Capítulo 7

Despertados por Juan Fajardo, fuertemente abrigados contra el frío y fortalecidos por varias tazas de café muy caliente preparado por la mujer del pitero, iniciaron a las tres y media de la madrugada la última etapa de su laboriosa caminata hacia el Cerro de los Ánsares.

Iban delante, lado a lado, seguidos por Fajardo, dos de los carboneros de la noche anterior, montados en mulos y provistos de sendas lámparas de queroseno que, colgadas de un palo sujetado con correas al flanco de cada animal, alumbraban la vereda con suficiente claridad para poder evitar tropiezos con obstáculos imprevistos.

Cruzaron por cuatro o cinco largos corrales separados por trechos de arenal y, hora y media después, alcanzaron el borde del último espacio verde. El guarda les explicó que delante de ellos se extendía, en la oscuridad, un páramo de inmensas dunas de arena.

El silencio era absoluto, menos el cercano tronar del mar. Escuchándolo, a Patrick le vino a la memoria una vieja balada irlandesa aprendida con los jesuitas de Galway. Evocaba con nostalgia, desde el exilio, el resonar de las olas atlánticas sobre una playa presidida por la luna y las estrellas.

Fajardo les dijo que les tocaría pronto ir subiendo entre las dunas y que dentro de poco llegarían a un declive con los restos de una atalaya. Allí se quedarían los carboneros, al cuidado de los animales y para preparar el desayuno —que prometía de mucho postín—, mientras ellos cubrían a pie el último tramo.

Alcanzado aquel paraje empezaron la subida al Cerro de los Ánsares. Fajardo llevaba una de las lámparas de queroseno. Agradecían sus abrigos y bufandas y las botas forradas de lana, recomendadas semanas atrás por Palencia y sin las cuales ya habrían tenido los pies ateridos.

El Cerro de los Ánsares era en realidad un conjunto de dunas que, ocupando varios kilómetros cuadrados, bajaban en pendiente suave hacia las marismas. El cobertizo, abierto el día anterior por los hombres de Fajardo en la cresta de una de ellas, y disfrazado por matas de arbustos secos, iba a permitir que, totalmente ocultos, pudiesen apreciar por una amplia rendija, con la nueva luz del día, la vasta extensión arenosa que se abría ante ellos.

Serían las seis de la mañana cuando llegaron hasta allí. Las estrellas ya iban perdiendo su brillantez y se presentía el amanecer. Fajardo apagó la lámpara y todos se metieron dentro del hueco.

Araceli se colocó al lado de Patrick y, aprovechando la oscuridad, le cogió enseguida la mano.

—¡Ya estamos! ¡Lo hemos conseguido! —dijo Machado Núñez, rebosando satisfacción—. ¡Gracias, Juan! ¡Y qué suerte hemos tenido con el tiempo! Con tal de que no se levante el foreño y nos huelan los muy pícaros.

—Es el viento que viene del mar —explicó Palencia a Boyd—. Los ánsares tienen el olfato muy fino, como seguramente sabes, y si soplara el foreño podrían olernos y alejarse.

Fajardo había traído consigo una petaca de plata, regalada por un naturalista alemán en señal de agradecimiento por las atenciones del guarda durante una visita a Doñana unos años atrás. Anticipando el frío, la había llenado de aguardiente.

—Un pequeño trago nos vendrá muy bien —dijo, pasándola primero a Araceli.

Al sorber el fogoso licor, Boyd recordó el que le había hecho probar Paul Angulo un mes antes en Hendaya. Desde entonces, ¡cuántas cosas le habían ocurrido!

Por la rendija del escondite todos miraban hacia el este, donde, teñido de un débil rubor, ya clareaba el cielo.

—Dentro de nada se va a realizar su sueño, Patrick —le dijo Machado padre—. No sabe cuánto me alegro. Ahora lo que nos toca es callar, escuchar y esperar.

Poco después les llegó desde el corazón de las marismas una sorda conmoción que no tardó en convertirse en tumultuosa algarabía.

—¡Son ellos! ¡Ya vienen! —susurró Palencia.

Patrick se dio cuenta de que le latía furiosamente el corazón. Araceli le agarró con fuerza el brazo.

Ya se elevaba sobre los montes lejanos el disco amarillo del sol, y descubrieron, maravillados, que desde su improvisado escondite en la arena se atalayaba una vasta extensión de dunas, marisma y lagunas.

De repente sonaron muy cerca unos roncos graznidos y vieron ir directamente hacia ellos un pequeño grupo de ánsares que se posaron a unos quince metros de su escondite y, mientras los intrusos retenían la respiración, empezaron enseguida a comer arena. A tan corta distancia se apreciaba su gran tamaño, la belleza de su plumaje marrón y el color rosáceo de sus patas.

Era la vanguardia de un ejército de gansos, miles y miles de ellos, que fueron llegando a las dunas, graznando ruidosamente, en grupos cada vez más numerosos.

—¡Dios mío! —le susurró Araceli a Patrick, apretándole la mano—. ¡Ahora entiendo! ¡Si Gago viera esto!

«Machado padre tenía razón —pensó Boyd—, es el mayor espectáculo ornitológico del mundo».

Sabía que sólo iba a durar una hora y que los ánsares necesitaban poco tiempo para ingerir la arena que garantizara su digestión durante los siguientes diez días, después de lo cual volvían sin demora a las marismas. No había que perder detalle, pues, de la inaudita escena que se desarrollaba ante sus ojos, toda vez que nada garantizaba que llegasen otras bandadas al mismo sitio.

Los gansos iban y venían, engullendo la arena y estirando el cuello para facilitar su paso al estómago. Algunos se acercaron casi al borde del cobertizo, sin sospechar la proximidad del peligro humano. Cualquier ruido —una tos, por ejemplo— habría significado la espantada.

Patrick se preguntaba dónde habían nacido las espléndidas criaturas que tenía delante. ¿Islandia, Spitzenburg, Noruega? Interrumpió sus pensamientos la llegada de unos grupos tan densos que toda la cresta de la duna donde se ocultaban estaba pronto cubierta de gansos, cada uno entregado a la urgente tarea de ir purgando su sistema digestivo.

Tres cuartos de hora después el espectáculo había acabado y apenas quedaba un ánsar en toda la extensión del cerro.

Los excursionistas esperaron unos minutos más, por si acaso, y abandonaron su escondite.

A Patrick le había sobrecogido lo que acababa de presenciar, y no dejaba de darles las gracias a los Machado y a Palencia, así como a Juan Fajardo, por haberle organizado la visita, que les aseguraba no olvidaría jamás.

En cuanto a Araceli, reconocía no haber presenciado nunca nada comparable. Había valido la pena con creces. ¡De allí en adelante iba a ser del gremio ornitológico!

Después de admirar el panorama de las marismas, que ahora, bañado de sol, se apreciaba en todo su esplendor desde aquella cumbre arenosa, emprendieron el regreso al punto de partida de su subida por las dunas.

Allí les esperaba, atendida por los carboneros, una hoguera de ramas secas entre cuyas brasas, sobre una parrilla, chisporroteaban chuletas de jabalí y, con ellas, salchichas y chorizos traídos al efecto de su casa por el previsor Palencia. No se hicieron de rogar y acometieron como lobos el típico desayuno del Coto, en el que nunca faltaba el acompañamiento de la bota.

Comentaron, mientras comían, y casi con tanta algazara como la de las bandadas de gansos en su retorno a las marismas, la casi increíble escena de la cual habían sido privilegiados testigos.

Antes de que Celedonio Palencia volviera sobre sus pasos con los dos carboneros, Patrick le rogó otra vez que hiciera todo lo posible por averiguar cuanto antes si Pedro González le había dicho la verdad acerca del sobre dejado en sus manos por Solís, y si era cierto que el coronel había regresado en persona a Sanlúcar a recogerlo.

El naturalista se comprometió a enviarle un mensaje a la Fonda de Londres avisándole del resultado de sus pesquisas. Estaría allí a su llegada, que no se preocupara.

Luego, tras despedirse cariñosamente de todos y congratularse por el éxito de la excursión, montó su caballo y se fue despacio cuesta abajo con los carboneros hasta desaparecer tras unos retamares.

Patrick, contemplando el arenal desierto, tuvo la intuición de que hacía muy mal en no acompañarle.