Cuando se presentó Patrick Boyd a la mañana siguiente en Villa Hernani le dijo la atrayente Thérèse que el señor estaba abajo, en el jardín.
Hacia allí se encaminó.
Sentado en un banco de piedra, Paul Angulo miraba, envuelto en su capa, absorto, hacia España. Golpeaba el Bidasoa un recio viento procedente del cercano Atlántico, y las barcas de pesca ancladas en ambas riberas se agitaban como ménades. Detrás de la cumbre de Jaizkibel se amontonaba un torbellino de negras nubes, y ya empezaba a llover sobre el apretado caserío de Fuenterrabía.
—Buenos días, don José —le dijo Boyd.
Paul parecía no haber oído la salutación del periodista. Pero luego volvió hacia él la cabeza y le tendió la mano.
—¡Toda la sangre de Alcolea para llegar hasta aquí, cinco años después! —exclamó, volviendo a contemplar la orilla opuesta—. ¡Con la restauración a la vuelta de la esquina! Es para que cualquiera pierda la moral. ¡Cuánto sacrificio para que manden otra vez los mismos tunantes en dieciséis millones de españoles! —Se puso de pie y cogió a Patrick del brazo—. Vámonos dentro antes de que se nos eche encima el chaparrón.
Iban a franquear la entrada de la casa cuando Boyd oyó, allí arriba, unos lejanos graznidos. Levantó los ojos, escudriñando el cielo. En un claro entre las nubes cada vez más oscuras volaba hacia el sur, hacia la tormenta, en apretada formación de V, una bandada de quizás ochenta o cien ánsares. Sintió la emoción de siempre al escuchar la misteriosa llamada que le devolvía a su juventud y a las marismas de Galway.
—Quizás se dirigen a Doñana —murmuró—. Quizás los volveré a ver dentro de unas semanas.
Paul le había seguido la mirada y le observaba extrañado.
—¿A Doñana? ¡De modo que usted también es ornitólogo! —exclamó.
—Pues sí, cada loco con su tema —respondió Boyd—. Los ánsares son otro de los míos.
—¡He cazado en el Coto a más de uno, sí señor! —dijo el andaluz, sonriendo—. ¡Buenas piezas!
Lo llevó a la misma habitación del día anterior y se sentaron a la mesa, uno frente al otro.
—Usted habrá estado reflexionando, sin duda, sobre lo que le dije ayer —empezó Paul.
—Claro que sí —contestó Patrick.
—Yo también he estado reflexionando —siguió Paul—. Y me ha vuelto a llamar la atención el que, en los tres días que sobrevivió Prim al atentado, el juez no le tomara declaración. ¡Tres días! ¿Se da cuenta? Quiere decir que no permitieron que se la tomara. Se ve que había mucho interés en que no lo hiciera, porque, claro, si Prim declara ante el juez salen ciertos nombres, digo yo, y queda constancia en el sumario.
—Lo normal habría sido que se la tomase inmediatamente, ¿no?
—Sí, sin duda alguna, enseguida —asintió Paul—. Y más cuando vieron que empeoraba. Otra cosa que he pensado es que usted necesita acceder cuanto antes al sumario, es imprescindible. Yo le pondré en contacto con uno de los nuestros que está dentro, en el juzgado. Verlo con sus propios ojos no lo va a poder hacer, pues está bajo secreto… y bajo llave. Pero nuestro hombre le podrá buscar algo concreto y copiarlo.
—¡Es una noticia estupenda! ¡Miles de gracias! —dijo Patrick.
—¡Tres años y todavía sin sentencia! —siguió el jerezano—. Hay presiones tremendas para que no se conozca la identidad de los responsables, y le puedo decir que han desaparecido piezas clave de la causa. Montpensier y los otros están esperando que fracase cuanto antes la República y se sobresea. Está más claro que el agua. Ahora bien, hay una fuente de información que no pueden destrozar.
—¿Qué fuente? —preguntó Boyd, anhelante.
—¡La prensa! Concretamente, un periodiquillo que empezó a publicarse a principios de este año en Madrid, justo antes de la abdicación de Amadeo, y que fue cerrado por las autoridades después de cinco números, pese a la tan cacareada libertad de prensa del régimen. Se llamaba El Acusador.
—Ya lo he visto —dijo Patrick, muy satisfecho de sí—. Muñiz me lo recomendó y me lo leí de un tirón en la Biblioteca Nacional. Luego me lo releí detenidamente. Lo tengo casi todo apuntado.
Paul se quedó impresionado.
—¡Por algo es usted periodista! Pues habrá podido constatar que demuestra, sin sombra de duda, la complicidad, en el asesinato de Prim, del regente y del jefe de su ronda secreta, José María Pastor. Así como del ayudante de Montpensier, Felipe Solís Campuzano, y del duque mismo.
—Sí.
Patrick no le iba a decir todavía que acababa de ver a López en el Saladero. Mejor esperar un poco.
—¿Usted conoce a José López? —le preguntó.
—No le he visto en mi vida. Pero sé quién es, claro. En El Acusador mi nombre no sale a relucir para nada, ni una sola vez. Aunque, si no se hubiera suspendido su publicación, sin duda habría hecho acto de presencia allí, pues me consta que desde la cárcel López trató de sobornar a varias personas, pagando mucho dinero, para que me acusasen de haber participado en el asesinato. Está en el sumario. López es un embustero y un estafador.
—¿Y a Pastor lo conoce personalmente?
—Tampoco. Es otro criminal.
—¿Y Solís?
—No, tampoco.
—¿Está seguro?
—Segurísimo.
—¿Y Montpensier?
—A Montpensier le vi un par de veces cuando preparábamos «La Gloriosa». Me parecía un personaje abominable. Nunca le volví a ver una vez aprobada la Constitución del 69.
—Ricardo Muñiz me ha dicho que el duque quizás financiaba El Combate.
Boyd no había visto en mucho tiempo a una persona ponerse blanca de furia, de furia fría, de rabia. Era como si a las viruelas de las mejillas de Paul alguien les hubiera aplicado un bloque de hielo.
—¡Es mentira! —exclamó desdeñoso—. ¡Una vil mentira! Montpensier no financiaba El Combate. ¡Lo financiaba yo con los pocos fondos que me quedaban de mi familia y ayudado por los otros redactores! ¡Cómo diablos iba Montpensier a financiar un periódico que le despreciaba!
—Para ayudar a desestabilizar la situación —sugirió Patrick, recordando lo que le había dicho Cala—, para crear inseguridad, un ambiente capaz de provocar a los militares reaccionarios… También he oído decir —continuó impertérrito— que Felipe Solís le visitó a usted en la redacción del diario a principios de aquel diciembre para ver si podía persuadirle, de parte del duque, a colaborar con ellos en el asesinato de Prim, y que usted finalmente accedió.
—¡Otra mentira! No he hablado nunca con Solís, no le conozco, no recuerdo haberle visto jamás. Nunca pisó la redacción de El Combate, ¡le habríamos echado enseguida! Todo es una vil mentira, una vil mentira entre tantas, una repelente calumnia. ¿Cómo iba yo a colaborar con el canalla de Montpensier en un atentado contra Prim? Yo quería una sublevación republicana, lo dije claramente en el diario, quería impedir la elección de Amadeo y luego que llegara a pisar tierra española, pero en absoluto, repito, habría participado en un atentado contra el general.
—¿Usted conoce la relación del asesinato publicada por Roque Barcia diez días después?
—La recuerdo, sí, pero no con todos sus detalles.
—Barcia dice que, cuando terminó la sesión de aquella tarde en el Congreso, había un grupo de diputados hablando animadamente en un pasillo y que uno de ellos pronunció la palabra «fusiles». Y que Prim, oyéndola, dijo: «Poco a poco, señores, que eso de fusiles me toca a mí».
—Sí, recuerdo haber leído esto. Y que Prim luego le dijo a uno de ellos, bromeando, que por qué no iba con él a Cartagena a recibir al rey.
—Exactamente. Y que, al despedirse, le recomendó a un diputado federal: «Que haya juicio, porque tendré la mano muy dura». Se refería, obviamente, a la insurrección que preparaban ustedes y de la cual estaba perfectamente informado.
—Claro.
—Bueno, y aquí viene lo que le deseaba preguntar. Dice Roque Barcia que al oír aquella frase de Prim, de que tendría la mano muy dura con ellos, se apartó del corro uno de los republicanos y le espetó, sabiendo lo que le iba a ocurrir en diez minutos: «Mi general, a cada santo le llega su San Martín».
—O a cada cerdo. Yo he oído que le dijo cerdo.
—Es posible. Ahora bien, mucha gente en Madrid cree que quien profirió aquel refrán… ¡fue usted!
El revolucionario, conteniéndose, dijo con desprecio, tajante:
—Difícilmente pude ser yo porque no estuve en el Congreso aquella tarde. Esto lo puede comprobar consultando el Diario de Sesiones. Si yo hubiera estado entonces en la Cámara me habría levantado y despotricado, con mi energía habitual, contra la asignación del rey (¡cuatro mil duros de sueldo diarios le votaron!). Y quedaría constancia de mis palabras, ¿no?, en el Diario. ¿Cómo iba yo a estar allí sin protestar, dado mi carácter y mi condición de revolucionario? ¡Imposible! Yo no fui al Congreso porque estaba con los míos preparando la sublevación.
—O, según sus enemigos, el asesinato de Prim.
Paul reaccionó otra vez con desdén.
—Sí, es lo que dicen, claro. Pero es mentira.
Patrick decidió recurrir a una de sus preguntas directas.
—Si usted no tuvo participación en el asesinato, don José, ¿por qué no ha vuelto a España ahora que los suyos están en el poder, para demostrar ante los jueces su inocencia?
—Porque ya no son los míos y hasta reniegan de mí —contestó Paul, enfático—. Me han dicho que Pi y Margall cree que estuve en la calle del Turco. Probablemente Castelar lo cree también. No habría ninguna garantía de que se me hiciera justicia. Usted ha visto en la Gaceta que me busca y persigue el juez. Ha dado instrucciones en todo el territorio nacional para que me prendan. Además, mire, la República puede caer en cualquier instante. Si cometiera la imprudencia de presentarme en España ahora quizás terminaría mis días en un calabozo. O en el patíbulo. Y no estoy por la labor, no estoy dispuesto a sacrificarme más después de lo que he dado a mi país.
—Le tengo que hacer una confesión —dijo Patrick, intuyendo que Paul quería acabar la entrevista y que quedaba poco tiempo—. He hablado largamente con López en el Saladero.
—Lo sospechaba. Y esperaba que me comentara algo al respecto. ¿Qué cuenta de mí el personaje?
—Dice, coincidiendo con usted, que nunca lo trató, que en lo de la tentativa de noviembre usted no tuvo arte ni parte, pero que quizás entró al final de la trama definitiva. Realmente no me añadió nada a lo ya publicado en El Acusador.
—¿Y de Solís qué dice?
—Que a su juicio siguió conspirando después de la tentativa. Y que quien lo sabe todo es José María Pastor, de la ronda secreta de Serrano. Usted me ha dicho que tampoco conoce a Pastor. ¿Está seguro?
—Absolutamente.
Patrick volvió unas páginas atrás en su cuaderno.
—Aquí tengo la copia de un edicto del 17 de abril de 1871. El juez les cita a usted y a sus compañeros de redacción de El Combate. Pero también a otros seis individuos. Quisiera saber si usted los conoce. Se llaman Felipe Fernández (alias Carbonerín), Francisco Huertas, Francisco Lorenas (alias Capellán), José Montesinos, Benítez Rodríguez (alias Porrón) y Urbano Rozas.
Paul escuchó atentamente mientras le leía Patrick la lista.
—Sólo conozco a Huertas y Montesinos —contestó—. Eran dos tipos que nos apoyaban contra los cabrones de la partida de la porra.
—Según Cala, Huertas estuvo en la calle del Turco —dijo Patrick.
—Es posible, no me sorprendería.
—¿No sabe nada más al respecto?
—No.
—¿Dónde están ahora?
—Huertas logró escapar a Montevideo.
—¿Pagado por quién?
—Por Solís, me imagino. O sea, por Montpensier a través de Solís.
—¿Y Montesinos?
—No tengo ni idea, nunca le he vuelto a ver.
El revolucionario se impacientaba. Era evidente que tenía prisa. Esta vez no hubo ni puros ni brandy, y no volvió a asomar su cabeza la linda Thérèse.
—Le pido disculpas pero tengo que salir pitando —dijo—. Hay una reunión urgente de nuestra gente en Saint Jean de Luz. Luego necesito volver enseguida a París. Yo me llevo muy bien con los franceses —añadió—. Ellos, al fin y al cabo, pese a sus defectos, hicieron la Declaración de los Derechos del Hombre y la Revolución. Les cortaron las alas a la Iglesia, y, a quienes les hacía falta, la cabeza. Ahora están tratando de poner su casa en orden otra vez. Me encanta colaborar con ellos. Además —y Paul se rio— no son unos remilgados y aguafiestas, saben mucho de la joie de vivre. ¿Ha leído usted Madame Bovary? ¿Conoce Les Fleurs du mal, de Baudelaire?
Boyd dijo que sí, y que ambos le habían impresionado.
—No hay nada comparable en la pudibunda España, ni en la puritana Inglaterra de la reina Victoria, ni, por supuesto, en la catoliquísima Irlanda —sentenció el revolucionario. Luego, cambiando de tono, añadió—: Podremos volver a vernos dentro de algunos meses, en París o donde usted quiera. Me temo que no en España. Me ha caído muy bien usted y no olvido de quién es hijo. Aquí —le tendió a Boyd un sobre— le he apuntado las direcciones donde me podrá localizar o telegrafiar, y también, con una nota de presentación, la del funcionario de Justicia del que le he hablado y que le podrá informar acerca del sumario. Se llama Horacio Pérez y, como le dije, es de los nuestros. Me admira mucho. Le enviaré un telegrama para prevenirle. Por favor, guarde bien el sobre, no sea que caiga en manos de nuestros enemigos. Necesito, además, que me dé su palabra de no comprometer a Pérez en nada.
—Se la doy de todo corazón —contestó Boyd—. Trabajaré con el máximo sigilo.
—Se lo agradezco. Hay que ir con mucho cuidado para no implicar a los amigos. Y dele un buen abrazo de mi parte a Cala. Me gustaría volver a verle, para convencerle de que no estuve en la calle del Turco aquella noche.
Paul se levantó.
—Y dese prisa —añadió—. Estoy convencido de que a la República le queda poco tiempo. Dentro de unos meses, a no ser que Castelar sea capaz de imponerse, y lo dudo mucho, muchísimo, tendremos otra vez en Madrid a los Borbones, ya verá, y enterrarán para siempre el sumario. Quizás de usted dependa que el mundo sepa quiénes mataron a Prim y por qué.
Ya en la puerta, Paul Angulo estrechó con fuerza la mano que le tendió el irlandés. Luego, de un impulso, le abrazó.
—Yo no maté a Prim y Prats —remachó—. Confío en que muy pronto se convenza de ello. Y gracias por haber venido a verme. Bon voyage!
Otra vez en su habitación del Hôtel Voltaire, Boyd abrió el sobre y comprobó que contenía, efectivamente, las señas del funcionario de Justicia, que vivía en la calle del Ave María, en el barrio de Lavapiés, y la carta de presentación. Había valido la pena ir a Hendaya sólo para conseguirlas.
El tren no salía hasta las seis de la tarde. Tiempo de sobra para cumplir con las formalidades de la frontera y comer tranquilamente en algún acogedor mesón de Irún, que seguramente no faltaría.
Recogió sus cosas, pagó la cuenta y se fue andando hacia la aduana. Media hora después cruzaba a pie el famoso puente, altamente satisfecho del encuentro con Paul y con dos nombres que ya le sonaban en la cabeza con más insistencia que nunca: Felipe Solís Campuzano y José María Pastor.