10. La actividad científica en Alemania

El Verein für Sozialpolitik celebró su congreso de 1909 en Viena y el de 1911 en Núremberg. Asistí a los dos, limitándome a escuchar. En cambio, en el congreso de Ratisbona, celebrado en 1919, formé parte del comité científico. No había en ello especial significado, pues se trataba simplemente de un tratamiento honorífico que se concedía a quienes habían colaborado en la revista del Verein. Pero con el tiempo mi posición se fue haciendo cada vez más importante. A diferencia de lo que se había hecho antes de la guerra, se quería que ahora estuvieran representadas en el Verein todas las tendencias, y por ello se trataba de implicarme cada vez más, pues se me consideraba un representante de la Escuela austriaca. Y así, al fin acabé formando parte de la dirección. Colaboré en la edición de los escritos sobre los cárteles, y fui yo quien preparé y dirigí gran parte del debate sobre el problema del valor que tuvo lugar en 1932 en Dresde.

Fui luego elegido —creo que en 1924 o 1925— miembro de la Deutsche Gesellschaft für Soziologie.

Abandoné ambas asociaciones en 1933.

La impresión que recibí de los profesores de ciencias económico-políticas y de sociología de las universidades alemanas no fue positiva. Había sin duda entre ellos algunas personas preparadas y animadas de una vocación científica seria. Pero otras no lo eran en absoluto.

Ante todo no eran economistas, e incluso la mayor parte combatía la economía política. Pero no había por qué reprochárselo. Al fin y al cabo eran alumnos de Schmoller, de Wagner, de Bücher y de Brentano. Desconocían las obras de teoría económica, no tenían ni idea de los problemas económicos, y consideraban al economista como enemigo del Estado, un no-alemán sospechoso de ser un defensor de los intereses empresariales y un partidario del librecambio. Apenas caía en sus manos un texto de economía, se dedicaban afanosamente a buscar defectos y errores. Eran diletantes en todo aquello a lo que se aplicaban. Querían ser historiadores, pero juzgaban inadecuadas todas las ciencias históricas auxiliares —es decir precisamente las que constituyen el instrumental básico del historiador— y carecían completamente del sentido de la investigación histórica. No tenían familiaridad alguna con las cuestiones matemáticas fundamentales de la estadística, y estaban igualmente in albis en materia jurídica, técnico-bancaria, tecnológica y técnica comercial. Publicaban con increíble despreocupación libros y ensayos sobre cosas de las que nada entendían.

Pero lo peor era la desenvoltura con que cambiaban de bandera apenas cambiaba el viento. En torno a 1918 la mayor parte de ellos simpatizaban ardientemente con los socialdemócratas, pero en 1933 acabaron pactando con los nacionalsocialistas. Se habrían hecho comunistas, si el bolchevismo hubiera llegado al poder.

El gran adalid de este futuro era Werner Sombart, considerado un pionero de la historia económica, de la teoría económica y de la sociología. Gozaba de la reputación de hombre de una pieza, porque una vez había provocado la ira del emperador Guillermo. Hay que decir que Sombart merecía el reconocimiento de sus colegas, porque en el fondo sintetizaba en su persona todos sus defectos. Jamás tuvo otra ambición que la de llamar la atención sobre sí mismo y ganar dinero. Su voluminosa obra sobre el capitalismo moderno es en realidad una enorme chapuza. Buscó siempre y sólo el aplauso del gran público. Escribió cosas paradójicas para poder contar con un éxito seguro. Tenía un talento extraordinario, pero jamás hizo el menor intento de reflexionar y trabajar seriamente. Había contraído en muy buena proporción la enfermedad profesional de los profesores alemanes, la megalomanía. Cuando estaba de moda ser marxistas, profesó el marxismo. Cuando Hitler subió al poder, escribió que Hitler recibía su misión directamente de Dios.

A Sombart la economía política no le interesaba lo más mínimo. Recuerdo que cuando Weiss-Wellenstein le propuso, en mi presencia —estábamos en torno a 1922—, pronunciar en Viena una conferencia sobre la inflación, él rechazó con estas palabras: «Es un problema técnico-bancario que no me interesa, porque no tiene nada que ver con la economía política». Sé que a su libro Die drei Nationalökonomien quería originariamente darle el título de Das Ende der Nationalökonomie [El fin de la economía]. Me dijo que había renunciado a este título sólo por consideración a sus colegas que vivían cabalmente de la enseñanza de la economía política.

Y, sin embargo, era más interesante hablar con Sombart que con la mayor parte de los otros profesores. Por lo menos no era estúpido y obtuso.

Muchos profesores se autodefinían «especialistas en teoría». Entre estos, Gottl y Oppenheimer eran auténticos megalómanos monomaniacos; Diehl era un obtuso ignorante; Spiethoff alguien que jamás fue capaz de publicar un libro.

La presidencia del Verein für Sozialpolitik ocupó en los últimos años el profesor Eckart, un amable renano que jamás había publicado nada significativo, a no ser algunas aportaciones a la historia de la navegación fluvial alemana. Su émulo era Bernhard Harms, que había hecho popular en Alemania la expresión «economía mundial». Como quería a toda costa presidir una asociación cualquiera, fundó la List-Gesellschaft.

Fue precisamente el trato con estas personas lo que me permitió comprender claramente la imposibilidad de salvar al pueblo alemán. Porque estos auténticos imbéciles eran ya una selección de los mejores. Enseñaban en las universidades la materia más importante para la formación política de los jóvenes; eran considerados con la máxima deferencia por el pueblo culto y por las masas. ¿Y qué podía esperarse de una juventud que tenía tales maestros?

En 1918, en Viena, me dijo Max Weber: «Sé que el Verein für Sozialpolitik no le gusta. A mí aún menos. Pero es el único punto de encuentro de quienes cultivan nuestra disciplina. Es inútil que lo critiquemos desde fuera. Debemos trabajar dentro de la asociación y tratar de corregir sus defectos. Trato de hacerlo como puedo, y también usted debería hacerlo como puede». Seguí el consejo de Weber, pero sabía que sería inútil. Como austriaco, como profesor sin cátedra, y como ‘teórico’, en el Verein era siempre un marginado. Es cierto que me trataban siempre con gran cortesía, pero me consideraban un extraño.

Tampoco Weber podía cambiar aquella situación. La prematura muerte de este hombre genial fue una gran desgracia para Alemania. Si hubiera vivido más tiempo, hoy el pueblo alemán podría contemplar el ejemplo de este ‘ario’ al que ni siquiera el nacionalsocialismo habría conseguido doblegar. Y sin embargo tampoco esta gran mente habría podido cambiar el destino.

Tanto en una como en otra de las asociaciones alemanas traté a personas que me enriquecieron mucho. Recuerdo sobre todo al filósofo y sociólogo Max Scheler, y también a Leopold von Wiese, sociólogo de Colonia, a Albert Hahn de Fráncfort, y a Moritz Bonn. En 1926, en el congreso de la Deutsche Gesellschaft für Soziologie celebrado en Viena, conocí a Walter Sulzbach y a su mujer, María Sulzbach-Fuerth, a los cuales me une desde hace años una gran amistad. Y también deseo recordar a otros, como Wilhelm Röpke, Alexander Rüstow y Götz Briefs, Georg Halm y Richard Passow. Y finalmente a aquellos que por desgracia ya nos han dejado, como Eberhard Gothein, historiador de gran sensibilidad, y a Ludwig Pohle, persona de gran inteligencia y rectitud moral.

Por dos veces se habló de una propuesta para que yo ocupara una cátedra en Alemania. En 1925 se habló de la Universidad de Kiel, y en 1926 (o acaso 1927) de la de Berlín. En ambos casos se produjo inmediatamente la reacción negativa de los intervencionistas y de los socialistas, y todo se fue al traste. Por lo demás, no me esperaba otra cosa. No era ciertamente un profesor indicado para enseñar la Polizeiwissenschaft real prusiana.