Capítulo 8

Otra vez ensillados, Juan Fajardo les explicó que la travesía que les esperaba era de nueve kilómetros y que les llevaría, después de cruzar más arriba la zona de dunas, a un camino por el cual podrían transitar ya con más facilidad hasta llegar al Palacio de Doñana.

Fue para todos un alivio dejar atrás aquellos inmisericordes parajes fronterizos entre el océano y las marismas. Ya tenían el cuerpo cansado, y la vista de la inmensa llanura húmeda que ahora se extendía ante ellos, salpicada de lagunas y lucios con sus bordes poblados de densa vegetación, actuó sobre su ánimo con la fuerza de una medicina tonificante.

Hacia el mediodía desmontaron para comer lo que quedaba del desayuno, más un queso manchego y algunas manzanas que Palencia había tenido la precaución de incluir entre las provisiones. Para beber recurrieron a otro botijo de agua fresca traído por Fajardo desde el poblado.

—«Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados…”».

Apoyado contra el tronco de un grueso pino, con los ojos semicerrados y las manos dobladas sobre las rodillas, Machado Álvarez se había acordado, mientras el sol de noviembre le calentaba la cara, del famoso discurso del hidalgo sobre la Edad de Oro. Y no pudo resistir la tentación de entonar las primeras palabras del mismo, grabadas desde hacía años en su memoria.

—Lo releí hace algunos meses —explicó—. Es uno de los textos literarios más hermosos que conozco.

—El primer discurso comunista de la historia —terció su padre—, dirigido, claro, a la clase obrera. Quiero decir, a unos cabreros.

—Sí, porque, según don Quijote, se ignoraban en aquellos míticos tiempos las palabras tuyo y mío, y todas las cosas eran comunes, compartidas. En un ambiente de paz y concordia, sin jueces corrompidos, vendidos a los políticos.

Araceli, perdida en sus propios pensamientos, no decía nada. Patrick le sonrió.

—La ironía de Cervantes es sublime —reflexionó Machado Núñez—. Los cabreros no entienden nada de lo que les está diciendo don Quijote, por supuesto. Y la censura no captará la crítica que se filtra entre líneas de la España de entonces, con su Inquisición, su intolerancia y la expulsión de los moriscos.

—Estará usted muy fatigada —le dijo Patrick a Araceli, que seguía sin decir nada.

—Sí, es verdad —concedió, mirándole breve pero intensamente mientras giraba su parasol—. He disfrutado pero es mucho andar. ¡Y mucho picar de moscas y otros bichos!

Al poco rato de reemprender la marcha el camino subió por una suave pendiente a una veta —así la designaba Fajardo— que serpenteaba, como una plataforma alargada, en medio de densos carrizales.

—Allí no se puede entrar —dijo el guarda—, está lleno de tremedales que te engullen en un pispás. Ha desaparecido gente incauta. Dentro hay manchas de bosque muy espeso donde se meten los animales y se sienten seguros.

Una hora después Fajardo notó con sorpresa que delante de ellos se levantaba hacia el cielo una densa columna de humo negro.

Paró el caballo y se quedó perplejo, como dudando de la evidencia de sus ojos. Luego exclamó:

—¡Me cago en la Virgen! ¡Es una batía, están quemando el carrizal para que salga la caza!

—¿Qué hacemos? —preguntó Machado Núñez, algo inquieto—. ¿Nos volvemos atrás?

El guarda dijo que no hacía falta. ¿No veía don Antonio el pequeño alcor que se erguía un poco más allá? Arriba había restos de un antiguo refugio, donde estarían al abrigo del fuego, que además no duraría mucho tiempo. Luego podrían continuar.

En las entrañas del cenagal se habían desencadenado el pánico y el alboroto. Huían sobre sus cabezas bandadas de pájaros emitiendo gritos de alarma, se oían gimoteos y berridos y el insistente chapoteo de pasos presurosos entre los charcos.

Sonaban los disparos de los cazadores, acompañados de ladridos de perros.

De repente salieron de la espesura pantanosa ocho o nueve ciervos que cruzaron a todo correr delante de ellos y, sorteando de un salto la pendiente, se perdieron entre las junqueras al otro lado del camino.

Les siguió una piara de jabalíes despavoridos.

—Por mí es el inglés ese —sentenció Juan Fajardo—. El amigo de don Celedonio.

Los caballos se habían puesto nerviosos. El de Machado Núñez relinchaba y daba indicios de querer desbocarse. Su hijo se acercó para intentar ayudarle a controlar mejor al animal.

Viendo el terror que expresaban las facciones de Araceli —réplica del que le había asaltado cuando cruzaban el río el día anterior—, Patrick se juntó con ella.

Fajardo, consciente de ser ya no sólo el guía del grupo sino su líder y defensor, exclamó:

—¡Vamos al refugio, rápidos!

Partieron al trote hacia el alcor.

El humo del carrizal incendiado se hacía cada minuto más denso y las detonaciones crepitaban más cerca.

Nunca se pudo comprobar de qué escopeta, ni de dónde, partió la bala que, entrándole por la sien izquierda justo antes de que la pequeña caravana alcanzara su destino, fulminó a Patrick Boyd.

El proyectil, que hubiera podido contribuir a la aclaración de lo ocurrido, no se encontró, pues a la víctima se le había salido por la otra sien para perderse en los insondables entresijos del paular.

El juez encargado del caso llegó a la conclusión de que se había tratado de un malhadado rebote, y excluyó, tajante, cualquier posibilidad de homicidio.

Pero hubo muchos en todo el contorno que no se lo creyeron.