Epílogo

En la tarde del 2 de enero de 1874 Emilio Castelar reabrió, como había prometido, las Cortes. Dio cuenta a los diputados de su actuación durante los tres meses de suspensión de sesiones… y de garantías constitucionales. Le pidió a la Cámara, después de un largo debate, que le brindara su confianza. A las cinco de la madrugada del día siguiente se empezó a votar la moción. Castelar fue derrotado por una pequeña mayoría y presentó en el acto su dimisión.

A las siete de la mañana se inició el proceso de elegir a un nuevo presidente del Poder Ejecutivo. No había pasado media hora cuando el de las Cortes, Nicolás Salmerón, informado por un secretario demudado, anunció que Madrid estaba ocupado militarmente —algo que desde hacía semanas se rumoreaba iba a pasar en esos precisos momentos—, y que el general Pavía se dirigía hacia el Congreso con varias compañías de la Guardia Civil e Infantería.

¡El general Pavía, el perdedor de Alcolea!

Al poco tiempo irrumpió en el hemiciclo el golpista, rodeado de guardias y soldados, y echó a la calle, sin contemplaciones, a los diputados.

«¡Fuera, esto se ha terminado!», vociferaría con desprecio uno de los que le acompañaban.

Acababa de fenecer la República Federal Española. La hoy conocida como Primera República.

No tardó en formarse un gobierno de signo conservador encabezado por el general Serrano. Entre sus primeras medidas dispuso la anulación de la Constitución de 1869, la ocupación por la Benemérita de los locales de la Internacional Obrera, el cierre de clubs progresistas y la abolición de la «libertad de imprenta», una de las conquistas más valiosas de «La Gloriosa».

Siguió el régimen en pie hasta principios de 1875, cuando, a raíz de la asonada del general Martínez Campos, se produjo la esperada restauración borbónica en la persona de Alfonso XII, que entonces había alcanzado la edad de diecisiete años.

Entretanto languidecía el sumario por el asesinato de Juan Prim y Prats. Seguiría tropezando con todo tipo de rémoras y finalmente sería sobreseído en vísperas del matrimonio del joven rey, en 1886, con la hija de los duques de Montpensier, María de las Mercedes, muerta tan sólo cinco meses después.

José Paul Angulo, que nunca volvió a España, publicó aquel mismo 1886, en París, su libro Los asesinos del general Prim, en el que negaba haber tenido participación alguna en los hechos. Falleció en la capital francesa en 1892, a los cincuenta y cuatro años.

José López pasó nueve años y veintisiete días en la cárcel. Fue puesto en libertad en 1879. Editó en 1886, en contestación al libro de Paul Angulo, una larga serie de folletos reunidos en un tomo titulado Asesinato del general Prim. Luego desapareció de la vista. No sabemos cuándo murió ni dónde.

El último sospechoso en ser liberado fue, al parecer, José María Pastor, quizás la persona que, con la posible excepción de Felipe Solís, más sabía de la muerte de Prim. Según el libro de Paul, Pastor fue asesinado inmediatamente después de ser absuelto —hay que suponer que para que no cantara—, pero de tal crimen no hemos encontrado rastro. Lo cierto es que nunca se supo nada más, públicamente, de aquel individuo tan ducho en el arte de enredar.

En cuanto a los supuestos autores materiales del crimen, ni uno solo fue preso jamás. Francisco Huertas murió, probablemente en América, sin revelar lo que sabía del caso. Se ha dicho, siempre sin documentación en la mano, que hubo algunas confesiones de última hora, también en América, pero tal vez todo fuera mero chismorreo. Los responsables —los asesinos y los instigadores— se llevaron su secreto a la tumba.

Benito Pérez Galdós no logró arrojar luz nueva sobre el magnicidio, como demuestran sus novelas Prim (1906) y España trágica (1909). Ambas dan fe de la intensa admiración que le inspiraba el general. Por las numerosas referencias que contienen a Ricardo Muñiz, calificado como el «verdadero confidente» del héroe inmolado, podemos deducir que Galdós le consultó personalmente, además de leer con lupa sus Apuntes históricos sobre la Revolución de 1868 (1884-1885).

El duque de Montpensier vivió hasta 1890, cuando, a los sesenta y seis años, falleció repentinamente de una apoplejía cerebral después de intentar abatir unas perdices en su finca de Torre Breva, cerca de Chiclana. Hoy sus despojos mortales yacen al lado de los de su mujer en el Panteón de Infantes del monasterio de San Lorenzo de El Escorial.

Parece mentira que nadie haya escrito todavía la gran biografía que se merece aquel personaje que se desvivía por ser el rey Antonio María I de España.

¿Y Felipe Solís? Murió en Villafranca de los Barros (de «colapso cardíaco») el 30 de noviembre de 1907, a los ochenta y cuatro años, sin haber tenido presencia pública alguna, que sepamos, desde su salida de las prisiones militares de San Francisco a finales de 1872. Y, por desgracia, sin haber publicado sus memorias. Era viudo de Mariana Gómez de la Cortina y Rivas, natural —como él— de Madrid, de cuyo matrimonio habían nacido cinco hijos, tres para entonces ya fallecidos. Quien fue ayudante del duque de Montpensier está enterrado en uno de los nichos inferiores de la parte antigua del cementerio municipal de Villafranca. Recuerda la lápida su condición de coronel retirado de Infantería, pero la verdad es que allí apenas queda rastro suyo.

Entre los otros personajes históricos que aparecen en estas páginas, dejemos constancia de que la tumba del catedrático de ciencias naturales Antonio Machado Núñez (1815-1896) se encuentra en el cementerio civil de Madrid, a unos pocos metros de las de Pablo Iglesias y la Pasionaria y no lejos de los prohombres de la Institución Libre de Enseñanza, así como de tres presidentes de la Primera República.

En cuanto a su malogrado hijo Antonio (1846-1893), padre de los poetas y el primer flamencólogo español, se desconoce la ubicación de su último paradero en el cementerio sevillano de San Fernando.

Francisco Mateos Gago murió en 1890 a los sesenta y tres años. Distinguido por su «feroz oposición al darwinismo», defendido en la misma universidad por Antonio Machado Núñez, tiene, a diferencia de este, una calle con su nombre en Sevilla. Sus restos mortales yacen en el Panteón de Hombres Ilustres de la ciudad.

Robert Boyd no es un invento de quien esto escribe. No sólo financió la expedición de Torrijos sino que cayó al lado del general y sus valientes en la playa de Málaga. Quizás nunca hubo irlandés que tanto diera por la libertad de los españoles. Su tumba se encuentra realmente en el cementerio inglés de Málaga —uno de los más hermosos del Mediterráneo—, pero no consta que una atrayente joven de Algeciras alumbrara a un hijo suyo póstumo, episodio que, tal vez irreverentemente, hemos sacado de nuestro propio magín.

La muerte del general Prim, que cambió los destinos de España, nunca ha sido descifrada, pese a los dignos esfuerzos del jurista Antonio Pedrol Rius, autor de Los asesinos del general Prim (aclaración de un misterio histórico), editado en 1960 por Ediciones Tebas, Madrid.

Cientos de folios del sumario, carcomidos por la humedad después de haber sido consultados por Pedrol, son hoy ilegibles debido al abandono al que fueron condenados a partir de entonces en sótanos y oscuras dependencias oficiales.

«A muertos e idos ya no hay amigos»: el refranero, como suele ser el caso, da en la diana.

Faltan numerosas piezas de la causa, bien robadas, bien extraviadas. Entre ellas el primer tomo de las actuaciones. El sumario —ochenta volúmenes encuadernados— se encuentra en estos momentos en el despacho del decano de los juzgados de Madrid (en la plaza de Castilla).

El microfilm del mismo, abierto a los investigadores, se puede consultar, como lo hemos hecho nosotros, en el Archivo Histórico Nacional.

Por suerte existe también un voluminoso «Apuntamiento» —resumen del sumario— que permite reconstruir parcialmente el contenido de los muchos folios de este destrozados o dañados. Se conserva en el Tribunal Supremo, el antiguo convento de las Salesas donde estaban ubicados, durante el «Sexenio Progresista», los juzgados de la capital. Hago votos por la pronta digitalización del valiosísimo documento, imprescindible para evitar su desaparición o daño en caso de accidente y para facilitar el trabajo de futuros historiadores.

La berlina de Prim, a diferencia del sumario, se ha conservado intacta. Está expuesta en el museo del Ejército, en el Alcázar de Toledo. Y, de verdad, su contemplación provoca pena.

Así como la del espectacular mausoleo que contiene los restos del general, trasladado en 1971 desde Madrid al cementerio de su Reus natal.

Pocos madrileños saben hoy que la calle del Turco es la que lleva actualmente el nombre de Marqués de Cubas, a dos pasos del Círculo de Bellas Artes. Ninguna placa señala el lugar del crimen. En el ocupado por la taberna de Manuel García Llano y las casas colindantes se erige el pétreo e inhóspito muro del Banco de España.

En cuanto a Alcolea —hoy prácticamente una barriada de Córdoba—, no hay todavía ningún monumento en su magnífico y ancho puente del siglo XVIII (empezado bajo Carlos III) que recuerde a las víctimas mortales, casi mil, caídas allí en la cruenta batalla que significó el triunfo de «La Gloriosa» y la posibilidad de que España tuviera democracia.

Hay quienes dicen que este país es amnésico y reacio a afrontar su historia.

Quizás no se equivocan.

— FIN —