Aquel lunes, a las diez y media de la mañana, Patrick Boyd abandonó el coche en la plaza de la Cebada, que, desde la Revolución, llevaba el nombre de Riego en homenaje al héroe del trienio liberal ahorcado allí por Fernando VII en 1823.
Bajó a pie desde la plaza en dirección a la iglesia de San Francisco el Grande, cuya granítica mole se levantaba al fondo de la carrera del mismo nombre. Al llegar hasta allí consultó su reloj y, al comprobar que todavía le quedaban quince minutos, decidió penetrar brevemente en el interior del edificio.
Lo hizo impelido sobre todo por el deseo de ver el cuadro de Goya que, según le habían dicho en el Prado, incluía un autorretrato del pintor aragonés.
Le sorprendieron la inmensidad y la hermosura del templo, con su airosa media naranja y el brillante colorido de su decoración. No por nada se trataba del más frecuentado por la alta sociedad madrileña, y que casi hacía las veces de la catedral que le faltaba a la capital de la nación.
Un sacristán le acompañó a la capilla de San Bernardino y le señaló la figura de medio perfil, con coleto amarillo, que se encontraba a la derecha del lienzo central del recinto. Constató con satisfacción, que, si bien casi todos los demás personajes que llenaban el cuadro tenían los ojos clavados en el santo, en trance de predicar a una multitud arrobada, Goya miraba para otro lado, abstraído, como si aquello no fuera con él y estuviera pensando «¡para mí sermones, ya saben ustedes…!».
Poco después Boyd se presentó en la entrada de las prisiones militares de San Francisco, situadas, con el cuartel de infantería del mismo nombre, a dos pasos de la iglesia. Se trataba de un antiguo convento de proporciones ingentes, y al traspasar su umbral sintió frío en el alma porque, si bien el Saladero era lúgubre y apestoso, las prisiones transmitían una impresión mucho más opresiva. Encima sólo se permitían visitas muy breves, en el caso de la suya a José López, media hora.
El calabozo al cual le condujo el guardia no tenía ninguna de las ventajas de la privilegiada dependencia donde le visitara Boyd un mes antes en la plaza de Santa Bárbara. De muy reducidas dimensiones, sin más luz que la que entraba por los barrotes de la puerta, ni más muebles que el abyecto catre que ocupaba uno de sus ángulos y una silla desvencijada, el miserable habitáculo —tal vez celda, tiempos atrás, de un humilde franciscano— la parecía la mismísima representación del dantesco «abandonad toda esperanza los que entráis aquí».
López tenía un aspecto lamentable y se agarró a la mano que le tendió Boyd como si el irlandés hubiera llegado con una orden de la autoridad competente para su liberación inmediata.
Patrick le preguntó por qué estaba allí. Le contestó que para participar en ruedas de presos y careos, uno de estos con su enemigo José María Pastor, que seguía rechazando todas sus alegaciones y acusándole de vil calumniador.
Boyd le refirió rápidamente su encuentro con Paul en Hendaya y le informó de que el revolucionario negaba tajantemente haber estado en la calle del Turco la noche del asesinato.
—¡Miente como un bellaco! —exclamó el preso.
—Me dijo que no cree en absoluto que usted fuera amigo de Prim. Es más, su opinión es que usted ni le conocía. Necesito pruebas, señor López. Necesito saber con quién o quiénes puedo hablar para que me confirmen su amistad con el general. Deme algunos nombres, se lo ruego.
Creyó percibir en los ojos del preso, que miraba atentamente, un repentino amago de contrariedad.
—Yo fui uno de los agentes más activos de Prim antes y después del 68 —insistió López—. Creo que se lo dije la última vez. Pero hay nombres que no puedo revelar. Todo se llevaba muy en secreto y no quiero comprometer a nadie. Si yo le doy nombres y usted los publica…
—Le prometo que no lo haré.
—Bueno, me lo pensaré y mañana le mandaré una nota al hotel.
«Usted no me mandará nada —pensó Boyd—. Porque no tiene nada que mandarme».
—Otra cosa muy importante —dijo en voz alta—. Yo estoy de acuerdo con usted en que José María Pastor es una figura clave de la trama. He estado repasando mis apuntes de El Acusador. Usted habla bastante allí de un tal Pascual García Mille, traído por Pastor desde Ceuta para tomar parte en el asesinato. Me parece un testigo muy importante. ¿Cómo se enteró usted de su participación en los hechos?
—¡Él mismo me habló de ella! —exclamó López—. ¡Me lo contó en el Saladero cuando lo detuvieron! Después se escapó, lo volvieron a pescar y lo trajeron aquí a las prisiones, donde lo volví a ver y me dijo lo mismo. Y no sólo eso, sino que me lo escribió todo con su puño y letra. Yo le pagué y luego tomé la precaución de ocultar su declaración con un amigo, porque a mí me han robado cosas, como usted sabe.
—¿Y dónde está García Mille ahora?
—Se escapó, pero lo cogieron. Está otra vez en el presidio, en Ceuta. Mató a un hombre en una riña y no creo que vuelva a escabullirse. A lo mejor acaban con él allí, ya sabe lo que dice el refrán: «Muerto el perro, se acabó la rabia».
—¿Y usted me dejaría leer su declaración? Podría ser muy importante para mi trabajo.
López reflexionó un momento. Luego dijo que sí, que no había inconveniente. Le pidió a Boyd un lápiz y una hoja de su cuaderno y, poniendo el papel contra la pared, garabateó unas palabras.
—Bueno —dijo—, aquí tiene usted el nombre y la dirección del amigo que me guarda el documento. Le digo que usted es de confianza y le pido que por favor se lo deje leer allí mismo en su casa.
Boyd se lo agradeció. Se presentaría en el domicilio de su amigo aquella misma tarde. Luego añadió:
—¿Usted cree que Pastor hablaría conmigo?
—No lo sé, pero lo dudo. Me imagino que tiene mucho miedo, aunque no lo aparenta, se las da de ser un tipo valiente, de pelo en pecho, pero en el fondo no creo que lo sea tanto. Tengo entendido que Solís está haciendo lo posible por sacarle de aquí y que le habrá recordado lo de que «por la boca muere el pez».
El guardia, que no se había alejado de la puerta, anunció que ya había terminado la visita y la abrió. Patrick le estrechó la mano a López y le prometió que regresaría pronto.
—Espero que le suelten sin demora —le dijo—. O que por lo menos le devuelvan pronto a su habitación en el Saladero.
—Le envidio su libertad, señor Boyd —dijo el preso—. Que vaya con Dios.
Al abandonar la celda la mirada de Boyd se cruzó con la del guardia, que le resultó, inesperadamente, benévola. Mientras le seguía por el pasillo tuvo la certidumbre, más que la intuición, de que el individuo había estado escuchando su conversación con López. ¿De parte de quién o quiénes? Al darle las gracias a la salida, aprovechó para escrutarle de cerca la cara. Por si acaso, quería estar seguro de no olvidarla. Luego le preguntó por su nombre.
—Francisco Ciprés, para servirle a usted —dijo el guardia.
—¡Francisco Ciprés! —exclamó Patrick. Era como si alguien le hubiera dado con una piedra en la cabeza—. ¿El Francisco Ciprés que denunció a José María Pastor?
—Sí, señor, el mismo —contestó el guardia—. A cambio me dieron aquí un puesto. Se lo iba a decir ahora mismo porque —y bajó la voz— yo sé quién es usted y el propósito que lleva. Yo hice todo lo que pude por prevenir al general Prim del peligro que corría. Y no me quiso escuchar.
—Lo sé —contestó Boyd, notando que le tamborileaba el corazón—. Dígame dónde le puedo ver.
—Libro este jueves —dijo Ciprés—. Si quiere, le espero a las siete de la tarde, más o menos, en la plaza del Progreso, al pie de la estatua. ¿Le parece?
Boyd no podía creer su suerte. No se le había ocurrido la posibilidad de localizar a Ciprés, creyéndolo en Zaragoza o en algún otro punto lejos de la capital. Y ahora, sin ningún esfuerzo por su parte, resultaba que no sólo estaba en Madrid, sino de servicio en las prisiones militares.
Además no podía ser casualidad que Ciprés estuviera de guardia en el pasillo de López precisamente la mañana de su visita. Alguien le había avisado, como él mismo le había dado a entender. Todo ello llevaba gato encerrado.