Capítulo 23

La mañana del 10 de octubre de 1873, Patrick Boyd acudió a su cita con Ramón de Cala en el café Oriental, uno de los establecimientos más concurridos de la Puerta del Sol.

—Yo soy de Jerez de la Frontera, como Pepe Paul —empezó explicando el célebre político republicano—, aunque él es más joven que yo, tiene diez años menos; yo nací en 1827 y él es del 37 o del 38. Los dos éramos de familias acomodadas, él más que yo (su padre era bodeguero), pero apenas nos tratamos entonces por la diferencia de edad, y luego yo me fui a Sevilla a estudiar Derecho. Fue después cuando llegamos a conocernos bien, cuando preparábamos «La Gloriosa». Y luego, claro, en la redacción de El Combate. Éramos ambos, ¡y seguimos siéndolo!, federalistas apasionados.

A sus cuarenta y seis años Ramón de Cala Barea conservaba intacta, era verdad, aquella pasión federalista que le había convertido en una de las figuras míticas del movimiento republicano en Andalucía. Alto y delgado, de abundante pelo y barba espesa, los dos ya algo encanecidos, y aspecto bondadoso, sus ojos brillaban intensamente cuando hablaba. Ricardo Muñiz, actuando una vez más de fiel introductor, había entregado a Boyd unos días atrás un número del semanario La Ilustración Popular con un retrato y una sucinta biografía del personaje. Le había permitido llegar al encuentro bastante bien informado, y sabedor, entre otras cosas, de que Cala estaba inmerso entonces en la redacción de la proyectada Constitución de la República Federal.

Tener delante a uno de los principales luchadores de El Combate no pudo por menos de intrigarle a Boyd, que seguía bajo el asombro que le había producido la lectura de los números del diario facilitados por Machado Núñez en Sevilla.

—A los hombres de El Combate nos perseguían tenazmente las autoridades ya antes del asesinato de Prim —siguió relatando Cala—. Por nuestra llamada, franca y abierta, a la rebelión armada. Y naturalmente, una vez consumado el crimen, fueron a por nosotros sin cuartel. Hubo no sé cuántos edictos y pregones, cuántas providencias y denuncias. Conservo en casa unas páginas de la Gaceta de Madrid donde consta todo ello. Se las dejaré en el hotel mañana para que copie lo que quiera. Luego me las devuelve.

Patrick se lo agradeció. Luego dijo:

—Don Ramón, entre lo ocurrido en la calle del Turco y la muerte de Prim pasaron tres días. Y otros tres antes del juramento de Amadeo. ¿Qué ocurrió en el gobierno durante aquel lapso de tiempo? Es que no lo tengo muy claro.

—La clave de todo fue el general Serrano —contestó Cala—. No olvide que, hasta el juramento del rey, Serrano seguía siendo regente, es decir, en la práctica, jefe de Estado. Y Serrano, como usted sabe, me imagino, es un redomado reaccionario. Lo primero que hizo fue nombrar a su amigo Topete, por decreto, presidente interino del Consejo de Ministros, además de ministro de Estado y de la Guerra. Y dar la cartera de Ultramar a otro incondicional, Adelardo López de Ayala. Eran los de siempre, los de la Unión Liberal. Luego, cuando Topete se va a Cartagena a recibir a Amadeo, Serrano encarga provisionalmente a Sagasta la Presidencia del Consejo. Así que ellos toman el poder, casi diría incluso que lo asaltan. Hasta el 30 de diciembre no saben si Prim va a sobrevivir o no, pero sí calculan que tardará en reponerse de sus heridas, en el mejor de los casos, semanas y quizás meses.

—Y ante la inminente llegada de Amadeo van tomando posiciones —dijo Patrick.

—Sí, claro, y arremetiendo contra nosotros. La tarde del 28 de diciembre, en la sesión del Congreso, el presidente de la Cámara, Ruiz Zorrilla, mirando hacia los bancos republicanos, insinuó que los hombres de El Combate éramos los responsables del atentado. Yo me levanté y dije que a mí personalmente me repugnaba el asesinato como procedimiento, que me disociaba en absoluto del homicidio como arma política. Ruiz Zorrilla contestó que estimaba en lo que valía mi declaración, luego añadió que le habría gustado ver en la Cámara a otro diputado redactor del periódico. Se refería, claro, a Paul.

—Y empezaron pronto las detenciones…

—Sí, el primero fue Rispa Perpiñá, luego Córdova y después yo. Paul estaba escondido, también Guisasola.

—¿Y a usted en qué fecha lo prendieron? —preguntó Boyd.

—A mí me arrestó un capitán de la Guardia Civil, en Jerez, el 20 de febrero del 71 —contestó Cala—. Tengo la fecha grabada en la memoria. Me trajeron aquí esposado y me encarcelaron en las prisiones militares de San Francisco. Estuve treinta y cuatro días preso, de ellos veintiocho en la más horrible incomunicación concebible. Estaba enfermo y creía que me iba a morir. ¿Usted se imagina la vergüenza y la humillación que suponía para mí, que había conocido las cárceles de Isabel y ayudado a traer la Revolución, encontrarme incomunicado en un vil calabozo de la monarquía constitucional, acusado de ser cómplice del asesinato de Prim? No lo olvidaré en mi vida. Aquí el régimen penitenciario era y es todavía casi medieval. Necesita ser reformado de cabo a rabo.

—El caso de Roque Barcia era muy parecido al de usted, ¿no? —dijo Patrick.

—Sí, muy parecido. Roque no tuvo nada que ver con lo de Prim, pero sus enemigos, que eran muchos, estaban decididos a que se pudriera en la cárcel. La represión contra nosotros, y contra otros muchísimos federales, fue brutal. Querían arruinarnos, acabar con nosotros, hundirnos en la miseria y el deshonor. Por suerte Roque no estuvo en la cárcel mucho tiempo. Allí escribió su famoso artículo sobre el asesinato.

—Sí, lo he leído. Y cuando a usted lo liberaron, se fue a París, ¿no?

—Sí, decidí que no aguantaba más lo que pasaba aquí y me fui a París, donde viví intensamente la Comuna, hice muchos amigos y aprendí la mar de cosas útiles. El año pasado publiqué un libro sobre mi experiencia.

—Pudimos habernos conocido entonces. A mí me envió mi periódico a París y mandé crónicas. Aquello fue tremendo, desde luego… Y ahora está usted otra vez en el Congreso y trabajando en la redacción de la nueva Constitución republicana…

—Sí, Constitución que me temo que no veremos nunca votada. La situación es muy grave, señor Boyd, muy grave y muy confusa, cualquier día puede haber un golpe de Estado. ¡Pobre España!

Había llegado para Patrick el momento de suscitar el asunto que tanto le traía ya de cabeza.

—Don Ramón —dijo—, voy a ver a Paul Angulo en Francia la semana que viene.

Constatando el ademán de sorpresa que había producido la revelación en las facciones de su interlocutor, Patrick añadió:

—Sí, no se asombre, mi jefe lo ha localizado. Paul le ha dicho que me recibirá. Usted, y perdone la franqueza con la cual se lo planteo, ¿es de quienes creen que estuvo en la calle del Turco la noche del 27 de diciembre?

—Llevo tres años sin verle —contestó el diputado—. Tres años haciéndome la misma pregunta. Él era un volcán, casi un fanático republicano, pero no creo capaz de matar fríamente a nadie. Y quienes mataron a Prim lo hicieron así, fría y premeditadamente. Ignacio Sastre, el administrador de El Combate, me dijo algo muy interesante: que él, Sastre, al enterarse de que los conjurados estaban reunidos en la taberna de la calle del Turco, esperando a Prim, fue allí, sospechando lo peor, y que trató, inútilmente, de disuadirlos.

—¡Un momento! —exclamó Boyd—. He estado con Muñiz en la taberna, hemos hablado con el dueño, que es el mismo que entonces. Se llama Manuel García. Insiste en que los asesinos no pusieron los pies en la taberna y que así se lo declararon él y otros al juez. Además, le creo.

—No sé la verdad del caso —repuso Cala—, sólo le estoy contando lo que me dijo Sastre. «Me quisieron retener —me dijo—, para que no los descubriese, pero me abrí paso y fui en busca de Pepe Paul». Añadió que cuando lo localizó, dos horas después, todo había terminado y Paul se jactaba de haber participado en el crimen. Pero de las jactancias de Paul, digo yo, no hay que fiarse nunca.

—¿Y por dónde anda Sastre ahora?

—No tengo ni idea, no creo que esté en Madrid. —Cala reflexionó unos segundos. Luego añadió—: Había un individuo muy duro que sí creo estuvo en la calle del Turco. Se llamaba Paco Huertas y luchaba con nosotros contra la partida de la porra. Me consta, y salió en los periódicos, que la policía trató de detenerlo aquella misma noche en el Café de Madrid y que, en medio de un gigantesco escándalo, sus amigos atacaron a los agentes y le ayudaron a escabullirse. Desapareció de la vista y luego resultó que se había escapado a Montevideo. ¿Se imagina usted lo que le habrá costado a alguien sacarlo de España, y a otros de la misma pandilla? Porque Huertas no es el único que ha desaparecido.

—Muchísimo dinero —dijo Patrick.

—Sí, muchísimo. Y luego para asegurar el silencio de cada uno y el de sus familiares.

—¿Usted cree que Montpensier estaba detrás?

—Creo que sí. Pero le digo una cosa. Si vuelven los Borbones, no sabremos nunca la verdad. Y creo que su vuelta es casi inevitable. Montpensier está ya hablando otra vez con su cuñada, con Isabel, que al parecer le ha perdonado por su participación en la Revolución, de modo que es probable que el próximo rey de España sea su hijo Alfonso, con Montpensier como consejero. ¡Y la causa por la muerte de Prim sobreseída!

—¿Y Serrano?

—Sólo le puedo decir que Serrano tenía todo el interés del mundo en que Prim desapareciera para siempre del escenario político, porque le hacía mucha sombra, mucha. Además… —Cala esperó unos segundos antes de seguir— le voy a decir algo que seguramente no sabe. Según me ha manifestado Pi y Margall, los asesinos se ocultaron unas horas, después del atentado, en casa de Serrano. Pi lo oyó de labios de un sereno, que además le contó que la mujer de Serrano había dicho que, mientras vivía Prim, España no tenía esperanza alguna de salir adelante, o algo por el estilo.

—¿Y los negreros de Cuba?

—Los negreros de Cuba no podían ver a Prim porque estaba decidido a acabar con la esclavitud. Es posible que aportasen fondos a la conspiración, no lo sé. Pero a los inductores principales hay que buscarlos entre la clase política de aquí. En los alcázares de los poderosos, como dijo Barcia en su famoso artículo, y no en las casas mucho más modestas de los republicanos.

Antes de que se despidiesen, Ramón de Cala meditó en voz alta, para rematar la entrevista, sobre la terrible angustia de aquellos históricos días.

—Sería imposible imaginar un episodio más dramático —dijo—. Amadeo en alta mar, navegando hacia Cartagena, hay que suponer que muy ilusionado con la misión que le esperaba. Y Prim, que había orquestado su elección, tendido en su lecho de muerte, víctima de un vil atentado, él que había dicho que no existía bala en el mundo capaz de matarlo.

Se levantó. Patrick decidió quedarse un rato para corregir sus apuntes.

—Le deseo mucha suerte con su investigación —le dijo Cala, estrechándole la mano—. Y le ruego que abrace a Paul de mi parte. Si se me ocurre otra cosa que le pueda ayudar, le avisaré. De todos modos espero volver a verle pronto.

Boyd le siguió con la mirada. Cala saludó a varios amigos apostados en otras mesas del célebre café, luego salió a la barahúnda de la Puerta del Sol.