La primera fuente de mi aprendizaje político e histórico fue la revista de la pequeña burguesía alemana, la Gartenlaube. En 1888, «el año de los tres emperadores», sus fascículos contaban con abundantes ilustraciones la historia de la vida de los dos emperadores apenas fallecidos. No tenía aún siete años, y ya devoraba con avidez estos artículos.
La concepción histórica en que se inspiraba la revista me resultó clara algunos años más tarde, a través de la lectura de las obras de los historiadores partidarios de la «Pequeña Alemania». Como austriaco, no me resultaba difícil reconocer las prevenciones de estos autores; muy pronto comencé también a descubrir aquellos métodos de tratar la materia que alguien definió brutalmente «falsificación de la historia». Por lo demás, los partidarios de la idea de la «Gran Alemania» no eran ciertamente más objetivos y rigurosos. Sólo eran más ineptos.
Cuando terminé los estudios medios me sentí atraído más por los problemas de la historia económica, administrativa y social que por los de la historia política. Por ello decidí estudiar no historia, como desde hacía tiempo había proyectado, sino derecho. En aquella época el plan de estudios de la facultad de derecho de las universidades austriacas contemplaba de los tres a los cuatro semestres entre ocho dedicados exclusivamente a la historia del derecho; los otros cuatro-cinco semestres se reservaban al estudio de la economía política y al derecho público. Tal vez la facultad de derecho ofrecía al historiador mayores oportunidades que la de filosofía. Los historiadores ‘políticos’ que enseñaban en esta eran de tercer o cuarto orden. Al único historiador que Austria haya producido, Heinrich Friedjung, se le negó siempre el acceso a la carrera académica. El fuerte de la enseñanza histórica en la Universidad de Viena era el estudio de la paleografía.
En aquella época, en tomo a 1900, el historicismo estaba en su apogeo. El método histórico se consideraba el único método científico de las ciencias de la acción humana. El ‘economista historiador’ miraba con inefable presunción, desde lo alto de su serenidad histórica, a los ‘teóricos ortodoxos’. La historia económica era la ciencia de moda. Schmoller era considerado el gran maestro de las ciencias económico-sociales, a cuyo seminario afluían de todas partes del mundo jóvenes entusiastas.
Estaba aún en el bachillerato cuando me impresionó una contradicción en la actitud de los seguidores de Schmoller. Por un lado, la Escuela schmolleriana combatía la instancia positivista de una ciencia de la realidad social basada en leyes obtenidas de la experiencia histórica; pero, por otro, sostenía que la teoría económica debe obtenerse por abstracción de la experiencia histórico-económica. Me parecía asombroso que no se dieran cuenta de esta incoherencia.
Un segundo aspecto sobre el que no estaba de acuerdo era el relativismo de la Escuela, que en muchos de sus representantes degeneraba en una ciega veneración del pasado y de sus instituciones. Si en otro tiempo muchos fanáticos del progreso habían juzgado negativamente y condenado todo lo que fuera viejo, ahora este pseudohistoricismo rechazaba todo lo que fuera nuevo, para exaltar en cambio en desmesura lo viejo. Por entonces no había comprendido aún la importancia del liberalismo, y sin embargo no conseguía ver un argumento contra él en la circunstancia de que el liberalismo fuera una conquista del siglo XIX y que fuera desconocido en épocas anteriores. No lograba comprender cómo era posible justificar ‘históricamente’ y en una perspectiva ‘relativista’ a tiranos, superstición e intolerancia, y consideraba una desvergonzada falsificación histórica el intento de indicar al mundo contemporáneo, como modelo, la moral sexual del pasado. El colmo se alcanzaba en el campo de la historia de la Iglesia y de la religión, en el cual católicos y protestantes se esforzaban con el mayor celo en ocultar todo lo que no casaba con su credo (véase el modo de narrar la historia brandeburgo-prusiana desde el ‘gran’ príncipe electoral al ‘gran’ rey).
Por suerte, del partidismo de la historiografía prusiana se apartaba, por lo menos en un punto, la honestidad de los historiadores austriacos del derecho. En las cinco horas de lecciones sobre la historia del derecho austriaco, obligatorias para los estudiantes de derecho del primer semestre, el profesor Sigmund Adler trataba la historia de la falsificación del Privilegium Maius, por parte del duque Rodolfo IV de Habsburgo, con una profundidad tal que podía hacer frente a la crítica más rigurosa. Apenas unos decenios más tarde, Ernst Karl Winter tendrá la audacia de edulcorar este capítulo del pasado austriaco, y de descubrir en el príncipe prematuramente desaparecido un «socialista», en cuanto a socialismo, superior incluso a Federico Guillermo I, el ídolo socialista de los partidarios de la «Pequeña Alemania».
No conseguía explicarme cómo de la afirmación de la existencia de la propiedad colectiva de la tierra en los siglos oscuros de la prehistoria podía sacarse un argumento contra el mantenimiento de la propiedad individual, y cómo podía rechazarse la monogamia y la familia sólo porque en otros tiempos se había vivido en régimen de promiscuidad. Consideraba tales razonamientos simplemente absurdos.
Menos aún lograba comprender el punto de vista opuesto, que a veces —¡casualmente!— era defendido por las mismas personas: es decir, que todo lo que indicara desarrollo pudiera identificarse inmediatamente con progreso, que fuera un desarrollo superior y por lo tanto justificado éticamente. Con el historicismo mendaz de esta Escuela nada tenía en común el honesto relativismo de los historiadores guiados exclusivamente por la pasión del saber. Pero, desde el punto de vista lógico, carecía igualmente de fundamento. Según esta concepción, no existiría diferencia entre una política conforme y otra no conforme al fin. Lo que existe es el dato, y el único modo de considerar las cosas que se le permite al historiador es el de no juzgarlas, sino aceptarlas, como hace el científico frente a los fenómenos de la naturaleza.
No es preciso gastar muchas palabras para demostrar la insensatez de este criterio que aún hoy comparten muchos economistas. Ciertamente no es tarea y vocación de la ciencia formular juicios de valor. Pero también es cierto que una de las funciones de la ciencia —mejor dicho, según una mayoría, el único— consiste en decirnos si los medios que empleamos para alcanzar un fin son o no apropiados. El científico de la naturaleza no formula juicios de valor sobre la naturaleza, pero nos explica a los mortales qué medios tenemos que emplear si queremos alcanzar determinados fines. Las ciencias de la acción humana no tiene la función de valorar los fines de la acción, sino la de examinar, bajo el perfil de la conveniencia, los medios y los métodos que pueden emplearse para alcanzar tales fines.
Discutí a menudo estas cuestiones con Ludo Hartmann, y con posterioridad también con Max Weber y Alfred Francés Pribram. Los tres eran de tal modo esclavos del historicismo que les resultaba realmente difícil admitir lo acertado de mi punto de vista. Al final, en Hartmann y en Weber, el temperamento pasional, que les impulsaba a participar en la política activa, acabó imponiéndose a sus dudas filosóficas. Pribram, por su parte, que no tenía estos impulsos activistas, permaneció fiel a su quietismo agnóstico. De él podría decirse lo que Goethe dice de la esfinge:
Sentadas ante las pirámides,
en el alto tribunal de los pueblos,
somos árbitros de las inundaciones,
de la guerra y de la paz.
Nuestro rostro permanece impasible.
Fausto, 2.ª Parte, acto II:
Noche de Walpurgis clásica
Lo que yo más reprochaba a los historiadores que se inspiraban en la idea de la «Pequeña Alemania» era la concepción burdamente materialista del poder. Para ellos, poder significaba bayonetas y cañones, y llamaban Realpolitik a una política que sólo tenía en cuenta los factores militares. Todo lo demás eran ilusiones, idealismo y utopismo. Jamás comprendieron la célebre enseñanza de Hume, quien advertía que todo gobierno se apoya en la opinión. Bajo este aspecto, también su mayor adversario, Heinrich Friedjung, pensaba lo mismo. Pocos meses antes del estallido de la revolución rusa, me dijo: «No comprendo cuando me hablan del estado de ánimo de las masas rusas y de la ideología revolucionaria de la que está empapada la intelectualidad rusa. Todo esto me parece demasiado vago e indeterminado. No son estos los factores decisivos; el factor decisivo es la voluntad de los jefes de Estado y los planes que deciden poner en práctica». Lo cual no era muy distinto de la mezquina concepción del policía Schreber (convertido después en canciller austriaco), el cual, a finales de 1915, comunicó a sus superiores que no creía en absoluto en la eventualidad de una revolución en Rusia: «¿Quién habría de hacer esta revolución? ¿Ese señor Trotzki que se pasaba todo el día leyendo periódicos en el Café Central?».
En la facultad vienesa sólo había, en 1900, un historiador de la economía del que pudiera decirse que pertenecía a la orientación historiográfica alemana, y era Carl Grünberg, que había trabajado con Knapp para un periódico de Estrasburgo, publicando más tarde un libro sobre la política del gobierno austriaco para con los campesinos de los Sudetes[31]. En la forma, en la exposición y en el método con que se elaboraba el material historiográfico, la obra seguía servilmente el libro de Knapp sobre las antiguas provincias del Estado prusiano[32]. No era historia económica, y ni siquiera historia administrativa. Era simplemente un montón de documentos, una exposición de la política tal como se reflejaba en los documentos; una cosa así habría podido escribirla perfectamente cualquier funcionario ministerial.
La ambición de Grünberg era fundar en Viena un centro de investigación de historia económica según el modelo creado por Knapp en Estrasburgo. Los estudios de los alumnos de Knapp se ocupaban por entonces de la emancipación de los campesinos en los distintos territorios alemanes, y Grünberg proyectaba para sus propios alumnos la historia de la emancipación de los campesinos en las distintas provincias de Austria. Fue él quien me impulsó a estudiar la historia de la relación campesinos-amos en las fincas de la Galizia. Traté de desembarazarme, en lo posible, de la estricta observancia del esquema knapperiano, pero sólo en parte lo conseguí, de modo que mi ensayo, publicado en 1902, no se refería tanto a la historia económica como a la historia de las medidas estatales. Tampoco un segundo ensayo histórico que escribí en 1905, con independencia de Grünberg, mejor dicho contra su consejo, era mucho mejor; se titulaba «Zur Geschichte der österreichischen Fabriksgesetzgebung», y exponía, en particular, la legislación austriaca en materia de limitación del trabajo de los menores.
Mientras empleaba gran parte de mi tiempo en estos trabajos, hacía proyectos de investigaciones mucho más ambiciosas, que fueran auténtica historia económica y social y no una recogida de documentos. Pero jamás conseguí realizar tales proyectos. Después de completar los estudios universitarios, no tuve ya tiempo para trabajar en archivos y bibliotecas.
El gran interés por las lecciones de la historia no me abandonó nunca y, precisamente por esto, pude comprender muy pronto los fallos del historicismo alemán. A este historicismo no le interesaban los problemas científicos, sino que se preocupaba únicamente de magnificar y justificar la política prusiana y del régimen autoritario prusiano. Las universidades alemanas eran instituciones estatales y sus profesores funcionarios públicos. La sensibilidad de los profesores era la de los funcionarios del Estado, es decir de los servidores del rey de Prusia. Si acaso hacían uso de su independencia, para dirigir alguna crítica a la actuación del gobierno, ello podía revestir a lo sumo el significado de una manifestación de esa costumbre de refunfuñar que es el pan de cada día de los cuerpos militares y burocráticos.
La forma en que se trataban en la universidad las ciencias económico-sociales no podía menos de producir rechazo en cualquier joven inteligente y animado por el sagrado fuego del conocimiento, al tiempo que ejercía una fuerte atracción sobre los débiles. No era difícil acudir a un archivo y pergeñar una chapuza de ensayo histórico hojeando varias pilas de documentos. Muy pronto la mayor parte de las cátedras fueron ocupadas por personas que, según los parámetros de valoración vigentes en las profesiones liberales, habrían sido clasificados como sujetos de inteligencia limitada. Conviene tener presente todo esto si se quiere comprender cómo hombres como Werner Sombart lograron conquistar tanto crédito. Era ya un mérito no ser completamente obtusos e ignorantes.
La enseñanza universitaria de una ciencia a priori plantea especiales problemas si se mantiene el principio de que quien enseñe debe practicar también la investigación. En todos los campos, son siempre pocos los hombres capaces de aumentar el patrimonio espiritual heredado. Pero en las ciencias experimentales a posteriori, ambos grupos, los pioneros y los seguidores, trabajan con los mismos medios, de forma que exteriormente no hay entre ellos ninguna separación. Cualquier profesor de química puede en su laboratorio compararse a un gran pionero, y su indagación no se diferencia en modo alguno de la de este último, aunque sus méritos para la ciencia sean muy modestos. En cambio, en la filosofía, en la economía política y —en cierto sentido— también en la matemática, el caso es distinto. Si se quiere vincular el acceso a la enseñanza académica de la economía política a la condición de que el candidato haya enriquecido dicha ciencia con sus propias investigaciones, apenas podrían hallarse en todo el mundo una docena de profesores. De ahí que, si se reconoce la habilitación a la enseñanza sólo a quien ha desarrollado una investigación autónoma, haya que considerar válida también la investigación llevada a cabo en campos afines. Pero así se condiciona el nombramiento a una cátedra de economía política a la actividad desarrollada en otros campos: historia de las ideas y de las teorías, historia económica y en especial historia económica del pasado más reciente, que erróneamente se considera como una manera de ocuparse de los problemas económicos del presente.
La ficción que en la república de las letras hace que se consideren iguales todos los profesores no tolera que el personal docente de economía política se divida en dos clases netamente distintas: la de quienes son economistas en sentido propio y la de quienes, en cambio, provienen de la historia económica descriptiva. Los complejos de inferioridad de los ‘empíricos’ les impulsan a luchar contra la teoría.
Esta lucha revistió en Alemania (pero luego también en otros países) una connotación nacionalista. En la primera mitad del siglo XIX, los profesores alemanes habían sido, en el mejor de los casos, simples transmisores de las teorías de los economistas ingleses. Sólo unos pocos, entre ellos Hermann y Mangoldt, merecen un puesto en la historia de la economía política. La Vieja Escuela histórica fue una rebelión contra el espíritu de Occidente, y la Joven Escuela histórica introdujo ya en esta lucha todos los argumentos con los que los nacionalsocialistas propugnarían más tarde el rechazo de las ideas occidentales. Estos profesores estaban realmente eufóricos cuando podían sustituir la mala teoría inglesa por la única remozada teoría alemana. El último economista inglés del que los profesores alemanes conocían aún algo era John Stuart Mill: era el «epígono» de los odiados economistas clásicos, pero se le podía atribuir el mérito de haber presagiado muchas de las grandes ideas de la economía política alemana.
La Escuela histórica de economía no ha producido ni una sola idea. En la historia de las ciencias no ha escrito una sola página. Durante ochenta años ha hecho una intensa propaganda a favor del nacionalsocialismo, y las ideas de esta propaganda sólo las heredó, no las creó. Sus investigaciones históricas son totalmente inadecuadas desde el punto de vista metodológico y tienen a lo sumo un significado como indigestas ediciones de material historiográfico. Pero lo peor es la mendacidad y la consciente deshonestidad de la Escuela. Se trata de una miserable literatura tendenciosa, cuyos autores han mirado siempre hacia arriba para recibir la inspiración de los señores del ministerio. Y conviene decir que, en los límites de sus estrechas posibilidades, los profesores trataron de servir a sus patrocinadores: primero los Hohenzollern, luego los marxistas, y al final Hitler. La formulación más acertada de su credo la dio Sombart cuando definió a Hitler como portador de una misión divina, ya que «toda autoridad viene de Dios».
La mayor aportación del historicismo, la teoría de la historia de la Escuela de Badén, fue obra de otros hombres. Quien llevó a cabo esta obra, Max Weber, luchó durante toda su vida contra cualquier pseudohistoricismo alemán.