Capítulo 4

Patrick creía que su reencuentro con Araceli iba a tener lugar en el muelle. Le sorprendió, pues, constatar que ya estaba con los Machado cuando estos llegaron a la Fonda de Londres en el coche.

Estaba guapísima. Llevaba un pequeño sombrero azul marino coronando su masa de cabello negro, recogido en un lustroso moño con profusión de rizos, una falda verde y, bajo la capa, una apretada chaqueta de terciopelo negro sobre un corpiño blanco. Le costó un esfuerzo ocultar su aturdimiento al darle la mano.

Camino del vapor les contó con pelos y señales su conversación con Solís Campuzano… y el descubrimiento de que Gago había estado charlando con él una semana antes en Castilleja y le había puesto al tanto de su excursión a Doñana. Todos estaban de acuerdo en que Gago sabía mucho más de Montpensier y Solís de lo que quería aparentar.

Celedonio Palencia los esperaba delante del barco en el muelle de la Torre del Oro y los saludó ruidosamente al ver llegar el coche. Por su aspecto jovial y desenfadado, Boyd tuvo la impresión de que haría enseguida buenas migas con el naturalista.

Nada más efectuada la presentación, Palencia se deshizo en elogios de Torrijos y sus compañeros, y tuvo palabras sentidas para el padre de Patrick.

—Sé por mis amigos —añadió, indicando a los Machado— que usted no sólo comparte nuestro amor a la naturaleza sino nuestros sentimientos republicanos. Me alegro. Yo no soy tan militante como ellos, es verdad, pero he contribuido con mi granito de arena a la causa, ¿no es así, Antonio?

—Por supuesto —asintió Machado Núñez—. Tú eres de los cabales.

Luego subieron todos al vapor, cuya chimenea ya echaba humo, y se instalaron en el salón.

Media hora después alcanzaban las afueras de Sevilla, y la Giralda, recortada contra un cielo azul despejado de nubes, parecía cada vez más pequeña.

—¡Don Juan! —dijo Araceli, escudriñando las riberas del río.

—¿Cómo? —preguntó Machado Álvarez.

—Sí. Lo oí en la representación. La quinta de don Juan está sobre el Guadalquivir a una legua de Sevilla. ¡Tan sobre el río que el gran pícaro se escapa tirándose desde una ventana al agua! Estoy tratando de localizar la finca. ¡Por el momento nada! ¡Tampoco veo el veloz bergantín en que se va a ir corriendo a Italia!

Todos se rieron de la ocurrencia.

No tardaron los dos catedráticos de ciencias naturales en desplegar sus conocimientos de la flora y la fauna del delta del Guadalquivir. Y de la insólita variedad de hábitats que caracterizaba el Coto de Doñana, entre ellos las largas hileras de dunas movedizas que, empujadas tierra adentro por los vientos del Atlántico, amenazaban sin cesar las marismas y que un día, casi seguramente, las ahogarían definitivamente.

—¿Y doña Ana? —preguntó Patrick—. ¿Quién era?

—Ana de Mendoza —contestó Palencia—. Fue dueña del Coto a finales del siglo XVI. Allí siempre han ido los aristócratas españoles a abatir ciervos y a dedicarse a sus pasatiempos amorosos.

Rebasadas Coria y La Puebla del Río, cuando ya hacía más calor, se instalaron fuera. Celedonio Palencia quiso saber más acerca de las investigaciones de Patrick sobre el asesinato de Prim, de las cuales le habían puesto en antecedentes los Machado.

Boyd le hizo un resumen breve.

—Yo coincidía a veces con Montpensier en Sanlúcar —explicó el naturalista, después de escucharle atentamente—. Como sin duda sabe usted, tenía por costumbre pasar allí unos meses cada verano en su palacio, que es un pastiche neomudéjar horrendo, o por lo menos a mí me lo parece. Tengo que decir que jamás mostró el menor interés por mi persona. Supongo que estaba al tanto de mis ideas republicanas.

Patrick le preguntó cuándo vio por última vez en Sanlúcar al duque. Palencia dudó un instante.

—Antes del asesinato de Prim, desde luego —dijo—, o sea en el verano del 70. Sí, porque después se fue a Francia y desde entonces no ha vuelto. Recuerdo que lo vi con Solís, en la entrada del palacio.

—¿Con Solís? —inquirió Patrick.

—Sí, sí —contestó Palencia—. Solís acompañaba a menudo al duque en Sanlúcar, como era natural siendo su ayudante. Era su brazo derecho. Además le voy a decir una cosa. Cuando se enteró en Sevilla de que le iban a detener se fue sin pensárselo dos veces a Inglaterra. Supongo que esto lo sabe usted, señor Boyd.

—Sí, sí, claro.

—Lo que quizás no sepa es que se fue de incógnito en un vapor sevillano, bastante más grande que este, el Velázquez, que hacía escala en Sanlúcar antes de seguir hasta Londres. No bajó del barco, pero subió a verle uno del pueblo que le ayudaba, el ayudante del ayudante, digamos, un tal Pedro González, y Solís le entregó unos papeles para ponerlos a salvo. Esto por lo menos es lo que dice la gente, me imagino que con conocimiento de causa.

Patrick tenía la sensación de haberse puesto pálido. De repente su investigación adquiría un rumbo nuevo e inesperado.

—Esto es tremendo —dijo—. Me consta que en el juzgado de Madrid que entiende en la causa no tomaron en cuenta para nada el palacio del duque en Sanlúcar, sólo San Telmo. Y ahora resulta, por lo que usted nos dice, que Solís dejó documentos en el pueblo cuando huyó a Londres.

—Y el tal Pedro González, ¿sigue allí? —preguntó Machado Álvarez.

—Sí, sí —contestó Palencia—. No le he hablado de esto nunca, pero lo puedo hacer.

—Debieron de ser papeles muy importantes —dijo Patrick—, tal vez comprometedores para Solís o incluso Montpensier.

—Quizás —aventuró Machado Núñez— contenían la prueba de que, en relación con lo de Prim, Solís había actuado a las órdenes del duque, no por iniciativa propia, y quería guardarlos en lugar seguro por si acaso los necesitara para su defensa más adelante.

—De todos modos habrá que tratar de aclararlo —terció su hijo.

—Iré a tantear a González esta misma tarde —dijo Palencia—. Veremos qué dice.

—¡Se lo ruego! —le imploró Patrick.

El barco ya se iba aproximando a las marismas.

De repente Patrick sintió los primeros graznidos.

—¡Ánsares! —gritó, echando mano a su telescopio de bolsillo. Y luego—: ¡Ya los veo! ¡Mis primeros ánsares andaluces!

Todos aplaudieron, aunque Araceli anunció que de ornitología ella no entendía nada y que, por ello, no lograba comprender la emoción que dichas aves suscitaban en Patrick.

—La comprenderá usted cuando los veamos de cerca en las dunas —dijo Boyd, mirándola a los ojos con una sonrisa.

Ya avistados los ánsares inaugurales de la expedición, Machado padre anunció que le parecía llegado el momento de acometer la merienda que les había preparado su mujer.

La propuesta fue debidamente celebrada.

Entre los manjares que rápidamente se fueron sacando de la cesta no había olvidado Cipriana Álvarez introducir unas botellas de vino tinto con sus copas correspondientes. Con todo ello la conversación y el entusiasmo de los excursionistas cobraron nuevos bríos.

Una hora después el Guadalquivir, ya casi una inmensa laguna, describió una amplia curva y apareció delante de ellos, en el horizonte, una colina coronada por un castillo. Sanlúcar.

—Ya casi estamos —dijo Celedonio Palencia—. Mire, señor Boyd, el pueblo a nuestra izquierda. Es Bonanza.

—Su amigo Peter Falkland y yo atravesamos el río desde allí —le dijo Machado Núñez a Boyd—. Me imagino que se lo ha contado. Es la mejor ruta para llegar al palacio de Doñana. Pero la nuestra es distinta y hay que embarcar más abajo.

—Qué nombre más poético, ¿no? —dijo Palencia—. «Bonanza». ¡El buen tiempo que necesitan los marineros! El puerto ha crecido en importancia. Aquel vapor verde es inglés, es de Liverpool. Conozco al capitán. Viene aquí a cargar manzanilla, que por lo visto tiene ahora gran predicamento entre los compatriotas de usted, señor Boyd.

Pero Patrick tenía los ojos fijos en la otra ribera. Palencia le siguió la mirada.

—Es un bosque inmenso de pinos piñoneros —dijo—. Mañana lo cruzaremos de sur a norte. Es otro mundo, ya verá, sin telegramas ni periódicos ni coches ni tranvías. Por unas horas dejaremos atrás la civilización y el confort y volveremos a la vida primitiva. En Doñana manda y corta la madre naturaleza, y a quien no le guste, mejor quedarse en casa. Ya le digo, es otro mundo.

Como para confirmar sus palabras cruzó entonces el río, en dirección al corazón del Coto, una inmensa ave rapaz, moviendo despacio las alas.

Patrick la siguió con su telescopio y anunció:

—Un águila imperial, la más grande de Europa. ¡Cómo se nota que hemos llegado!

Veinte minutos después el barco los depositaba en el muelle de Sanlúcar de Barrameda.