Capítulo 9

Edward McKinley, informado de la tragedia por la embajada británica en Madrid, llegó a Sevilla diez días después del sepelio de Patrick Boyd y leyó en la Fonda de Londres, con frío en el corazón, los cuadernos de apuntes de sus dos meses y medio en España. No le convenció para nada la versión oficial de la muerte de su amigo, y le parecía evidente que, detrás de ella, se escondiera la mano de quien o quienes querían impedir que siguiera con sus pesquisas. ¿De Solís Campuzano? ¿De José María Pastor, quién —como demostraban las últimas entradas del dietario— ya preocupaba intensamente a Boyd y era el probable inspirador de los anónimos? ¿Quizás de un marido ultrajado y, por más señas, adicto a Montpensier?

También le llamaba la atención la relación que evidentemente existía entre Solís y el ubicuo clérigo Gago Fernández, tan cerca por otro lado del marqués y tan fiel defensor del duque.

El escocés no tardó en darse cuenta de que conseguir la prueba de lo realmente ocurrido le iba a ser imposible. Tan imposible como le había resultado a Patrick resolver la autoría del asesinato de Prim.

Cuando visitó por segunda vez la fosa, abierta con premura en un rincón poco frecuentado del cementerio de San Fernando, gracias a los buenos oficios del cónsul, una mujer alta y elegante, vestida de negro, con la cara cubierta por un velo, acababa de dejar sobre la tierra recientemente removida un ramo de rosas rojas, y se alejaba despacio entre un laberinto de tumbas y cruces.

—¡Señora! —llamó McKinley.

La mujer se paró, dio media vuelta, pareció dudar y luego esperó a que se le acercara.

—Señora, yo soy Mac… McKinley, el amigo de Patrick —le dijo el periodista en inglés, extendiendo la mano—. Permítame que le ofrezca mi más sincero pésame. En sus cartas me habló de usted. Lamento profundamente lo ocurrido.

Siguieron juntos en silencio hasta la salida del camposanto, donde esperaba el coche de Araceli.

—No fue una bala perdida —le dijo con amargura, tratando de contener los sollozos—. Estoy convencida. Sería demasiada coincidencia. Él quería resolver el asesinato de Prim y ahora lo han matado a él también. Yo le amaba, pensábamos huir y ahora me lo han quitado para siempre. Yo ya no existo, yo ya no soy nada. Vuelvo con mis padres. Se acabó.

Le ofreció dejarlo en el centro de la ciudad. El escocés se lo agradeció pero declinó la invitación. Quería volver a contemplar la fosa donde yacían los restos de su amigo.

Cuando el coche dobló la esquina unos segundos después, Edward McKinley tuvo la absoluta certidumbre de que nunca volvería a ver a la marquesa de Guadalcacil.