El hombre que esperaba a Boyd en la cancela de Villa Hernani, acompañado de una joven, era de mediana estatura y extremadamente delgado. Su descripción, que Patrick había leído unas semanas antes en la providencia del juez González Martínez, era bastante exacta. Llevaba barba corta y grisácea (más que rojiza), patillas negras, y el pelo, también negro pero con alguna cana, casi rapado. Lo que más llamaba la atención de su aspecto eran las numerosas viruelas que tachonaban su cara demacrada, y unas gafas azules, ahumadas, que hacían imposible apreciar el color de sus ojos y le prestaban un aire de entre estrafalario y siniestro. Ensayó aquel inquietante visaje, con todo, una amable sonrisa al estrechar su dueño, con energía, la mano tendida por el periodista.
—Desde que tuve noticias de usted he esperado este momento con auténtica impaciencia —le dijo Paul Angulo, con marcado ceceo andaluz—. Todos nosotros, los que hemos luchado y seguimos luchando por la liberación del pueblo español, admiramos profundamente a su padre.
—Muchísimas gracias —dijo Patrick.
—Cuando ocurrió en Málaga aquella tragedia yo tenía ocho o nueve años. Los niños de Jerez cantábamos en corro unas coplas en que se lamentaba, así como la ejecución de Mariana Pineda en Granada por las mismas fechas. ¡Fernando VII fue un traidor, un miserable, el peor rey español de todos los tiempos, lo cual es mucho decir! ¡Un criminal, un verdugo inmisericorde! ¡Le odiábamos! Yo ya me sentía todo un revolucionario. Torrijos y Riego eran mis ídolos. Quería ser como ellos.
Patrick notó que le cosquilleaba en el estómago el «calor blanco» que nunca le faltaba en situaciones como esta. Así había sido al llegar al Saladero para su entrevista con López y ahora con el hombre que, según no pocos indicios, fue uno de los autores materiales de la muerte de Prim. Tenía claro que, si no conducía bien la entrevista, sería perder una oportunidad irrepetible.
Era una mañana gris y la lluvia tamborileaba en las ventanas del salón a que le condujo el jerezano, y que daban directamente al Bidasoa. Al otro lado del famoso río que divide Francia y España se extendía, casi a tiro de escopeta, el caserío de Fuenterrabía. En medio de la habitación, que calentaba una estufa de leña, había una larga mesa de sólida madera cubierta de documentos, libros y periódicos tanto franceses como españoles. El ambiente era íntimo, propicio para las confidencias. Los dos hombres se sentaron frente a frente al lado del fuego. Patrick aceptó el puro habano que, antes de seleccionar uno para sí mismo, le ofreció el exdirector de El Combate. ¡Otra vez el tabaco compartido que en España siempre servía para allanar posibles roces y facilitar el diálogo!
Hubo un silencio mientras prepararon y encendieron con la debida ceremonia su cigarro.
—Usted cree, no me lo negará, que yo fui uno de los que asesinaron a Prim —empezó aseverando Paul—. Digo, uno de los que participaron físicamente en el atentado. Me imagino que no pocas personas se lo habrán asegurado. Que le habrán dicho que fui yo quien dirigió aquellos infames tiros gritando «¡fuego, puñeta, fuego!», o algo por el estilo.
Ante el asentimiento de Boyd, Paul continuó:
—Es normal. Mucha gente sigue difundiendo la calumnia y, además, por mi campaña contra el general, campaña lícita, abierta, dura y pública, tanto en el Congreso como en mi periódico, que no por nada se llamaba El Combate, era fácil suponer que había sido yo uno de los culpables de tan bestial acto, incluso el principal. Lo comprendo.
—He visto el periódico —dijo Patrick—. Y no le oculto que me impresiona mucho su extremada virulencia.
Paul se rio.
—¡Claro que era virulento! Por supuesto. Mire usted, nosotros éramos los únicos que manteníamos entonces incólume, dos años después de la caída de la reina, la idea de la Revolución. ¿Comprende? Los únicos que seguíamos con la idea de «la España con honra», justa, bien administrada… la España de la soberanía popular de verdad. Nosotros encarnábamos las aspiraciones del pueblo español. Desde el periódico y en el Congreso, delante de todos, delante de la nación, yo fustigaba duramente a Prim, pero no deseaba ni recomendaba su asesinato. ¿Cómo iba a hacerlo, yo que había sido uno de sus mejores amigos, yo que le había ayudado como nadie a acabar con Isabel II? Lo que yo y los míos queríamos era provocar y dirigir un levantamiento popular contra el gobierno de quien considerábamos traidor al espíritu de la Revolución, y que estaba a punto de imponernos a un miserable reyezuelo italiano. Y, claro, recurríamos a una retórica de alta tensión agresiva. —Paul se calló unos instantes, inspeccionó su puro y luego añadió—: Estoy dispuesto a conceder, si usted quiere, que quizás influyó aquella retórica en la determinación de algunos malnacidos de acabar alevosamente con la vida del general. Me duele pensarlo, pero reconozco que es posible.
—Para mucha gente —dijo Patrick— la desaparición de El Combate justo antes del asesinato del general era otra prueba contra usted. Además, usted también desapareció. ¿Por qué, si no estaba implicado en el crimen?
Paul hizo un ademán de impaciencia.
—Mire, amigo Boyd, todos los revolucionarios del partido republicano contaban con mi liderazgo en aquellos críticos y dramáticos momentos. Mi obligación era estar en Madrid, seguir en Madrid, impidiendo por todos los medios posibles que las autoridades me prendiesen. Si a mí me cogen se viene abajo toda posibilidad de sublevación, ¿entiende? Había contra mí 28 causas criminales, sólo por El Combate, con más de 170 denuncias. En el Congreso habían nombrado una comisión de siete diputados para resolver el asunto de mis suplicatorios. ¡Todos ellos eran monárquicos, todos habían votado a Amadeo! ¡Deseaban quitarme la inmunidad parlamentaria y meterme enseguida en la cárcel! ¡A mí, que fui uno de los que más ayudaron a derrocar a Isabel! Yo no me ausenté de Madrid pero, claro, me acechaban por todas partes y tomé infinitas precauciones para que no me detuviesen.
Paul se había ido inflamando y se le notaba cada vez más el ceceo andaluz. A Boyd no le costaba trabajo imaginarle en el Congreso, arremetiendo contra Prim y los suyos, con sus ojos implacables tras los cristales ahumados, su poderosa voz resonando por hemiciclo y pasillos y en el Salón de Conferencias.
El revolucionario se levantó para atizar la estufa y añadirle más leña. Patrick esperaba conteniendo la respiración, cuaderno y lápiz en mano. Se había olvidado de chupar su puro, ya casi apagado. Lo reanimó. Tenía cien preguntas en la cabeza, pero su experiencia le aconsejaba, una vez más, que dejara hablar al otro.
—En los meses anteriores a la Revolución yo hice todo lo posible por convencer a Prim de que debía contar con nosotros, con los republicanos —prosiguió Paul, volviendo a sentarse—. Al principio no quería, pero finalmente aceptó mi propuesta. Y fue entonces cuando cometió un terrible error, un error fatal. Y es que decidió seguir contando también con los malditos políticos de oficio, los miserables que, seguros de que por fin iba a ser arrojada del trono la reina, sólo pensaban en sacar tajada del cambio que se avecinaba irremisiblemente. Ya sabe: los generales, los exministros, los banqueros, los especuladores de siempre. ¡Gremio fatal y sempiterno de la España de la picaresca! Ganada la partida, Prim los metió a ellos en el gobierno provisional y nos excluyó a nosotros. Con ello hizo inevitable que siguieran cundiendo la inmoralidad y la desidia administrativas, la maldición del país. No sé cómo fue capaz de tal ceguera.
Se volvió a levantar y se dirigió a una de las ventanas que daban al Bidasoa, donde se quedó meditando durante un rato. Boyd pensaba en López. Hasta ahora las versiones coincidían en líneas generales.
—Siento rabia cuando reflexiono sobre lo que podría ser una España republicana de verdad, bien administrada en beneficio del pueblo —continuó Paul, sentándose otra vez—. Con una Constitución digna. Con separación de Estado e Iglesia, la maldita Iglesia católica española. ¡Ah, y con una purga de generales! ¿Sabe usted que, proporcionalmente, hay en España más generales con sueldo, políticos de oficio todos ellos, que en ningún país del mundo? ¿Y más empleados que dependen del erario público? ¿Y más cesantes a la espera de un cambio de gobierno y la recuperación de un puesto? ¿Y más frailes y sacerdotes, incompatibles con la civilización moderna, que se encargan, ellos también, de engrosar el fenomenal presupuesto de gastos de una España arruinada, y al mismo tiempo de estropear a nuestra juventud con sus monsergas y su oscurantismo?
Patrick notó que en las comisuras de los labios del político exiliado se formaba, mientras peroraba, una leve espuma. Lo imaginaba ahora subido en una barricada —Agustina de Aragón en versión masculina—, aguijoneando a sus huestes contra tiranos, traidores e invasores.
Entendió que había que reconducir la conversación hacia el asesinato de Prim.
—Si comprendo bien —dijo—, usted se dio cuenta desde el primer momento del peligro que suponía Montpensier para la causa de «la España con honra».
—¡Sí, sí, claro! —respondió Paul—. Desde el primer momento… y antes. Prim no podía ver a Montpensier, con razón. Yo tampoco. Sabíamos que sólo le interesaba ser Antonio María I de España, y que de revolucionario no tenía nada. La única Revolución que quería Montpensier era que se echara a su cuñada y que lo sentaran a él en el trono.
—Y Prim insistió en que fuera el Congreso quien decidiera sobre la forma de gobierno.
—Sí. Prim deseaba una monarquía constitucional, decidida por el Congreso, y, claro, utilizó todo su peso, todas sus influencias, para salirse con la suya. Votaron por la monarquía constitucional unos doscientos diputados y unos cincuenta por la República.
—Y luego ustedes los federales recurrieron a las armas.
—Sí, cuatro meses después, en octubre del 69. Yo, entretanto, dirigí La Igualdad, el diario republicano más leído del país. Allí di a conocer primero, poco a poco, mis Memorias de un pronunciamiento.
—¿Ah sí? —dijo Patrick—. He leído el folleto en la Biblioteca Nacional. También sus Verdades revolucionarias.
—Veo que usted no pierde el tiempo —comentó Paul, sonriendo—. Me parece muy bien. ¿Sabe lo que estoy escribiendo ahora?
—No, claro.
—Pues una serie de cartas abiertas poniendo a parir a Castelar, Figueras y Pi y Margall. La primera saldrá dentro de unos días en un nuevo diario republicano de Madrid, La Fraternidad. Allí digo que Castelar es un cobarde y un inútil y que ha prostituido sus dones. Y que además me ha tratado fatal, pues, cuando tenía proyectado entrar en España desde Lisboa hace poco tiempo, me enteré de que me iban a detener. ¡A mí que todo lo he dado por el ideal republicano!
—He visto la providencia ordenando su busca y captura.
—Claro, me quieren meter en un calabozo por el resto de mis días. Las cartas a Figueras y Pi verán la luz en otro periódico republicano madrileño, El Reformista. Les echo en cara a los tres haber traicionado a su pueblo.
—Pero volvamos un momento a la sublevación federal de 1869, si me permite —dijo Patrick—. ¿Qué era lo que realmente les impulsó a ustedes a levantarse?
—Resolvimos hacerlo porque era cada vez más evidente que el pueblo soberano, soberano según la Constitución, pero no en la práctica, no deseaba que el Congreso le impusiese un rey extranjero traído por Prim y su gente. Aquel Congreso dominado por ellos no reflejaba la voluntad nacional, no era verdaderamente representativo. Mire usted, el pueblo español, por su historia y por su espíritu provincial, tiene una marcadísima tendencia a la federación. Y quería, y quiere, no sólo una República sino una República Federal.
«Esto ya es mucho decir —pensó Boyd—. No estoy tan convencido. El pueblo quiere comer, tener trabajo… pero ¿se siente de verdad republicano? Lo dudo».
Paul se inclinó hacia su interlocutor como si le fuera a hacer una confidencia íntima.
—Fuimos más de 90 000 republicanos federales —dijo— los que tomamos las armas el mismo día en 1869 por orden del directorio del partido. ¡Ojo, por orden del directorio! Es decir, de Castelar, Figueras, Pi y Margall y Orense. Y ello contra un ejército disciplinado y obediente, con sus fusiles Remington y sus cañones Krupp. Ninguno de los cuatro acompañó al pueblo en su sacrificio. Se sublevaron veintisiete provincias, ¡se imagina! Murieron muchos valientes, muchos amigos míos. Yo me escapé de puro milagro. Nos machacaron, pero les habíamos demostrado nuestra fuerza numérica y moral. ¡Les habíamos demostrado que «la España con honra» existía todavía!
—Y luego, con ustedes en el exilio, prosiguió la búsqueda de un rey extranjero para los españoles —dijo Boyd.
—Sí. Yo estuve primero en París, luego me echó el miserable Napoleón III y me refugié en Ginebra. Siempre en contacto con los revolucionarios de allí, claro, y con Garibaldi. Cuando nos amnistió Prim, volví a Madrid con la idea fija de fundar un periódico y reemprender la lucha durante el poquísimo tiempo que nos quedaba para tratar de impedir la tragedia. Poquísimo tiempo de verdad porque Prim ya había conseguido los necesarios apoyos para Amadeo y se le iba a votar dentro de una cuestión de semanas. Y así nació El Combate. Una vez elegido Amadeo yo estaba convencido, absolutamente convencido, de que había que frustrar como fuera que llegara a España, que pisara tierra española, y que ir ya a la Revolución en toda regla era la única posibilidad que teníamos para evitar el desastre.
—Pues, siendo así —reaccionó Boyd— no sería extraño, pese a lo que me ha dicho, que usted no sólo viera la necesidad de eliminar a Prim sino de prestar su concurso para que se llevara a cabo su asesinato.
Paul se volvió a levantar y se apoyó contra la pared, cerca del fuego. Quizás se imaginaba otra vez en el Congreso, despotricando, provocando… o arengando en la calle a una multitud de trabajadores.
—Ya le he dicho que yo no soy un asesino —recalcó, enfático—. Yo soy capaz de matar, lo he hecho, pero combatiendo como un hombre, cara a cara. Nunca matando por la espalda. Asesinar es de cobardes y yo soy un valiente, ¿comprende? Soy un valiente, no me amilano delante de nadie. No es jactancia, es así, es un hecho.
—No lo dudo —dijo Patrick.
—Lo demostré luchando contra los miserables matones de la partida de la porra, liderados por aquel cretino Ducazcal, con quien me vi forzado a batir en duelo. Yo no soy un asesino y no tuve nada que ver con la muerte del general. Otra cosa habría sido que Prim fuera condenado a la horca por un tribunal popular después de nuestro triunfo. Es posible que entonces hubiera aprobado que acabara así, pese a quererle. Pero jamás que se le asesinara.
—Le tengo que decir —dijo Patrick, consciente de entrar en aguas procelosas y armándose de valor— que los indicios contra usted son vehementes. O sea, el circumstantial evidence, como se llama en inglés, la acumulación de indicios. Según Ricardo Muñiz, por ejemplo (he estado con él), Prim le dijo en su lecho de muerte que había reconocido la voz de usted en la calle del Turco.
—¡Esto es mentira! —Paul perdió por un momento la calma—. ¡Muñiz miente o se equivoca de cabo a rabo! ¿Cómo iba Prim a acusarme a mí de tal villanía, a mí que había sido su íntimo amigo? Prim sabía que yo jamás, jamás, habría atentado contra él, por muchas diferencias que tuviésemos. Y hay quienes aseguran que dijo todo lo contrario, que dijo: «No han sido los republicanos».
—Pero con ello a lo mejor sólo quería decir que no había sido el partido como tal —insistió Boyd—. Además, según Muñiz, Moreno Benítez también le oyó decir a Prim que le había reconocido a usted por la voz.
—Moreno Benítez es un cerdo que me odiaba, tuve unos roces muy desagradables con él.
—También he hablado con Ramón de Cala, que por cierto le manda un abrazo. Me parece un hombre absolutamente honrado, incapaz de mentir. —Patrick era consciente de que la mirada de Paul, que estaba clavada en él, había adquirido una intensidad feroz—. Cala me ha dicho que lleva tres años dándole la vuelta a este asunto —siguió— y que todavía, con la mano en el corazón, no está seguro de si estuvo usted o no. Al parecer el administrador de El Combate, Ignacio Sastre, le dijo que aquella noche usted se jactó en su presencia de haber participado.
Paul se calló. Era evidente que lo que acababa de escuchar le había afectado.
—Según Miguel Morayta —prosiguió Boyd—, usted, cuando bebía, era capaz de todo y hacía cosas que jamás habría hecho normalmente. Y dice que por aquellos días bebía con exceso.
Paul siguió callado unos momentos más.
—Es verdad que me gustaba empinar el codo de vez en cuando —dijo luego—, pero beber con exceso en absoluto era mi norma. Y es posible que yo me jactara aquella noche de haber participado en el atentado, no recuerdo. Incluso de haber disparado contra Prim, cosa que nadie me ha achacado nunca, nunca. Es posible, lo reconozco. Pero insisto en que no fue así. Insisto en que, el 27 de diciembre de 1870, no puse los pies en la calle del Turco.
—¡Pero necesito pruebas! —porfió Patrick—. Soy periodista. No me basta su palabra, lo siento.
—Pruebas no tengo. Es mi sino. Y es cierto que los indicios contra mí son fuertes. Lo reconozco.
—Si usted no tuvo nada que ver con el asesinato —dijo Boyd—, y estoy dispuesto a creerle, ¿quién lo ordenó y pagó, señor Paul? ¿Quién o quiénes? Le ruego que me lo aclare, si puede.
Paul encendió otro puro.
—Su director, el señor McKinley, ha sido muy profesional y correcto en sus comunicaciones conmigo —dijo—. Conozco y admiro la línea republicana de su periódico. Y sé que usted es una persona de confianza. Además me cae bien. Por todo ello le voy a decir exactamente lo que pienso. Usted luego deberá seguir investigando por su cuenta.
—Así lo haré —dijo Patrick.
—Quienes acabaron con Prim —siguió Paul, midiendo sus palabras— eran los que, desde el inicio de la Revolución, y antes, le profesaban un profundo odio mezclado con una inconfesable envidia. Se dice que la envidia es el gran pecado de los españoles. Lo creo, no lo dudo. La envidia nunca se confiesa, nunca dice su nombre. Mata por la noche, alevosamente. Escúcheme. A la cabeza del complot estaban tres generales sin principios políticos de la llamada Unión Liberal: el regente, Francisco Serrano Domínguez; Antonio Caballero Fernández de Rodas, ahora uno de los encargados de acabar con los cantones andaluces; y Francisco Serrano Bedoya. Tres execrables generalitos que participaron en «La Gloriosa» por razones que no tenían nada que ver con las nuestras. Por razones personales.
—Me cuesta trabajo creer que Serrano Domínguez, por execrable que sea, estuviera implicado en el asesinato —repuso Patrick— aunque lo he oído. ¡El regente de España!
—No sea usted un ingenuo, amigo Boyd. Prim constituía un grave peligro para la carrera política de Serrano, que siempre ha sido un ambicioso feroz. Sabía que, bajo Amadeo, Prim iba a seguir siendo el hombre fuerte del país y quien guiaba sus destinos. Mientras él sólo sería exregente. Porque Prim, desde luego, no le iba a nombrar nunca ministro. ¿Cómo no pensar en las ventajas de su desaparición de la escena política?
«Es la tesis de López —pensó Boyd—. Y la de Cala».
—Con los tres generales —prosiguió Paul— estaban confabulados los miserables políticos de oficio, hambrientos de dinero. ¿Nombres? Por ejemplo, Adelardo López de Ayala, mal dramaturgo y peor ministro, y Manuel Rancés Villanueva. Y para surtirles a todos de los cuantiosos fondos que hacían falta, y tenerlos en su bolsillo para luego, el duque de Montpensier, su candidato al trono y, así se esperaba, futuro proveedor de prebendas reales. Fueron ellos, indudablemente, en apretado contubernio, quienes decidieron la muerte de Prim.
—Para impedir que llegara Amadeo a España…
—Para impedir que llegara Amadeo y asegurar, así lo esperaban, la subida al trono del duque. Actuando en la sombra, por supuesto, a través de sus distintos agentes y cubriéndose bien las espaldas. Yo no dejaba de advertirle a Prim del peligro que corría al fiarse de tal escoria humana, pero no me hacía ni puñetero caso. Se creía invulnerable. Decía «a mí no hay bala que me mate». También decía que España no es país de asesinos. Y mira si se equivocaba.
Patrick no se esperaba la pregunta que le hizo Paul Angulo a continuación.
—¿Sabe usted que en Hendaya elaboran un aguardiente excelente? —Boyd confesó su ignorancia al respecto—. Pues vamos a probarlo.
El revolucionario fue a la puerta y llamó. Al cabo de unos segundos acudió la muchacha que estaba con él cuando llegó Boyd. Era linda, con marcadas facciones vascas. Paul le pidió que les trajera una botella del renombrado brebaje local. La chica no tardó en volver con ella y dos copas. Puso la bandeja sobre una pequeña mesilla situada al lado de la chimenea.
—Merci, Thérèse —le dijo Paul con una sonrisa—. Aujourd’hui je te trouve encore plus jolie!
La joven esbozó una sonrisa ligeramente incómoda. «De modo que el pícaro también las gasta de galán», apuntó mentalmente Patrick.
Paul sirvió dos copas.
—¡Por la República de Irlanda! —dijo, levantando la suya.
—¡Por la República Federal Española! —contestó Boyd.
Patrick intuyó que con el brindis el revolucionario había decidido poner fin a la entrevista. Así fue.
—Amigo Boyd —dijo, extendiéndole la mano— hemos hablado a fondo y creo que basta por hoy. Además tengo que atender a varias personas (estoy aquí en misión republicana franco-española), y preferiría, si le parece, reanudar nuestra conversación mañana por la mañana. Entretanto puede ir organizando sus apuntes y preparando más preguntas. ¿A la misma hora le va bien?
Al salir Patrick de Villa Hernani se dio cuenta de que tenía un hambre feroz, justo como después de la entrevista con López en el Saladero. Le parecía una buena señal.
Antes de disfrutar el cassoulet que había visto anunciado en la ventana del acogedor bistrot de la plaza de la Iglesia, entró en Correos y le mandó un breve telegrama a McKinley.
Todo había ido muy bien, le aseguró, pero le quedaban muchas dudas. Esperaba despejarlas en la segunda entrevista.