Capítulo 13

A las once menos cuarto del domingo el coche de punto que había alquilado Boyd en la Puerta del Sol penetró en la plaza de Santa Bárbara, casi en las afueras de la ciudad. Se paró delante de la sobria fachada del Saladero. El edificio, levantado por el famoso arquitecto Ventura Rodríguez en tiempos de Carlos III para matadero de ganado y saladero de tocino, hacía las veces desde 1831 de Cárcel de Villa, como se conocía oficialmente. Al no haber sido diseñado como presidio, tenía fama de ofrecer numerosas posibilidades para la fuga.

Hacía una espléndida mañana otoñal, embovedando la capital, sin el estorbo de una sola nube, el reluciente cielo azul tan celebrado por pintores españoles y extranjeros. Como era día de visita, pululaba por el patio del presidio una vociferante muchedumbre mezclada con guardias que trataban, sin gran éxito, de imponer entre el gentío siquiera una semblanza de orden y de respeto a la autoridad.

Patrick no tardó en confirmar que, como le habían dicho, el edificio carecía de los elementos más básicos de salubridad. Lóbrego, grasiento y apestoso, con oscuros pasillos estrechos y miserables celdas donde se hacinaban, indistintamente, viejos y jóvenes, demostraba, a su juicio, lo poco que habían mejorado los servicios penitenciarios en los cinco años transcurridos desde la Revolución de 1868.

Casi tres ya llevaba encerrado en el Saladero el preso Juan José Rodríguez López, alias Jáuregui, imputado por la tentativa de noviembre de 1870 contra la vida del general Prim. Gracias a las atenciones del alcaide, hombre de nociones humanitarias, que tal vez seguía órdenes de alguna instancia gubernamental, López gozaba de unas condiciones negadas a la gran mayoría de los encarcelados. Su habitación tenía dos pequeñas ventanas enrejadas que daban a la plaza de Santa Bárbara y permitían la entrada de luz solar. Había una mesa con dos sillas de anea, un armario que servía de escritorio, una rudimentaria cama en un rincón y alguna comodidad más.

—Bienvenido al Saladero —fue lo primero que le dijo a Boyd al abrir el guardia la puerta. Y, mientras el periodista le estrechaba la mano, añadió, sarcástico—: Como habrá podido apreciar usted al subir hasta aquí, en materia carcelaria España puede competir con cualquier país avanzado de Europa. ¡Ya lo creo!

Boyd calculó que su interlocutor tendría unos treinta años. De mediana estatura, facciones regulares y complexión robusta, hablaba con énfasis, con arrojo. Parecía muy seguro de sí mismo.

—Me honra su visita —dijo, invitando a Patrick a sentarse a la mesa frente a él—. Todos los españoles de buena fe e ideas avanzadas admiramos profundamente a su padre, muerto por la misma causa que defendemos nosotros. El problema es que nunca nos ponemos de acuerdo sobre cómo sacar al país del atolladero en que yace desde hace siglos.

Durante media hora hablaron de la actualidad española: de lo que pudiera ocurrir ahora que Castelar había tomado las riendas del Poder Ejecutivo, de la guerra con los carlistas, que hacía todo infinitamente más difícil para la República, de la posibilidad de un golpe alfonsino, de la aparente reconciliación —comentada por algunos diarios— de Montpensier y su cuñada Isabel…

López le explicó que era de La Rioja, de un pueblo llamado Santa Eulalia, donde su padre había ejercido de maestro nacional. Como todos los españoles arribados a Madrid desde provincias, hablaba de su patria chica con pasión, con nostalgia.

—Bueno, señor Boyd —dijo, efectuados ya los preámbulos—, usted ha venido a verme para que le hable de algo muy concreto, del asesinato de nuestro llorado general Prim. Todo lo que sepa de aquel vil crimen, que fue un desastre para el país, está a su disposición. Confío en don Ricardo Muñiz y en usted para que no me comprometan.

—Le agradezco profundamente su disposición —respondió Patrick, sacando su cuaderno—. Tengo decenas de preguntas y no le quiero abrumar. En otra visita podremos seguir hablando, si usted lo permite. En primer lugar, le quiero decir que he estado en la Biblioteca Nacional leyendo El Acusador. Su nombre no aparece allí por ningún lado, pero supongo que usted fue el único responsable de la publicación.

—Exactamente. Me alegro mucho de que esté en la Biblioteca Nacional —replicó López, con un ademán de sorpresa ante la revelación de su invitado—. No lo sabía. Allí se quedará para la historia, ¡si alguien no se ocupa de hacerlo desaparecer!, y para vergüenza de los españoles. Y digo vergüenza porque yo, su autor, llevo en este tugurio ya tres años y todavía no se me ha hecho justicia.

—Espero que se le haga pronto —dijo Patrick—. Si quiere, me gustaría que me explicara primero, con más detalles, cómo se puso en marcha, en París, la sociedad secreta que, según cuenta en El Acusador, logró penetrar luego la organización de Montpensier.

—Hay que remontarse un poco en el tiempo —contestó López—. Yo fui amigo de Prim, amigo bastante íntimo, estuve con él en el exilio, me apreciaba mucho, si bien yo no soy monárquico y él sí lo era, aunque, ¡ojo!, férreamente antiborbónico. Decía que, vivo él, «jamás, jamás, jamás» se volvería a sentar sobre el trono de España un Borbón. Yo estimaba que, una vez derrocada la reina, giraría hacia los republicanos, pero no fue el caso. Además cometió el gran error de aceptar como aliados a los que, en el fondo, eran sus peores enemigos, los de la Unión Liberal, los ricos, los generales retirados…

—Capitaneados por Montpensier.

—Sí, claro. Prim no se fiaba para nada del duque, que no ocultaba su deseo de ser rey de España, y me encomendó a mí, en marzo de 1869, que me trasladara a París y buscara la manera de vigilarlo allí, a él y a su entorno, de seguir de cerca sus movimientos, sus pasos. Porque Montpensier iba y venía mucho entre París y España, ¿sabe usted?, siempre conspirando y maquinando. La misión mía era la de cumplir fiel y exactamente aquellas órdenes en contacto con la embajada española, que desempeñaba muy dignamente don Salustiano Olózaga. Y así fue como puse en marcha, en París, una sociedad secreta que, simulando ser adicta a Montpensier y su pretensión de acceder al trono, trabajaba en realidad para todo lo contrario, para frustrar sus planes. Yo me ofrecí a comprometer en su favor las guarniciones de Barcelona, Valencia y distintos puntos de Andalucía. Aceptó la propuesta y logré convencerle de que allí tenía importantes apoyos.

—¿Y quiénes eran Sostrada y Acevedo?

—Eran mis auxiliares en Valencia. A ellos no los detuvieron, y a sus hombres sólo unos días después. Sostrada me traicionó. Cuando a nosotros nos prendieron, el 15 de noviembre (estoy convencido de que debido a una delación suya), se personó en la casa de huéspedes donde yo paraba, en la calle Duque de Alba, y le franquearon la puerta. Sabía que mi correspondencia con Solís, el ayudante de Montpensier, estaba en una cartera de viaje. Como no tenía la llave de la cartera pidió unas tijeras, la rompió y rasgó allí mismo todos los papeles que contenía. Pero yo, previendo su traición, los había sustituido por otros y metido los auténticos en lugar seguro. No se dio cuenta y le dijo luego a Solís que no se preocupara, que todos los indicios contra él habían desaparecido. Fue por ello por lo que Solís nos abandonó luego a nuestra suerte aquí en el Saladero. Se sentía seguro. Después, claro, entregué al juzgado la documentación comprometedora.

Boyd levantó la cabeza del cuaderno una vez apuntado lo que le acababa de decir López.

—Me ha dicho el señor Hartzenbusch, en la Biblioteca Nacional, que, hace dos años más o menos, usted polemizó en la prensa con Solís. ¿Es cierto?

—Sí, sí, es cierto —repuso López—. Cuando el juez dictó auto de prisión contra él, a finales de julio del 71, el miserable huyó enseguida a Londres. Supongo que lo sabe.

—Sí.

—Toda la prensa comentó su fuga. Quince días después publicó en el diario La Época una larga y enmarañada carta en la que la justificaba, diciendo que no había imparcialidad judicial entonces en España, que no se fiaba. Su comunicado no era más que una sarta de tonterías, de inconsecuencias y de mentiras.

—¿Se publicó en La Época, dice?

—Sí, sí, el diario monárquico, muy afecto entonces a Montpensier. Allí habló de su honradez, de su impecable carrera militar, de la vil persecución a que le sometían, así como al duque, y a mí me nombró como el calumniador y delator responsable de todo. «Un tal López», me llamó. Yo le repliqué a los pocos días con una hoja impresa titulada «Asesinato de don Juan Prim. Contestación al secretario de Montpensier».

—¿Una hoja clandestina? —preguntó Boyd.

—No, no, en absoluto, no era una hoja clandestina. Llevaba mi nombre, la indicación «Cárcel del Saladero», la fecha y el pie del impresor, Martínez, cuyo taller, por cierto, está a dos pasos de aquí, en la travesía de San Mateo. Le dije a Solís que no era yo el delator sino el delatado, y le recordé las órdenes que, para asesinar a Prim, me había dado en septiembre de 1870, en casa de Montpensier.

—¿En la calle de Fuencarral?

—Sí, al final de la calle, en el palacio de Montpensier. Terminé advirtiendo al público que mi hoja no era más que el prólogo de lo que iba a revelar. Se vendió mucho en Madrid y provincias, lo reprodujeron varios diarios y fue muy discutido en Sevilla, claro, el centro de operaciones de Montpensier y Solís. Allí se metió conmigo un periodiquillo católico y monárquico titulado El Oriente, cuyo lema era «Religión, Patria, Rey». Creo que ya no existe. Lo dirigía un presbítero y catedrático llamado Francisco Mateos Gago, un elemento reaccionario muy conocido en la ciudad.

Boyd se quedó de una pieza.

—¡Gago! ¡No lo puedo creer, si le conozco! —exclamó—. ¡Pero qué casualidad! Nada más llegar a Sevilla me abordó un cura cerca de la catedral y estuvo despotricando contra la República. Era él. Me llevó a ver la cripta de la Capilla Real y me mostró los ataúdes de no recuerdo qué hijos de Montpensier. Me aseguró que el duque no tuvo nada que ver con el asesinato de Prim.

—¡Claro, si son amigos! ¡A lo mejor resulta que es su confesor! Gago es un mal bicho, una víbora. El Oriente me atacó con tal virulencia que le contesté desde El Jurado Federal, otro periódico fundado por mí. —Y añadió—: ¡Es que yo he sido y soy un impenitente fundador de periódicos! Estoy preparando otro que se titulará Los Canallas.

—¿Y Solís le respondió?

—Sí, sí, me respondió, ya lo creo, otra vez en La Época, y sin añadir nada de interés. Pura palabrería. Repitió que no se fiaba de la justicia española en aquellos momentos y que por ello no se presentaba ante el juez. Dijo que no se acordaba de haberme visto a mí nunca. Que un tal Faustino Jáuregui (que era yo, claro, era uno de mis seudónimos) le había tratado de extorsionar desde la cárcel. Que ni Montpensier ni él tuvieron nada que ver con el asesinato de Prim. Y así por el estilo. Sin aportar una sola prueba de nada. La carta era flojísima y me dio pie para publicar en otro pasquín, mucho más pormenorizado, mi segunda contestación. Tuvo una tremenda repercusión.

—Necesito leer todo esto —dijo Patrick—, necesito ver esos pasquines.

—Los verá, no se preocupe. No los tengo aquí. Hace dos años trataron de robarme documentos, incluso utilizando cloroformo para narcotizarme. No lo consiguieron gracias al alcaide, que se ha comportado magníficamente conmigo, pero a partir de entonces puse todo a buen recaudo. En la imprenta de Martínez se los darán. ¡Bueno, se los venderán! Creo que todavía hay ejemplares. Y si no, yo se los paso. Mi segunda contestación, ya le digo, tuvo una tremenda repercusión.

—¿Y qué decía, más o menos?

—Le pedí a Solís, ¡al valiente ayudante de Montpensier!, que refrescara la memoria en relación con los primeros contactos que él y el duque tuvieron conmigo en junio de 1870, y que los describiera públicamente, con pelos y señales. Mencioné los 20 000 reales que me pasaron entonces para nuestros trabajos preparativos. Sobre todo le recomendé que publicara la carta que, como consecuencia del acuerdo tomado para matar a Prim, se remitió desde Madrid a Barcelona, con letras por un importe considerable para la compra de armas. Le rogué que pusiera al tanto del público los dos intentos de asesinato fracasados…

—¿En Daimiel y Aranjuez?

—Sí, para dinamitar el tren en que iba el general. Intentos que saboteamos nosotros, claro, pues habría muerto muchísima gente inocente. Bueno, le reté luego a que saliera de su escondite y nos visitara aquí en el Saladero, donde me reconocería no sólo a mí, el célebre Jáuregui, sino a los otros a quienes él había comprometido en el que creía iba a ser el asesinato del general, y a quienes, conmigo, luego abandonó a su suerte. Solís, ya se lo he dicho, estaba convencido de que a mí me habían destruido los papeles que yo tenía sobre nuestras relaciones. Se sentía seguro y por ello nos dio la espalda.

—Todo esto es lo que dijo usted en El Acusador —dijo Boyd.

—Claro, allí consta. Pues a Solís yo le abrí los ojos. Le dije que los papeles estaban en manos del juzgado que entendía en la causa. Era verdad. Y le expliqué por qué yo había entrado a tomar parte en la conspiración contra el general. Le conté que era para enterarme, desde dentro, de los planes de quienes trabajaban en contra de los ideales de «La Gloriosa» y de Prim, que preparaban un movimiento armado para entronar a Montpensier. Le dije que entré en el complot para evitar víctimas, en primer lugar el general, e impedir que los verdugos de mi patria se saliesen con la suya.

—¿Y todo aquello usted ya lo había declarado ante el juez?

—Por supuesto, muchas veces. A propósito, ¿sabe usted cuántos folios lleva ya el sumario?

—No tengo idea.

—¡Pues más de siete mil! ¡Si han interrogado a medio mundo y todavía no hay sentencia, casi tres años después del asesinato!

«Tengo que ver el sumario con mis propios ojos —pensó Patrick—, pero ¿cómo? Tal vez este hombre me podrá ayudar».

—¿Y usted avisó a Prim del peligro que corría? —le preguntó.

—Claro, yo le tenía al tanto de todo.

Escuchando a López se le hacía a Patrick cada vez más difícil creer que le decía la verdad. ¿Qué pruebas había de que realmente actuaba a órdenes de Prim y de que su intención verdadera no era hacerse rico trabajando para Montpensier y, si hacía falta, participando en la organización del asesinato?

Pero no había que darle al preso la impresión de que no le convencía. Al contrario. Y, consultando su cuaderno, siguió:

—Volviendo un momento a Sostrada, ¿usted está convencido de que les traicionó?

—Sí, sí. Sostrada le dijo a Solís que yo trabajaba para Prim, no para ellos, y Solís les contó a las autoridades que preparábamos un atentado.

—Pero ¿por qué motivo los delataría Sostrada, si era socio suyo?

—Pues para ponernos fuera de combate y quedarse él con toda la ganancia. Él no tenía ideales políticos, sólo le motivaba la ganancia. Hijo de puta.

—Y Prim, ¿no intervino luego a favor de usted?

—Sí, sí. Le explico. Yo estuve incomunicado diecisiete días, desde el 15 de noviembre hasta el 2 de diciembre. No tenía idea de lo que pasaba fuera y me fue imposible conseguir que me dejasen hablar con el general. Inmediatamente después de levantada la incomunicación me informaron de que quería verme enseguida. Se había enterado de que yo estaba aquí. El encuentro tuvo lugar el 8 de diciembre, en el Ministerio de la Guerra. Allí estuve hablando con él a solas más de dos horas. Le puse al tanto de todo lo que había ocurrido y le avisé del peligro que todavía le acechaba. Él luego juró ante el juez y el fiscal que entendían en la causa de la tentativa que, lejos de ser asesinos, nosotros le habíamos estado protegiendo.

—¿Y por qué Prim no consiguió que les soltasen enseguida?

—Se empezó la tramitación, pero por una casualidad terrible el auto que decretaba nuestra libertad se firmó demasiado tarde, el mismo 27 de diciembre, el día del atentado, y no se cumplimentó al unirse las dos causas, la de la tentativa y la de la muerte. Con la desaparición de Prim todo se convirtió para nosotros en una atroz pesadilla. ¡Y aquí me tiene usted tres años después, esperando todavía que se me haga justicia!

Patrick no estaba convencido. ¡Cómo iba Prim a dejarles allí si estaba seguro de su inocencia, él que era el hombre más poderoso de España! Sólo habría sido necesario que prestara declaración ante el juez. Quizás ni eso. Habría logrado que los soltasen enseguida, sin lugar a dudas.

López se levantó. De repente había perdido la calma.

—¡Tres años! —exclamó—. ¡He declarado no sé cuántas veces!

—¿Y los otros detenidos? ¿Están aquí todavía?

—A lo mejor no me va a creer cuando le digo que a Tomás García, que fue liberado a los dos meses, lo asesinaron poco después en las afueras de su pueblo. Merino, Genovés, Sáenz y Martín están abajo, en un calabozo, mucho peor que yo; puede tratar de hablar con ellos, no sé si querrán, tienen mucho miedo… y se entiende. Todo esto es peligrosísimo. Y si usted no anda con cuidado lo será para usted también. Los responsables y sus secuaces son capaces de cualquier barbaridad. —Luego, bajando la voz y mirando hacia la puerta, añadió—: Es que hay mucho interés en que no se conozca la verdad, mucha corrupción y mucho dinero de por medio. Y presionan a los jueces. Los han cambiado varias veces. Y han desaparecido documentos del sumario. Aquí no tengo seguridad alguna, pese a los desvelos de mi amigo el alcaide, a quien también pueden enviar a otro destino en cualquier momento.

—Volviendo a Solís, si me permite —dijo Boyd—, ¿usted está convencido de que siguió conspirando después de la tentativa de noviembre?

—Absolutamente. Ya ha visto usted la información al respecto que di en El Acusador. Lo que no ha visto usted es el último número del periódico, el número 6, puesto que prohibieron su publicación. Conservo las galeradas. Allí explico que, cuando nos detuvieron a nosotros, Sostrada y Acevedo, a quienes ya buscaba la policía, tuvieron una larga conversación con Solís. Y que este les entregó dinero para continuar con el complot. A espaldas mías, claro.

Boyd sabía por larga experiencia que, en las entrevistas, precisaba formular a veces una pregunta que al otro le cogiera con el pie cambiado. Las llamaba sus «preguntas a boca de jarro». Intuía que había llegado una de tales ocasiones.

—¿Dónde encaja en todo esto José Paul Angulo? —dijo.

López tomó su tiempo antes de contestar.

—No conozco al sujeto —replicó—, no he hablado en mi vida con él, ni en España ni en el extranjero. Es un republicano fanático, muy amigo de Prim antes de la Revolución y enemigo acérrimo después, sobre todo a raíz de su destierro, cuando el general suprimió la sublevación federalista de 1869. Valiente, no niego que lo sea. Y capaz de matar, aunque sólo cara a cara, no por la espalda. A más de uno ha despachado en duelos. No sé si usted ha visto El Combate.

—Sí.

—Pues allí se aprecia el temple violento del individuo. Preconizaba abiertamente la sublevación armada contra el gobierno de Prim y pedía poco menos que el patíbulo para el general, a quien consideraba un traidor.

—Pero ¿es verdad que estuvo entre los asesinos?

—Se ha dicho que sí, se ha dicho incluso que Prim, en su lecho de muerte, insistió en haber reconocido su voz en la calle del Turco, dando la orden de abrir fuego. Yo creo que hubo connivencia entre Solís y Paul, pero no me consta que estuviera entre los asesinos materiales. Lo único que sé a ciencia cierta es que no participó para nada en nuestra simulación de tentativa. Es posible que decidiera unirse a los asesinos después, quizás al final. Esto lo tendrá que investigar usted. No sé por dónde anda ahora, unos dicen que en Buenos Aires, otros que en París. Llama la atención, desde luego, el hecho de su desaparición nada más perpetrado el crimen.

—Y sobre todo, si es inocente, que no haya vuelto a España ahora que están en el poder los suyos —aventuró Patrick.

—¡Pero es que los suyos ya no lo son! Castelar, Pi y Margall, Figueras, Rivero y los demás no quieren saber nada de él ahora, reniegan de él. Y Paul, claro, está sin duda al tanto.

—Quien debe de saber la verdad de todo es Solís, ¿no? —dijo Patrick.

—Sí, obviamente, y José María Pastor, el policía que trabajaba para Serrano. Si yo fuera usted, movería tierra y cielo para intentar acceder a ambos. Solís, esté donde esté, supongo que en su propiedad extremeña, en Villafranca de los Barros, será muy difícil. Tiene la protección de Montpensier, y el duque, como sabe usted, es muy poderoso… y lo será todavía más, mucho más, si vuelven los Borbones, que parece probable. En cuanto a Pastor, tampoco sé dónde está ahora pero creo que en las prisiones militares de San Francisco. Estuvo aquí un tiempo y provocó muchos disturbios y se lo llevaron hasta allí. Es un miserable asesino… y muy peligroso.

—¿Dónde están las prisiones militares?

—Al lado de la iglesia de San Francisco el Grande, en un viejo convento que hay allí convertido en cuartel.

Patrick seguía apuntando sin parar. Pocas veces había recibido, así de golpe, una información tan apabullante y a la vez tan salpicada de interrogantes.

—Usted da a entender en El Acusador —dijo— que, en la preparación y ejecución del asesinato, Pastor actuaba directamente a órdenes de Serrano.

—Sí, estoy convencido de que sí. Serrano tenía un motivo muy potente para querer la desaparición de Prim. Y era que, con Amadeo sobre el trono de España, iba a perder mucho poder, él que era regente, mientras Prim acumularía aún más, como hombre fuerte del nuevo régimen. Yo creo incluso que Serrano envidiaba profundamente a Prim. Era un político sin ideales ni proyectos, y cambiaba con facilidad sus lealtades. En realidad, su única lealtad, a mi juicio, era a su propia ambición de poder. Yo creo que sí, que Pastor actuaba directamente a órdenes suyas. Y que fue uno de los asesinos materiales de Prim.

—¿Cuándo fue detenido Solís? —preguntó Boyd.

López meditó unos segundos.

—Hace un año más o menos, no recuerdo la fecha exactamente, creo que en septiembre. —Siguió reflexionando y luego añadió—: Sí, en septiembre del año pasado debió de ser. Lo cogieron en Villafranca de los Barros. Supongo que entró desde Portugal, que está muy cerca. Salió en toda la prensa. Como era coronel, lo trajeron a las prisiones militares. Nada más entrar en ellas empezó a maniobrar y a sobornar a la gente con el dinero de Montpensier. Allí coincidió con Pastor, con cuya complicidad consiguió que Martín y Sáenz, dos de los reos confesos de la tentativa, antes incondicionales míos, se retractasen de haberle visto en relaciones íntimas y frecuentes conmigo. O sea, que logró que me traicionasen. Solís y yo tuvimos un careo. No negó haberme visto antes, pero sí que nuestros encuentros estuviesen relacionados con un intento de matar a Prim. El juzgado lo soltó a los tres meses. Fue un escándalo.

—¿Y Montpensier? —preguntó Patrick—. ¿El juez lo citó?

—El duque estaba en Francia —contestó López—. Alegó que no podía volver a España porque una de sus hijas estaba enferma o algo por el estilo. Y entonces el juez acordó que se le tomara declaración allí por comisión rogatoria. No le costó ningún trabajo negar cualquier implicación en el crimen.

Antes de despedirse, Boyd le preguntó cómo podía acceder al sumario, ya que, según le habían dado a entender, bastante gente lo conseguía. Le contestó que, pagando bien, no sería imposible, y prometió hacer averiguaciones al respecto y que le diría algo en su próximo encuentro, que propuso para dentro de unos diez días. También se comprometió a pensar en otras posibles pistas para su investigación.

Al salir a la calle Boyd respiró hondo y bajó por la plaza de Santa Bárbara hacia la travesía de San Mateo. Llevaba en la mano la nota de presentación que López le había garabateado para el impresor de sus pasquines.