Capítulo 14

El reencuentro de Patrick Boyd y Machado Álvarez fue motivo de alegría para ambos, y desde el momento de aparecer este en el hotel de las Cuatro Naciones la conversación no dejó de fluir, cálida, espontánea e intensa.

Durante la comida, celebrada en un mesón asturiano de la calle del León, el sevillano le contó a Boyd, mientras daban cuenta de una excelente fabada, los planes para la visita a Doñana. Todo estaba organizado, dijo, hasta los últimos detalles. Saldrían de Sevilla en el vapor el lunes 17 de noviembre a las ocho de la mañana. Benito y Araceli habían confirmado que irían con ellos. Pasarían la noche en Sanlúcar en casa de Celedonio Palencia, naturalista amigo de su padre, y a la mañana siguiente cruzarían en falucho a Doñana. Allí les estaría esperando el guía con los caballos y mulos para llevarlos a través de los pinares a un pequeño poblado de carboneros, donde dormirían antes de continuar aquella madrugada, muy temprano, al Cerro de los Ánsares. Luego, después del gran espectáculo de la llegada de los gansos, irían bordeando las marismas hasta alcanzar el palacio de Doñana, donde pasarían la noche. Y al día siguiente arribarían a la finca de Benito y Araceli, cerca de El Rocío. Serían muchas horas a caballo, pero valdría la pena con creces.

Boyd no lo dudaba y le agradeció desde lo más hondo el esfuerzo que hacían todos porque pudiera realizar uno de los sueños más codiciados de su vida.

No le ocultó el intenso nerviosismo que le producía saber que, después de mes y medio, iba por fin a volver a ver a Araceli a la noche siguiente, aunque acompañada de su marido.

—Ya te lo advertí al principio —le dijo Machado—, es una mujer peligrosa. Le interesas, desde luego. Lo noto cada vez que hablo con ella. «¿Cómo está Patrick?», me pregunta. «¿Qué está haciendo?». Tú te mueves mucho (no sé si te viene de tu padre), y eso atrae a las mujeres, sobre todo a las que se sienten de alguna manera atrapadas, como es su caso. Además, pese a su posición social, tiene un corazón republicano, como ya sabes, y está con nosotros. Bueno, ya la verás mañana. Pero cuidado.

Patrick le preguntó por Ana. ¿Cómo estaba?

—Pues en estado de buena esperanza —contestó Antonio, sonriendo—, te lo iba a decir ahora mismo pero te has adelantado. Sí, vamos a ser padres en marzo, si todo va bien. Como te puedes imaginar estamos contentísimos. Así como los abuelos. Ah, y otra cosa, parece ser que vamos a ir a vivir al palacio de las Dueñas, de modo que nuestro buen amigo Gumersindo, el pintor de cementerios a quien conociste allí, está que trina.

Boyd le dio la doble enhorabuena. Eran grandes noticias. Y Gago, el horrible Gago, ¿cómo andaba?

—Pues dándoles caña a los darwinistas, como siempre, con mi papá a la cabeza. Y reuniéndose a menudo con Benito para hablar de Tarteso y, me lo imagino, de asuntos políticos. De Montpensier, por ejemplo. Parecen tener cada vez más que contarse.

Terminado de comer decidieron dar un paseo por los jardines del Buen Retiro que, gracias a la Revolución de 1868, estaban ahora abiertos al público. Con el nombre, mucho más banal, de Parque de Madrid.

Los dejó el cochero en la entrada de la calle de Granada, al lado del Casón, y subiendo por el Paseo de las Estatuas alcanzaron pronto el estanque grande, sobre cuya superficie se deslizaban multitud de barcas ocupadas, no ya por princesas, infantas y duques, sino por representantes de todas las clases sociales con la excepción de la aristocrática.

—Por lo menos algo nos ha dado la Revolución —dijo Machado Álvarez, contemplando la alegre escena. Luego comentó, sombrío—: Veremos si vuelve pronto a manos de la Corona. Lo más terrible de este país, amigo Patrick, es la maldita interinidad en que siempre vivimos.

—Es lo que dice Pérez Galdós —respondió Boyd.

—Pues tiene razón. Somos un navío con las velas rotas y a la deriva, en perpetuo peligro de naufragio. Yo ya sólo tengo fe en el pueblo, en la cultura del pueblo. ¡Hace falta la unión de todos los pueblos de la tierra, empezando con los de España! ¡Será que me voy haciendo comunista!

Machado quería saber en qué punto se hallaba la investigación de Patrick. No se lo había preguntado en el restaurante por temor a que alguien estuviera escuchando. Boyd le contó con profusión de detalles su encuentro en Hendaya con Paul Angulo —algo le había dicho al respecto en una carta—, y le puso al tanto de la gran importancia que ya tenía para su trabajo el funcionario de Justicia que, gracias al jerezano, le suministraba información sobre el sumario.

—Dice que es una novela, y, por lo que me ha contado, no se equivoca. Lo terrible es que es una novela que no voy a poder leer nunca con mis propios ojos. Me suministra notas, datos concretos, la copia de algún folio, alguna sinopsis, pero no es lo mismo. Además, ¿te imaginas?, ¡el sumario ya tiene dieciséis mil páginas!

Le dijo a continuación que había llegado a la conclusión de que Solís y un antiguo policía llamado Pastor eran los personajes clave de la trama que acabó con Prim, con el dinero de Montpensier detrás. Que le había escrito al primero a Castilleja de la Cuesta, solicitando una entrevista, sin recibir todavía respuesta, y que, con suerte, iba a poder informarse acerca del otro el lunes próximo en las prisiones militares de San Francisco.

—Si te digo la verdad, Antonio —puntualizó—, no sé si voy a poder llegar al fondo del caso. Al principio creía que sí, pero el asunto es muchísimo más complicado de lo que me imaginaba. Han interrogado a más de cien personas y todavía no hay nada claro. Y arriba, en las alturas, te puedes imaginar las presiones para que no se sepa la verdad. Luego, López es un gran embustero. No creo ya para nada que se infiltrara en la organización de Montpensier con la finalidad de frustrar el atentado. Creo que estaba allí conspirando para que el duque fuera rey. Y que, cuando todo falló y le prendieron, inventó su enmarañada coartada. Por lo que le toca a Pastor, mi amigo en el juzgado está tratando de conseguirme más datos. Parece fuera de duda que estaba a las órdenes del general Serrano y que para diciembre del 70 colaboraba con Solís. O sea que, para acabar con Prim, había un contubernio de montpensieristas y de serranistas.

—¿Y los autores materiales, los esbirros? —le preguntó Machado.

—No han detenido ni a uno, que yo sepa, y eso que fueron quizás diez o más. Uno de los presuntos asesinos, un tal Francisco Huertas, se escapó a Montevideo, o por lo menos es lo que me ha contado Paul. Conseguir la desaparición de tanta gente, y el silencio de sus familias, ha costado mucho dinero, mucho.

—¿Y qué vas a hacer?

—Me daré hasta finales de enero o así. Creo que he sido demasiado optimista. Necesito pruebas, y por el momento no hay. En fin, veremos qué me dice López el lunes.

Salieron del parque por la entrada de la plaza de la Independencia y fueron bajando por la prolongación de Alcalá hacia la Cibeles. Se aproximó uno de los nuevos tranvías, rumbo a la Puerta del Sol, pero Machado, tan andarín como Boyd, propuso que siguiesen a pie y que Patrick le describiera, en la esquina con la calle del Turco, cómo se desarrolló la trágica escena del 27 de diciembre.

Así lo hizo, señalándole los impactos de las balas al lado de la taberna.

Al volver al hotel le esperaba una agradable sorpresa: la respuesta de Felipe Solís Campuzano. El antiguo ayudante de Montpensier se disculpaba por no haberle contestado antes, explicando que había estado unos meses en Badajoz y que acababa de llegar a Castilleja de la Cuesta. Dijo que, tratándose del hijo de Robert Boyd y de un diario londinense solvente, le recibiría allí con mucho gusto, y le rogaba que le telegrafiara para sugerir una fecha. Patrick resolvió que para él la más conveniente sería la mañana del domingo 16 de noviembre —la víspera del viaje al Coto de Doñana—, y fue inmediatamente a Correos a proponérsela.

Estaba contento. Su investigación ganaría en peso con la entrevista, dijera lo que le dijese Solís, y quizás el coronel dejaría caer algún detalle inesperado.

El viaje a Sevilla prometía ahora ser aún más apasionante de lo previsto.