—Le esperaba.
Fue lo primero que le dijo Horacio Pérez a Patrick Boyd en la puerta de su casa, situada en la cuarta planta de un destartalado inmueble de la empinada calle del Ave María, una de las vías más concurridas del barrio popular y obrero de Lavapiés.
—El viernes me llegó un telegrama de Paul —siguió el funcionario de Justicia—. Me ha dicho quién es usted, que es de toda confianza, y que le atienda como si de él se tratara. De modo que aquí me tiene a su disposición. Me alegro mucho de conocerle. Pase, por favor.
Era de mediana estatura, tirando a gordo, con ojos marrones, pelo negro rizado con alguna entrada y expresión afable. Explicó que vivía con su madre, viuda desde hacía dos años. Patrick intuyó enseguida que se llevarían bien y que el amigo de Paul podría ser su tabla de salvación.
Pérez quería saber en qué estado de ánimo había encontrado a Paul. Patrick le aseguró que pletórico de vitalidad, pero amargado con la realidad española y poco esperanzado ante el futuro de la República.
—Cuando le conocí en 1870 yo tenía veintiocho años —dijo, invitándole a sentarse a su lado en el salón escasamente amueblado—. Fue cuando volvió del exilio y fundó El Combate. Nosotros vivíamos entonces cerca de la plaza de los Mostenses, donde estaba la redacción, y, como yo era muy republicano, muy antimonárquico, los fui tratando poco a poco y llegamos a tener amistad. Incluso participé con ellos en algún rifirrafe con la partida de la porra. Eran tipos formidables, sobre todo Paul, claro.
Patrick le contó el asombro que le había ocasionado en Sevilla su lectura de algunos números del periódico, por la extremada virulencia que segregaban.
—Sí, sí, El Combate era tremendo —reconoció Pérez.
—¿Es verdad que Paul escribió allí que había que matar a Prim en la calle como a un perro?
—Se ha dicho, incluso se ha dicho mucho, pero es falso. Si lo hubiera hecho, si hubiera escrito aquello, vamos, si se hubiese publicado, constaría la cita en el sumario con todas las demás consideradas delictivas y que allí están copiadas. Y le puedo asegurar que no está. Lo que sí es verdad es que El Combate propuso que en su día, una vez triunfante la sublevación, un tribunal del pueblo debería juzgar a Prim y a los suyos, por lo que Paul consideraba su traición. Pero, insisto, el diario nunca, nunca preconizó el asesinato, como tal, del general. Nunca.
—¿Y cuántos folios tiene ya el sumario?
—Pues unos ocho mil, verso y recto, o sea unas dieciséis mil páginas.
—¡Dieciséis mil!
—Tenga en cuenta que son tres años de actuaciones constantes y que muchísimas personas han sido indagadas, con no sé cuántos careos, ruedas de presos, ampliaciones y rectificaciones…
—¿Cuándo entró usted en el juzgado?
—Hace dos años y pico, en septiembre del 71, justo cuando cambiaron el primer juez por otro.
Boyd deseaba saber dónde se encontraban los juzgados, para irse situando. Pérez le explicó que en el Palacio de Justicia, ubicado en el antiguo convento de las Salesas. Todavía se estaba arreglando el edificio, añadió, y era un caos, con escombros y legajos por doquier. Los funcionarios hacían lo que podían, pero era muy difícil trabajar con eficacia en tales condiciones.
—¿Y es cierto que Paul logró colocarle, utilizando su red de influencias, para que usted pudiera seguir desde dentro la causa y tenerle informado al respecto?
—Sí, es verdad, aunque le imploro que esto quede entre nosotros, en ello va mi vida. —Luego, bajando instintivamente la voz, añadió—: Es que todo esto es muy peligroso para mí. En los juzgados hay muchos enemigos de la República y de la libertad, espiando y controlando. La judicatura no ha cambiado apenas nada desde antes de «La Gloriosa». La vieja guardia, ya sabe usted. Tengo que andar con pies de plomo. Si me pillasen…
—No le comprometeré, le doy mi palabra.
—Se lo ruego. Hasta ahora no ha habido ningún problema. Soy muy discreto, hago bien lo que me encargan. Y claro, puedo consultar a veces el sumario, pretextando, si hace falta, que necesito algún dato para mi trabajo. Poco a poco he logrado sacar copias de algunas de las declaraciones más importantes, que le podré pasar.
Patrick le volvió a jurar que no le comprometería.
Le pareció necesario preguntarle si estaba absolutamente convencido de que Paul no estuvo la noche del crimen en la calle del Turco. Pérez dijo que sí, que estaba convencido, que Paul no era un asesino… ni un mentiroso.
—Los indicios contra él son fuertes, como él mismo me ha reconocido. Por eso necesito más información. Pero primero, si no le importa, me gustaría que me comentara lo que dice el sumario de la tentativa de noviembre, si tiene tiempo ahora y puede…
—Por supuesto.
Patrick le contó que había leído la versión que daba López de los hechos en El Acusador. ¿Conocía el periodiquillo? Le contestó que sí, que lo vio cuando salió y que además se lo hizo llegar a Paul.
—Me interesaría mucho saber si lo que dice López allí coincide con la documentación que obra en la causa. ¿Cómo fue la detención de aquellos sujetos?
Pérez encendió un cigarrillo y ofreció otro al irlandés.
—Todo empezó con un guardia civil —dijo—. Un guardia civil de nombre Celestino Rabanal, que alquilaba habitaciones en su casa de la calle del Barrio Nuevo, número 1, que sale de la plaza del Progreso. López residía en Barcelona y solía parar en la casa de Rabanal cuando venía aquí a Madrid. A finales de octubre o principios de noviembre del 70 llevó allí consigo a su cuñado, el hermano de su mujer, un catalán, Tomás Carratalá, y luego a tres paisanos suyos de La Rioja Baja: Ruperto Merino (también pariente suyo), Esteban Sáenz y Martín Arnedo. Todo esto me lo sé casi de memoria.
—Me parece que López no menciona a Carratalá en El Acusador —dijo Patrick.
—¿No? Qué raro, porque en el sumario está. Bueno, los riojanos no tenían un duro. Sáenz era un campesino analfabeto y los otros dos habían estado en la cárcel por estafa o robo. Rabanal, al fin y al cabo guardia civil, empezó a oler algo raro, a sospechar de ellos.
—López habla en El Acusador de otra casa de huéspedes donde a veces paraba.
—Es cierto. Estaba a dos pasos, en la calle del Duque de Alba, número 9. Frente a la redacción de El Imparcial. Y hasta allí se mudó López, efectivamente, unos días antes de la tentativa, con Carratalá, diciendo que necesitaban más espacio para recibir visitas y dejando a los riojanos en casa del guardia civil.
—¿Y las detenciones?
—El 15 de noviembre los agentes prendieron a Sáenz y Arnedo en casa del Rabanal. Estaban todavía acostados. Merino no estaba, había pasado la noche con una putilla en otra casa de la misma calle y allí lo detuvieron. Y a López y Carratalá en la casa de Duque de Alba. Entre unos y otros les ocuparon un revólver de nueve tiros y una ametralladora con una caja de cartuchos metálicos, un macabro puñal con cuatro filos y un petardo. Los llevaron al Saladero y el juez los incomunicó.
—¿Y qué dijeron en sus declaraciones?
—Negaron cualquier participación en una tentativa contra Prim.
—Esto no es lo que dice López en El Acusador —reaccionó Patrick—, sino que todos reconocieron su participación menos él.
—Pues no fue así. Los agentes habían encontrado el petardo envuelto en unas camisas de Carratalá, pero él negó haberlo visto nunca. Como el armario estaba siempre abierto, dijo, otra persona fácilmente pudo haberlo introducido allí. Luego, ¿por qué habían venido a Madrid? ¡Para conocerlo!, dijeron. ¡Por simple curiosidad, para pasear! ¡Ellos que no tenían un duro! En cuanto a López, dijo que había llegado a la capital en busca de una habitación para traer a su familia. Negó haber vivido nunca en casa de Rabanal, lo cual fue una torpeza porque había estado numerosas veces, incluso con su mujer, y no faltaban testigos. Admitió que el revólver era suyo, dijo que para su defensa personal. Juró que no conocía a Merino, Arnedo y Sáenz, cuando eran vecinos de la misma localidad riojana, sólo a Carratalá, por ser su cuñado. Alegó ser republicano de toda la vida y haber luchado a favor de la libertad en septiembre del 68, incluso haber sido en aquella época el «ángel custodio» de Prim, nada menos. ¡Cómo iba él a participar en un atentado contra el general, dijo, siendo su amigo del alma! Pero luego pasó algo que le hizo dar otra versión de los hechos.
—¿Qué fue? —preguntó Patrick, escribiendo furiosamente en su cuaderno.
—Que unos pocos días después los agentes detuvieron en otra casa de huéspedes, en la calle de Fúcar, a dos sospechosos más. Se llamaban Tomás García y José Genovés. En la habitación de García encontraron dos trabucos. Ambos declararon ser de Valencia y haber sido traídos a Madrid, para atentar contra Prim, por dos cómplices de un tal José López. Dos cómplices de nombre Enrique Sostrada y Pedro Acevedo. Dijeron que el plan era matar al general en su berlina al salir del teatro o del Congreso y que, la noche antes de ser detenidos, tenían todo preparado para llevar a cabo el asesinato en la calle del Barquillo.
—¿Todo esto lo dijeron así, tan abiertamente?
—Sí. Y con ello el juez ya sabía que los conjurados estaban divididos en dos grupos: uno riojano y otro valenciano.
—¿Y les preguntó a García y a Genovés quién ponía el dinero?
—Sí. Contestaron que Acevedo.
—Y claro —terció Patrick—, cuando López se entera de lo que han declarado García y Genovés comprende enseguida que lo que él le ha dicho al juez ya no vale, que no encaja, y que debe cantar otra canción, ¿no?
—Exactamente. Una semana después pide ampliar su indagatoria. En su nueva declaración le dice al juez que el verano anterior él y Tomás García estuvieron recorriendo las provincias de Valencia y Alicante con el propósito de ir preparando un próximo levantamiento republicano. Que allí conoció a Sostrada y a Acevedo, y que, al darse cuenta de que planeaban un atentado contra Prim, entró en el complot para hacerlo fracasar. No le cuenta nada al juez de Solís o de Montpensier porque todavía no se siente abandonado por ellos, cree que lo van a sacar de la cárcel. Sólo lo hará seis meses después, al enterarse de la huida de Solís a Inglaterra.
Boyd decidió relatarle su entrevista en el Saladero con López. Lo hizo de manera somera y le pidió su opinión del personaje. Pérez le contestó que, sin conocerle personalmente, le parecía, por lo que había leído en el sumario, un gran embustero y enredador. Había llegado a la conclusión de que López no entró en el complot para salvar a Prim, como decía, sino todo lo contrario. A su juicio, López y sus cómplices trabajaban a favor de Montpensier y por ello montaron aquella sociedad secreta.
Patrick volvió a reflexionar un momento, luego dijo:
—López alega en El Acusador que, justo antes de que tuviera lugar la tentativa, Sostrada los delató a él y a sus paisanos riojanos ante las autoridades. Para que fuesen encarcelados y así ellos, los valencianos, pudiesen llevar a cabo solos el asesinato y quedarse con todo el dinero procedente de Montpensier. ¿Hay algo de esto en el sumario?
—Sí —respondió Pérez—. Hay dos declaraciones muy interesantes al respecto. La primera es del ayudante de Prim, el coronel Juan Prats, que era pariente suyo. Según Prats, un individuo que no quería dar su nombre le informó de que iba a haber un atentado contra el general pagado por un tal José Rodríguez (o sea, por López, Rodríguez era su primer apellido), y que él, el confidente, pertenecía a la confabulación pero había decidido salir de la misma ante la enormidad de lo que se tramaba. Le dijo a Prats que López se hospedaba con su cuñado, un tal Carratalá, en una casa de huéspedes de la calle del Duque de Alba, y que cada noche salían armados, Rodríguez con un revólver y el otro con una granada de mano. Y le dio más detalles. Prats, consternado, informó enseguida a un policía de alto rango (Gregorio Redondo se llamaba) para que se ocupara del asunto, y le puso en contacto con el confidente. En la declaración de Redondo ante el juez dijo que el individuo tenía acento valenciano, era rubio, bastante grueso y llevaba bigote. ¿Quién era? Sólo hay dos posibilidades: Sostrada o Acevedo.
—¿Y lo detuvieron?
—Qué va, permitieron torpemente que se fuera. Cuando luego lo buscaron no estaba. Ambos, Sostrada y Acevedo, han desaparecido del mapa. Y eso que eran tipos muy conocidos en Valencia. No creo que usted logre dar con ellos.
Boyd le preguntó si había encontrado en el sumario algún indicio de que López, como alegaba, hubiera sido amigo de Prim. Pérez le aseguró que ninguno. No creía que Prim conociera a López, y mucho menos que fuesen amigos.
—López dice que después de incomunicado lo llevaron a ver al general y que le puso al tanto de lo ocurrido y del peligro que todavía se cernía sobre su cabeza —siguió Patrick.
—No hay nada de esto en el sumario. Nada de nada. No creo que fuera a ver a Prim. Y le digo una cosa, si hubiesen sido amigos, el general habría intervenido inmediatamente para sacarlo de la cárcel, ¿no?
—Creo que sí, es evidente.
Patrick suscitó luego el aspecto económico de su relación con Pérez. Como era natural, dijo, no le iba a pedir que colaborara con él sin recibir nada a cambio. No bastaba su compartida pasión republicana. Además, aunque le había dado su palabra de no comprometerle, y la cumpliría a rajatabla, siempre existía el peligro de que alguien se enterara de lo que hacían, por muchas precauciones que tomasen. Tenía que haber una compensación. Pérez cedió por fin y acordaron unas condiciones aceptables.
Cerrado el trato Boyd le rogó que buscara entre sus apuntes, o en su caso en el sumario, para ver qué declararon exactamente ante el juez los ayudantes de Prim —Moya y Nandín—, así como el antiguo gobernador civil de Madrid, Juan Moreno Benítez, en relación con la posible presencia de Paul Angulo en la calle del Turco. Aclarar esto primero le ayudaría mucho.
Pérez le dijo que no le costaría mucho trabajo conseguir los datos y que lo haría enseguida.
Boyd le explicó luego que lo que necesitaba sobre todo, aunque ello llevaría más tiempo, era un resumen de la información que contenía el sumario sobre Felipe Solís Campuzano y José María Pastor, a su juicio los personajes clave de la trama. No se trataba de sacar copias literales de sus declaraciones, obviamente, sino de extraer de estas los datos esenciales que le permitiesen avanzar en su investigación.
Pérez le dijo que haría todo lo posible por complacerle.
—Será preferible que no nos vean juntos, para no infundir sospechas —dijo Patrick, despidiéndose—. Mejor encontrarnos en algún lugar apartado u otra casa, ¿no le parece? Lo podemos decidir por escrito.
Otra vez en la calle tuvo la seguridad de que, gracias a Paul, ya estaba en el buen camino. No iba a poder leer personalmente el sumario, eso no, pero Horacio Pérez sería allí sus ojos. Era toda una suerte.