Capítulo 31

«¡Dispara, puñeta, dispara!»: quizás debido a un brusco frenazo del tren, que ya iba descendiendo, con chirridos y silbidos, hacia la meseta castellana, Patrick Boyd se despertó de repente en medio de una pesadilla en que la admonición asesina proferida en la calle del Turco le martilleaba las sienes al compás del insistente golpeteo de las ruedas, mientras las gafas azules de Paul Angulo, liberadas de su dueño y crecidas desmesuradamente, daban brincos amenazantes alrededor de su cabeza. Casi en la esquina con la calle de Alcalá habían estado esperando los esbirros la llegada de la berlina de Prim, y se le aceleró el pulso al darse cuenta de que acababa de estar a su lado Araceli, vestida otra vez de maja y con una carabina entre las manos. ¡Juntos iban a impedir que se consumara el vil crimen! En el portal de la casa número 1 del Turco, fumando, había un hombre pequeño y fornido, de aspecto torvo, que miraba atento por la calle hacia el Congreso. No era José Paul.

Mientras el sueño se alejaba veloz Boyd miró un poco avergonzado a su alrededor, pues tenía la sensación de haber lanzado hacía algunos instantes un grito de angustia, quizás asustando a sus compañeros de carruaje. Pero estaban todos dormidos, o por lo menos así lo aparentaban.

Pasó el resto de la noche en duermevela. Cuando se despertó al amanecer había llegado a la convicción de que Paul no estuvo aquella noche en la calle del Turco, mezclado con los asesinos, y de que todo eran suposiciones y calumnias para desviar la atención de los realmente implicados en el complot y centrarla en el director de El Combate, sobre quien, por su virulenta y reiterada oposición al general, pesaban tantos indicios de culpabilidad.

En Burgos, mientras comía presurosamente en la cantina, hojeó La Correspondencia del día anterior. En Cartagena seguían mandando los cantonalistas —se había producido un combate entre la flota rebelde y unos buques leales—, y en distintos puntos del norte y del noreste las facciones adictas a don Carlos de Borbón continuaban campando por sus respetos, quemando estaciones de ferrocarril, atemorizando a la población y hostigando a las tropas del gobierno. A todo esto, en Estados Unidos, donde habían salvado la vida por milagro tres «aeronautas» al desplomarse en llamas su globo, otro intrépido piloto de altura acababa de anunciar que muy pronto daría el salto, en el suyo, desde Viena a Nueva York. «El mundo se acelera a un ritmo trepidante —pensó Patrick—, el espacio se achica, el hombre moderno se enorgullece de su poder inventivo, la ciencia avanza a paso de gigante. Esto es imparable. Pero la naturaleza humana no cambiará nunca, seguro. Siempre habrá fanáticos, ambiciosos, mentirosos y envidiosos. Y gentes capaces de asesinar fríamente. A un Lincoln, por ejemplo. O a un Juan Prim y Prats».

Renunciando a tales divagaciones sacó, decidido, su cuaderno —ya era el tercero— y se puso a repasar los muchísimos apuntes acumulados durante las últimas semanas de su investigación.