Diario de Patrick Boyd.
Madrid, Café Imperial.
Sábado, 4 de octubre de 1873.
Otra vez en la ventana de El Imperial, observando el maelstrom de la Puerta del Sol, más turbulento que nunca, si cabe, los sábados por la mañana. ¡Qué animación! Acaba de dar las once el reloj del Ministerio de la Gobernación. Con mi café caliente y mi tostada me siento feliz. Araceli vendrá pronto y, gracias a Hartzenbusch, voy avanzando bastante en mi conocimiento del elusivo Paul Angulo. No me puedo quejar de nada.
Los dos folletos de Paul, que me leí de un tirón en la Biblioteca Nacional ayer, me han confirmado en la opinión que formé del personaje al ir examinando los números de El Combate que me dejó en Sevilla Machado Núñez. Se trata de un revolucionario de tomo y lomo, y yo diría que absolutamente convencido de lo que dice.
El título del primero, que no lleva fecha, es Memorias íntimas de un pronunciamiento. Su empeño es demostrar la gran importancia que tuvieron elementos andaluces del Partido Republicano Federal, capitaneados entre otros por el autor, en la preparación de la Revolución de 1868. Revolución luego «absorbida», «adulterada» o «esterilizada» —las palabras son de Paul— por los reaccionarios, con la metódica exclusión de los republicanos. «La falta del elemento republicano en el gobierno provisional quitó el alma a la Revolución», escribe.
El texto no expresa odio hacia Prim —no se trata todavía del Paul de El Combate—, sino más bien una profunda decepción, profundísima, con el hombre que antes había parecido revolucionario de verdad y que luego empezó a demostrar que no lo era tanto.
Lo que se nota mucho es el desprecio que a Paul le inspiran Serrano, a quien considera muy débil, y Montpensier, «el actual pretendiente al trono de España».
¡Y qué diferencia de tono entre el primer folleto y el segundo, redactado dos años después y titulado Verdades revolucionarias en dos conferencias político-sociales dedicadas a las clases trabajadoras!
Al principio de su introducción, fechada «en Madrid a 13 de octubre de 1871», Paul dice que, calumniado por sus enemigos (a raíz del asesinato de Prim), se ha visto obligado desde hace casi un año a ocultarse, incluso de sus amigos más íntimos.
Pero ¿estaba realmente en Madrid todavía, o se trata de una mixtificación? ¡Quién sabe! Yo creía que ya se había escapado del país.
La introducción rezuma amargura. Paul declara que ha dado todo por la causa de la libertad del pueblo, que ha sacrificado su posición social, arriesgado su persona y familia y hecho un esfuerzo titánico por arrastrar al Partido Republicano Federal a la lucha violenta… todo sin fruto alguno en una «sociedad infame donde los unos son egoístas hasta el crimen y los otros dóciles, ignorantes o pusilánimes hasta la estupidez». Anuncia que dentro de poco, como único premio, tendrá que abandonar la patria querida, quizás para siempre. Pero que no se resigna a hacerlo sin consignar primero, en estas dos conferencias, sus ideas político-sociales fundamentales.
Las expone con admirable e implacable lógica. Se expresa convencido de que sin una Revolución violenta España no cambiará nunca, pues la minoría que detenta la riqueza de la nación nunca cederá esta libremente. ¿No lo ha demostrado con creces la llamada Revolución del 68, que ha defraudado todas las esperanzas del pueblo al democratizar la sociedad «sólo en la apariencia» y anular por completo el entusiasmo de los primeros días?
A Paul, como a mí, le repugna una sociedad construida no sobre la propiedad privada en sí, sino sobre el derecho del individuo a transmitir sus bienes —los heredados y los acumulados— a sus hijos. Para Paul, bastaría con permitirles a capitalistas y especuladores el goce vitalicio de su fortuna. El derecho de transmisión se le antoja una injusticia radical que divide la sociedad entre ricos y pobres y destruye toda idea de democracia auténtica. ¡Bravo!
Otra de sus ideas fundamentales es que el sufragio llamado universal, si no es constante, permanente, no es tal cosa, y convierte en una farsa «indigna y asquerosa» el sistema parlamentario, añadiendo a la injusticia social la legislativa. El pueblo, si ve en cualquier momento que uno de sus representantes está faltando a sus obligaciones, debería tener la posibilidad de despedirlo y reemplazarlo inmediatamente, sin la necesidad de esperar una fecha determinada.
¿Y el Estado-nación? Paul abomina de él. Los privilegiados de cada uno manipulan el concepto de patria para conservarse en el poder. «La verdadera patria de la humanidad es el globo terrestre considerado en su conjunto», insiste. Las fronteras entre países son «límites artificiales». Ningún pueblo como tal amenaza nunca a otro, son siempre los líderes quienes empujan a las masas a matar y a sacrificarse. Paul estima que en la Europa de 1872 hay más de seis millones de «esclavos blancos» uniformados en las filas de los distintos ejércitos nacionales, carne de cañón para satisfacer las inconfesables ambiciones de quienes, movidos sólo por su egoísmo de clase, mandan en cada país. Considera, con razón, que se trata de una locura colectiva.
Como era de esperar, critica acerbamente la tibieza revolucionaria de los «prohombres» de su partido. Si llega un día la República Federal de verdad, será inútil si no es capaz de erradicar violentamente y enseguida el sistema capitalista imperante, ya que no hay otra manera de propiciar la «completa regeneración» de la sociedad. Regeneración entre cuyos componentes principales figurará, necesariamente, «la completa y necesaria descentralización» del país.
Me doy cuenta, no sin cierta sorpresa, de que Paul Angulo me resulta cada vez más atrayente y hasta admirable. ¿Estuvo realmente involucrado en el asesinato de quién había sido su amigo? ¿O fue —y sigue siendo— víctima de las calumnias de sus enemigos? Me desvivo por conocerle, ahora que tengo una idea más completa de su personalidad.
Le acabo de escribir a Felipe Solís Campuzano, como me ha sugerido Araceli, mandándole mi currículum vítae, explicándole que soy hijo de Robert Boyd, fusilado al lado de Torrijos; que conocí a Prim en Londres; que me obsesiona su asesinato; y pidiéndole encarecidamente que me reciba.
Creo que era lo más sensato decirlo todo abiertamente y sin andar con subterfugios.
He mandado la carta a Castilleja de la Cuesta. Si Araceli tiene razón y el hombre va a estar allí dentro de poco, sin duda se la entregarán inmediatamente a su llegada. A lo mejor no me contesta, pero no se me ocurre otra manera de proceder en este asunto.