos nacido, y que para nosotros no existe otro juego que contemple otras reglas.
La praxeología está llamada de manera especial a desvelar los errores del convencionalismo, pues no puede participar en el culto fetichista de la palabra ‘fin’. El fin de la acción es alcanzar un resultado en la realidad constituida por el mundo circundante. La conformidad con el fin es, pues, en todo caso, una adaptación a las condiciones de esta realidad y de su orden. Si nuestra mente puede generar reglas del juego que pueden utilizarse para esta adaptación, entonces existen tan sólo dos tipos de explicaciones: o existe en nuestra mente algo que está coordinado a este mundo circundante, y nos permite entenderlo, es decir existe un a priori; o bien el mundo circundante dicta a nuestra mente las reglas que nos permiten actuar sobre él. En ningún caso hay espacio para la arbitrariedad y la convención. La lógica no es algo que opera activamente en nosotros ni tampoco algo que recibimos pasivamente. Promana de nosotros y actúa en el mundo, o bien el mundo opera en nosotros por su medio. Está coordinada con el mundo, su efectividad, la realidad, la vida.
No se comprende qué es lo que verdaderamente se pretende obtener obstinándose a negar el a priori. Aun admitiendo que es la experiencia la que nos permite captar la categoría medio-fin, queda siempre abierta la cuestión de fondo: ¿qué es lo que en nosotros hace posible esa experiencia, es decir una experiencia tal que rechaza otros resultados como totalmente absurdos? ¿Qué sentido tiene decir que hemos aprendido esta categoría por experiencia si no sabemos decir a qué otro resultado habría podido conducirnos una experiencia distinta? Si digo que la experiencia ha mostrado que A es rojo, esto tiene un sentido, porque significa que nuestra mente podría captar también otros colores. Pero si digo que la experiencia nos ha conducido a la categoría de la negación o la categoría medio-fin, esto ya no tiene sentido alguno, pues ¿qué es lo que habría podido enseñarnos una experiencia distinta?
Lo mismo podemos afirmar del convencionalismo. ¿Qué otra ‘regla del juego’ vendría a sustituir a uno de los axiomas lógicos fundamentales o a la categoría praxeológica de la acción? Puede pensarse sin duda en un juego distinto de ajedrez, por ejemplo, conviniendo que una de sus reglas sea sustituida por otra elegida convencionalmente. Pero ¿sería igualmente posible ‘jugar’ con un pensamiento en el que no existiera distinción entre el ‘sí’ y el ‘no? Si a esta pregunta se responde ‘no’, queda demostrado que esta distinción tiene un carácter distinto del de las reglas del juego. De nuevo nos topamos con el ineludible a priori.
La afirmación de que la economía política es un sistema deductivo, que desciende de una premisa a priori, no pretende proponer una nueva economía política distinta de la que se ha venido practicando hasta ahora. Con esta afirmación lo único que se hace es declarar que es la economía política que siempre se ha practicado.
Naturalmente, no ignoro que existen intentos de hacer una economía como ciencia experimental. Existe una escuela de economistas que sigue el lema ‘science is measurement’. Fiel a las enseñanzas de Menger, no puedo menos de augurar a esa orientación —que por lo demás dispone de amplios medios financieros— que pueda desplegar hasta el fondo todas sus potencialidades. Pero no merece la pena entrar de nuevo a polemizar con quienes pretenden que en la esfera de la acción humana puede haber una medida en el sentido en que la entiende la física. La estadística económica es un método de la historia económica, no un método con el que se pueda obtener un conocimiento teórico de los fenómenos económicos.
También en la historia económica es preciso pasar a la «comprensión» y a la interpretación cuando la conceptualización ya no basta. Cuando ya se han recogido todos los datos que han o podrían haber determinado el acontecimiento objeto de investigación, sólo con la comprensión podemos acercarnos a dar una respuesta a la cuestión de si y en qué medida los distintos hechos han contribuido a generar ese resultado. Precisamente en esta dimensión cuantitativa —que en el ámbito de la física permite la ‘exactitud’, por supuesto sólo aproximada— radica la función de la «comprensión» en la esfera de la acción humana. Ya que aquí no existen relaciones constantes entre las magnitudes.
La matemática y la física están atravesando una grave crisis de la que saldrán sin duda completamente transformadas. De su arrogante confianza en la seguridad absoluta, univocidad y exactitud de sus teoremas, que en otro tiempo les hacían mirar por encima del hombro a las pobres ciencias del espíritu y a ignorar la economía política, ha quedado muy poco. Los matemáticos y físicos empiezan —con bastante retraso— a presentir los problemas lógicos y epistemológicos. La lógica y la epistemología de las ciencias de la acción humana nada pueden aprender de la física y de la matemática, mientras que las ciencias ‘exactas’ tendrán mucho que aprender de las hermanas a las que una vez despreciaban. Esto no bastará para salvar el foso que separa las ciencias de la naturaleza y las ciencias de la acción humana. La ‘ciencia unitaria’ sólo se podrá conseguir cuando los procesos físicos y químicos, que se producen en el campo de la fisiología y que generan la idea de que ‘dos por dos son cuatro’, puedan distinguirse de los que generan la idea de que ‘dos por dos son cinco’.
Mis teorías epistemológicas no sólo contribuyeron a la construcción de la lógica y de la epistemología de las ciencias de la acción humana y al descubrimiento de los errores del positivismo, del irracionalismo y del historicismo; también tuve que ocuparme de la cuestión del polilogismo.