Machado Álvarez recogió a Patrick en el Hotel de las Cuatro Naciones a las siete y media de la tarde del sábado.
Boyd le refirió la buena noticia de la respuesta de Solís. Luego fueron andando, tomándose su tiempo, hacia el Teatro Español.
Cuando salieron desde el callejón del Gato a la plaza de Santa Ana, que Patrick había frecuentado durante su primera visita a Madrid en 1870, se quedó sorprendido al constatar que había desaparecido la manzana que antes ocultaba la fachada del famoso coliseo, que ahora ocupaba el lado oriental de la plaza.
Plaza que, como la de Isabel II y tantas otras, se había rebautizado a raíz de «La Gloriosa» y llevaba, desde entonces, el nombre del general Topete, aunque nadie respetaba el cambio.
Iluminada por faroles de gas, estaba repleta de gente esmeradamente vestida dirigiéndose entre los árboles al teatro, delante del cual no dejaban de parar los coches.
—¡Antonio! ¡Señor Boyd!
Araceli acababa de bajar de una elegante victoria, seguida por Benito, y les hacía señas para que se acercasen. Le estrechó la mano a Patrick con una sonrisa deslumbrante, y el marqués lo saludó con afabilidad. Luego penetraron todos en el foyer del Español.
A Patrick se le había acelerado alocadamente el corazón, y miraba a Araceli, que iba muy abrigada contra el frío, con mal disimulado embeleso. Cuando salió radiante de la guardarropía diez minutos después se dio por perdido. A tono con el gusto por los nuevos tintes sintéticos que hacían furor en París y Londres, la marquesa vestía un traje de seda malva subido con falda abullonada, escote generoso y un sombrero también malva, aunque más claro que el del traje, adornado con cintas de distintos colores. La visión superaba todo lo que se había imaginado durante mes y medio.
Benito había conseguido, en la segunda planta de palcos del lado derecho del teatro, uno bastante próximo al escenario. Mientras el aforo se iba llenando empezó a escudriñar con unos minúsculos gemelos los de enfrente, en busca de caras conocidas. Señalaba a intervalos las que lograba identificar.
Araceli, charlando animadamente con Antonio y Patrick, se sabía objeto de numerosas miradas de admiración dirigidas hacia ella desde el patio de butacas por el público masculino y, sin duda, de envidia o rabia por parte de no pocas de sus acompañantes.
¿Cómo se explicaba la popularidad del Don Juan Tenorio, que año tras año, cada Día de Todos los Santos, se reponía ritualmente en los teatros a lo largo y a lo ancho de España?
Patrick tenía interés en conocer la opinión al respecto de sus compañeros de palco.
Antonio lo tenía claro: España era un país muy abierto a la muerte, donde la muerte se ocultaba menos que en otras naciones europeas, y ello se apreciaba en la masiva afluencia a los cementerios que se producía cada 1 de noviembre. Pero también era un país que, por su gran exuberancia, necesitaba urgentemente, cumplida la obligada visita a los camposantos, desahogarse. Zorrilla, fino psicólogo además de insigne dramaturgo, había sabido combinar, en Don Juan, la seriedad religiosa con eficaces dosificaciones de humor compensatorio. Ello, y el desenlace feliz de la obra —en el sentido de que el amor de Inés salva a don Juan de la condena eterna— garantizaban su continuado éxito.
Benito estaba de acuerdo y subrayó el acierto del autor al situar la acción de la larga primera parte de la obra en una noche de carnaval —carnaval sevillano—, lo cual le permitía orquestar un divertido juego de máscaras y súbitas revelaciones de identidad, además de un contraste muy nítido con el contenido sepulcral de la segunda parte. Luces y sombras, lo espiritual y lo carnal, risas y llanto, con una versificación magistral, rápida y muchas veces irónica: la síntesis era admirable.
Patrick le preguntó a Araceli por su opinión del protagonista de la obra. Oliendo la trampa, dudó antes de contestar.
—Es un ogro. Piensa que por el hecho de ser rico, valiente, y hay que suponer bien parecido, tiene derecho a la admiración y favores de todas las mujeres. Claro, en una sociedad…
Pero ya se levantaba el telón y no pudo terminar su comentario.
Araceli estaba sentada entre Benito y Machado Álvarez, con este a su derecha, mientras Patrick ocupaba una silla detrás de su amigo. Tal disposición de los ocupantes del palco le ofrecía a la marquesa la posibilidad de que durante la representación, al comentar algo a Antonio, pudiera dirigir hacia Boyd una mirada no percibida por su marido. Y así ocurrió cuando, en la escena de la profanación del convento, Inés, recordando la única vez que había visto a don Juan, confiaba, atolondrada, a Brígida:
Por doquiera me distraigo
con su agradable recuerdo,
y si un instante le pierdo,
en su recuerdo recaigo.
Patrick no pudo dudar de la significación del mensaje que en aquel momento, con una mirada rápida e intensa, le transmitieron los ojos oscuros de Araceli. Lo descifró con tanta seguridad de no equivocarse que, a partir de entonces, le costó trabajo seguir con la debida concentración el desarrollo de la obra.
Cuando volvieron después del descanso se produjo de repente una salva de aplausos y el público se puso de pie. Todas las miradas iban dirigidas hacia un hombre pequeño y delgado que acababa de aparecer en uno de los palcos de enfrente.
—¡Es Zorrilla! —exclamó Machado Álvarez.
Los cuatro unieron sus aplausos a los de la sala.
—Me consta que vive casi en la penuria, engañado por los editores —siguió Machado—, y dicen que amargado sobre todo porque no gana apenas nada con Don Juan, pese a ser la obra de teatro más popular y más representada que existe en lengua española. Incluso dicen que por ello la odia. Pero ahí le tenemos.
El poeta saludó afectuosamente al aforo y, terminados los aplausos, se levantó otra vez el telón.
A Patrick no le enganchó el resto de la acción, y notó que a sus tres compañeros de palco tampoco mucho. Las milagrosas escenas desarrolladas en el panteón, construido por don Diego Tenorio, durante los cinco años de ausencia de su hijo, para albergar a las víctimas de este, ¿qué tenían que ver con la vida real? Nada. Eran un simple remedo de lo anterior, de Tirso de Molina, de los autos sacramentales con sus trampas y tramoyas, y sin la menor sinceridad religiosa. La representación se le hizo interminable. Poco antes de que acabara, notó que Zorrilla había desaparecido de su palco. ¿Cuándo se había ido? Quizás a él también le disgustaba ya el desenlace del drama.
Benito había dispuesto que, tratándose como se trataba de una velada romántica, la acabasen cenando en Lhardy, donde se había tomado la precaución de reservar una mesa.
Encontraron el famoso local de la Carrera de San Jerónimo atestado de beau monde madrileño.
Iba y venía entre las mesas, saludando a sus clientes, el corpulento y jovial Emilio Lhardy, dueño del establecimiento familiar.
Benito hizo las presentaciones.
—Me ha hablado de usted don Ricardo Muñiz —le dijo Lhardy a Patrick, estrechándole la mano—, y me ha explicado que usted trató en Londres a nuestro llorado general. Venía aquí a menudo, le gustaba comer bien, y yo le apreciaba mucho y él a mí. Lo que hicieron con él fue una barbaridad que ha hecho mucho daño a España. A mí me sigue doliendo en el alma.
Boyd retuvo el aliento. ¿A Muñiz se le habría escapado alguna indiscreción acerca de su investigación? ¿Lhardy le iba a poner en un apuro ahora con el marqués?
No lo hizo. Les preguntó qué iban a beber.
—Cariñena —dijo Araceli, resuelta.
—¿Cariñena en Lhardy, mi amor, cuando tienen la mejor bodega francesa de Madrid? —dijo Benito, atónito.
—Pues sí —contestó Araceli—. Acabamos de ver Don Juan, ¿no? El vino que el Tenorio le sirve a su amigo Centelles es cariñena. ¿Por qué? Porque Centelles es de Aragón y el cariñena también. Y Aragón, señores, es una tierra que a mí me gusta.
—¡Bravo! —exclamaron todos.
—¿Y si el amigo Lhardy no tiene cariñena? —preguntó Machado Álvarez.
—¡Cómo no voy a tenerlo si lo bebe el Tenorio y si además el señor Zorrilla ha sido homenajeado en esta casa! Lo tengo, por supuesto, y uno muy bueno.
Bebieron, pues, cariñena. Y el caldo maño no tardó en animar la celebración de la velada que, entre plato y plato, se prolongó hasta las dos de la madrugada, tiempo más que suficiente para que cada uno pudiera desplegar convenientemente sus opiniones sobre la representación y demás asuntos de interés mutuo. Entre estos, la próxima excursión a Doñana.
—Benito nos va a mostrar el sitio donde cree que está Tarteso —anunció Araceli.
—Sí, tengo una teoría nueva al respecto —dijo el marqués—, que he contrastado con unos arqueólogos… y con el amigo Gago. Este sabe mucho de Tarteso, en su gabinete tiene casi más cosas que yo. En fin, les explicaré todo cuando estemos allí.
Mientras salían de Lhardy, Araceli le pasó sigilosamente a Boyd una hoja doblada y le indicó con una mirada imperiosa que la guardara en el bolsillo. Así lo hizo y, tratando de disimular su confusión, se puso a referirle a Benito su encuentro con Pérez Galdós y la excelente impresión que le había causado la lectura de Trafalgar. Igual le habría podido narrar su infancia en Gibraltar… o la primera anécdota que se le ocurriera.
Se despidieron en la Puerta del Sol delante del hotel de la Paz. El marqués le dijo a Boyd que no sabía todavía cuándo regresarían a Sevilla, dependía de sus asuntos, pero probablemente el viernes siguiente. Quizás se podrían volver a ver antes. De todas maneras ya estaban casi en vísperas de la visita a Doñana.
Boyd, con el corazón en un puño, se puso a leer la nota de Araceli bajo un farol de la calle del Arenal. Rezaba: «Tengo que verte. Te espero el miércoles en la calle de San Marcos, 16, 2.º, a las siete de la tarde. Si te pregunta la portera, es la casa de doña Rebeca Peralta, que es amiga mía. No me faltes. A.».