A las siete en punto de la tarde del 5 de noviembre, habiendo sorteado el impertinente escrutinio de la vieja cancerbera apostada en el cajón de la entrada al número 16 de la calle de San Marcos, Patrick Boyd llamó a la puerta del piso indicado por Araceli en su nota.
Hubo un silencio que le pareció eterno, luego percibió pasos rápidos y el inconfundible frufrú de una falda sedosa.
—¿Quién es?
—Yo.
Unos momentos después, en un arrebato mutuo incontenible, y sin apenas terciar palabra, los dos hacían frenéticamente el amor sobre la cama hacia la cual Araceli, decidida a todo, lo arrastró apenas cerrada la puerta y después de arrojarse en sus brazos.
Al poco tiempo, ya desnudos bajo las mantas, se entregaron a un enlace más moroso, puntuado por los suspiros de Araceli y, en el culmen de su goce, un alarido que a Patrick le pareció salido de lo más hondo de las entrañas.
—Ya sabía que serías así —murmuró ella, desfallecida—. Mi niño, mi amor. Nada más verte en Silverio sabía que eras el hombre que esperaba.
—Yo también te reconocí enseguida —dijo Patrick, volviendo a besarla alocadamente—. ¡Hermosa bestia que eres! ¡Y mandona!
—Cuando Antonio me dijo que eras hijo de Robert Boyd ya intuí que ibas a ser mi rey. Ya te esperaba. Me parecía que no podía ser casualidad que fueras a aparecer en aquel momento en que te necesitaba tanto.
—¿Sabes lo que dice Shakespeare? «Los viajes terminan cuando se encuentran los amantes».
—Es verdad. He dado el paso y ya no hay vuelta atrás. A grandes males, grandes remedios. Tengo treinta años, mi matrimonio no me hace feliz, quiero vivir mi vida auténtica antes de que sea demasiado tarde. Y quiero vivirla contigo. Ver el Tenorio me lo confirmó. ¡Pobre Inés, pobre garza enjaulada! Tú también te diste cuenta, ¿no fue así, mi amor?
—Claro. No olvidaré jamás aquella mirada tuya. Me dijo más que mil palabras.
Araceli se incorporó. Su morenez contra el blancor de las almohadas, y la lozanía de sus pechos, le recordaron de pronto a Patrick un óleo, Odaliscas turcas, admirado unos años atrás en una exposición londinense. Le había provocado la reflexión de que, en la Inglaterra puritana de la reina Victoria, los únicos a quienes se les permitía desvelar públicamente los encantos del cuerpo femenino eran unos pocos pintores consagrados por la Real Academia y, por ende, intocables.
—Pero no te he explicado nada todavía —dijo Araceli—. El piso es de una íntima amiga mía de Jerez, Rebeca Peralta. Estuvimos juntas en las monjas y nos queremos una barbaridad. Enviudó pronto y lleva una vida bastante bohemia. Le hablé de ti y le pedí que me dejara la casa. Soy una mala mujer, ¿verdad?
—¡Eres malísima y te quiero! —dijo Patrick, besándola.
—Benito cree que estoy con ella. Como él iba esta noche al teatro de la Zarzuela, que a mí no me gusta nada, pude disponer todo para verte. Pero tengo que estar en el hotel antes de que vuelva.
Rememorando el comentario de Paul Angulo en Hendaya sobre la libertad sexual francesa, se le ocurrió a Patrick preguntarle si había leído Madame Bovary. Dijo entre beso y beso que sí, que había devorado la novela dos años antes y que le había afectado mucho.
—Lo que tú no sabes —siguió, acariciándole la cara después de meterse otra vez debajo de las mantas— es que yo tuve una institutriz francesa y pasé tres meses en Burdeos a los diecisiete años con unos bodegueros amigos de mi padre. Hablo bastante bien francés y lo leo, claro.
—¿Y qué es lo que más te llamó la atención de Madame Bovary?
—El terrible aburrimiento de Emma al tener que vivir con aquel pobre médico cuya conversación, recuerdo la frase, era «tan plana como la acera de una calle». —Patrick se rio otra vez y la besó en la boca—. Me identifico mucho con la pobrecita —continuó Araceli—. ¡Y ahora soy tan adúltera como ella! Benito no es Charles, desde luego, no tiene su banalidad, yo no le desprecio, pero es un hombre que nunca ha necesitado trabajar, que no sabe lo que son los ideales, y que de republicano, por supuesto, no tiene nada de nada. Todo lo contrario. Somos incompatibles. Pero no es mala persona y me deja bastante libre. Aunque —añadió— si me viera ahora otro gallo cantaría.
Se puso seria de repente y se incorporó otra vez.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo.
Patrick, incorporándose también, la rodeó con sus brazos. Le parecía imposible que estuviesen allí juntos, hablando casi como amigos de toda la vida.
—Tenemos que ser prudentes, debemos disimular y, sobre todo, evitar que se despierten las sospechas de Benito. Calculo que me quedan más o menos dos meses de investigación, luego volveré a Londres. Tiempo suficiente para que podamos ir pensando en todo. No te preocupes, yo me encargo. Entretanto, ya te digo, prudencia y disimulación.
Esperó un momento antes de proseguir. Dudaba si ponerle al tanto de los dos anónimos. Decidió hacerlo.
La reacción de Araceli fue de espanto.
—¿Quién puede ser? ¿O quiénes? —preguntó demudada, escudriñándole ansiosamente la cara en busca de respuesta.
—Yo creo que Pastor, pero no estoy seguro. Hay mucho interés en que no se sepa la verdad. A lo mejor hay otros detrás, yo qué sé, algún cómplice de Solís por ejemplo… Lo malo es que bastante gente ya sabe lo que estoy haciendo. Pero tú no te preocupes —repitió—, a mí no me va a pasar nada, estoy tomando mis precauciones y ando con los ojos bien abiertos.
Araceli le apretó contra ella con toda su fuerza, como si no fuera a soltarle nunca.
—¡No quiero que te pase nada! —Luego, recordando otra vez a Benito, añadió—: ¿Qué hora es?
Patrick consultó su reloj.
—Casi las nueve.
—Maldito sea. No me queda mucho tiempo.
Patrick se tendió otra vez a su lado.
—¡Prométeme que me llevarás contigo a Londres cuando termines! —imploró Araceli.
—Te lo prometo.
Hicieron otra vez el amor.
—Pasado mañana volvemos a Sevilla —dijo Araceli después, ya en calma el cuerpo y como asombrada de lo que le ocurría—. No te voy a poder ver otra vez antes, es imposible. Escríbeme como siempre a la lista de correos, pero, por si acaso, a nombre de mi criada. Se llama María Dolores García.
Charlaron atropelladamente durante media hora. Patrick le contó brevemente sus conversaciones con Paul Angulo y el inesperado encuentro con Francisco Ciprés en las prisiones de San Francisco, después de su visita a López. También el buen trabajo que llevaba a cabo de su parte, en el Palacio de Justicia, Horacio Pérez.
Araceli, preocupada por la posibilidad de que Benito volviera antes de lo previsto al hotel, estaba cada vez más ansiosa. Y llegó el momento en que, no pudiendo más, saltó de la cama, decidida, y se empezó a vestir.
Poco después, tras un último y emotivo abrazo, Boyd, envuelto en su capa y con las facciones tapadas, abandonó el piso y salió a la calle de San Marcos. Ya no estaba la cancerbera. Comprobando que al parecer no le vigilaba nadie, se paró debajo de un farol unos pasos más adelante y encendió un cigarrillo. Luego fue subiendo por la calle de Hortaleza, enfiló la de las Infantas y, bajando por Fuencarral y Montera, cruzó la plaza del Carmen y salió a Arenal. Evitó así la Puerta del Sol y la posibilidad de tropezar con algún conocido, algo que no le apetecía en absoluto. Todo su pensamiento estaba puesto en Araceli y la relación que acababa de sellar con ella en el piso de Rebeca Peralta.