12. Los sistemas de cooperación social

La teoría de la imposibilidad del cálculo económico socialista constituye el núcleo de Gemeinwirtschaft, cuya primera edición es de 1922. Esta obra, Liberalismus, publicado en 1927[49], y los artículos reunidos en volumen bajo el título Kritik des Interventionismus[50] constituyen en conjunto un tratamiento orgánico de los problemas de la cooperación social, en la cual analizo todos los sistemas posibles de cooperación entre los seres humanos, examinando sus posibilidades concretas. También estos estudios tuvieron su conclusión en la Nationalökonomie. Había destinado también otro artículo al libro sobre el ‘intervencionismo’, es decir el que se publicó en 1929 en la Zeitschrift für Nationalökonomie con el título de Verstaatlichung des Kredits? Pero la redacción de la revista lo perdió, y sólo lo encontró cuando el libro estaba ya listo para la imprenta[51].

Creo que las teorías expuestas en estos libros son irrefutables. Al afrontar los distintos problemas introduje una nueva metodología, la única que permite un análisis científico de cuestiones políticas. Sometí a discusión ante todo la racionalidad de las medidas propuestas; es decir me pregunté si los fines perseguidos por quienes las proponen o las adoptan pueden alcanzarse realmente con ellas. Y demostré que la valoración de los distintos sistemas de cooperación social desde puntos de vista elegidos arbitrariamente es irrelevante y que el único verdadero problema consiste en saber qué es lo que el sistema puede efectivamente realizar. Todo lo que al respecto suele afirmarse desde el punto de vista de las religiones, de los varios sistemas de ética heterónoma, del derecho positivo, del derecho natural y de la antropología, si no hay una valoración de los resultados obtenibles, se queda en mera expresión de juicios de valor subjetivos.

Otra cosa es afirmar que la evolución del sistema económico basado en la propiedad privada de los medios de producción conduce inevitablemente a la superación de esa propiedad privada y al socialismo o intervencionismo. Aun admitiendo que sea así, ello no constituye aún una prueba contra mis argumentaciones. Ni el socialismo ni el intervencionismo pueden lograr la consagración de la racionalidad y de la conformidad con el fin mediante la supuesta afirmación de que la historia conduce a ellos de forma inexorable. Si se excluye realmente el «retomo al capitalismo», como se sostiene generalmente, entonces el destino de nuestra civilización está marcado. Pero he demostrado que la teoría de la inevitabilidad del socialismo y del intervencionismo es insostenible. El capitalismo no se autodestruye por una lógica interna. Son los hombres los que quieren destruirlo, porque piensan que la salvación está en el socialismo o en el intervencionismo.

A veces cultivé la esperanza de que mis escritos tendrían un efecto práctico y podrían servir para orientar la política. Espié continuamente los signos de un posible cambio ideológico, aun sin hacerme demasiadas ilusiones: mis teorías podían explicar el declive de una gran civilización, pero no impedirlo. Quería convertirme en un reformador, y en cambio me he convertido sólo en el historiador de la decadencia.

En mis trabajos sobre la organización social dediqué siempre mucho tiempo y esfuerzo a polemizar con los socialistas y los intervencionistas de todo género y tendencia. Era el tema mismo —rechazar las propuestas de reforma irracionales— el que dictaba mi comportamiento.

Se me ha reprochado a menudo no haber tenido en cuenta el aspecto psicológico del problema de la organización. El hombre también tiene alma —me decían—; esta alma se siente a disgusto en el capitalismo y cambiaría de buena gana una reducción del tenor de vida por una mejor organización del trabajo que le ofreciera mayores satisfacciones.

Digamos ante todo que este argumento (que llamaré ‘el argumento del corazón’ o argumento sentimental) es incompatible con el otro argumento originario y que aún hoy defienden los socialistas y los intervencionistas, y que llamaré ‘argumento de la mente’ o argumento racional. Este último pone la justificación del programa socialista precisamente en el hecho de que el capitalismo obstaculiza el pleno desarrollo de las fuerzas productivas. El modo de producción socialista —se sostiene— aumenta inconmensurablemente el rendimiento de la producción, creando de este modo las condiciones posibles para satisfacer las necesidades de todos. El marxismo se basa, pues, enteramente en el argumento racional. Antes de Lenin, los marxistas jamás afirmaron que la transición al socialismo reduciría el tenor de vida de las masas durante el periodo de transición. Anunciaban la mejora inmediata de la condición material de las masas, aunque de vez en cuando añadían que los beneficios plenos del modo de producción socialista sólo se producirían con el transcurso del tiempo. El argumento sentimental es ya una etapa en la retirada del socialismo. Y que los socialistas tengan que apelar a este argumento es un éxito de los críticos del programa socialista.

Es claro que para juzgar el argumento sentimental es decisiva la magnitud de la reducción del bienestar causada por el sistema socialista de producción. Pero como sobre este punto nada puede decirse que pueda comprobarse objetivamente y medirse con exactitud, la controversia entre seguidores y adversarios del socialismo no se puede resolver en el plano científico. En tal situación, la economía política no puede arrojar ninguna luz sobre la materia que se discute.

Por esta razón adopté un modo de afrontar estos problemas que excluye el empleo del argumento sentimental. Si el sistema económico socialista lleva necesariamente al caos económico por la imposibilidad misma de aplicar en él el cálculo, y si la intervención estatal no puede alcanzar los objetivos que sus partidarios se proponen conseguir mediante el intervencionismo, entonces no tiene sentido aducir este argumento sentimental a favor de estos sistemas irracionales.

Jamás he negado que los factores psíquicos puedan explicar la popularidad de la política anticapitalista. Pero esto no significa que propuestas y medidas irracionales puedan hacerse racionales gracias a estos factores emotivos. Si los individuos no consiguen soportar psíquicamente el capitalismo, la civilización capitalista desaparecerá.

También se me ha reprochado que sobrevaloro el papel que la lógica y la razón desempeñan en la vida. Sólo en la teoría —se me ha dicho— vale el esto o aquello, mientras que la vida está hecha de compromisos. Lo que parece incompatible a la luz de la ciencia, en la vida real se transforma en una situación aceptable. Y la política es cabalmente el lugar en el que se conjugan unos principios que en sí son contradictorios. Tal vez se dirá que la solución es ilógica, irracional y contraria al buen sentido, pero en todo caso dará sus frutos, y eso es lo único que importa.

Pues bien, estos críticos se equivocan. Los hombres quieren realizar íntegramente lo que consideran que es conforme a los fines que se proponen. Nada es más ajeno a su naturaleza que realizar a medias lo que desean. Y no vale aquí apelar a la experiencia histórica. Es cierto que las religiones que han predicado el alejamiento de los asuntos terrenos han acabado siempre acomodándose a este mundo. Las rigurosas doctrinas del cristianismo y del budismo no conquistaron nunca el espíritu de los hombres. Lo que de estas religiones se ha encamado en los contenidos de la fe popular no ha sido nunca obstáculo al compromiso activo por esta vida terrena. El cumplimiento pleno de los mandamientos religiosos se ha reservado siempre a los monjes. Tampoco los príncipes de la Iglesia medievales se dejaron influir en su acción por los mandamientos del Sermón de la Montaña y otros preceptos evangélicos. El escaso número de quienes tomaron al pie de la letra el cristianismo y el budismo dijeron adiós a la actividad terrena. En cuanto a los demás, su vida no ha sido un compromiso, sino simplemente una vida no cristiana y no budista.

El problema con el que hoy nos enfrentamos es de naturaleza totalmente distinta. Las masas son socialistas o invocan la intervención del Estado; en todo caso, son anticapitalistas. El individuo no quiere salvar su alma del mundo; quiere cambiar radicalmente este mundo. Y quiere hacerlo hasta el fondo. Las masas son inexorables en su coherencia; preferirán destruir el mundo antes que dejarse quitar una coma de su programa.

Y no vale consolarse diciendo que en el pasado precapitalista hubo siempre intervencionismo estatal. En aquellos tiempos, en la faz de la tierra vivían muchos menos individuos, y las masas se contentaban con un tenor de vida que hoy no aceptarían. Es claro que no se puede retroceder del capitalismo a una época definitivamente superada.