Diario de Patrick Boyd.
En el tren de Hendaya.
Lunes, 13 de octubre de 1873.
La Revolución española de verdad es la del ferrocarril. Y, sobre todo, la del ferrocarril que une Madrid con Francia. Subirse al tren en Príncipe Pío —la estación todavía es provisional—, y sentirse ya en el país vecino, es todo uno, pues la compañía es francesa, algunos de los guardias son franceses, lo son los vagones, y es francesa también, lo más importante, la locomotora.
Se trata de un monstruo potentísimo que estuve inspeccionando antes de nuestra partida, y que, como luego pude comprobar, sortea con brío las fragosidades de este país tan accidentado, montañoso e «incomunicado» (dixit Richard Ford).
Desde que se terminó la línea hace unos diez años se ha venido produciendo, me aseguraba Muñiz el otro día, una profunda modificación en la conciencia de los madrileños. España ya no es la nación «romántica» de antes, con sus bandoleros y su tipismo. O lo es mucho menos. Y su capital, previamente muy aislada en el centro de la Península, ha entrado en la flamante era de la máquina y está a veintiséis horas de la frontera.
Hice bien en reservarme una plaza en primera clase. Un poco del hoy tan cacareado comfort nunca viene mal, por lo menos a mí (Galdós no está de acuerdo y, según me ha dicho Hartzenbusch, va siempre en tercera para escuchar a la gente y apuntar sus frases y comentarios).
Salimos de Madrid a las cinco de la tarde, cuando ya oscurecía. Me acompañaban un matrimonio que iba a Burgos, un alemán, ingeniero de minas, y un hombre de negocios vasco muy charlatán que nos aburrió a todos hablando de su empresa en Bilbao, dedicada a la exportación de no sé qué productos metalúrgicos. Hice lo posible por sumergirme en Trafalgar, pero cada vez que levantaba la cabeza de la página el personaje empezaba a contarme algo.
El tren hace constantes paradas. Para dar paso al que bajaba desde el norte en dirección a Madrid hubo una larga en una estación de la sierra de Guadarrama. Me dijo el interventor que es la más alta de España —se llama La Cañada—, a más de mil metros sobre el nivel del mar. Hacía muchísimo frío. Después de una cena apresurada en la cantina de Ávila logré dormir bastante bien, envuelto en mi abrigo, pese al traqueteo de las ruedas, los golpes que a veces se producían entre los coches en las curvas, el chirrido de los frenos, los pitidos de la locomotora, las visitas del revisor y, en las estaciones, la algarabía de los vendedores y el cambio del calorífero.
Cuando me desperté acababa de amanecer y cruzábamos la inmensa paramera que se extiende entre Burgos y el pórtico montañoso de las provincias vascongadas. «Ancha es Castilla»: al contemplar las vastas soledades de la meseta recordé el refrán. Ancha es Castilla, en efecto, anchísima, y casi sin un árbol, excepto al lado de los escasos arroyos, donde suele hermosear en el desnudo paisaje una hilera de álamos. Mirando la hosca llanura se me vino a la memoria otro célebre dicho, el referido al clima de estos contornos: «Nueve meses de invierno y tres de infierno». Aquí, en enero o febrero, deben de soplar unos vientos helados de todos los diablos.
Paramos unos minutos en Pancorbo, tan caro a los pintores románticos (y tan exagerado por ellos) como Despeñaperros, su hermano del sur. El lugar es ciertamente impresionante. Al contemplar los acantilados recordé el grabado del desfiladero que vi no hace mucho en una galería de Londres. En su ángulo inferior esperaba, detrás de unos peñascos, un grupo de bandidos armados con carabinas. Hacia ellos, por el camino que serpenteaba entre los riscos, venía la esperada diligencia. Dentro de unos segundos se habría cometido el atraco, quizás con sangre derramada. Así veían los románticos la España de entonces. Hoy, en vez de bandidos hay carlistas —que también lo son a su manera—, pero por fortuna a nosotros no nos asaltó nadie.
Estamos ahora en el País Vasco, yendo hacia Vitoria. El paisaje ha cambiado dramáticamente. Esto ya no es Castilla sino una tierra de altas cumbres a veces arropadas de bruma, en cuyas laderas verdes, espesamente tapizadas de hierba, pacen vacas entre los caseríos. El tren no tiene más remedio que avanzar despacio por túneles, viaductos y angostos valles.
Siento unas ganas intensísimas por llegar a Hendaya. ¿Allí me estará esperando de verdad Paul, o se habrá zafado con alguna excusa?