Capítulo 21

La tarde del 6 de noviembre Patrick Boyd llegó a la hora convenida al pie de la estatua de Mendizábal, situada en medio de la plaza del Progreso. A las siete y media, cuando aún no se había asomado por allí Ciprés, empezó a pensar que todo había sido un engaño. Pero no, al poco rato apareció el cabo acompañado de dos mujeres que resultaron ser su novia y la madre de esta. Después de las presentaciones ellas siguieron su camino, dejándolos solos. Ciprés le llevó a una cercana taberna en la calle de Mesón de Paredes, donde, dijo, no solía haber mucha gente y podrían hablar tranquilamente.

Así resultó. Acomodados al fondo del establecimiento no tardaron en abordar, con unos vinos delante, el asunto que a ambos tanto les interesaba.

Boyd le habló de sus entrevistas con Prim en Londres, y de su empeño, como admirador del general y periodista, en averiguar quién o quiénes estuvieron detrás del asesinato. Explicó que gracias a un amigo estaba al tanto de lo que figuraba en el sumario en relación con el viaje de Ciprés desde Zaragoza a Madrid, su encuentro con José María Pastor, su decisión de no seguir en el complot contra el general, su entrevista con este y la denuncia que, consumado el crimen, había puesto en el juzgado. Le dijo que nunca había contado con poder hablar con él personalmente, por lo cual le había sorprendido sobremanera el encuentro del otro día en las prisiones de San Francisco.

Boyd le contó a continuación que también conocía las declaraciones acerca de Pastor de una tal María Josefa Delgado. ¿A él le sonaba el nombre?

—Sí, a mí me han dicho en las prisiones que ella iba allí mucho, antes de que yo llegara, enredando y preguntando, siempre con la idea de sacar tajada.

—¿Usted cree, o le han dicho, que ella estuvo a las órdenes de Pastor tiempo atrás, antes del asesinato del general, y que realmente lo vio aquella noche en la calle del Turco con los verdugos?

—Sí, claro, no me cabe duda —contestó—. Me dijeron que ella trabajó para él cuando era jefe de Orden Público, como delatora o algo así, de modo que, ¿cómo no le iba a reconocer aquella noche? Además, cuando le identificó en una rueda de presos, Pastor, que antes había jurado que no la conocía, rectificó y dijo que sí, que ahora la recordaba.

—Es decir que lo que a usted le contaron sus compañeros en las prisiones corrobora el testimonio de la Delgado ante el juez.

—Eso es.

—¿Y no le da miedo Pastor? ¿No teme que busque la manera de quitarle de en medio por haberle denunciado?

—No me da miedo, cuando salgo de las prisiones siempre voy armado.

Para demostrarlo sacó un revólver de seis tiros del bolsillo de su abrigo y lo colocó sobre la mesa.

«Este joven es un ingenuo —se dijo Patrick para sus adentros—. Cree que llevando un revólver se va a salvar necesariamente».

—A mí me han ofrecido el oro y el moro para desdecirme de todo lo que he declarado ante el juez —añadió Ciprés—, incluso un pasaporte para marcharme a Estados Unidos. Pero siempre me he negado. Prefiero estar aquí con la conciencia tranquila.

—¿Quiénes le han ofrecido todo eso?

—Gentes que nunca dicen su nombre, que me escriben…

—Y si fracasa la República, ¿no habrá para usted más peligro?

—Sí, pero confío en que no ocurra. Creo que Castelar arreglará todo. Pero si no lo hace, y si vuelven ellos, buscaré la manera de ponerme a salvo. ¡Siempre con mi revólver listo!

—¿Valdría la pena que yo tratara de hablar con María Josefa Delgado?

Ciprés se rio.

—Sí —dijo—, pero le va a costar.

—¿Por qué?

—Porque se murió hace un año, de no sé qué enfermedad rara —contestó Ciprés—. Algunos dicen que la envenenaron.

—¡Qué me dice! ¿Y Pastor? ¿Me diría algo?

—Pastor no le dirá nada. Negará todo. Dirá que todo son calumnias y que López tiene la culpa de todo. No le dirá nada. Está a la espera de que le liberen en cualquier momento, cuenta con apoyos, no va a meter la pata.

—¿Y qué me dice del asesinato del cuñado de López el otro día en el Saladero? ¿Quién puede estar detrás?

—Es posible que la gente de Pastor, no lo sé. Según tengo entendido querían que cambiara su declaración, y se negó, como me he negado yo. Y fueron a por él. Es que todo esto es muy peligroso. Si yo estuviera en su lugar, iría con mucho cuidado. No respetan nada ni a nadie.

—Es lo que me ha dicho López.

Ciprés repuso el revólver en su bolsillo.

—Me tengo que ir —dijo—, ya me estará esperando mi novia.

Cuando se despidieron en la puerta de la taberna Boyd le recomendó que no hablara con nadie, en las prisiones, de su encuentro.